Consejeros
Curiosamente, al despertar, Chamán quedó abrumado por dos emociones contradictorias: la viva y amarga realidad de que su padre ya no estaba, y la conocida seguridad del hogar, como si cada parte de su cuerpo y de su mente hubiera quedado fundida con la imagen que tenía de ese lugar y se hubiera deslizado en su vacío, llenándolo con absoluta naturalidad. Conocía aquellas sensaciones: el estremecimiento de la casa antes de que soplara el viento de la llanura, el tacto de la almohada y las sábanas ásperas contra su piel, los aromas del desayuno que se deslizaban escalera arriba y lo obligaban a bajar, incluso aquel resplandor del sol amarillo y caliente sobre el rocío de la hierba del patio.
Cuando salió del retrete, sintió la tentación de recorrer el sendero hasta el río, pero aún tendrían que pasar varias semanas para que el agua estuviera bastante caliente para nadar.
Mientras regresaba a la casa, Alden salió del granero y le hizo señas de que se detuviera.
—¿Cuánto tiempo te quedarás, Chamán?
—No estoy seguro, Alden.
—Bueno, el caso es que… hay un montón de barreras para plantar alrededor de los pastos. Doug Penfield ya ha abierto las franjas de tierra, pero con todo lo que ha ocurrido nos hemos retrasado en el cuidado de los corderos añales, y en unas cuantas cosas más. Tú podrías ayudarme a plantar los naranjas de Osage. Te llevaría más o menos cuatro días.
Chamán sacudió la cabeza.
—No, Alden, no puedo.
Al ver la expresión de enfado del anciano sintió la culposa necesidad de darle una explicación, pero se resistió. Alden aún lo veía como el hijo menor del jefe al que había que decirle lo que debía hacer, el sordo que no era tan buen granjero como Alex. La negativa constituía un cambio en la situación de ambos, e intentó suavizar la cosa.
—Tal vez pueda trabajar en la granja dentro de un par de días. Pero si no es así, tú y Doug tendréis que arreglaros solos —añadió, y Alden se marchó con el ceño fruncido.
Chamán y su madre intercambiaron sonrisas cautelosas mientras él se acomodaba en su silla. Habían aprendido a hablar de cosas sin importancia, para no correr riesgos. Él elogió la salchicha y los huevos de la granja, dijo que estaban muy bien cocinados y que no había tomado un desayuno como aquel desde que se había marchado de casa.
Ella comentó que el día anterior había visto tres garzas azules mientras iba a la ciudad.
—Creo que este año hay más que nunca. Tal vez hayan salido espantadas de otros sitios debido a la guerra —agregó.
Chamán había estado levantado hasta tarde leyendo el diario de su padre. Le hubiera gustado preguntarle unas cuantas cosas a su madre, y pensó que era una pena no poder hacerlo.
Después del desayuno pasó un buen rato leyendo los historiales de los pacientes de su padre. Nadie llevaba archivos médicos más detallados que Robert Judson Cole. Agotado o no, siempre había completado los historiales antes de irse a dormir, y gracias a eso Chamán pudo hacer una detallada lista de todas las personas a las que había atendido en los días posteriores a su regreso. Le preguntó a su madre si podía disponer de Boss y del cabriolé durante ese día.
—Quiero visitar a los pacientes de papá. La fiebre tifoidea es una enfermedad que se propaga fácilmente.
Ella asintió.
—Me parece una buena idea que te lleves el caballo y el coche. ¿Y tu comida? —le preguntó.
—Me llevaré en el bolsillo un par de esos bollos tuyos.
—Él solía hacer lo mismo —dijo ella débilmente.
—Lo sé.
—Yo te prepararé una buena comida.
—Como quieras, mamá.
Se acercó a ella y la besó en la frente. Sarah se quedó quieta pero cogió la mano de su hijo y la apretó con fuerza. Cuando la soltó, Chamán volvió a quedar impresionado por su belleza.
La primera casa en la que se detuvo fue la de un granjero llamado William Bemis que se había lesionado la espalda ayudando a parir un ternero. Bemis cojeaba y tenía el cuello torcido, aunque dijo que su espalda había mejorado.
—Pero se me está terminando ese linimento apestoso que tu padre me dejaba.
—¿Ha tenido fiebre, señor Bemis?
