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El trompa

Vivir en una tienda y volver a dormir en el suelo no resultó tan duro como Rob J. había imaginado. Lo más difícil era responder a las preguntas que lo atormentaban: por qué demonios estaba allí, y cuáles serían las consecuencias de esta terrible guerra civil. Las cosas seguían saliendo mal para la causa del Norte. «No hay forma de que ganemos», le comentó el comandante G. H. Woffenden en uno de sus momentos menos alcoholizados.

La mayor parte de los soldados con los que vivía Rob J. bebían en exceso cuando estaban fuera de servicio, sobre todo el día siguiente a la paga. Bebían para olvidar, para recordar, para celebrar, para compadecerse unos de otros. Los jóvenes sucios y a menudo borrachos eran como gallos de riña atados, aparentemente inconscientes de la muerte que se cernía sobre ellos, esforzándose por alcanzar a su enemigo natural, otros norteamericanos que sin duda estaban igualmente sucios y se emborrachaban con la misma frecuencia.

¿Por qué estaban tan ansiosos por matar soldados confederados?

Muy pocos lo sabían realmente. Rob J. veía que la guerra había tomado para ellos una consistencia y un significado que iban más allá de las razones y las causas. Ansiaban luchar porque la guerra existía, y porque había sido declarado oficialmente admirable y patriótico matar. Eso era suficiente. Quería gritarles, encerrar a los generales y a los políticos en una habitación oscura como si fueran niños errantes y estúpidos, cogerlos por el cogote, sacudirlos y preguntarles: ¿Qué os ocurre? ¿Qué os ocurre?

En cambio visitaba a los enfermos todos los días, y repartía ipecacuana y quinina, y tenía cuidado de mirar dónde pisaba, como quien ha construido su hogar en una enorme perrera.

En su último día con el l06 de Kansas, Rob J. buscó al habilitado y recogió sus ochenta dólares; luego fue a su tienda, se colgó el Mee-shome del hombro y cogió su maleta. El comandante G. H. Woffenden, acurrucado en su poncho, no abrió los ojos ni se molestó en decirle adiós.

Cinco días antes, los hombres del 176 de Pensilvania habían embarcado desordenadamente en los barcos de vapor y, según se rumoreaba, eran trasladados al sur para combatir en el Mississippi. Ahora había desembarcado el 131 de Indiana, que levantaba sus tiendas donde había acampado el regimiento de Pensilvania. Cuando Rob J. buscó al comandante, encontró a un coronel con cara de niño, de veintitantos años, llamado Alonzo Symonds. El coronel Symonds dijo que estaba buscando un médico. El que tenía hasta ese momento había concluido el alistamiento de tres meses y había regresado a Indiana, y nunca habían tenido médico auxiliar. Preguntó cuidadosamente al doctor Cole y pareció impresionado por lo que oyó, pero cuando Rob J. empezó a decir que antes de firmar debían tenerse en cuenta ciertas condiciones, el coronel Symonds pareció inseguro.

Rob J. había llevado un registro detallado de sus visitas a los enfermos del l06.

—El treinta y seis por ciento de los hombres estaban en cama o venían a consultarme. Había días en que el porcentaje era más alto. ¿Qué me dice de su lista de enfermos?

—Hemos tenido muchos —reconoció Symonds.

—Coronel, si usted me ayuda puedo darle más hombres sanos.

Hacía sólo cuatro meses que Symonds era coronel. Su familia era propietaria de una fábrica en Fort Wayne donde se hacían tubos de cristal de lámparas, y él sabía lo ruinosos que pueden resultar los trabajadores enfermos. El 131 de Indiana se había formado sólo cuatro meses antes con tropas no aguerridas, y al cabo de unos días habían sido enviados a una misión de piquete en Tennessee. El coronel se consideraba afortunado de que sólo hubieran tenido dos escaramuzas lo suficientemente serias para poder decir que habían estado en contacto con el enemigo. Había tenido dos muertos y un herido, pero un día habían caído tantos hombres a causa de la fiebre que si lo hubieran sabido los confederados podrían haber bailado el vals encima del regimiento sin ningún problema.

