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Escaramuzas

Mientras volvía a caer una cortina de lluvia, el general Robert E. Lee reunió a sus maltrechas tropas y regresaron a Maryland lenta y dificultosamente. Meade no debía permitir que se marcharan. En el ejército del Potomac también abundaban los heridos: tenía más de veintitrés mil víctimas, incluyendo unos ocho mil muertos o desaparecidos, pero los hombres del Norte se sentían eufóricos debido a la victoria y mucho más fuertes que los hombres de Lee, que quedaron rezagados por un vagón de un tren con heridos que marchaba a unos veinticinco kilómetros detrás de ellos. Pero así como Hooker no había actuado en Virginia, Meade tampoco actuó en Pensilvania, y no hubo persecución.

—¿De dónde saca el señor Lincoln a sus generales? —le dijo Symonds a Rob J. en tono disgustado.

Pero si la demora frustraba a los coroneles, los soldados de la tropa se alegraron de descansar y recuperarse, y tal vez de escribir a casa con la extraordinaria noticia de que aún estaban vivos.

Ordway encontró a Lewis Robinson en una de las granjas-hospital.

Le habían amputado el pie derecho diez centímetros por encima del tobillo. Estaba delgado y pálido, pero por lo demás parecía gozar de buena salud. Rob J. le examinó el muñón y le dijo que estaba cicatrizando muy bien, y que el médico que le había amputado el pie había hecho un buen trabajo. Era evidente que Robinson se sentía feliz de haber quedado fuera de la guerra; en sus ojos había una sensación de alivio tan profunda que era casi palpable. Rob J. tuvo la impresión de que Robinson había estado predestinado a quedar herido, porque había temido la posibilidad de que ocurriera. Le llevó al joven su corneta soprano, algunos lápices y papel, y pensó que se encontraría bien porque no hace falta tener dos pies para componer música o tocar la corneta.

Tanto Ordway como Wilcox fueron ascendidos al rango de sargento.

Fueron varios los hombres ascendidos, ya que Symonds debía llenar el cuadro de organización del regimiento con los supervivientes, distribuyendo entre ellos los cargos que habían ostentado los caídos. El 131 de Indiana había sufrido un dieciocho por ciento de bajas, que era poco comparado con otros regimientos. Uno de Minnessota había perdido el ochenta y seis por ciento de sus hombres. En realidad ese regimiento y algunos más habían quedado destruidos. Symonds y sus oficiales pasaron varios días reclutando con éxito supervivientes de los regimientos destruidos, haciendo que las fuerzas del 131 ascendieran a setecientos setenta y un hombres. Un poco avergonzado, el coronel le comunicó a Rob J. que había encontrado un médico castrense. El doctor Gardner Coppersmith había servido como capitán en una de las unidades disueltas de Pensilvania, y Symonds lo había convencido de que se uniera a su regimiento ofreciéndole un ascenso. Se había graduado en una facultad de medicina de Filadelfia, y tenía dos años de experiencia en el combate.

—Doctor Cole, si usted no fuera un civil yo lo habría convertido en médico jefe del regimiento en un minuto —le confió Symonds—. Pero ese cargo necesita un oficial. ¿Comprende que el comandante Cooper Smith será su superior, que él organizará las cosas?

Rob J. le aseguró que lo comprendía.

Para Rob J. era una guerra complicada, hecha por una nación complicada. Se enteró por los periódicos de que se había producido un disturbio racial en Nueva York debido al resentimiento creado por el primer listado de nombres para el refuerzo militar. Una multitud de más de cincuenta mil hombres, la mayoría trabajadores irlandeses católicos, había prendido fuego a la oficina de reclutamiento, a las oficinas del New York Tribune y a un orfanato de negros, en el que afortunadamente no había niños en ese momento. Al parecer culpaban a los negros del estallido de la guerra e invadieron las calles golpeando y asaltando a todas las personas negras que encontraban a su paso, y estuvieron varios días asesinando y linchando negros, hasta que los disturbios fueron sofocados por las tropas federales recién llegadas de combatir a los sudistas en Gettysburg. La noticia desalentó a Rob J. Los protestantes nativos aborrecían y oprimían a católicos e inmigrantes, y los católicos e inmigrantes despreciaban y asesinaban a los negros, como si cada grupo viviera de su odio y necesitara el alimento que proporcionaba el tuétano de alguien más débil.