—En absoluto. Sólo me duele la espalda, ¿por qué iba a tener fiebre? —Miró a Chamán con el ceño fruncido—. ¿Vas a cobrarme la visita? Yo no he llamado a ningún médico.
—No, señor, no le cobraré nada. Me alegro de que se encuentre mejor —le aseguró Chamán, y le dejó un poco más de linimento para que se quedara satisfecho.
Intentó hacer algunas paradas que imaginaba que habría hecho su padre para saludar a los viejos amigos. Llegó a casa de los Schroeder poco después del mediodía.
—A tiempo para la comida —le dijo Alma entusiasmada, y frunció los labios con desdén cuando él le dijo que se había llevado la comida de su casa.
—Bueno, tráela y siéntate a la mesa con nosotros —propuso Alma, y él aceptó, contento de tener compañía.
Sarah le había preparado rodajas de cordero frío, un boniato cocido y tres bollos abiertos y untados con miel.
Alma llevó a la mesa una fuente con codornices fritas y empanadas de melocotón.
—No vas a rechazar las empanadas que hice con mi última confitura —le advirtió ella, y Chamán cogió dos y una ración de codornices—. Tu padre sabía que no debía traer nada cuando venía a mi casa a la hora de la comida —le dijo Alma algo molesta. Lo miró a los ojos—. ¿Ahora te quedarás en Holden’s Crossing y serás nuestro médico?
La pregunta lo desconcertó. Era una pregunta normal, una pregunta que él mismo tendría que haberse hecho, la misma que había estado eludiendo.
—Bueno, Alma…, no lo he pensado muy bien —repuso en tono poco convincente.
Gus Schroeder se inclinó hacia delante y, como si estuviera confiándole un secreto, le susurró:
—¿Por qué no lo piensas?
A media tarde, Chamán estaba en casa de los Snow. Edwin Snow cultivaba trigo en una granja del extremo norte de la población, el lugar de Holden’s Crossing más alejado de la granja de los Cole. Snow era uno de los que había enviado a buscar al doctor Cole cuando se enteró de su regreso, porque se le había infectado un dedo del pie. Chamán lo encontró caminando de un lado a otro, sin cojear.
—Oh, tengo el pie estupendamente —dijo contento—. Tu padre le dijo a Tilda que lo sujetara mientras él lo abría con su cuchillo, usando la mano sana, que la tenía firme como una roca. Me hice baños de sal para quitar toda la porquería como él me dijo. Pero es curioso que hayas venido hoy. Tilda no se encuentra bien.
Encontraron a la señora Snow dando de comer a las gallinas; parecía que no tuviera fuerzas ni para tirarles el maíz. Era una mujer alta y corpulenta, de cara coloradota, y reconoció que tenía «un poco de fiebre».
Chamán se dio cuenta enseguida de que tenía bastante fiebre, y sintió el alivio de la mujer cuando él le ordenó que se metiera en la cama, aunque mientras caminaban hacia la casa ella no dejó de protestar y de decir que no era necesario.
La señora Snow le dijo que había pasado todo un día con un fuerte dolor de espalda, y que había perdido el apetito.
Chamán se sintió inquieto pero se esforzó en hablar con naturalidad, y le dijo que descansara un poco, que el señor Snow se ocuparía de las gallinas y de los demás animales. Les dejó un frasco de tónico y dijo que volvería a visitarlos al día siguiente. Snow intentó protestar cuando Chamán se negó a cobrarle, pero este se mostró firme.
—No voy a cobrarle. La cosa sería distinta si yo fuera su médico. Simplemente pasaba por aquí —le aseguró, incapaz de aceptar dinero por tratar una enfermedad que tal vez le había contagiado su padre.
La última parada que hizo aquel día fue en el convento de San Francisco de Asís.
La madre Miriam pareció realmente contenta de verlo. Cuando le pidió que se sentara, él eligió la silla de madera de respaldo recto en la que se había sentado las pocas veces que había ido al convento con su padre.
—Bueno —dijo ella—, ¿echando un vistazo a tu antiguo hogar?
—Hoy estoy haciendo algo más que eso. Estoy intentando ver si mi padre pudo contagiar la fiebre tifoidea a alguien de Holden’s Crossing. ¿Usted o la madre Mary Benedicta han sentido algún síntoma?
