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El círculo completo

El 12 de febrero de 1864, Rob J. escribió en su diario:

Dos ríos, allá en casa, el grandioso Mississippi y el modesto Rock, han marcado mi vida; ahora, en Virginia, he llegado a conocer muy bien otro par disparejo de ríos en los que he presenciado repetidas matanzas: el Tappahannock y el Rapidan. Tanto el ejército del Potomac como el del norte de Virginia han enviado pequeños grupos de infantería y caballería al otro lado del Rapidan para atacarse mutuamente, durante los últimos días del invierno y el principio de la primavera. Con la misma naturalidad con que cruzaba el Rock en los viejos tiempos para visitar a un vecino enfermo o traer un niño al mundo, ahora acompaño a las tropas a cruzar el Rapidan de diversas formas, montado sobre Pretty Boy, chapoteando en los vados poco profundos, o navegando por corrientes caudalosas en barcos o balsas. Este invierno no ha habido grandes batallas con miles de muertos, pero me he acostumbrado a ver docenas de cuerpos, o uno. Hay algo infinitamente más trágico en un sólo hombre muerto que en un campo lleno de cadáveres. He aprendido en cierto modo a no fijarme en los sanos ni en los muertos y a concentrarme en los heridos, a salir a buscar estúpidos y malditos jóvenes que las más de las veces caen por los disparos de otros estúpidos y malditos jóvenes…

Los soldados de ambos ejércitos se habían acostumbrado a pinchar en sus ropas trozos de papel con su nombre y su dirección, con la esperanza de que sus seres queridos fueran notificados en caso de que ellos se convirtieran en bajas. Ni Rob J. ni los tres camilleros de su equipo se molestaban en ponerse el papel de identificación. Ahora salían sin ningún temor, porque Amasa Decker, Alan Johnson y Lucius Wagner estaban convencidos de que la medicina de Makwa-ikwa los protegía realmente, y Rob J. se había permitido contagiarse de esa convicción. Era como si en cierto modo el Mee-shome generara una fuerza que desviaba todas las balas, convirtiendo el cuerpo de todos ellos en algo intocable.

A veces parecía que siempre había habido guerra, y que continuaría eternamente. Sin embargo, Rob J. veía algunos cambios. Un día, en un ejemplar hecho jirones del Baltimore American, leyó que todos los varones blancos del Sur en edades comprendidas entre los diecisiete y los cincuenta años habían sido reclutados para prestar servicios en el ejército confederado. Esto significaba que a partir de ese momento cada baja del ejército confederado sería irreemplazable, y su ejército cada vez más reducido. Rob J. veía con sus propios ojos que los soldados confederados muertos y prisioneros, llevaban el uniforme raído y un calzado lamentable. Se preguntaba con desesperación si Alex estaba vivo, y alimentado, vestido y calzado. El coronel Symonds anunció que muy pronto el 131 de Indiana recibiría una partida de carabinas Sharps equipadas con recámara, que permitirían el tiro rápido. Y al parecer a eso conducía la guerra: a un Norte que fabricaba mejores armas, municiones y barcos, y a un Sur que luchaba cada vez con menos hombres y que sufría la escasez de todo lo que podía producirse en una fábrica. El problema consistía en que los confederados no parecían darse cuenta de que se movían con una terrible desventaja industrial, y combatían con una fiereza que hacía pensar que la guerra no terminaría pronto.

Un día de finales de febrero, los cuatro camilleros tuvieron que acudir a un sitio en el que un capitán llamado Taney, comandante de la compañía A de la primera brigada, estaba tendido fumando estoicamente un puro después de que una bala le destrozara la espinilla. Rob J. vio que no tenía sentido colocarle una tablilla porque la bala había arrancado varios centímetros de tibia y peroné, y la pierna tendría que ser amputada entre el tobillo y la rodilla. Cuando fue a coger una venda del Mee-shome se dio cuenta de que no lo había llevado consigo.

Sintió que se le revolvía el estómago y supo exactamente dónde lo había dejado: encima de la hierba, en la entrada de la tienda donde estaba instalado el hospital.