—¿Qué debo hacer?

—Sus tropas están levantando las tiendas sobre las pilas de excrementos que ha dejado el 176 de Pensilvania. El agua de aquí es mala y beben la del río, que está contaminada por sus propios desperdicios. Al otro lado del campamento, a menos de un kilómetro y medio, hay un emplazamiento que no ha sido utilizado y que tiene manantiales puros que darían agua buena durante todo el invierno, si usted está dispuesto a colocar tuberías.

—¡Santo Dios! Un kilómetro y medio es demasiado para reunirnos a hablar con otros regimientos, o para que sus oficiales vengan a verme si quieren hablar conmigo.

Se observaron atentamente y el coronel Symonds tomó una decisión.

Fue a hablar con el sargento mayor.

—Ordene que se desmonten las tiendas, Douglass. El regimiento se va a trasladar.

Luego regresó y siguió haciendo tratos con el complicado médico.

Rob J. volvió a rechazar la posibilidad de recibir un nombramiento. Solicitó ser aceptado como médico auxiliar interino, con un contrato de tres meses.

—De esa forma, si no consigue lo que quiere puede marcharse —observó con astucia el coronel. El médico no lo negó, y el coronel Symonds preguntó—: ¿Qué más quiere?

—Letrinas —dijo Rob J.

El suelo era firme pero aún no se había helado. En una sola mañana se cavaron las zanjas y se colocaron los troncos en los bordes de las mismas. Cuando se dio a todas las compañías la orden de que defecar u orinar en cualquier sitio que no fueran las zanjas destinadas al efecto comportaría un rápido y severo castigo, los hombres se mostraron resentidos. Necesitaban odiar y ridiculizar a alguien, y Rob J. se dio cuenta de que cubría esa necesidad. Cuando pasaba entre los soldados, estos se daban codazos y lo miraban de arriba abajo y sonreían cruelmente al ver la ridícula figura vestida con el traje de paisano cada vez más raído.

El coronel Symonds no les dio la posibilidad de perder mucho tiempo quejándose. Dedicó cuatro días a una serie de trabajos para construir varias barracas de troncos y tepe. Eran húmedas y estaban mal ventiladas, pero resultaban bastante más abrigadas que las tiendas, y con un pequeño fuego permitían que los hombres durmieran durante toda la noche en invierno.

Symonds era un buen comandante y se había rodeado de oficiales decentes. El oficial del economato del regimiento era un capitán llamado Mason, y a Rob J. no le resultó difícil explicarle las causas alimentarias del escorbuto, porque podía señalarle ejemplos de los efectos de la enfermedad en las tropas. Los dos consiguieron un carro y fueron a el Cairo a comprar varios kilos de coles y zanahorias, que pasaron a formar parte del rancho. El escorbuto predominaba aún más entre algunas otras unidades del campamento, pero cuando Rob J. intentó hablar con los médicos de los demás regimientos, tuvo poco éxito. Parecían más conscientes de su papel como oficiales armados que como médicos. Todos iban uniformados, dos de ellos llevaban espada como si fueran oficiales de carrera, y el médico del regimiento de Ohio lucía unas charreteras con flecos como las que Rob J. había visto una vez en un retrato de un presumido general francés.

En contraste, él insistía en seguir siendo un civil. Cuando un sargento encargado de la intendencia le entregó una chaqueta de lana azul en agradecimiento por haberle aliviado los retortijones de estómago, él la aceptó de buen grado pero la llevó a la ciudad y la hizo teñir de negro y cambiar los botones por unos normales de hueso. Le gustaba pensar que aún era un médico rural que se había mudado transitoriamente a otra ciudad.

En muchos sentidos el campamento era como una pequeña ciudad, aunque habitada exclusivamente por hombres. El regimiento contaba con su oficina de correos propia, al frente de la cual estaba un cabo llamado Amasa Decker que hacía las veces de jefe de correos y de cartero.