La madre Miriam sacudió la cabeza.
—No. Y no creo que se presente ninguno. Estamos acostumbradas a cuidar personas con toda clase de enfermedades, como lo estaba tu padre. Probablemente ahora a ti te ocurre lo mismo, ¿no?
—Si, me parece que si.
—Creo que el Señor cuida a las personas como nosotros.
Chamán sonrió.
—Espero que no se equivoque.
—¿Habéis visto muchos casos de fiebre tifoidea en tu hospital?
—Hemos visto algunos. Tenemos a los pacientes que sufren enfermedades contagiosas en un edificio separado, lejos de los demás.
—Me parece muy sensato —opinó—. Háblame de tu hospital.
Y él le habló del Hospital del Sudoeste de Ohio, empezando por el equipo de enfermeros, que era lo que a ella posiblemente le interesaría más, y siguiendo por el equipo médico y quirúrgico, y los patólogos.
Ella le hizo preguntas interesantes que lo estimularon a seguir hablando, y le habló también de su trabajo como cirujano con el doctor Berwyn, y como patólogo con Barney McGowan.
—Entonces has tenido una buena formación, y una buena experiencia. ¿Y ahora? ¿Te quedarás en Cincinnati?
Chamán le comentó lo que le había preguntado Alma Schroeder, y que no se había sentido preparado para responder.
La madre Miriam lo miró con interés.
—¿Y por qué te parece tan difícil responder?
—Cuando vivía aquí, siempre me sentía incompleto, era un chico sordo que crecía entre personas que oían perfectamente. Amaba y admiraba a mi padre y quería ser como él. Ansiaba ser médico, y trabajé y luché aunque todos, incluso él, decían que no lo lograría.
»Mi sueño siempre fue convertirme en médico, y ahora estoy más allá del sueño. Ya no soy incompleto, y vuelvo a estar en el lugar que amo. Para mi, este lugar siempre pertenecerá al verdadero médico, a mi padre.
La madre Miriam asintió.
—Pero él ya no está, Chamán.
No respondió. Sintió el palpitar de su corazón, como si estuviera oyendo la noticia por primera vez.
—Quiero que me hagas un favor —le dijo ella. Señaló la silla de cuero—. Siéntate allí, donde siempre se sentaba él.
De mala gana, con el cuerpo casi rígido, se levantó de la silla de madera y se sentó en la tapizada.
Ella aguardó un instante.
—No es tan incómoda, supongo.
—Es muy cómoda —respondió él.
—Y tú la llenas perfectamente bien. —La madre superiora esbozó una sonrisa y luego le dio un consejo casi idéntico al que le había dado Gus Schroeder—. Debes pensarlo —dijo.
En el camino de regreso se detuvo en casa de Howard y compró una botella de whisky.
—Lamento lo de tu padre —musitó Julian Howard, incómodo.
Chamán asintió, consciente de que Howard y su padre no se habían soportado jamás. Mollie Howard dijo que imaginaba que Mal y Alex habían logrado alistarse en el ejército confederado, porque no habían recibido una sola noticia de Mal desde que ambos se habían marchado.
—Supongo que si estuvieran en algún sitio a este lado de las líneas, uno u otro habría enviado alguna carta a su casa —dijo Mollie, y Chamán respondió que pensaba que tenía razón.
Después de cenar llevó la botella a la cabaña de Alden, como una oferta de paz. Incluso se sirvió un poco en uno de los vasos, porque sabía que a Alden no le gustaba beber solo cuando estaba con alguien.
Esperó a que Alden hubiera bebido unos cuantos tragos antes de encauzar la conversación hacia el tema de la granja.
—¿A qué se debe que este año tú y Doug Penfield tengáis tantos problemas para que el trabajo esté al día?
Alden respondió al instante.
—¡Hace mucho tiempo que se está retrasando! Apenas hemos vendido alguna oveja, salvo uno o dos añales a algún vecino para la comida de Pascua. Por eso todos los años el rebaño crece, y cada vez son más los animales que hay que limpiar y esquilar, y más los pastos cercados que hay que proporcionarles. Intenté que tu padre estudiara la situación antes de irse al ejército, pero nunca lo logré.