Los otros también lo recordaron.

Rob J. cogió el cinturón de cuero que llevaba puesto Alan Johnson y lo utilizó para hacer un torniquete; luego cargaron al capitán en la camilla y se lo llevaron casi en estado de embriaguez.

—¡Santo cielo! —decía Lucius Wagner.

Siempre decía lo mismo y en tono acusador cuando estaba muy asustado. Ahora lo susurró una y otra vez hasta que resultó molesto, pero nadie se quejó ni le dijo que se callara porque estaban demasiado ocupados imaginando el doloroso impacto de las balas en sus cuerpos tan cruel y repentinamente desprovistos de magia.

El traslado fue más lento y desesperante que el primero de todos los que habían hecho. Hubo varios disparos, pero a los camilleros no les ocurrió nada. Finalmente llegaron a la tienda que albergaba el hospital, y después de entregarle el paciente a Coppersmith, Amasa Decker cogió el Mee-shome del suelo y lo arrojó a las manos de Rob J.

—Póngaselo. Rápido —le dijo, y Rob J. obedeció.

Los tres camilleros se consultaron con expresión sombría, aliviados, y se pusieron de acuerdo en compartir la responsabilidad de comprobar que el médico auxiliar interino Cole se colgaba la bolsa de las medicinas todas las mañanas nada más levantarse.

Rob J. se alegró de llevar el Mee-Shome dos mañanas más tarde, cuando el 131 de Indiana —a ochocientos metros del punto en el que el Rapidan se une al río más grande— giró en una curva del camino y literalmente se topó con los rostros desconcertados de una brigada de soldados de uniforme gris.

Los hombres de ambos grupos empezaron a disparar inmediatamente, algunos a muy corta distancia. El aire se llenó de maldiciones, gritos, estampidos de mosquete y aullidos de los que caían heridos; luego las filas delanteras se fundieron entre sí, y los oficiales atacaron con la espada o dispararon las armas pequeñas mientras los soldados blandían los rifles como si fueran palos, o usaban los puños, las uñas o los dientes porque no tenían tiempo para volver a cargar las armas.

A un lado del camino había un bosquecillo de robles y al otro un campo abonado que parecía suave como el terciopelo, arado y listo para la siembra. Algunos hombres de ambos ejércitos se refugiaron detrás de los árboles que había al lado del camino, pero el grueso se dispersó, estropeando la perfección del campo abonado. Se disparaban mutuamente desde una línea de ataque desordenada y desigual.

Cuando se producía una escaramuza, Rob J. se quedaba generalmente en la retaguardia, esperando que lo fueran a buscar en caso de necesidad, pero en la confusión de la refriega se encontró luchando con su aterrorizado caballo en el centro mismo de la violencia. El animal se encabritó y luego pareció quebrarse. Rob J. logró desmontar de un salto mientras el caballo se desplomaba sobre el suelo y quedaba allí tendido, sacudiéndose. En el cuello del color del barro de Pretty Boy había un agujero sin sangre del tamaño de una moneda de cinco centavos, pero de sus ollares ya manaban dos pequeños torrentes rojos; el animal se esforzaba por respirar, y en su agonía pateaba el aire espasmódicamente.

La bolsa de las medicinas contenía una jeringa hipodérmica con una aguja de cobre y un poco de morfina, pero los opiáceos aún escaseaban y no se podían administrar a un caballo. Un teniente del ejército confederado yacía muerto a diez metros de distancia. Rob J. se acercó a él y le cogió un pesado revólver negro que llevaba en la pistolera. Regresó junto a Pretty Boy, colocó la boca del arma debajo de la oreja del animal y apretó el gatillo.

