Movimiento de tropas
Algunas semanas después de que expirara el contrato de Rob, el coronel Symonds fue a hablar con él de la renovación. Para entonces las fiebres de la primavera ya habían empezado a asolar los otros regimientos, pero no el 131 de Indiana. Los hombres del 111 se constipaban a causa de lo empapado que estaba el suelo, y tenían los intestinos flojos debido a la alimentación, pero las colas de enfermos de Rob J. eran las más cortas que había visto desde que había empezado a trabajar en el ejército. El coronel Symonds sabía que había tres regimientos afectados por la fiebre y por los escalofríos típicos de la malaria, y que los hombres del suyo estaban relativamente sanos. Algunos de los hombres mayores, que jamás tendrían que haber estado allí, habían sido enviados a casa. La mayor parte de los que quedaban tenían piojos, los pies y el cuello mugriento, y comezón en la espalda, y bebían demasiado whisky. Pero estaban delgados y fuertes debido a las largas marchas, bien preparados gracias al entrenamiento constante, y entusiasmados y con los ojos brillantes porque en cierto modo el médico auxiliar interino, Cole, los había preparado durante el invierno para que entraran en servicio, tal como había prometido. De los seiscientos hombres que formaban el regimiento, siete habían muerto durante el invierno, lo que representaba un indice de mortandad del doce por mil. En los otros tres regimientos había muerto el cincuenta y ocho por mil, y ahora que había llegado la época de las fiebres ese promedio seguramente iba a aumentar.
De modo que el coronel fue a hablar con el médico. Se mostró razonable, y Rob J. firmó el contrato por otros tres meses sin vacilar. Sabía cuándo se encontraba en una situación ventajosa.
Lo que tenían que hacer ahora, le dijo a Symonds, era conseguir una ambulancia para utilizarla cuando el regimiento entrara en combate.
La comisión sanitaria civil había presionado a la secretaría de guerra hasta que finalmente había logrado que las ambulancias y los camilleros formaran parte del ejército del Potomac, pero el movimiento de reforma se había detenido en esa fase, sin proporcionar cuidados similares a los heridos de las unidades del sector del oeste.
—Tendremos que espabilarnos —comentó Rob J.
El y Symonds se sentaron cómodamente delante de la tienda que hacía las veces de dispensario; el humo de los puros que fumaban flotaba en el tibio aire primaveral mientras Rob J. le hablaba al coronel de su travesía hasta Cincinnati en el War Hawk.
—Hablé con hombres que estuvieron tendidos en el campo de batalla durante dos días después de caer heridos. Fue una suerte que lloviera, porque no tenían agua. Un hombre me contó que por la noche los cerdos se habían acercado hasta allí y habían empezado a comer los cuerpos. Algunos de ellos todavía no estaban muertos.
Symonds asintió. Conocía muy bien los terribles detalles.
—¿Qué necesita?
—Cuatro hombres de cada compañía.
—Usted quiere un pelotón completo para trasladar las camillas —le dijo Symonds, sorprendido—. A este regimiento le faltan efectivos. Para ganar batallas necesito combatientes, no camilleros. —Observó la punta de su puro—. Hay demasiados viejos e incapacitados que no deberían haber sido reclutados. Coja algunos de esos.
—No. Necesitamos hombres lo suficientemente fuertes para salvar a otros de los disparos y ponerlos a resguardo. No es una tarea que puedan realizar hombres viejos y enfermos. —Rob J. contempló el rostro preocupado de aquel joven al que había llegado a admirar y compadecer. Symonds apreciaba a sus soldados y quería protegerlos, pero tenía la nada envidiable misión de derrochar las vidas humanas como si fueran balas, o raciones de comida, o trozos de madera para el fuego—. supongamos que utilizo los hombres de la banda del regimiento —sugirió Rob J.—. Pueden tocar la mayor parte del tiempo, y después de una batalla pueden trasladar las camillas.
El coronel Symonds asintió, aliviado.
—Fantástico. Averigüe si el director de la banda le cede algunos hombres.