—Bueno, hablemos de este asunto ahora mismo. ¿Cuánto consigues por un kilo de vellón? —preguntó Chamán mientras sacaba del bolsillo una libreta y un lápiz.
Estuvieron casi una hora hablando de precios y calidades de lanas, de las posibilidades del mercado cuando concluyera la guerra, del terreno necesario por cabeza, de los días de trabajo, y del costo diario.
Cuando concluyeron, Chamán tenía la libreta llena de garabatos.
Alden se había apaciguado.
—Ahora bien, si pudieras decirme que Alex regresará pronto, eso cambiaría el panorama, porque ese chico es una fiera trabajando. Pero la verdad es que podría estar muerto en cualquier sitio. Y sabes que tengo razón, Chamán.
—Si, es verdad. Pero a menos que me entere de lo contrario, pienso que sigue vivo.
—Bueno, claro. Pero será mejor que no cuentes con él cuando planifiques el trabajo, eso es todo.
Chamán lanzó un suspiro y se levantó para marcharse.
—Te diré una cosa, Alden. Mañana por la tarde tengo que volver a salir, pero dedicaré toda la mañana a los naranjos de Osage —anunció.
A la mañana siguiente salió al campo temprano, vestido con ropa de trabajo. Era un día excelente para trabajar al aire libre, un día seco y ventoso con el cielo lleno de nubes inofensivas. Hacia mucho tiempo que no realizaba ninguna actividad física, y antes de terminar de cavar el primer agujero sintió los músculos agarrotados.
Sólo había colocado tres plantas cuando su madre llegó a la pradera montando a Boss, seguida por un sueco llamado Par Swanson, que se dedicaba a cultivar remolachas, y al que Chamán apenas conocía.
—¡Es mi hija! —gritó el hombre antes de llegar a donde estaba Chamán—. Creo que se ha roto el cuello.
Chamán cogió el caballo de su madre y siguió al hombre. Tuvieron que cabalgar casi un cuarto de hora para llegar a casa de los Swanson.
Por la breve descripción del hombre imaginó lo que iba a encontrar, pero se dio cuenta enseguida que la pequeña estaba viva aunque con muchos dolores.
Selma Swanson era una niñita muy rubia, que aún no tenía tres años.
Le gustaba subir con su padre en el distribuidor de estiércol. Esa mañana los caballos de su padre habían sorprendido a un enorme halcón que había bajado hasta el campo para comerse un ratón. El halcón levantó el vuelo súbitamente, espantando a los caballos. Cuando estos saltaron hacia delante, Selma perdió el equilibrio y cayó. Mientras luchaba por dominar a los animales, Par vio que su hija se había golpeado con un ángulo del distribuidor en el momento de caer.
—Me miraba a mí, y se golpeó el cuello —dijo el padre.
La niñita se sujetaba el brazo izquierdo con la mano derecha, contra el pecho.
Tenía el hombro izquierdo adelantado.
—No —lo corrigió Chamán después de examinar a la pequeña—. Es la clavícula.
—¿Está rota? —preguntó la madre.
—Bueno, un poco doblada, y tal vez algo astillada, pero no hay por qué preocuparse. Sería grave si le hubiera ocurrido a usted, o a su marido. Pero a la edad de la niña los huesos se curvan como ramas verdes y se curan con gran rapidez.
La clavícula había quedado lesionada no muy lejos de su unión con el omóplato y el esternón. Con unos trapos que le proporcionó la señora Swanson hizo un pequeño cabestrillo para el brazo izquierdo de Selma, y después de colocarlo en él, ató todo al cuerpo con otro trapo para impedir que la clavícula se moviera.
La niña ya se había calmado cuando él terminó de beber el café que la señora Swanson había calentado en el hornillo.
Chamán se encontraba a poca distancia de varios de los pacientes que tenía que visitar ese día, y no tenía sentido regresar a su casa y volver a salir, de modo que empezó las visitas en ese momento.
Una mujer llamada Royce, la esposa de uno de los nuevos colonos, le dio pastel de carne para comer. Empezaba a caer la tarde cuando regresó a la granja.
Al pasar por el campo en el que había empezado a trabajar esa mañana, vio que Alden había puesto a Doug Penfield a trabajar en la barrera, y que una larga y admonitoria línea de brotes de naranjo de Osage se extendía por la pradera.