53

La larga línea gris

Llegaron a odiar el tren de la tropa. Era una tediosa cárcel con forma de serpiente que se arrastraba lentamente por todo Kentucky y serpenteaba con aire cansino entre las colinas. Cuando el tren llegó a Virginia, la noticia corrió de vagón en vagón. Los soldados se asomaban a las ventanillas, pensando que se toparían con el enemigo, pero todo lo que vieron fue un paisaje de montañas y bosques. Cuando se detenían en las poblaciones pequeñas para cargar combustible y agua, la gente se mostraba tan amistosa como en Kentucky, porque la zona oeste de Virginia apoyaba a la Unión. Se dieron cuenta enseguida cuando llegaron a la otra zona de Virginia. En las estaciones no había mujeres con jarras de agua fresca de la montaña o limonada, y los hombres tenían rostro suave e inexpresivo, y ojos vigilantes y párpados pesados.

El 131 de Indiana bajó del tren en un lugar llamado Winchester, y ocuparon la ciudad, llenándola de uniformes azules. Mientras eran descargados los caballos y los equipos, el coronel Symonds desapareció en el interior de un edificio que servía como cuartel general, cerca de la estación de ferrocarril, y cuando salió, las tropas y los carros estaban formados en orden de marcha, y se pusieron en camino hacia el sur.

Al firmar el contrato, a Rob J. le habían dicho que el caballo corría de su cuenta, pero en Cairo no había tenido necesidad urgente de disponer de un caballo porque no usaba uniforme ni tomaba parte en los desfiles Además, allí donde llegaba el ejército, los caballos empezaban a escasear porque la caballería reclamaba todos los que tenía al alcance de la vista, ya fueran animales de carrera o para tirar de un arado. Así que ahora, sin caballo, viajó en la ambulancia, sentado junto al cabo Ordway, que llevaba el tiro. Rob J. aún se sentía tenso en presencia de Lanning Ordway, pero la única pregunta que este había planteado con cautela era por qué un miembro hablaba «con acento extranjero», refiriéndose a la pronunciación gutural escocesa que en alguna ocasión se deslizaba en el habla de Rob J. Este le explicó que había nacido en Boston y que de muy joven lo habían llevado a Edimburgo para que estudiara allí, y Ordway pareció satisfecho. Ahora se mostraba alegre y amistoso, evidentemente complacido de trabajar para un hombre que tenía motivos políticos para cuidarlo.

Por un camino de tierra pasaron junto a un mojón que señalaba hacía Fredericksburg.

—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Ordway—. Espero que a nadie se le ocurra enviar un segundo grupo de yanquis contra esos artilleros rebeldes que están en las colinas de Fredericksburg.

Rob J. no pudo menos que coincidir.

Varias horas antes del anochecer, el 131 llegó a la orilla del rio Tappahannock, y Symonds les indicó que se detuvieran y acamparan. Convocó una reunión de todos los oficiales delante de su tienda, y Rob J. se quedó a un lado del grupo de uniformados y escuchó.

—Caballeros, durante medio día hemos sido miembros del ejército federal del Potomac, que está a las órdenes del general Joseph Hooker —les dijo Symonds.

Añadió que Hooker había reunido una fuerza de unos ciento veintidós mil hombres, esparcidos en una amplía zona. Robert E. Lee tenía aproximadamente noventa mil confederados en Fredericksburg. La caballería de Hooker había rechazado al ejército de Lee durante mucho tiempo, y estaban convencidos de que Lee se estaba preparando para invadir el Norte en un intento por apartar a las fuerzas de la Unión del sitio de Vicksburg, pero nadie sabía dónde ni cuándo se produciría la invasión.

—En Washington la gente está lógicamente nerviosa —añadió—, porque el ejército confederado está a sólo un par de horas de la Casa Blanca. El 131 viaja para sumarse a otras unidades cerca de Fredericksburg.

Los oficiales consideraron la noticia con seriedad. Distribuyeron retenes en diferentes lugares, y el resto del campamento se retiró a pasar la noche. Después de comer su ración de cerdo y judías, Rob J. se echó hacia atrás y contempló las estrellas de la noche estival. Le resultaba difícil pensar en unas fuerzas tan numerosas. ¡Noventa mil confederados!