No había dado más de una docena de pasos cuando sintió un dolor espantoso en la parte superior del brazo izquierdo, como si le hubiera picado un abeja de medio metro de largo. Dio tres pasos más, y la tierra ocre y cubierta de estiércol pareció levantarse para recibirlo. Pensaba con claridad. Sabía que se había desmayado y que enseguida recuperaría las fuerzas, y se quedó tendido, mirando con ojos de pintor el tosco sol ocre en un cielo teñido de azul, mientras los sonidos se apagaban a su alrededor, como si alguien hubiera arrojado una manta sobre el resto del mundo. No supo cuánto tiempo permaneció así. Tuvo conciencia de que le sangraba la herida del brazo y buscó a tientas unas vendas en la bolsa y las apretó sobre la herida para detener la hemorragia. Al mirar hacia abajo vio sangre en el Mee-shome. La ironía le resultó irresistible y se echó a reír al pensar en el ateo que había intentado convertir en un dios una vieja bolsa de cañones de pluma y un par de tiras de cuero curtido.

Finalmente fue a recogerlo el equipo de Wilcox. El sargento —tan feo como Pretty Boy, con su ojo desviado hacia fuera cargado de cariño y preocupación— le dijo a Rob J. el tipo de cosas tontas y sin sentido que él había dicho miles de veces a los pacientes para consolarlos. Los sudistas habían visto que el enemigo era mucho más numeroso y se habían retirado, había un montón de hombres y caballos muertos, de carros destrozados y cosas desparramadas, y Wilcox le comentó a Rob J. en tono de pesar que el granjero iba a pasarlo muy mal para volver a arar ese bonito campo.

Sabía que había tenido la suerte de que la herida no fuera más grave, pero era algo más que un rasguño. La bala no había tocado el hueso pero había arrancado carne y músculo.

Coppersmith había cosido la herida parcialmente y la había vendado con cuidado, y dio la impresión de que la tarea le producía una gran satisfacción.

Rob J. fue trasladado con otros treinta y seis heridos a un hospital de Fredericksburg, donde permaneció diez días. El lugar había sido un depósito y no estaba tan limpio como debía, pero el médico militar responsable, un comandante llamado Sparrow que había ejercido la medicina en Hartford, Connecticut, antes de la guerra, era un buen profesional. Rob J. recordó los experimentos que el doctor Milton Akerson había hecho en Illinois con el ácido clorhídrico, y el doctor Sparrow estuvo de acuerdo en permitirle que de vez en cuando se lavara la herida con una solución suave de ácido clorhídrico. Le escocía, pero la herida empezó a cicatrizar perfectamente y sin infección, y acordaron que tal vez daría buen resultado probar el sistema con otros pacientes. Rob J. podía flexionar los dedos y mover la mano izquierda, aunque le dolía. Coincidió con el doctor Sparrow en que aún era demasiado pronto para saber cuánta fuerza y movimiento recuperaría el brazo herido.

El coronel Symonds fue a visitarlo cuando pasó una semana en la ciudad.

—Váyase a casa, doctor Cole. Cuando se recupere, si quiere volver con nosotros, será bienvenido —le dijo, aunque ambos sabían que no regresaría. Symonds le dio las gracias torpemente—. Si sobrevivo, y algún día usted pasa por Fort Wayne, Indiana, vaya a visitarme a la Fábrica de Tubos de Lámparas Symonds y tomaremos una comida maravillosa, y beberemos todo lo que haga falta, y hablaremos largo y tendido de los malos viejos tiempos —propuso.

Se despidieron con un fuerte apretón de manos, y el joven coronel se marchó.

Le llevó tres días y medio llegar a casa, con cinco redes de ferrocarril diferentes, empezando por el Ferrocarril de Baltimore y Ohio. Todos los trenes llevaban retraso, y estaban mugrientos y atestados de viajeros con problemas. Llevaba el brazo en cabestrillo pero no era más que otro civil de mediana edad, y en varias ocasiones tuvo que viajar de pie a lo largo de ochenta kilómetros o más en un tren que no dejaba de balancearse. En Canton, Ohio, esperó medio día para cambiar de tren, y luego compartió un asiento con un tambor llamado Harrison que trabajaba para una gran empresa de cantineros que vendía polvos de tinta al ejército. El hombre le confió que había oído los disparos de cerca muchas veces. Tenía montones de historias inverosímiles sobre la guerra, condimentadas con los nombres de importantes figuras militares y políticas, y las historias hacían que los kilómetros pasaran más deprisa.