Warren Fitts, el director de la banda, había sido zapatero durante dieciséis años, hasta que fue reclutado en Fort Wayne. Había recibido una educación musical rigurosa, y de joven había intentado a lo largo de varios años abrir una escuela de música en South Bend. Cuando se fue de esa ciudad dejando varias deudas, se dedicó con amargo alivio al oficio de zapatero, que había aprendido de su padre; este había sido un buen maestro, y él era un buen zapatero. Llevaba una vida modesta pero desahogada, y además daba lecciones de música y enseñaba a tocar el piano y algunos instrumentos de viento. La guerra había renovado sueños que él creía acabados y descartados. A los cuarenta años se le presentaba la oportunidad de alistarse en una banda militar y moldearla como quisiera. Para encontrar músicos suficientes para la banda había tenido que indagar el talento musical de toda la zona de Fort Wayne, y escuchó azorado al cirujano, que le sugería utilizar a algunos de sus hombres como camilleros.
—¡Jamás!
—Sólo tendrán que estar conmigo una parte del tiempo —le aseguró Rob J.—. El resto del tiempo estarán con usted.
Fitts intentó ocultar su desdén.
—Todos los músicos deben entregarse totalmente a la banda. Cuando no están tocando, deben ensayar y estudiar.
Gracias a su propia experiencía con la viola de gamba, Rob J. sabía que el director tenía razón.
—¿No tiene instrumentos para los que le sobren intérpretes? —preguntó pacientemente.
La pregunta tocó una cuerda sensible de Fitts. Su situación como director de la banda era lo más parecido al sueño que jamás había alcanzado, y tenía el buen cuidado de que su propio aspecto, y el de la banda, fueran merecedores de su función de artistas. Fitts tenía una abundante cabellera canosa. Llevaba la cara bien afeitada y unos bigotes bien recortados; se arreglaba las puntas con cera y se los atusaba. Su uniforme siempre estaba impecable y los músicos sabían que debían tener bruñidos los cobres, los uniformes limpios y las botas bien lustradas. Debían marchar con elegancia, porque cuando el director se pavoneaba blandiendo la batuta quería ser seguido por una banda que estuviera a su altura. Pero había algunos que echaban a perder esta imagen…
—Wilcox, Abner —respondió—. Toca el bugle.
Wilcox tenía un ojo visiblemente desviado hacía fuera. A Fitts le gustaban los músicos que tuvieran belleza física, además de talento. No soportaba ver ningún tipo de defecto que estropeara la clara perfección de su orquesta, y le había asignado a Wilcox las misiones que sobraban como intérprete de bugle.
—Lawrence, Oscar. Tambor —añadió.
Este era un torpe joven de dieciséis años cuya falta de coordinación no sólo lo convertía en un mal tambor sino que a menudo le hacía perder el ritmo cuando desfilaba la banda, y su cabeza a veces se balanceaba a un ritmo distinto de las cabezas de los demás.
—Ordway, Lanning —declaró Fitts, y el cirujano hizo una extraña inclinación de cabeza—. Corneta mi bemol.
Era un músico mediocre y conductor de uno de los carros de la banda; a veces trabajaba como peón. Adecuado para tocar la trompa cuando ofrecían música a las tropas los miércoles por la noche, o cuando ensayaban sentados en sillas, en el campo de instrucción; pero la cojera le impedía marchar sin destruir el efecto militar.
—Perry, Addison. Flautín y pífano.
Mal músico y descuidado con su persona y su arreglo. Fitts estaba encantado de librarse de semejante inútil.
—Robinson, Lewis. Corneta soprano.
En su fuero interno, Fitts admitía que Robinson era un buen músico, pero también una fuente de irritación, un sabelotodo con pretensiones.
En varias ocasiones Robinson le había mostrado a Fitts piezas que, según él, eran composiciones originales, y le había preguntado si la banda podría tocarlas. Afirmaba que tenía experiencia como director de una filarmónica de la comunidad en Columbus, Ohio. Fitts no quería a nadie que mirara por encima de su hombro o que metiera las narices en todo.
—¿Y…? —le preguntó el cirujano.
—Y nadie más —dijo el director de la banda con satisfacción.