¡Ciento veintidós mil soldados de la Unión! Y unos haciendo todo lo posible por matar a los otros.

Era una noche despejada. Los seiscientos catorce soldados del 131 de Indiana durmieron al raso, sin molestarse en levantar las tiendas. La mayor parte de ellos aún arrastraban el constipado del norte, y el sonido de la tos era suficiente para advertir de su presencia a cualquier enemigo cercano. Rob J. tuvo una pesadilla: se preguntaba qué ruido harían ciento veintidós mil hombres tosiendo al mismo tiempo. El médico auxiliar interino se rodeó el cuerpo con los brazos, estremecido. Sabía que si dos ejércitos tan numerosos iban a enfrentarse y luchar, harían falta más hombres que los de toda la banda para trasladar a los heridos.

Les llevó dos días y medio llegar a Fredericksburg. En el camino estuvieron a punto de sucumbir al arma secreta de Virginia: la nigua.

El diminuto acárido rojo caía sobre ellos cuando pasaban bajo los árboles, y se pegaba a su piel cuando caminaban entre la hierba. Si se pegaba a sus ropas emigraba hasta llegar a la piel, donde introducía todo su cuerpo para alimentarse de la carne. Pronto los hombres se llenaron de sarpullido entre los dedos de las manos y de los pies, en las nalgas y en el pene. El acárido tenía el cuerpo formado por dos partes: si un soldado veía una de ellas introducirse en su piel e intentaba quitársela, la nigua se partía a la altura de la estrecha cintura, y la porción que ya se había introducido hacía tanto daño como el que habría hecho toda la nigua. Al tercer día, la mayor parte de los soldados se rascaban y lanzaban maldiciones, y algunas heridas ya habían empezado a supurar a causa del calor húmedo.

Rob J. no podía hacer nada más que rociar azufre sobre los insectos introducidos en la piel, pero algunos hombres ya habían tenido experiencia con las niguas y les enseñaron a los demás que el único remedio consistía en sujetar el extremo encendido de un trozo de madera o de un cigarrillo junto a la piel, hasta que la nigua empezara a retroceder, atraída por el calor. Entonces se la podía coger y quitar lenta y cuidadosamente, para que no se rompiera. En todo el campamento se veían hombres quitándose mutuamente las niguas, y a Rob J. le recordaron los monos del zoológico de Edimburgo cuando se quitaban los piojos unos a otros.

La epidemia de niguas no anuló el terror. La aprensión de los soldados aumentaba a medida que se acercaban a Fredericksburg, que había sido el escenario de la matanza yanqui en la primera batalla.

Pero cuando llegaron sólo vieron uniformes azules de la Unión, porque Robert E. Lee había retirado hábil y silenciosamente sus tropas varios días antes, al amparo de la noche, y su ejército del norte de Virginia se encaminaba hacia el norte. La caballería federal estaba rechazando el avance de Lee, pero el ejército del Potomac no lo perseguía, por razones que sólo el general Hooker conocía.

Acamparon en Fredericksburg durante seis días; descansaron, se curaron las ampollas de los pies, se quitaron las niguas, limpiaron y engrasaron las armas. Cuando estaban fuera de servicio, subían en pequeños grupos las colinas en las que sólo seis meses atrás casi trece mil soldados de la Unión habían resultado muertos o heridos.

Al mirar hacia abajo y ver que sus camaradas constituían un blanco muy fácil mientras subían detrás de ellos, se alegraron de que Lee se hubiese marchado antes de que ellos llegaran.

Cuando Symonds recibió nuevas órdenes, tuvieron que ir otra vez hacia el norte. Mientras avanzaban por un camino de tierra recibieron la noticia de que Winchester, donde habían abandonado el tren había sido duramente atacada por los confederados, a las órdenes del general Richard S. Ewell. Había sido otra victoria rebelde: noventa y cinco soldados de la Unión muertos, trescientos cuarenta y ocho heridos y más de cuatro mil desaparecidos o hechos prisioneros.

Mientras viajaba incómodo en la ambulancia por ese pacífico camino rural, Rob J. no se permitió creer en el combate, del mismo modo que, siendo niño, no se había permitido creer en la muerte.