Los miércoles por la noche la banda ofrecía conciertos en el campo de instrucción, y a veces, cuando tocaban canciones populares como Escucha el canto del sinsonte, o En donde sueña un amor, o La hija que dejé, los hombres cantaban. Los cantineros llevaban variedad de mercancías al campo. Con trece dólares al mes, el soldado medio no podía permitirse comprar demasiado queso a cincuenta centavos la libra, ni leche condensada a setenta y cinco centavos la lata, pero compraban el licor de los cantineros. Rob J. se permitía varias veces por semana comer galletas de melaza, seis por veinticinco centavos. Un fotógrafo había puesto un negocio en una tienda de campaña, y un día Rob J. le pagó un dólar para que le hiciera una foto en ferrotipo, rígido y serio, que le envió a Sarah enseguida como prueba de que aún estaba vivo y la amaba.

Después de llevar en una ocasión a tropas no aguerridas a un territorio en disputa, el coronel Symonds decidió que nunca más entrarían en combate sin estar preparados. A lo largo del invierno entrenó a fondo a sus soldados. Realizaban marchas de más de cuarenta kilómetros que producían nuevos pacientes para Rob J., porque algunos hombres sufrían tirones musculares por cargar con todo el equipo o con los pesados mosquetes. Otros se ocasionaban hernias por llevar pesadas cajas de cartuchos colgadas del cinturón. Los batallones se entrenaban constantemente en el uso de las bayonetas, y Symonds los obligaba a practicar la complicada carga de los mosquetes una y otra vez: «Arrancad con los dientes la punta del cartucho envuelto en papel como si estuvierais furiosos. Colocad la pólvora en el cañón, meted el proyectil y luego el papel para formar un taco, y apretadlo todo haciendo presión. Coged una cápsula de la cartuchera y colocadla en la chimenea de la recámara. Apuntad esa maravilla y… ¡fuego!».

Lo hacían una y otra vez, lo repetían incesantemente. Symonds le contó a Rob J. que quería que estuvieran en condiciones de cargar el arma y disparar cuando fueran despertados por algún ruido, cuando estuvieran paralizados por el pánico, mientras las manos les temblaran de entusiasmo o de miedo.

De la misma forma, para que aprendieran a obedecer las órdenes sin vacilar ni protestar a los oficiales, el coronel los hacía marchar incesantemente en orden cerrado. Muchas mañanas, cuando el terreno estaba cubierto de nieve, Symonds pedía prestado al departamento de carreteras de Cairo las enormes apisonadoras de madera, y un tiro de caballos del ejército las arrastraba por el terreno hasta dejarlo aplastado y duro para que las compañías entrenaran un poco más mientras la banda del regimiento tocaba marchas y pasos ligeros.

Un luminoso día de invierno, mientras recorría el lugar de instrucción, lleno de batallones de hombres que se entrenaban, Rob J. echó un vistazo a la banda y vio que uno de los trompas tenía una mancha de color oporto en la cara. El hombre llevaba el pesado instrumento de metal apoyado en el hombro izquierdo, y el largo tubo despedía destellos dorados bajo el sol invernal, y mientras soplaba la boquilla —estaban tocando Salud, Columbia— las mejillas se le inflaban completamente y se le aflojaban, una y otra vez. Y cuando las mejillas del hombre se llenaban de aire, la marca de color púrpura que tenía debajo del ojo derecho se oscurecía, como si fuera una señal.

Durante nueve largos años Rob J. se había puesto tenso al ver a un hombre con una mancha en la cara, pero ahora simplemente se dispuso a atender a los enfermos y siguió caminando automáticamente, al ritmo de la insistente música, hasta la tienda que hacía las veces de dispensario.

A la mañana siguiente, cuando vio que la banda marchaba en dirección al terreno de instrucción para la revista del primer batallón, buscó al trompa de la cara manchada, pero el hombre no estaba.

Rob J. se encaminó a la fila de chozas en las que vivían los miembros de la banda y enseguida se topó con el hombre, que quitaba unas prendas congeladas del tendedero.