Rob J. había observado a Ordway de lejos durante todo el invierno. Estaba nervioso porque aunque a Ordway todavía le quedaba mucho tiempo de servicio, no era difícil para un soldado desertar y desaparecer. Pero lo que mantenía a la mayoría dentro del ejército también contaba para Ordway, que fue uno de los cinco soldados rasos que se presentó ante Rob J.; no era un hombre de aspecto desagradable —si se tiene en cuenta que era un presunto asesino—, salvo los ojos ansiosos y húmedos.
Ninguno de los cinco soldados se alegró al conocer su nueva ocupación. Lewis Robinson reaccionó con pánico.
—¡Yo debo tocar música! Soy músico, no médico.
Rob J. lo corrigió.
—Camillero. De momento es usted camillero —le dijo, y los demás supieron que les hablaba a todos.
Puso al mal tiempo buena cara y le pidió al director de la banda que renunciara a contar con esos hombres, y ganó este favor con sospechosa facilidad. Para prepararlos empezó por lo más elemental: les enseñó a enrollar y preparar vendajes, simuló diversos tipos de heridas y les enseñó a aplicar el vendaje adecuado. También les explicó cómo mover y transportar a los heridos, y proporcionó a cada uno una pequeña mochila que contenía vendajes, un recipiente con agua fresca, y opio y morfina en polvo y en pastillas.
El serón del ejército contenía varias tablillas, pero a Rob J. no le gustaban, de modo que pidió madera con la que los camilleros pudieron hacer sus propias tablillas bajo su exigente dirección. Abner Wilcox resultó ser un carpintero competente y además innovador. Hizo una serie de camillas excelentes y de poco peso, estirando la lona entre dos palos.
El oficial del economato ofreció un cabriolé de dos ruedas para utilizarlo como ambulancia, pero Rob J. había pasado años recorriendo caminos en mal estado para visitar a sus enfermos y sabía que para evacuar heridos en un terreno desigual necesitaba la seguridad de las cuatro ruedas. Encontró un carro en buenas condiciones, y Wilcox hizo los costados y un techo para cerrarlo. Lo pintaron de negro, y Ordway copió hábilmente el caduceo médico impreso en el serón y pintó uno a cada lado de la ambulancia, con pintura plateada. Rob J. consiguió que el oficial de remonta le cediera un par de caballos de tiro feos pero fuertes, elementos de desecho como el resto del cuerpo de rescate.
Los cinco hombres empezaban a sentir un involuntario orgullo de grupo, pero Robinson estaba preocupado por los riesgos crecientes de su nueva misión.
—Habrá peligro, por supuesto —dijo Rob J.—. La infantería que está en el frente también corre peligro, y hay peligro en la carga de la caballería, de lo contrario no se necesitarían camilleros.
Rob J. siempre había sabido que la guerra corrompe, pero ahora se dio cuenta de que lo había corrompido a él tanto como a cualquiera. Él había dispuesto de la vida de estos cinco jóvenes de manera que ahora se esperaba que fueran una y otra vez a recoger a los heridos, como si estuvieran inmunizados contra los disparos de los mosquetes y de la artillería; y estaba intentando distraerlos diciéndoles que eran miembros de la generación de la muerte. Sus palabras y su actitud engañosas por rechazar su propia responsabilidad, mientras trataba desesperadamente de creer con ellos que ahora no estaban peor que cuando sus vidas se veían complicadas sólo por el estúpido temperamento de Fitts, y por la expresión que lograban dar a la interpretación de los valses, las polcas y las marchas ligeras.
Los distribuyó en equipos: Perry con Lawrence; Wilcox con Robinson.
—¿Y yo? —preguntó Ordway.
—Usted no se separará de mí —le informó Rob J.
El cabo Amasa Decker, el cartero, había llegado a conocer a Rob J. porque siempre tenía correspondencia de Sarah, que le escribía cartas largas y apasionadas. El hecho de que su esposa fuera tan ardiente siempre había constituído uno de sus principales atractivos para Rob J.
Y él a veces se sentaba en su barraca y se dedicaba a leer todas las cartas, tan transportado por el deseo que creía sentir el perfume de ella. Aunque en Cairo había mujeres en abundancia, desde las que cobraban hasta las patriotas, él no había intentado siquiera acercarse a ellas. Sufría la maldición de la fidelidad.