¿Por qué iba a morir la gente? No tenía sentido puesto que era más agradable vivir. ¿Y por qué la gente iba a luchar en una guerra? Era más agradable avanzar adormilado por ese camino sinuoso y soleado que enredarse en aquel asunto de matar.

Pero así como su incredulidad infantil con respecto a la muerte había concluido con la muerte de su padre, la realidad del presente lo sacudió cuando llegaron a Fairfax Courthouse y vio lo que quería decir la Biblia cuando describía un enorme ejército como una multitud.

Acamparon en una granja, en seis campos, en medio de la artillería, la caballería y otros soldados de infantería. Mirara donde mirase, Rob J. veía soldados de la Unión. El ejército cambiaba constantemente porque las tropas llegaban y se marchaban. El día anterior a la llegada del 131 se enteraron de que el ejército del norte de Virginia a las órdenes de Lee ya había invadido el Norte, cruzando el río Potomac y entrando en Maryland. Una vez que Lee se había comprometido, Hooker hizo lo mismo, enviando tardíamente las primeras unidades de su ejército hacia el norte, intentando permanecer entre Lee y Washington. Pasaron cuarenta horas más antes de que el 131 formara filas y reanudara la marcha con rumbo al norte.

Cada ejército era demasiado grande y difuso para ser reinstalado rápida y totalmente. Parte de las fuerzas de Lee estaban aún en Virginia, avanzando para cruzar el río y unirse a su comandante. Los dos ejércitos eran monstruos deformes y palpitantes que se dispersaban y se contraían, siempre en movimiento, a veces uno al lado del otro.

Cuando sus bordes se tocaban por casualidad, se producían escaramuzas que parecían ráfagas de chispas: en Upperville, en Haymarket, en Aldie, y en varios lugares más. El 131 de Indiana no tuvo más pruebas concretas de lucha que en una ocasión, en plena noche, cuando la línea exterior de retenes intercambió algunos disparos inútiles con unos jinetes que huyeron a toda prisa.

La noche del 27 de junio, los hombres del 131 cruzaron el Potomac en pequeñas barcas. A la mañana siguiente reanudaron la marcha hacia el norte, y la banda de Fitts atacó Maryland. A veces, cuando se cruzaban con la gente, alguien los saludaba, pero los habitantes de Maryland junto a los que pasaban no parecían impresionados porque llevaban varios días viendo desfilar a las tropas. Rob J. y los soldados pronto quedaron absolutamente hartos del himno del Estado de Maryland, pero a la mañana siguiente, cuando avanzaban por onduladas tierras de labrantío y entraban en una elegante población, la banda aún lo seguía tocando.

—¿Qué parte de Maryland es esto? —le preguntó Ordway a Rob J.

—No lo sé. —Pasaban junto a un banco en el que estaba sentado un anciano que miraba pasar a los militares—. Señor —lo llamó Rob J.—, ¿cómo se llama este lugar tan bonito?

El cumplido pareció desconcertar al anciano.

—¿Nuestra ciudad? Esta bonita ciudad es Gettysburg, Pensilvania —respondió.

Aunque los hombres del 131 de Indiana no lo sabían, el día que entraron en Pensilvania habían estado al mando de otro general durante veinticuatro horas. El general George Meade había sido nombrado para reemplazar al general Joe Hooker, que pagó el precio de su persecución tardía de los confederados.

Atravesaron la pequeña ciudad y marcharon a lo largo de Taneytown Road. El ejército de la Unión estaba concentrado al sur de Gettysburg, y Symonds los hizo detenerse en un enorme prado ondulado en el que podían acampar. El aire era pesado y caliente y estaba cargado de humedad y desafío. Los hombres del 131 hablaban del grito rebelde. No lo habían oído mientras estaban en Tennessee, pero si habían oído hablar mucho de él, y escuchado muchísimas imitaciones. Se preguntaban si en los días siguientes llegarían a oir el auténtico.

