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El paseo en barca

A Rob J. no le pasó por alto el hecho de que tanto Jefferson Davis como Abraham Lincoln habían alcanzado el liderazgo que ahora ostentaban, porque habían contribuido a destruir a la nación sauk en la guerra de Halcón Negro. Cuando Davis era un joven teniente del ejército, había llevado personalmente a Halcón Negro y a su hechicero Nube Blanca, Mississippi abajo, desde Fort Crawford hasta el Cuartel Jefferson, donde fueron encarcelados y encadenados. Lincoln había combatido a los sauk con la milicia, como soldado raso y luego como capitán. Ahora ambos hombres respondían al tratamiento de «Señor Presidente», y hacían que una mitad de la nación norteamericana se enfrentara a la otra.

Rob J. no quería saber nada de semejante galimatías, pero eso era pretender demasiado. Hacia seis semanas que había comenzado la guerra cuando Stephen Hume fue a Holden’s Crossing a visitarlo. El ex-miembro del Congreso fue sincero y le dijo que había utilizado sus influencias para que lo nombraran coronel del ejército de Estados Unidos. Había abandonado su puesto de consejero legal del ferrocarril en Rock Island para organizar el regimiento 102 de voluntarios de Illinois, y había ido a ofrecerle al doctor Cole el puesto de médico del regimiento.

—Eso no es para mi, Stephen.

—Doctor, me parece correcto poner objeciones a la guerra en un nivel abstracto. Pero en estos momentos nos enfrentamos a los hechos y existen buenas razones por las que deberíamos participar en esta guerra.

—No creo que matar a un montón de gente vaya a cambiar la forma de pensar de nadie sobre la esclavitud o el libre comercio. Además, tú necesitas a alguien más joven y más malvado. Yo soy un hombre de cuarenta y cuatro años, y he engordado.

Y había engordado. Tiempo atrás, cuando los esclavos que escapaban se refugiaban en su escondite, Rob J. se había acostumbrado a ponerse comida en el bolsillo mientras recorría la cocina: un boniato cocido al horno, un trozo de pollo frito, un par de bollos dulces para alimentar a los fugitivos. Ahora seguía cogiendo comida, pero se la comía él, para consolarse.

—Bueno, de acuerdo, pero eres tú el que me interesa, gordo o delgado, malvado o bueno —insistió Hume—. Es más, en este momento sólo hay noventa médicos en todo el maldito ejército. Será una gran oportunidad. Entrarás como capitán y serás comandante antes de lo que imaginas. Un médico como tú está destinado a ascender.

Rob J. sacudió la cabeza. Pero apreciaba a Stephen Hume, y le tendió la mano.

—Espero que regreses sano y salvo, coronel.

Hume le dedicó una sonrisa forzada y le estrechó la mano. Unos días más tarde, en el almacén, Rob J. se enteró de que Tom Beckermann había sido designado médico castrense del regimiento 102.

Durante tres meses los dos frentes estuvieron jugando a la guerra, pero en julio fue evidente que estaba tomando forma una confrontación a gran escala. Mucha gente tenía el convencimiento de que el problema se solucionaría rápidamente, pero aquella primera batalla fue una epifanía para la nación. Rob J. leía las noticias del periódico con tanta avidez como cualquier amante de la guerra.

En Manassas, Virginia, a cuarenta kilómetros al sur de Washington, más de treinta mil soldados de la Unión al mando del general Irvin McDowell se enfrentaron a veinte mil confederados bajo las órdenes del general Pierre G. T. Beauregard. Aproximadamente otros once mil confederados se concentraban en el valle Shenandoah, a las órdenes del general Joseph E. Johnston, preparados para atacar a otro cuerpo de la Unión de catorce mil hombres al mando del general Robert Patterson. Con la esperanza de que Patterson mantuviera ocupado a Johnston, el 12 de julio McDowell condujo a su ejército contra los sureños, cerca de Sudley Ford, en Bull Run Creek.

Apenas fue un ataque por sorpresa.

Exactamente antes de que McDowell atacara, Johnston se escabulló, librándose de Patterson, y unió sus fuerzas a las de Beauregard. El plan de batalla del Norte era tan conocido que los miembros del Congreso y los funcionarios habían abandonado Washington llevándose a sus esposas e hijos en cabriolés y calesas a Manassas, donde organizaron suculentas comidas al aire libre y se prepararon para contemplar el espectáculo, como si se tratara de una carrera atlética. El ejército había contratado a montones de conductores para que permanecieran junto a los carros que se utilizarían como ambulancias en el caso de que hubiera heridos. Muchos de los conductores de las ambulancias se llevaban su propio whisky a la excursión.