En los vagones, atestados y calurosos, la gente se había quedado sin agua. Al igual que los demás, Rob J. bebió lo que le quedaba en la cantimplora y después pasó sed. Finalmente el tren se detuvo en un apeadero cercano a un campamento del ejército, en las afueras de Marion, Ohio, para cargar combustible y coger agua de una pequeña corriente, y los pasajeros bajaron para llenar sus recipientes.

Rob J. estaba entre ellos, pero cuando se arrodilló con su cantimplora, algo que había en la orilla opuesta le llamó la atención, y enseguida supo de qué se trataba.

Al acercarse se dio cuenta de que efectivamente alguien había arrojado en la corriente vendas usadas, gasas ensangrentadas y otros desechos de hospital; cuando después de un corto paseo descubrió otros vertederos, volvió a tapar su cantimplora y aconsejó a los demás pasajeros que hicieran lo mismo.

El revisor dijo que conseguirían agua buena en Lima, un poco más abajo, y Rob J. regresó a su asiento; cuando el tren reanudó la marcha, se quedó dormido a pesar del balanceo del vagón.

Al despertar se enteró de que el tren acababa de salir de Lima.

—Quería coger agua —dijo irritado.

—No se preocupe —le dijo Harrison—. Tengo el termo lleno.

Se lo pasó, y Rob J. bebió una buena cantidad.

—¿Había mucha gente recogiendo agua en Lima? —preguntó mientras le devolvía el termo.

—Oh, esta no la cogí en Lima. Llené el termo en Marion, cuando nos detuvimos a cargar combustible —respondió el vendedor.

El hombre se puso pálido cuando Rob J. le contó lo que había visto en la corriente de agua de Marion.

—¿Entonces enfermaremos?

—No se sabe. —Después de Gettysburg, Rob J. había visto a toda una compañía beber durante cuatro días de una fuente en la que después descubrieron a dos confederados muertos, pero no habían sufrido consecuencias importantes. Se encogió de hombros—. No me sorprendería que dentro de unos días los dos tuviéramos diarreas.

—¿No podemos tomar algo?

—Un poco de whisky ayudaría, si pudiéramos conseguirlo.

—De eso me ocupo yo —le aseguró Harrison, y se marchó a toda prisa en busca del revisor.

Cuando regresó, sin duda con el billetero mucho más vacío, llevaba una botella grande con dos tercios de whisky. La bebida era suficientemente fuerte para que surtiera efecto, comentó Rob J. después de probarla. Cuando se despidieron en South Bend, Indiana, un poco mareados, cada uno estaba convencido de que el otro era un individuo fantástico, y se saludaron con un caluroso apretón de manos. Rob llegó a Gary antes de darse cuenta de que no conocía el nombre de pila de Harrison.

Llegó a Rock Island a primera hora de la mañana, con la fresca, mientras soplaba el viento desde el río. Se alegró de bajar del tren y caminó por la ciudad con la maleta en la mano sana. Tenía la intención de alquilar un caballo y un cabriolé, pero enseguida se encontró con George Cliburne, quien le dio la mano, le palmeó la espalda e insistió en llevarlo a Holden’s Crossing personalmente, en su calesa.

Cuando Rob J. atravesó la entrada de la granja, Sarah estaba sentándose para tomar el huevo del desayuno y la galleta del día anterior, y lo miró sin decir una palabra y se echó a llorar. Se abrazaron.

—¿Estás malherido?

Él le aseguró que no.

—Estás muy delgado.

Le dijo que le prepararía el desayuno, pero él le aseguró que lo tomaría más tarde. Empezó a besarla, y estaba tan ansioso como un niño. Quería hacerle el amor en la mesa, o en el suelo, pero ella le dijo que ya era hora de que volviera a su cama, y él la siguió escalera arriba. Al llegar a la habitación, ella lo hizo esperar hasta que estuvieron desnudos.