El coronel Symonds sabía que la actividad era el mejor remedio para los nervios, de modo que formó grupos de trabajo y les hizo cavar posiciones de ataque no muy profundas detrás de pilas de cantos rodados que podían utilizarse como parapetos. Esa noche se fueron a dormir con el canto de los pájaros y de los saltamontes, y a la mañana siguiente despertaron con más calor y el sonido de frecuentes disparos a varios kilómetros al norte, en dirección a Chambersburg Pike.

Alrededor de las once de la mañana, el coronel Symonds recibió nuevas órdenes, y el 131 avanzó casi un kilómetro por una colina arbolada hasta un prado en un terreno alto, al este de Emmitsburg Road. La prueba de que la nueva posición estaba más cerca del enemigo fue el siniestro descubrimiento de seis soldados de la Unión que parecían dormidos sobre la hierba. Los seis retenes muertos estaban descalzos porque los sudistas —que iban mal calzados— les habían robado los zapatos.

Symonds ordenó que cavaran más parapetos y colocó nuevos retenes. A petición de Rob J. se colocó una estructura larga y estrecha de troncos, como un emparrado, en el limite del bosque; luego se cubrió con un techo de ramas con hojas para proporcionar sombra a los heridos, y fuera de este cobertizo Rob J. instaló la mesa de operaciones.

A través de los jinetes que llevaban los partes, pudieron enterarse de que los primeros disparos se habían producido en un choque entre las caballerías. A medida que pasaba el día, los ruidos de la batalla crecían en el norte: un sonido ronco y regular de mosquetes, como el ladrido de miles de perros feroces, y el fragor discordante e interminable de los cañones. Cada movimiento del aire pesado parecía transfigurar el rostro de los soldados.

A primeras horas de la tarde el 131 se trasladó por tercera vez en el día; marchó en dirección a la ciudad y al ruido del combate, hacia los destellos del fuego de los cañones y las nubes de humo blanco grisáceo.

Rob J. había llegado a conocer a los soldados y era consciente de que la mayoría de ellos ansiaba tener una herida poco importante, tan sólo un rasguño, un rasguño que dejara una marca que cicatrizara rápidamente, para que al volver a casa la familia viera cómo habían sufrido para lograr una valerosa victoria. Pero ahora avanzaban hacia donde los hombres morían. Marcharon sobre la ciudad, y poco después, mientras subían la colina, quedaron rodeados por los sonidos que hasta entonces habían oído de lejos. En varias ocasiones las descargas de la artillería silbaron por encima de sus cabezas, mientras pasaban junto a la infantería y se disparaban cuatro baterías de cañones. Al llegar a la cumbre, cuando les ordenaron que se instalaran, descubrieron que habían sido colocados en medio del Cementery Hill, el cementerio que daba nombre al lugar.

Rob J. estaba instalando su puesto de socorro detrás de un mausoleo imponente que ofrecía protección y un poco de sombra cuando un agitado coronel subió por la colina y preguntó por el médico militar. Se identificó como el coronel Martin Nichols, del departamento médico, y dijo que era el encargado de organizar los servicios médicos.

—¿Tiene usted experiencia como cirujano? —le preguntó a Rob J.

No era el momento adecuado para la modestia.

—Si. Tengo mucha experiencia —respondió Rob J.

—Entonces lo necesito en un hospital al que están enviando los casos graves de cirugía.

—Si no le importa, coronel, quiero quedarme en este regimiento.

—Me importa, doctor, me importa. Tengo algunos cirujanos buenos, pero también algunos médicos jóvenes e inexpertos que están llevando a cabo operaciones vitales y haciendo verdaderos desastres. Están amputando miembros sin dejar colgajos, y muchos dejan muñones con varios centímetros de hueso a la vista. Están probando operaciones extrañas y experimentales que ningún cirujano preparado haría jamás: resecciones de la cabeza del húmero, desarticulaciones de la cadera, desarticulaciones del hombro… Están creando tullidos sin necesidad, hombres que van a despertar aullando de dolor todas las mañanas, durante el resto de su vida. Usted reemplazará a uno de esos supuestos cirujanos, y a él lo enviaré aquí para que ponga vendajes a los heridos.

Rob J. asintió. Le informó a Ordway que se quedaba a cargo del puesto de socorro hasta que llegara el otro médico, y siguió al coronel Nichols colina abajo.