Pasaba la mayor parte del tiempo libre escribiendo cartas tiernas y estimulantes como contrapartida a la angustiosa pasión de Sarah. A veces le escribía a Chamán, y siempre tomaba notas en su diario. En ocasiones se tendía sobre su poncho y pensaba cómo podría sonsacarle a Ordway lo que había ocurrido el día del asesinato de Makwa-ikwa. Sabía que de alguna manera tenía que ganarse la confianza de Ordway.
Pensó en el informe que la Feroz Miriam le había entregado sobre los Ignorantes y su Orden Suprema de la Bandera Estrellada. Quien hubiera escrito ese informe —él siempre imaginaba que había sido un sacerdote que actuaba de espía—, se había hecho pasar por un protestante anticatólico. ¿Podría dar resultado esa misma treta? Tenía el informe guardado en Holden’s Crossing, con el resto de sus papeles. Pero lo había leído tantas veces y tan atentamente que descubrió que recordaba los signos y las señales, las palabras en clave y las contraseñas, toda una panoplia de comunicación secreta que podría haber sido inventada por un niño dotado de una imaginación demasiado activa.
Rob J. hacía ejercicios de entrenamiento con los camilleros, en los que uno de ellos desempeñaba el papel de herido, y descubrió que mientras dos hombres podían colocar a un hombre en la camilla y levantarlo para ponerlo en la ambulancia, esos mismos hombres se cansaban enseguida y podían caer desplomados si tenían que trasladar la camilla a una distancia considerable.
—Necesitamos un camillero en cada esquina de la camilla —dijo Perry, y Rob J. sabía que tenía razón.
Pero eso significaba tener una sola camilla disponible, lo cual era del todo insuficiente si el regimiento llegaba a tener algún problema.
Le planteó el problema al coronel.
—¿Qué quiere hacer al respecto? —le preguntó Symonds.
—Disponer de toda la banda. Convertir en cabos a mis cinco camilleros preparados. Cada uno de ellos puede capitanear una camilla en situaciones en las que haya muchos heridos, y podemos asignar otros tres músicos a cada cabo. Si los soldados tuvieran que elegir entre tener músicos que toquen maravillosamente bien durante una batalla y músicos que les salven la vida si resultan heridos, sé qué elegirían.
—Ellos no lo harán —puntualizó Symonds en tono seco—. Aquí soy yo el que escoge.
Y lo hizo correctamente. Los cinco camilleros se cosieron una cinta a la manga, y cuando Fitts se cruzaba con Rob J. ni siquiera lo saludaba.
A mediados de mayo empezó a hacer calor. El campamento estaba instalado en la confluencia del Mississippi y el Ohio, ambos llenos de desperdicios del campamento. Pero Rob J. le entregó una pastilla de jabón tosco a cada hombre del regimiento y las compañías iban de una en una hasta un tramo limpio del Ohio, corriente arriba, donde todos debían desnudarse y bañarse. Al principio entraban en el agua maldiciendo y gruñendo, pero la mayor parte de ellos habían crecido en un ambiente rural y no podían resistir la tentación de nadar, y el baño degeneraba en chapoteo y jarana. Cuando salían eran inspeccionados por sus sargentos, que ponían especial énfasis en la cabeza y los pies, y algunos eran enviados otra vez a lavarse, ante las burlas de sus compañeros.
Algunos uniformes estaban raídos y apolillados, hechos con tela de baja calidad. Pero el coronel Symonds había adquirido una serie de uniformes nuevos, y cuando fueron distribuidos, los hombres supusieron acertadamente que iban a embarcar. Los dos regimientos de Kansas se habían marchado Mississippi abajo en un barco de vapor. Todo indicaba que habían ido a ayudar al ejército de Grant a tomar Vicksburg, y que el 131 de Indiana los seguiría.
Pero en la tarde del 27 de mayo, mientras la banda de Warren Fitts cometía una serie de errores evidentes pero tocaba con brío, el regimiento fue trasladado a la estación de ferrocarril, y no al río. Hombres y animales fueron cargados en furgones y hubo una espera de dos horas mientras los carros eran atados a las bateas, y al anochecer el 131 se despidió de Cairo. Illinois.