Mientras este público miraba con placer y fascinación, los soldados de McDowell cayeron contra la fuerza combinada confederada. La mayoría de los hombres de ambos bandos eran soldados rasos no entrenados que luchaban con más fervor que arte. Los soldados confederados, reclutados entre los ciudadanos, cedieron unos cuantos kilómetros y luego se mantuvieron firmes, dejando que los del Norte se agotaran en varios ataques frenéticos. Entonces Beauregard ordenó el contraataque. Las exhaustas tropas federales cedieron. Pronto su retirada se convirtió en una desbandada.

La batalla no fue lo que el público había esperado. Los sonidos combinados del fuego de rifles y artillería y de las voces humanas eran espantosos, y el panorama aún peor. En lugar de un espectáculo de atletismo presenciaron la transformación de hombres vivos en seres destripados, decapitados y tullidos. Hubo infinidad de muertos. Algunos de los civiles se desmayaban, otros lloraban. Todos intentaban huir, pero una granada había hecho volar un carro y matado a un caballo, bloqueando el camino principal de la retirada. La mayoría de los aterrorizados civiles conductores de ambulancias, tanto los borrachos como los sobrios, se habían marchado con los carros vacíos. Los pocos que intentaron recoger a los heridos se encontraron atrapados en un mar de vehículos de civiles y caballos encabritados. Los que estaban muy malheridos quedaron tendidos en el campo de batalla, gritando, hasta que murieron. Algunos de los heridos que no necesitaron ser ingresados tardaron varios días en regresar a Washington.

En Holden’s Crossing la victoria de los confederados dio nuevo impulso a los simpatizantes del Sur. Rob J. se sentía más deprimido por el criminal abandono de las víctimas que por la derrota. A principios del otoño se supo que en Bull Run se habían producido casi cinco mil muertos, heridos o desaparecidos, y que muchas vidas se habían perdido como consecuencia de la falta de cuidados.

Una noche, mientras estaban sentados en la cocina de los Cole, él y Jay Geiger evitaron hablar de la batalla. Comentaron incómodos la noticia de que Judah P. Benjamin, el primo de Lillian Geiger, había sido designado secretario de guerra de la Confederación. Pero estaban absolutamente de acuerdo en la cruel idiotez de los ejércitos, que no rescataban a sus propios heridos.

—Aunque resulte difícil —dijo Jay—, no debemos permitir que esta guerra ponga fin a nuestra amistad.

—¡Claro que no!

Rob J. pensaba que la amistad entre ellos no debía concluir, pero ya estaba estropeada. Se sorprendió cuando al marcharse de su casa Geiger lo abrazó como haría un amante.

—Quiero a tu familia como si fuera la mía —declaró Jay—. Haría cualquier cosa por asegurar su felicidad.

Al día siguiente, Rob J. comprendió las palabras de despedida de Jay cuando Lillian, sentada en la cocina de los Cole, les contó sin derramar una lágrima que al amanecer su esposo se había marchado al Sur para ofrecerse como voluntario a las fuerzas de la Confederación.

A Rob J. le parecía que todo el mundo se había vuelto sombrío, a juego con el gris de los confederados. A pesar de todo lo que hizo, Julia Blackmer, la esposa del pastor, siguió tosiendo hasta que murió, precisamente antes de que el aire del invierno se volviera frío y penetrante.

En el cementerio, el pastor lloraba mientras recitaba las oraciones, y cuando la primera palada de tierra y piedras cayó con un ruido sordo sobre el ataúd de pino, Sarah le apretó la mano a Rob J. con tal fuerza que le hizo daño. Durante los días siguientes, los miembros del rebaño de Lucian Blackmer se reunieron para apoyar a su pastor, y Sarah organizó a las mujeres de tal manera que al señor Blackmer nunca le faltó compañía ni alguien que le preparara la comida. Rob J. pensaba que al pastor le convenía un poco de intimidad para desahogar su pena, pero el señor Blackmer parecía agradecido por las buenas obras.

Antes de Navidad, la madre Miriam Ferocia le confió a Rob J. que había recibido una carta de una firma de abogados de Frankfurt en la que le comunicaban la muerte de Ernst Brotknecht, su padre. En su testamento había dispuesto la venta de la fábrica de carros de Frankfurt y la de carruajes de Munich, y la carta añadía que una considerable cantidad de dinero estaba esperando a la hija, conocida en su vida anterior como Andrea Brotknecht.

Rob J. le expresó sus condolencias por la muerte de su padre, a quien hacia varios años que ella no veía. Luego dijo:

—¡Vaya! ¡Es usted rica, madre Miriam!

—No —repuso ella tranquilamente.

Cuando tomó los hábitos había prometido entregar todos sus bienes materiales a la Santa Madre Iglesia. Ya había firmado documentos que cedían la herencia a la jurisdicción de su arzobispo.