Cuando se preparaba para convertirse en ciudadano norteamericano, Rob J. había estudiado la Constitución de Estados Unidos y se había sentido maravillado por sus disposiciones. Ahora se daba cuenta de que el genio de aquellos que habían redactado la Constitución consistía en prevenir la debilidad de carácter del hombre y la presencia constante del mal en el mundo y convertir la libertad individual en la realidad legal a la que el país tenía que volver una y otra vez.

Estaba fascinado por lo que hacía que los hombres se odiaran mutuamente, y estudió a Lanning Ordway como si el sargento cojo fuera un microbio en el microscopio. Si no hubiera sido porque Ordway vomitaba odio de vez en cuando como un hervidor rebosante, si no hubiera sido porque Rob J. sabía que un crimen espantoso e impune se había cometido una década antes en sus bosques de Illinois, habría considerado a Ordway uno de los jóvenes más agradables del regimiento. Ahora veía que el camillero alcanzaba su plenitud, tal vez porque las experiencias que había vivido en el ejército representaban más éxito del que jamás había obtenido.

En todo el regimiento reinaba una atmósfera de triunfo. La banda del Regimiento 131 de Indiana mostraba dinamismo y vitalidad mientras recorría los hospitales dando conciertos a los heridos. El nuevo intérprete de tuba no era tan bueno como Thad Bushman, pero los músicos tocaban con orgullo porque durante la batalla habían demostrado su valía.

—Hemos pasado las peores cosas juntos —anunció Wilcox en tono solemne una noche que había bebido demasiado, y miró fijamente a Rob J. con la feroz expresión que le daba el ojo desviado—. Entramos y salimos de las fauces de la muerte, zigzagueamos por el Valle de las Sombras. Miramos directamente a los ojos a la terrible criatura. Escuchamos el grito rebelde y respondimos.

Los hombres se trataban mutuamente con gran ternura. El sargento Ordway, el sargento Wilcox e incluso el descuidado cabo Perry fueron premiados porque habían llevado a sus compañeros músicos a recoger a los soldados heridos y a rescatarlos de entre los disparos. La historía de la maratón de Rob J. con el escalpelo fue relatada en todas las tiendas, y los hombres supieron que él era el responsable del servicio de ambulancia del regimiento. Ahora le sonreían cordialmente cada vez que lo veían, y nadie mencionaba las letrinas.

Esta nueva popularidad le resultaba sumamente agradable. Uno de los soldados de la compañía B, segunda brigada, un hombre llamado Lyon incluso le llevó un caballo.

—Lo encontré caminando sin jinete a un lado del camino. Enseguida pensé en usted, doctor —le dijo Lyon mientras le entregaba las riendas.

Rob J. se sintió incómodo pero encantado ante esta muestra de afecto. En realidad el caballo no era gran cosa, sólo un castrado flaco y de lomo hundido. Quizás había pertenecido a un soldado rebelde muerto o herido porque tanto el animal como la montura manchada de sangre llevaban la marca CSA. El caballo tenía la cabeza y la cola caídas, los ojos apagados y la crin y la cola llena de cardos. Daba la impresión de que tenía gusanos. Pero Rob J. dijo:

—¡Es un animal maravilloso! No sé cómo agradecérselo, soldado.

—Calculo que cuarenta y dos dólares sería una cifra justa —respondió Lyon.

Rob J. se echó a reír, más divertido por su estúpido anhelo de cariño que por la situación. Cuando concluyó el regateo, el caballo fue suyo a cambio de cuatro dólares con ochenta y cinco, y la promesa de que no acusaría a Lyon de saqueador del campo de batalla.

Le dio al animal una buena ración de comida, le quitó pacientemente los cardos de la crin y la cola, lavó la sangre de la montura, friccionó con aceite el cuerpo del caballo allí donde el cuero lo había irritado, y le cepilló el pelo. Cuando concluyó la operación, el animal seguía teniendo un aspecto sumamente lamentable, de modo que Rob J. le puso de nombre Pretty Boy, con la remota esperanza de que semejante nombre pudiera dar al horrible animal una pizca de placer y dignidad.