—Necesito darme un buen baño —dijo él, nervioso; pero ella respondió en un susurro que el baño también podía esperar.

Todos esos años, la enorme fatiga y el dolor de la herida desaparecieron con sus ropas. Se besaron y se exploraron mutuamente con más ansia que la que habían sentido en aquel granero, después de casarse durante el Gran Despertar, porque ahora sabían qué era lo que les había faltado. La mano sana de Rob encontró el cuerpo de ella y sus dedos hablaron por él. Finalmente, Sarah no pudo mantenerse en pie, se apoyó en el brazo de Rob, y él se encogió de dolor.

Sarah miró la herida y lo ayudó a volver a poner el brazo en el cabestrillo y lo hizo tenderse en la cama boca arriba mientras ella se ocupaba de todo, y cuando hicieron el amor, Rob J. gritó varias veces, una de ellas porque el brazo le dolía.

Se sentía auténticamente contento no sólo de estar junto a su esposa sino de poder ir al establo a darles manzanas secas a los caballos y ver que ellos lo recordaban; y de encontrarse con Alden, que arreglaba unas vallas, y ver la enorme alegría reflejada en el rostro del anciano; y de recorrer el Camino Corto que cruzaba el bosque hasta el río y detenerse a arrancar las hierbas de la tumba de Makwa; y de sentarse con la espalda apoyada en un árbol, cerca de donde había estado el hedonoso-te, y contemplar las aguas que se deslizaban serenamente, sin que nadie llegara desde la otra orilla gritando como los animales ni le disparara.

A última hora de la tarde recorrió con Sarah el sendero que había entre su casa y la de los Geiger. Lillian también se echó a llorar al verlo, y lo besó en la boca. Le dijo que lo último que sabía de Jason era que estaba sano y salvo, y que trabajaba como administrador de un enorme hospital que se encontraba a orillas del río James.

—Estuve muy cerca de allí —comentó Rob J.—. Sólo a un par de horas de viaje.

Lillian asintió.

—Dios quiera que él también regrese pronto a casa —dijo en tono seco, y no pudo evitar mirar el brazo de Rob J.

Sarah no quiso quedarse a cenar. Se negaba a compartir a Rob J.

Sólo pudo estar a solas con él un par de días, porque al tercero por la mañana se había extendido la noticia de que había regresado, y la gente empezó a llegar a su casa, algunos sólo para darle la bienvenida, pero muchos más para hacer girar casualmente la conversación en torno a un furúnculo en la pierna, o una fuerte tos, o un dolor de estómago que no se calmaba. El tercer día, Sarah capituló. Alden ensilló a Boss, y Rob J. visitó media docena de sus antiguos pacientes.

Tobías Barr había abierto un dispensario en Holden’s Crossing, donde atendía casi todos los miércoles; pero la gente sólo iba a verlo en los casos de mayor urgencia, y Rob J. se encontró con el mismo tipo de problemas que había descubierto al llegar por primera vez a Holden’s Crossing hernias descuidadas, dentaduras cariadas, toses crónicas.

Cuando pasó por casa de los Schroeder les dijo que se sentía aliviado de ver que Gustav no había perdido más dedos trabajando en la granja, lo cual era verdad aunque lo dijera en tono de broma. Alma le dio café mezclado con achicoria y mandelbrot, y lo puso al corriente de las novedades del lugar, algunas de las cuales lo entristecieron. Hans Grueber había caído muerto en su campo de trigo el agosto anterior.

—El corazón, supongo —comentó Gus.

Y Suzy Gilbert, que siempre insistía en que Rob J. se quedara a tomar sus pesadas tortas de patata, había muerto durante el parto, hacía un mes.

En el pueblo había personas nuevas, familias de Nueva Inglaterra y del Estado de Nueva York. Y tres familias católicas, recién llegadas de Irlanda.

—Ni siquiera saben hablar su idioma —sentenció Gus, y Rob no pudo ocultar una sonrisa.