—Está más tiesa que la polla de un muerto —le comentó el hombre en tono enojado—. No sé qué sentido tiene que nos hagan pasar revista en pleno invierno.

Rob J. fingió darle la razón, pues las revistas habían sido sugerencia suya para obligar a los hombres a lavar al menos algunas prendas.

—Tiene el día libre, ¿eh?

El hombre le dedicó una mirada hosca.

—Yo no marcho. Soy cojo.

Mientras se alejaba cargado de ropa congelada, Rob J. lo observó. El trompa habría destruido la simetría de la formación militar. Su pierna derecha parecía ligeramente más corta que la izquierda, y caminaba con una visible cojera.

Rob J. entró en su choza y se sentó sobre su poncho en la fría penumbra, con la manta sobre los hombros.

Nueve años. Recordaba aquel día con toda claridad. Evocó cada una de las visitas domiciliarias que había hecho mientras Makwa-ikwa era violada y asesinada.

Pensó en los tres hombres que habían llegado a Holden’s Crossing exactamente antes del asesinato y que luego habían desaparecido. En nueve años no había logrado averiguar nada sobre ellos, salvo que bebían «como esponjas».

Un falso predicador, el reverendo Ellwood Patterson, al que había tratado de una sífilis.

Un hombre gordo y fuerte llamado Hank Cough.

Un joven delgado al que llamaban Len y Lenny, que tenía una mancha de color oporto en la cara, debajo del ojo derecho. Y era cojo.

Ya no era delgado, si es que era él. Pero ahora tampoco era joven.

Rob J. pensó que probablemente no era este el hombre que buscaba. Seguramente en Estados Unidos había más de un hombre con una mancha en la cara, y cojo.

Se dio cuenta de que no quería que fuera este el hombre. Se enfrentó al hecho de que en realidad ya no quería encontrarlos. ¿Qué podía hacer si el trompa era Lenny? ¿Cortarle el pescuezo?

La impotencia se apoderó de él.

La muerte de Makwa era algo que había logrado guardar en un compartimiento separado de su mente. Ahora ese compartimiento había quedado abierto, como una caja de Pandora, y sintió que un frío casi olvidado empezaba a crecer en su interior, un frío que no tenía nada que ver con la temperatura de la choza.

Salió y caminó hasta la tienda que hacía las veces de despacho del regimiento. El sargento mayor se llamaba Stephen Douglass, que se escribía con una ese más que el nombre del senador. Se había acostumbrado a ver al médico haciendo sus archivos personales. Le había comentado a Rob J. que jamás había visto un cirujano del ejército tan aficionado a llevar registros médicos completos.

—¿Más papeleo, doctor?

—Un poco.

—Cójalo usted mismo. El enfermero ha ido a buscar un poco de café caliente. Siempre viene bien beber un poco. Simplemente procure no chorrear mis malditos archivos.

Rob J. le prometió que tendría cuidado.

La banda estaba archivada bajo Compañía del Cuartel General. El sargento Douglass guardaba los archivos de cada compañía en una caja gris separada. Rob J. encontró la caja correspondiente a Compañía del Cuartel General, y dentro un grupo de historiales médicos atados con una cuerda, como un fajo diferenciado, con la inscripción «Banda del regimiento 131 de Indiana».

Pasó los historiales uno por uno. En la banda no había nadie que se llamara Leonard, pero cuando Rob J. encontró la ficha, supo al instante y sin vacilaciones que correspondía a ese hombre, de la misma forma que a veces sabía si alguien viviría o moriría.

Ordway, Lanning A., soldado raso. Lugar de residencia, Vincennes, Indiana. Reclutamiento de un año, 28 de julio de 1862.

Reclutamiento, Fort Wayne. Nacimiento, Vincennes, Indiana, 11 de noviembre de 1836. Estatura, 1,72 m. Tez blanca. Ojos grises. Pelo castaño. Reclutado para servicio limitado como músico (corneta mi bemol) y trabajos generales, debido a incapacidad física.