El hospital se encontraba en la ciudad, instalado en la iglesia católica, y Rob J. vio que era la iglesia de San Francisco; tendría que acordarse de contárselo a la Feroz Miriam. Había una mesa de operaciones colocada en la entrada, y las puertas dobles estaban abiertas de par en par para que el cirujano contara con luz suficiente. Los bancos habían sido cubiertos con tablones y sobre estos habían colocado paja y mantas para hacer camas para los heridos. En una habitación pequeña y húmeda del sótano, iluminada por lámparas que proporcionaban una luz amarilla, había otras dos mesas de operaciones, y Rob J. se hizo cargo de una de ellas. Se quitó la chaqueta y se levantó las mangas de la camisa todo lo que pudo mientras un cabo de la primera división de caballería le administraba cloroformo a un soldado al que una bala de cañón le había arrebatado la mano. En cuanto el chico estuvo anestesiado, Rob J. cortó por encima de la muñeca, dejando un buen colgajo para el muñón.

—¡El siguiente! —gritó.

Le llevaron otro paciente, y Rob J. se concentró en la tarea.

El sótano tenía aproximadamente seis metros por doce. En una mesa instalada al otro lado de la estancia había otro cirujano, pero él y Rob casi no se miraron, y tenían poco que decirse. En el curso de la tarde Rob J. notó que el otro hombre hacía un buen trabajo y que por su parte él recibía una valoración similar, y cada uno se concentró en su propia mesa. Rob J. buscaba balas y metal, reemplazaba intestinos destrozados, suturaba heridas y amputaba. Y seguía amputando. La bala mini era un proyectil lento que resultaba especialmente dañino si alcanzaba el hueso. Cuando lo arrancaba o lo rompía en trozos grandes, lo único que podían hacer los cirujanos era amputar el miembro. En el suelo, entre la mesa de Rob J. y la del otro cirujano, se alzaba un montón de brazos y piernas. De vez en cuando entraban soldados y se los llevaban.

Cuatro o cinco horas después de llegar allí, otro coronel —este de uniforme gris— entró en el sótano y les dijo a los dos médicos que eran prisioneros.

—Somos mejores soldados que vosotros y hemos tomado toda la ciudad. Vuestras tropas han sido obligadas a retroceder hacia el norte, y hemos capturado a cuatro mil de los vuestros.

No había mucho que decir. El otro cirujano miró a Rob J. y se encogió de hombros. Rob J. estaba operando y le dijo al coronel que le tapaba la luz.

Cuando se producía una breve pausa, Rob intentaba dormitar durante unos minutos, de pie. Pero las pausas eran escasas. Los combatientes dormían por la noche, pero los médicos trabajaban sin descanso, intentando salvar a los hombres que el ejército enemigo había destrozado. En el sótano no había ventanas, y las lámparas estaban siempre encendidas. Muy pronto Rob J. perdió la noción del tiempo.

—¡El siguiente! —volvió a gritar.

¡El siguiente! ¡El siguiente! ¡El siguiente!

Era lo mismo que limpiar los establos de Augias, porque en cuanto terminaba con un paciente le llevaban otro. Algunos iban vestidos con uniformes ensangrentados y raídos, de color gris, y otros con uniformes ensangrentados y raídos de color azul, pero Rob J. se dio cuenta enseguida de que había una cantidad interminable.

Otras cosas no eran interminables. El hospital enseguida se quedó sin vendas, y no tenían alimentos. El coronel que le había dicho que el Sur tenía mejores soldados, ahora le informó de que el Sur no tenía cloroformo ni éter.

—No podéis calzarlos ni darles anestesia para el dolor. Por eso finalmente vais a perder —le dijo Rob J. sin ninguna satisfacción, y le pidió que consiguiera licor.

El coronel envió a alguien con whisky para los pacientes y con sopa caliente de paloma para los médicos, y Rob J. se la tomó sin saborearla.