Por la tarde guió al caballo por el sendero de entrada del convento de San Francisco de Asís, pasando junto a lo que ahora era un respetable rebaño de cabras.

Miriam la Feroz lo saludó radiante de alegría. Él se sentó en la silla del obispo y le contó lo que le había ocurrido.

Ella pareció profundamente interesada al oírle hablar de Lanning Ordway y de la carta que este había escrito al reverendo David Goodnow, de Chicago.

Le pidió permiso para copiar el nombre y la dirección de Goodnow.

—Hay personas que se alegrarán de recibir esta información —le aseguró la madre superiora.

Después le habló de su mundo. El convento prosperaba. Había cuatro monjas nuevas y dos novicias. Ahora los laicos iban al convento para el culto dominical. Si seguían asistiendo, pronto existiría una iglesia católica.

Rob J. supuso que ella esperaba una visita, porque sólo hacía unos minutos que había llegado cuando la hermana Mary Peter Celestine les sirvió una fuente con galletas recién horneadas y un excelente queso de cabra.

Y café de verdad, el primero que probaba después de más de un año, con cremosa leche de cabra para aclararlo.

—¿La cría engordada, reverenda madre?

—Es fantástico tenerlo otra vez en casa —dijo ella.

Se sentía cada día más fuerte. No se excedía, dormía hasta tarde, comía bien y con placer, se paseaba por la granja. Por la tarde visitaba a unos pocos pacientes.

No obstante, tenía que volver a acostumbrarse a la buena vida. Al séptimo día de estar en casa, le dolían las piernas, los brazos y la espalda. Se rio y le dijo a Sarah que no estaba acostumbrado a dormir en una cama.

A primeras horas de la mañana, cuando estaba acostado en la cama, sintió el retortijón de estómago e intentó pasarlo por alto porque no quería levantarse. Finalmente tuvo que hacerlo, y estaba en mitad de la escalera cuando empezó a dar bandazos y a correr, y Sarah se despertó.

No logró llegar al retrete; se detuvo a un lado del sendero y se agachó entre la maleza como un soldado borracho, gruñendo y gimiendo mientras sus intestinos se vaciaban como en un estallido.

Ella lo había seguido hasta fuera, y él lamentó que lo viera en ese trance.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Sarah.

—El agua… en el tren —dijo Rob J. jadeando.

Por la noche tuvo tres episodios más. Por la mañana se administró aceite de ricino para eliminar la enfermedad de su organismo, y esa noche, al ver que el malestar no lo abandonaba, tomó sulfato de magnesio. Al día siguiente empezó a arder de fiebre y comenzaron los terribles dolores de cabeza, y supo lo que tenía antes de que Sarah lo desnudara esa noche para bañarlo y vieran las manchas rojas de su abdomen.

Ella se mostró decidida cuando él se lo dijo.

—Bueno, hemos cuidado gente con fiebre tifoidea en otras ocasiones y los hemos salvado. Dime qué dieta debes hacer.

Le producía náuseas pensar en la comida, pero se lo dijo.

—Caldo de carne cocida con verduras, si es que consigues alguna. Zumos de fruta. Aunque en esta época del año…

Aún quedaban algunas manzanas en un cajón del sótano, y Sarah dijo que Alden las trituraría. Sarah se mantuvo ocupada todo el tiempo para no preocuparse, pero al cabo de veinticuatro horas se dio cuenta de que necesitaba ayuda porque entre el orinal, los cambios constantes de ropa, los baños para combatir la fiebre y el hervir la ropa sucia apenas había podido dormir un rato. Envió a Alden al convento católico para pedir ayuda a las monjas enfermeras. Se presentaron dos —Sarah ya había oído decir que siempre trabajaban en parejas—, una monja joven con cara de niña, llamada hermana Mary Benedicta, y una mujer mayor, alta y de nariz larga, que dijo ser la madre Miriam Ferocia. Rob J. abrió los ojos y sonrió al verlas, y Sarah se fue al dormitorio de los chicos y durmió durante seis horas.