El médico y los camilleros viajaron en el vagón hospital. Cuando partieron de Cairo no había nadie más en el vagón, pero al cabo de una hora un joven soldado raso se desmayó en uno de los furgones y cuando fue trasladado al vagón hospital Rob J. descubrió que estaba ardiendo de fiebre y deliraba. Le hizo lavados de alcohol con esponja y decidió ingresarlo en un hospital civil en la primera oportunidad.
Rob J. estaba fascinado por el vagón hospital, que habría resultado inestimable si estuvieran regresando de una batalla en lugar de ir hacia ella. Una triple fila de camillas ocupaba todo lo largo del vagón a ambos lados del pasillo. Cada camilla estaba inteligentemente suspendida por medio de tiras de caucho que sujetaban sus cuatro esquinas a los ganchos instalados en la pared y en unos postes, de modo que el estiramiento y la contracción del caucho absorbía gran parte del movimiento del tren. Como no había pacientes, los cinco nuevos cabos habían elegido una camilla cada uno y habían coincidido en que si hubieran sido generales no habrían podido viajar más cómodos. Addison Perry, que había demostrado que podía dormitar en cualquier sitio, de día o de noche, ya estaba dormido, lo mismo que Lawrence, el más joven. Lewis Robinson había elegido una camilla apartada de las demás, debajo del farol, y con un pequeño lápiz negro hacía pequeñas rayas en un papel, componiendo música.
No tenían la menor idea de cuál era el destino del viaje. El ruido resultó atronador cuando Rob J. caminó hasta el extremo del vagón y abrió la puerta, pero levantó la vista entre los dos vagones hasta los puntos luminosos del cielo y encontró la Osa Mayor. Siguió las dos estrellas indicadoras del extremo y allí estaba la Estrella Polar.
—Vamos hacia el este —dijo, dirigiéndose hacia el interior del vagón.
—¡Mierda! —protestó Abner Wilcox—. Nos envían con el ejército del Potomac.
Lew Robinson dejó de hacer marcas.
—¿Y eso qué tiene de malo?
¡El ejército del Potomac jamás ha hecho nada bueno. Para lo único que sirve es para dar vueltas y esperar. Cuando entra en combate, cosa que ocurre muy de vez en cuando, esos inútiles siempre se las arreglan para perder con los rebeldes! Yo quiero estar con Grant. Ese tío sí que es un general.
—Mientras das vueltas y esperas, no te matan —puntualizó Robinson.
—Me revienta ir al este —intervino Ordway—. El maldito este está lleno de irlandeses y de escoria católica romana. Cabrones repugnantes.
—En Fredericksburg nadie lo hizo mejor que la brigada irlandesa. La mayoría de ellos murieron —opinó Robinson débilmente.
Rob J. no tuvo que pensarlo mucho; fue una decisión instantánea. Se puso la punta del dedo debajo del ojo derecho y lo deslizó lentamente por el costado de la nariz: la señal con que un miembro de la Orden le indicaba a otro que estaba hablando demasiado.
¿Funcionó, o fue pura coincidencia? Lanning Ordway lo observó durante un instante, dejó de hablar y se fue a dormir.
A las tres de la mañana hicieron una parada larga en Louisville, donde una batería de artillería se unió al tren de la tropa. El aire estaba más cargado que en Illinois, pero era más suave. Los que estaban despiertos bajaron del tren para estirar las piernas, y Rob J. se ocupó de que el cabo enfermo fuera ingresado en el hospital local. Al terminar regresó a la estación y pasó junto a dos hombres que meaban.
—Aquí no hay tiempo para cavar zanjas, señor —dijo uno de ellos, y se echaron a reír.
El médico civil aún era motivo de risa.
Se acercó a los enormes Parrotts de cuatro kilos y medio y a los obuses de cinco kilos y medio de la batería, que eran asegurados a las bateas con gruesas cadenas. El cañón era cargado a la luz amarilla de unas enormes lámparas de calcio que parpadeaban, proyectando sombras que parecían moverse con vida propia.
—Doctor —dijo alguien suavemente.
El hombre salió de la oscuridad y le cogió la mano, haciendo la señal de reconocimiento. Demasiado nervioso para sentirse ridículo, Rob J. se esforzó por dar la contraseña como si la hubiera utilizado muchas veces.
Ordway lo miró.
—Bien —dijo.