Como no tenía anestesia, consiguió varios hombres fuertes para que sujetaran a los pacientes mientras operaba, como había hecho de joven, cortando, serrando, cosiendo, rápida y hábilmente, como le había enseñado William Fergusson. Las víctimas gritaban y pataleaban. Él no bostezaba, y aunque parpadeaba con frecuencia, seguía teniendo los ojos abiertos. Era consciente de que los pies y los tobillos se le estaban hinchando y le dolían, y a veces, mientras se llevaban un paciente y traían otro, se frotaba la mano derecha con la izquierda. Cada caso era diferente, pero aunque existen muchas formas de destruir la vida de un ser humano, pronto fueron todas iguales, duplicados, incluso aquellas que mostraban la boca destrozada, los genitales arrancados o los ojos reventados.

Las horas pasaban lentamente.

Llegó a creer que había estado toda la vida en esa habitación pequeña y húmeda, cortando seres humanos en pedazos, y que estaba condenado a quedarse allí para siempre. Pero poco a poco se fue produciendo un cambio en los ruidos que les llegaban. La gente que se encontraba en la iglesia se había acostumbrado a los gemidos y los gritos, al sonido de cañones y mosquetes, a la explosión de los morteros, e incluso a la escalofriante conmoción de los impactos cercanos. Pero los disparos y los bombardeos alcanzaron un nuevo crescendo, un ininterrumpido frenesí de explosiones que duró varias horas, y luego se produjo un relativo silencio en el que de pronto se podía oír lo que cada uno decía. Entonces se oyó un sonido nuevo, un rugido que se elevó, ensordecedor, y cuando Rob J. envió a un enfermero confederado a averiguar de qué se trataba, el hombre regresó y dijo con voz quebrada que eran los malditos, jodidos y miserables yanquis lanzando vítores, eso era.

Unas horas más tarde apareció Lanning Ordway y lo encontró aún de pie en la pequeña habitación.

—¡Dios mio, doctor, venga conmigo!

Ordway le contó que había pasado casi dos días enteros allí dentro, y le indicó dónde vivaqueaba el 131. Y Rob J. dejó que el Buen Camarada y el Terrible Enemigo lo condujera a un almacén, un sitio seguro y desocupado en el que se pudo preparar una cama blanda con heno limpio, y se durmió.

A últimas horas de la tarde siguiente lo despertaron los gemidos y los gritos de los heridos que habían sido colocados a su alrededor, en el suelo del almacén. En las mesas había otros cirujanos que se las arreglaban muy bien sin él. No tenía sentido utilizar la letrina de la iglesia porque hacía tiempo que había quedado atestada. Salió bajo una fuerte lluvia y en medio de una humedad saludable vació su vejiga detrás de unos matorrales de lilas que volvían a pertenecer a la Unión.

Todo Gettysburg volvía a pertenecer a la Unión. Rob J. caminó bajo la lluvia, mirando a su alrededor. Olvidó dónde le había dicho Ordway que estaba acampado el 131, y preguntó a todos los hombres con los que se cruzaba. Finalmente los encontró diseminados en varias granjas al sur de la ciudad, agachados dentro de las tiendas.

Wilcox y Ordway lo saludaron con una cordialidad que lo conmovió. ¡Habían conseguido huevos! Mientras Lanning Ordway trituraba las galletas y freía las migas y los huevos en grasa de cerdo para que el médico desayunara, le contaron todo lo que había ocurrido, empezando por las malas noticias. El mejor trompa de la banda, Thad Bushman, había muerto.

—Tenía un agujero diminuto en el pecho, doctor —le explicó Wilcox—. Debió de darle en el lugar exacto.

De los camilleros, Lex Robinson había sido el primero en recibir un disparo.

—Le dieron en el pie, poco después de que usted se fuera —le informó Ordway—. Ayer, Oscar Lawrence quedó prácticamente partido en dos por la artillería.

Ordway terminó de revolver los huevos y colocó la sartén delante de Rob J., que pensaba con auténtica pena en el torpe y joven tambor.

Pero aunque sintió vergüenza, no pudo resistir la tentación de la comida, y se la tragó.

—Oscar era demasiado joven. Tendría que haberse quedado en casa con su madre —comentó Wilcox con pesar.

Rob J. se quemó la boca con el café, que era muy fuerte pero sabía a gloria.

—Todos tendríamos que habernos quedado en casa con nuestra madre —dijo, y eructó.