El 17 de agosto, cuando el 131 de Indiana abandonó Pensilvania, Rob J. iba montado en su caballo. Pretty Boy aún tenía la cabeza y la cola caídas, pero se movía con el paso suelto y firme de una bestia acostumbrada a los recorridos largos. Si en el regimiento había alguien que no sabía con certeza en qué dirección avanzaban, sus dudas desaparecieron cuando el jefe de la banda, Warren Fitts, tocó el silbato, levantó la barbilla, blandió la batuta, y la banda empezó a tocar Maryland, mi Maryland.

El 131 volvió a cruzar el Potomac seis semanas después que las tropas de Lee y un mes más tarde que las primeras unidades de su propio ejército. En su marcha hacia el sur le siguieron la pista al final del verano, y el suave y seductor otoño no los alcanzó hasta que se habían adentrado en Virginia. Eran veteranos, expertos en niguas, y habían sido puestos a prueba en la batalla, pero en ese momento la mayor parte de la acción bélica se desarrollaba en el teatro del oeste, y para el 131 de Indiana las cosas estaban en calma. El ejército de Lee avanzaba por el Valle Shenandoah, donde los exploradores de la Unión lo espiaron y dijeron que estaba en perfectas condiciones salvo por una evidente escasez de provisiones, sobre todo de calzado decente.

El cielo de Virginia ya estaba oscurecido por las lluvias otoñales cuando llegaron al Tappahannock y encontraron pruebas de que los confederados habían acampado allí poco tiempo antes. A pesar de las objeciones de Rob J., montaron las tiendas exactamente en el lugar en que había acampado el ejército rebelde. El comandante Coppersmith era un médico muy educado y competente, pero no se preocupaba si había un poco de mierda, y en ningún momento incordió a nadie con la idea de cavar letrinas. No fue nada sutil al informar a Rob J. que se habían acabado los tiempos en que un médico auxiliar interino podía dictar principios médicos al regimiento. Al comandante le gustaba hacer personalmente las visitas a los enfermos, sin ningún tipo de asistente, salvo los días en que pudiera encontrarse mal, cosa que no era frecuente. Y dijo que a menos que un combate se convirtiera en otro Gettysburg, pensaba que él y un soldado raso bastaban para colocar vendajes en un puesto médico.

Rob J. le sonrió.

—¿Qué queda para mi?

El comandante Coppersmith frunció el ceño y se alisó el bigote con el dedo índice.

—Bueno, me gustaría que se ocupara de los camilleros, doctor Cole —respondió.

Rob J. se encontró atrapado por el monstruo que él había creado, enredado en la telaraña que él mismo había tejido. No tenía ningún deseo de unirse a los camilleros, pero cuando ellos se convirtieron en su tarea principal le pareció una tontería pensar que simplemente enviaría a los equipos y se sentaría a ver lo que ocurría con ellos. Reclutó su propio equipo: dos músicos —el nuevo trompa, un tal Alan Johnson, y un intérprete de pífano llamado Lucius Wagner—, y para el cuarto puesto reclutó al cabo Amasa Decker, el administrador de correos del regimiento. Los equipos de camilleros se turnaban para salir. Les dijo a los nuevos, tal como les había dicho a los cinco primeros camilleros (de los que uno había muerto y el otro tenía un pie amputado), que salir en busca de los heridos no suponía más riesgo que cualquier otra cosa relacionada con la guerra. Les aseguró que todo saldría bien, e incluyó su equipo en el programa de trabajo.

El 131 y muchas otras unidades del ejército del Potomac siguieron la pista a los confederados a lo largo del río Tappahannock hasta su principal afluente, el Rapidan, avanzando día tras día junto al agua que reflejaba el gris del cielo. Las fuerzas de Lee eran más numerosas y estaban mejor equipadas que las federales, y seguían llevándoles ventaja.

Las cosas no cambiaron en Virginia hasta que la guerra en el teatro de operaciones del oeste se volvió muy amarga para la Unión. Los confederados del general Braxton Bragg asestaron un duro golpe a las fuerzas de la Unión del general Williams. Rosecrans en Chicamauga Creek, en las afueras de Chattanooga, y se produjeron más de dieciséis mil bajas federales. Lincoln y los miembros de su gabinete celebraron una reunión de emergencia y decidieron separar dos cuerpos de Hooker del ejército del Potomac que se encontraba en Virginia y enviarlos a Alabama por ferrocarril para apoyar a Rosecrans.