La habitación del enfermo estaba ordenada y olía bien. Las monjas eran enfermeras eficaces. A los tres días de estar en casa de Rob J. le bajó la fiebre. Al principio las tres mujeres se alegraron, pero la mayor le enseñó a Sarah que las deposiciones empezaban a ser sanguinolentas, y ella envió a Alden a Rock Island a buscar al doctor Barr.

Cuando llegó el doctor Barr, las deposiciones estaban compuestas casi totalmente de sangre, y Rob J. se veía muy pálido. Habían pasado ocho días desde el primer retortijón.

—Ha avanzado muy rápidamente —le comentó el doctor Barr, como si estuvieran en una reunión de la Asociación de Médicos.

—A veces ocurre —coincidió Rob J.

—¿Quinina, tal vez, o calomelanos? —sugirió el doctor Barr—. Algunos creen que es como la malaria.

Rob J. opinó que la quinina y el calomelanos eran inútiles.

—La fiebre tifoidea no es como la malaria —dijo haciendo un esfuerzo. Tobías Barr no tenía tanta experiencia como Rob J. en anatomía, pero ambos sabían que una hemorragia grave significaba que los intestinos estaban llenos de perforaciones causadas por la fiebre tifoidea, y que las úlceras se harían más pronunciadas en lugar de mejorar. No eran necesarias demasiadas hemorragias.

—Podría dejarle un poco de polvos de Dover —arriesgó el doctor Barr.

Los polvos de Dover eran una mezcla de ipecacuana y opio. Rob J. sacudió la cabeza y el doctor Barr comprendió que quisiera mantenerse consciente todo el tiempo que le fuera posible, en su habitación, en su propia casa.

Para el doctor Barr era más fácil que el paciente no supiera nada, así podía dejarle la esperanza dentro de un frasco, con instrucciones acerca de cuándo tomarla. Palmeó el hombro de Rob J. y dejó la mano allí durante breves instantes.

—Volveré mañana —dijo serenamente.

Había pasado por esto infinidad de veces; pero su mirada estaba transida de pesar.

—¿No podemos ayudarla en nada más? —le preguntó Miriam Ferocia a Sarah.

Sarah dijo que ella era baptista, pero las tres se arrodillaron en el pasillo, junto al dormitorio, y rezaron juntas. Esa noche Sarah le dio las gracias a las monjas y les dijo que podían marcharse.

Rob J. descansó tranquilamente hasta la medianoche, cuando tuvo una pequeña hemorragia. Le había prohibido a Sarah que dejara entrar al pastor, pero ahora ella volvió a preguntarle si quería hablar con el reverendo Blackmer.

—No, puedo hacerlo tan bien como Ordway —dijo con voz clara.

—¿Quién es Ordway? —preguntó Sarah, pero él parecía demasiado cansado para responder.

Ella se sentó junto a la cama. Rob J. enseguida estiró la mano y ella se la cogió, y ambos cayeron en un sueño ligero. Exactamente antes de las dos de la madrugada, ella se despertó y enseguida notó que la mano de él estaba fría.

Se quedó sentada a su lado durante un rato, y luego se obligó a levantarse. Encendió las lámparas y lavó a Rob J. por última vez, enjuagando la última hemorragia que le había arrebatado la vida. Lo afeitó e hizo todo lo que él le había enseñado a hacer por los demás durante todos esos años, y lo vistió con el mejor traje. Ahora le quedaba demasiado grande, pero sabía que no importaba.

Como buena esposa de un médico, recogió la ropa interior que estaba demasiado manchada de sangre para hervirla, y la envolvió en una sábana para quemarla. Luego calentó agua y se preparó un baño en el que se frotó con jabón tosco, mientras lloraba.

Al despuntar el día, estaba vestida con ropa limpia y sentada junto a la puerta de la cocina. En cuanto oyó que Alden abría la puerta del establo, salió a buscarlo y le dijo que su esposo había muerto, y le dio un mensaje para llevar a la oficina de telégrafos, pidiéndole a su hijo que regresara a casa.