Comió el resto de los huevos lentamente y bebió otra taza de café mientras terminaban de contarle lo que había ocurrido cuando él estaba en el sótano de la iglesia.

—El primer día nos hicieron retroceder hacia el norte de la ciudad —dijo Ordway—. Fue lo mejor que podría habernos ocurrido. Al día siguiente estábamos en Cemetery Ridge, en un largo frente de escaramuzas entre dos pares de colinas, Cemetery Hill y Culp’s Hill al norte, más cerca de la ciudad, y Round Top y Little Round Top a tres kilómetros hacia el sur. La batalla fue terrible, terrible. Murieron muchos hombres. Nosotros estuvimos ocupados todo el tiempo trasladando a los heridos.

—Y lo hicimos muy bien —comentó Wilcox—. Tal como usted nos enseñó.

—Estoy seguro de que así fue.

—Al día siguiente el 131 fue obligado a abandonar Cemetery Ridge para ir a reforzar el cuerpo de Howard. Alrededor del mediodía los cañones de los confederados nos derrotaron —prosiguió Ordway—. Nuestros retenes avanzados veían que mientras ellos nos estaban bombardeando, un montón de tropas confederadas se movían más abajo, en los bosques que se encuentran al otro lado de Emmitsburg Road. Pudimos ver el metal que brillaba entre los árboles. Ellos siguieron bombardeándonos durante una hora o más, y dieron en el blanco varias veces, pero mientras tanto nosotros nos estábamos preparando porque sabíamos que nos iban a atacar.

a media tarde los cañones de ellos dejaron de disparar, y los nuestros también. Entonces alguien gritó «¡Ya vienen!», y quince mil hijos de puta con uniforme gris salieron del bosque. Esos chicos de Lee avanzaban hacia nosotros hombro con hombro, línea tras línea. Sus bayonetas eran como una valla larga y curvada de estacas de acero que se alzaba por encima de las cabezas, y el sol brillaba sobre ellas. No gritaban, no decían una sola palabra, simplemente avanzaban hacia nosotros con paso rápido y firme.

Le aseguro, doctor —añadió Ordway—, que Robert E. Lee nos azotó el culo montones de veces y yo sé que es un hijo de puta muy listo, pero aquí en Gettysburg no demostró ser muy inteligente. No podíamos creerlo; veíamos a esos rebeldes venir hacia nosotros así, a campo abierto, mientras nosotros estábamos en un terreno alto y protegido.

»Sabíamos que eran hombres muertos, y ellos también debían de saberlo. Los vimos cuando estaban casi a un kilómetro y medio. El coronel Symonds y los oficiales que estaban arriba y abajo de la línea de batalla gritaban: «¡No disparéis! Dejad que se acerquen. ¡No disparéis!».

»Ellos también debieron de oírlo.

»Cuando estuvieron tan cerca que pudimos verles la cara, nuestra artillería de Little Round Top y Cemetery Ridge abrió fuego, y desaparecieron un montón de rebeldes. Los que quedaban avanzaron hacia nosotros entre el humo, y finalmente Symonds gritó «¡Fuego!», y cada uno se cargó a un rebelde. Alguien gritó «¡Fredericksburg!», y de repente todos gritábamos «¡Fredericksburg! ¡Fredericksburg! ¡Fredericksburg!», y disparábamos y cargábamos, disparábamos y cargábamos, disparábamos…

»Llegaron a la pared de piedra que está al pie de nuestra posición sólo en un punto. Los que lo hicieron lucharon como hombres predestinados, pero todos resultaron muertos o capturados —concluyó Ordway, y Rob J. asintió.

Supo que había sido en ese momento cuando él oyó los vítores.

Wilcox y Ordway habían trabajado toda la noche trasladando heridos, y ahora volvieron a empezar. Rob J. fue con ellos y corrieron bajo la fuerte lluvia. Mientras se acercaban al campo de batalla, pensó que la lluvia era una bendición porque tapaba el olor de la muerte, que de todos modos ya era terrible. Por todas partes se veían cuerpos hinchados. Los rescatadores buscaban entre los restos de la matanza para recoger a los vivos.