Rob J. se sintió molesto. Durante todos esos años, y porque detestaba ver sufrir a las monjas, él había hecho una serie de pequeños regalos a la comunidad. Había sido testigo del rigor de su vida, del severo racionamiento y de la falta de cualquier cosa que pudiera considerarse un lujo.

—Un poco de dinero sería importante para las hermanas de su comunidad. Si no podía aceptarlo para usted misma, debería haber pensado en sus monjas.

Pero ella no se dejó convencer por el enfado de Rob J.

—La pobreza es una parte esencial de la vida de las monjas —dijo, y respondió con exasperante indulgencia cristiana cuando él se despidió bruscamente.

Con la partida de Jason también perdió gran parte del calor que aún conservaba su vida. Podría haber seguido haciendo música con Lillian, pero el piano y la viola de gamba sonaban extrañamente insustanciales sin la melodiosa amalgama del violín de Jay, y ambos encontraron excusas para no tener que tocar solos.

En la primera semana de 1862, en un momento en que Rob J. se sentía especialmente descontento, tuvo la alegría de recibir una carta de Harry Loomis, de Boston, acompañada por la traducción de un informe publicado en Viena varios años antes por un médico húngaro llamado Ignaz Semmelweis. El trabajo de Semmelweis, titulado La etiología, concepto y profilaxis de la fiebre del parto, básicamente apoyaba el trabajo hecho en Norteamérica por Oliver Wendell Holmes. En el Hospital General de Viena, Semmelweis había llegado a la conclusión de que la fiebre del parto, que mataba a doce madres de cada cien, era contagiosa. Tal como había hecho Holmes décadas antes, él había descubierto que los propios médicos eran los que propagaban la enfermedad por el mero hecho de no lavarse las manos.

Harry Loomis añadía que estaba cada vez más interesado en los medios de prevenir la infección de heridas e incisiones quirúrgicas.

Le preguntaba a Rob J. si conocía las investigaciones del doctor Milton Akerson, que trabajaba en ese tipo de problemas en el Hospital del Valle del Mississippi, en Cairo, Illinois, que según tenía entendido no estaba demasiado lejos de Holden’s Crossing.

Rob J. no había oído hablar del trabajo del doctor Akerson, pero enseguida sintió deseos de visitar Cairo para conocerlo. No obstante tardó varios meses en tener la oportunidad. Siguió cabalgando sobre la nieve para hacer sus visitas, pero finalmente, con la llegada de las lluvias de primavera, las cosas se calmaron. La madre Miriam le aseguró que ella y las hermanas vigilarían a sus pacientes, y Rob J. anunció que iba a viajar a Cairo para tomarse unas breves vacaciones. El miércoles 9 de abril condujo a Boss por el barro pegajoso de los caminos hasta Rock Island, donde dejó el caballo en un establo; al anochecer subió a una balsa que lo llevó Mississippi abajo. Viajó durante toda la noche, razonablemente abrigado bajo el techo de la cabina, durmiendo sobre los leños que había cerca del hornillo de la cocina. A la mañana siguiente cuando bajó de la balsa tras la llegada a Cairo, seguía lloviendo y se sentía entumecido.

Cairo presentaba un aspecto lamentable, y los campos estaban inundados, lo mismo que muchas calles. Se adecentó cuidadosamente en una posada donde le sirvieron un pobre desayuno, y luego se trasladó al hospital. El doctor Akerson era un hombre menudo, moreno, con gafas; sus gruesos bigotes se extendían por sus mejillas hasta unirse a las orejas y el cabello, según la deplorable moda popularizada por Ambrose Burnside, cuya brigada había efectuado el primer ataque contra los confederados en Bull Run.

El doctor Akerson saludó a Rob cordialmente y quedó visiblemente complacido al enterarse de que su trabajo había llamado la atención de colegas de ciudades tan alejadas como Boston. Las salas del hospital estaban impregnadas de olor a ácido clorhídrico, que, según él creía, era el agente que podía combatir las infecciones que tan a menudo provocaban la muerte de los heridos. Rob J. observó que el olor de lo que Akerson llamaba el «desinfectante» neutralizaba algunos de los olores desagradables de la sala, pero le resultó irritante para la nariz y los ojos.

Enseguida vio que el cirujano de Cairo no tenía ninguna cura milagrosa.

—A veces parece evidente que da buen resultado tratar las heridas con ácido clorhídrico. Pero otras veces… —el doctor Akerson se encogió de hombros— parece que de nada sirve.