Cuando el ejército de Meade quedó con dos cuerpos menos, Lee dejó de avanzar. Dividió su ejército en dos e intentó flanquear a Meade moviéndose hacia el oeste y el norte, en dirección a Manassas y Washington. Así empezaron las escaramuzas.

Meade tuvo cuidado de quedar entre Lee y Washington, y luego el ejército de la Unión retrocedió dos o tres kilómetros de una sola vez hasta que hubieron cedido unos sesenta kilómetros al ataque del Sur, con refriegas esporádicas.

Rob J. observó que cada uno de los camilleros abordaba la tarea de manera distinta. Wilcox iba a buscar a los heridos con tenaz resolución, mientras Ordway mostraba una valentía despreocupada, salía corriendo como un enorme y rápido cangrejo con su paso desigual y trasladaba a la víctima con mucho cuidado, sosteniendo su extremo de la camilla bien alto y firme, y aprovechando la fuerza de sus brazos musculosos para compensar su cojera. Rob J. tuvo varias semanas para pensar en su primera intervención antes de que ocurriera. Su problema consistía en que tenía tanta imaginación como Robinson, tal vez más.

Pudo pensar varias formas y circunstancias en las que resultaba herido.

En su tienda, a la luz de la lámpara, hizo una serie de dibujos para su diario, enseñándole al equipo de Wilcox a salir corriendo, tres hombres inclinados contra una posible descarga de plomo, el cuarto llevando la camilla delante de él mientras corría, como un frágil escudo. Le enseñó a Ordway a regresar llevando el ángulo derecho trasero de la camilla, los otros tres camilleros con el rostro tenso y asustado y los delicados labios de Ordway curvados en un rictus que era mitad sonrisa y mitad gruñido, un hombre absolutamente insignificante que por fin había descubierto que servia para algo. Rob J. se preguntó qué haría Ordway cuando la guerra terminara y no pudiera salir a buscar heridos exponiéndose a los disparos.

No hizo dibujos de su equipo. Aún no había salido.

La primera vez fue el 7 de noviembre. El 119 de Indiana fue enviado al otro lado del Tappahannock, cerca de un sitio llamado Kelly’s Ford. El regimiento cruzó el río a media mañana pero pronto quedó bloqueado por el intenso fuego enemigo, y al cabo de diez minutos se informó al cuerpo de camilleros que alguien había resultado herido.

Rob J. y sus tres camilleros avanzaron hasta un campo de heno que había a la orilla del río, donde media docena de hombres acurrucados detrás de una pared de piedra cubierta de enredadera disparaban al bosque. Mientras corrían hasta la pared, Rob J. esperó sentir el mordisco de un proyectil en su carne. El aire estaba demasiado cargado para respirar por la nariz. Fue como si hubiera avanzado gracias a una fuerza bruta, y sus miembros parecían moverse lentamente.

El soldado había sido alcanzado en el hombro. La bala estaba metida en la carne y era necesario explorar para encontrarla, pero no en medio de los disparos. Rob J. cogió un vendaje de su Mee-Shome y cubrió la herida, asegurándose de que la hemorragia quedaba controlada. Luego colocaron al soldado en la camilla y regresaron a buen paso. Rob J. era consciente del amplio blanco que ofrecía su espalda en la parte de atrás de la camilla. Pudo oir cada uno de los disparos y el sonido de las balas que pasaban rasgando las hierbas altas, chocando sólidamente contra la tierra, cerca de ellos.

Al otro lado de la camilla, Amasa Decker gimió.

—¿Te han dado?

Rob J. jadeó.

—No.

Corrieron arrastrando los pies, con su carga a cuestas, deslizándose durante una eternidad hasta llegar a un sitio cubierto en el que el comandante Coppersmith había instalado su puesto médico.

Cuando entregaron el paciente al médico jefe, los cuatro camilleros se tendieron sobre la hierba como si fueran truchas recién pescadas.

—Esas balas mini suenan como abejas —comentó Lucius Wagner.

—Creí que nos mataban a todos —dijo Amasa Decker—. ¿Usted no doctor?

—Estaba asustado pero recordé que tenía cierta protección.

Rob J. les mostró el Mee-Shome y les contó que, según la promesa de los sauk, las tiras, los trapos Izze, lo protegerían de las balas. Decker y Johnson lo escucharon con expresión seria, Wagner con una leve sonrisa.