Durante lo que quedaba de la mañana, Rob J. trabajó bajo la lluvia, vendando heridas y ayudando a trasladar las camillas. Cuando llevó a los heridos al hospital, comprendió por qué sus muchachos habían conseguido huevos. En todas partes estaban descargando carros. Había montones de medicamentos y anestesia, montones de vendas, montones de alimentos. En cada mesa de operaciones había tres cirujanos. El agradecido gobierno de Estados Unidos se había enterado de que por fin habían obtenido una victoria, por la que habían pagado un precio muy alto, y había decidido que no se escatimara nada a los que habían sobrevivido.

Cerca de la estación de ferrocarril Rob J. fue abordado por un hombre vestido de paisano, aproximadamente de la misma edad que él, que le preguntó en tono cortés si sabía dónde podría conseguir que embalsamaran a un soldado; parecía como si le hubiera preguntado la hora, o la dirección del ayuntamiento. Dijo que era Winfield S. Walker, Jr., un granjero de Havre de Grace, Maryland. Cuando se enteró de que se había producido la batalla, algo le dijo que fuera a ver a su hijo Peter, y lo había encontrado entre los muertos.

—Ahora me gustaría que lo embalsamaran para poder llevarlo a casa, ¿comprende?

Rob J. comprendía.

—He oído decir que en el hotel Washington House están embalsamando.

—Sí, señor. Pero allí me han dicho que tienen una lista muy larga, que hay muchos antes que yo. Por eso he pensado en mirar en otra parte.

El cuerpo de su hijo se encontraba en la granja Harold, una granja hospital instalada al otro lado de Emmitsburg Road.

—Yo soy médico. Puedo hacerlo —sugirió Rob J.

En el serón de las medicinas del 131 tenía los instrumentos necesarios; fue a buscarlos y luego se reunió con el señor Walker en la granja.

Rob J. tuvo que decirle lo más delicadamente posible que fuera a buscar un ataúd del ejército, que estaba revestido de cinc, porque habría alguna pérdida de líquidos. Mientras el padre iba a hacer el triste recado, él se acercó al hijo, que estaba en una habitación en la que se guardaban otros seis cadáveres. Peter Walker era un joven apuesto, de unos veinte años, que tenía el rostro cincelado de su padre y pelo negro y grueso. Estaba en perfectas condiciones, salvo que una granada le había arrancado la pierna izquierda a la altura del muslo. Se había desangrado hasta morir, y su cuerpo tenía la blancura de una estatua de mármol.

Rob J. mezcló treinta gramos de sales de cloruro de cinc en dos litros de alcohol y agua. Ató la artería de la pierna cortada para retener el fluido; luego abrió la artería femoral de la pierna herida e inyectó en ella el fluido conservante con una jeringa.

El señor Walker no tuvo problemas para conseguir un ataúd del ejército. Intentó pagar el trabajo de embalsamamiento, pero Rob J. sacudió la cabeza.

—Un padre debe ayudar a otro padre —le dijo.

Seguía lloviendo a cántaros. El primer aguacero había producido el desbordamiento de algunos riachuelos, y algunos de los heridos graves se habían ahogado. Finalmente empezó a amainar, y Rob J. regresó al campo de batalla y buscó heridos hasta el anochecer. Luego interrumpió la búsqueda porque habían llegado hombres más jóvenes y fuertes provistos de lámparas y antorchas para recorrer el campo, y porque estaba absolutamente agotado.

La Comisión Sanitaria había instalado una cocina en un almacén cercano al centro de Gettysburg, y Rob J. fue hasta allí y tomó una sopa con el primer trozo de carne vacuna que comía en varios meses. Comió tres platos y seis rebanadas de pan blanco.

Después se fue a la iglesia presbiteriana y caminó entre los bancos, deteniéndose en cada cama improvisada para hacer algo sencillo, que pudiera ayudar, dar agua a un herido, enjugar un rostro sudoroso.

Cuando veía que el paciente era un confederado, siempre hacía la misma pregunta:

—Hijo, ¿en tu ejército te cruzaste alguna vez con un joven llamado Alexander Cole, de veintitrés años, de pelo rubio, que venía de Holden’s Crossing, Illinois?

Pero nadie lo había visto jamás.