Esa tarde el fuego cesó casi por completo. Los flancos quedaron en un punto muerto hasta el anochecer, cuando dos brigadas de la Unión atravesaron el río y pasaron junto a la posición del 131 en la única carga a la bayoneta que Rob J. vería en la guerra. Los soldados de infantería del 131 calaron sus bayonetas y se unieron al ataque, cuyo carácter sorpresivo y feroz permitiría a la Unión matar y capturar varios miles de confederados. Las pérdidas de la Unión fueron escasas, pero Rob J. y sus camilleros salieron media docena de veces a buscar heridos. Los tres soldados habían quedado convencidos de que gracias al doctor Cole y a su bolsa medicinal eran un equipo afortunado, y cuando regresaron sanos y salvos después de la última salida, Rob J. quedó tan convencido como ellos del poder de su Mee-shome.

Aquella noche, en la tienda, después de atender a los heridos, Gardner Coppersmith lo observó con ojos brillantes.

—Una carga a la bayoneta gloriosa, ¿no le parece, Cole?

Rob J. pensó seriamente en la pregunta.

—Más bien una carnicería —dijo en tono cansado.

El médico del regimiento lo miró con disgusto.

—Si piensa de esa forma, ¿por qué demonios está aquí?

—Porque aquí es donde están los pacientes —repuso Rob J.

Sin embargo, a finales de año decidió que dejaría el 131 de Indiana.

Era allí donde estaban los pacientes, pero él se había unido al ejército para proporcionar buenos cuidados médicos a los soldados, y el comandante Coppersmith no le permitiría hacerlo. Pensó que él apenas hacía otra cosa que trasladar camillas, lo cual era desperdiciar un médico con experiencia, y para un ateo no tenía sentido vivir como si quisiera convertirse en mártir o en santo. Decidió regresar a casa cuando expirara su contrato, es decir, la primera semana de 1864.

La Nochebuena fue muy extraña, lamentable y conmovedora al mismo tiempo. Hubo ceremonias de adoración delante de las tiendas.

A un lado del Tappahannock, los músicos del 131 de Indiana interpretaron Adeste Fideles. Cuando concluyeron, la banda de los confederados que se encontraba en la orilla opuesta tocó God Rest Ye Mery Gentlemen; la música flotaba misteriosamente sobre las oscuras aguas, y entonces se oyeron los acordes de Noche de paz. El director Fitts alzó su batuta y la banda de la Unión y los músicos confederados tocaron al unísono mientras los soldados de ambas orillas cantaban. Cada ejército podía ver las fogatas del otro.

Resultó una noche de paz, sin disparos. Para cenar no tuvieron aves, pero el ejército les había proporcionado una sopa muy aceptable que contenía algo que podría haber sido carne de vaca, y cada soldado del regimiento recibió un poco de whisky para celebrar la festividad. Tal vez eso fue un error porque despertó la sed de los hombres, que querían seguir bebiendo. Después del concierto Rob J. encontró a Wilcox y a Ordway, que lo saludaban desde la orilla del río, donde acababan de vaciar una botella del matarratas del cantinero. Wilcox sujetaba a Ordway, pero él también se tambaleaba.

—Vete a dormir, Abner —le dijo Rob J.—. Yo llevaré a este a su tienda.

Wilcox asintió y se fue, pero Rob J. no hizo lo que había dicho. Sino que ayudó a Ordway a alejarse de las tiendas y lo sentó contra unas piedras.

—Lanny —le dijo—. Lan, muchacho. Tú y yo tenemos que hablar.

Ordway lo miró con los ojos entrecerrados, completamente borracho.

—… Feliz Navidad, doctor.

—Feliz Navidad, Lanny. Hablemos de la Orden Suprema de la Bandera Estrellada —propuso Rob J.

Así que decidió que el whisky era la clave que le iba a revelar todo lo que Lanning Ordway sabía.

El 3 de enero, cuando el coronel Symonds fue a verlo con otro contrato, él estaba observando cómo Ordway llenaba cuidadosamente su mochila con vendas limpias y píldoras de morfina. Rob J. vaciló sólo durante un segundo, y no apartó la vista de Ordway. Luego garabateó su firma y quedó alistado por tres meses más.