Había experimentado rociando ácido clorhídrico en la sala de operaciones y en las salas, según le contó a Rob, pero había abandonado esa práctica porque con los vapores resultaba difícil ver y respirar. Ahora se contentaba con impregnar las vendas con el ácido y colocarlas directamente sobre las heridas. Dijo que pensaba que la gangrena y otras infecciones estaban causadas por corpúsculos de pus que flotaban en el aire en forma de polvo, y que las vendas empapadas de ácido mantenían estos agentes contaminantes alejados de las heridas.

Entró un enfermero que llevaba una bandeja cargada de vendas, y se le cayó una al suelo. El doctor Akerson la cogió, le quitó un poco de polvo con la mano y se la enseñó a Rob. Se trataba de una venda corriente, hecha con tela de algodón e impregnada en ácido clorhídrico.

Cuando él se la devolvió a Akerson, el cirujano volvió a ponerla en la bandeja.

—Es una pena que no podamos determinar por qué a veces funciona y a veces no —se lamentó Akerson.

La visita fue interrumpida por un joven médico que informó al doctor Akerson que el señor Robert Francis, un representante de la Comisión Sanitaria de Estados Unidos, solicitaba verlo por «un asunto de suma urgencia».

Mientras Akerson acompañaba a Rob J. hasta la puerta, encontraron al señor Francis esperando ansiosamente en el pasillo. Rob J. conocía y aprobaba la tarea de la Comisión Sanitaria, una organización civil fundada para reunir fondos y reclutar personal para atender a los heridos.

El señor Francis les comunicó precipitadamente que se había producido una encarnizada batalla de dos días en Pittsburgh Landing, en Tennessee, a casi cincuenta kilómetros de Corinth, Mississippi.

—Hay una enorme cantidad de víctimas; ha sido peor que en Bull Run. Hemos reunido voluntarios que trabajarán como enfermeros, pero tenemos poquísimos médicos.

El doctor Akerson pareció compungido.

—Esta guerra se ha llevado a la mayoría de nuestros médicos. Aquí no hay ninguno que pueda irse.

Rob J. reaccionó de inmediato.

—Yo soy médico, señor Francis. Estoy en condiciones de ir —afirmó.

Con otros tres médicos recogidos en las poblaciones cercanas y quince civiles que jamás habían atendido enfermos, Rob J. embarcó al medio día en el paquebote City of Louisiana y navegó entre la húmeda tiniebla que cubría el río Ohio. A las cinco de la tarde llegaron a Paducah, en Kentucky, y entraron en el río Tennessee. Debían recorrer trescientos setenta kilómetros Tennessee arriba. En la oscuridad de la noche, sin ser vistos y sin poder ver nada, pasaron junto a Fort Henry, que Ulysses S. Grant había tomado hacía sólo un mes. Al día siguiente pasaron junto a poblaciones ribereñas, embarcaderos atestados y más campos inundados. A las cinco de la tarde, cuando casi había vuelto a oscurecer, llegaron a Pittsburgh Landing.

Rob J. contó veinticuatro barcos de vapor, incluidos dos cañoneros.

Cuando los médicos y los demás pasajeros desembarcaron descubrieron que la orilla y los acantilados habían quedado convertidos en barro por las pisadas de los yanquis que se habían retirado el domingo y se hundieron hasta las rodillas. Rob J. fue destinado al War Hawk, un barco que iba cargado con cuatrocientos seis soldados heridos. Cuando embarcó ya habían sido cargados casi todos, y puso manos a la obra sin demora. Un ceñudo primer piloto le explicó a Rob J. que la gran cantidad de víctimas de la batalla habían saturado todas las instalaciones hospitalarias de todo el territorio de Tennessee. El War Hawk tendría que trasladar a sus pasajeros a lo largo de mil cincuenta kilómetros, por el río Tennessee hasta el Ohio, y por el Ohio hasta Cincinnati.

Los heridos habían sido colocados en todos los lugares disponibles: en la bodega, en los camarotes de los oficiales y pasajeros, y en todas las cubiertas, bajo la lluvia incesante. Rob J. y un médico del ejército, llamado Jim Sprague, de Pensilvania, eran los únicos facultativos. Todas las provisiones habían sido amontonadas en uno de los camarotes, y llevaban menos de dos horas viajando cuando Rob J. vio que el coñac medicinal había sido robado. El comandante militar del barco era un joven teniente llamado Crittendon, que aún tenía los ojos deslumbrados por el combate. Rob lo convenció de que las provisiones necesitaban custodiarse con un guardia armado, lo cual se dispuso de inmediato.

Rob J. no había llevado consigo su maletín. Entre las provisiones había un botiquín quirúrgico, y pidió al oficial que le afilaran unos cuantos instrumentos. No tenía ningún deseo de utilizarlos.

—El viaje es duro para los heridos —le comentó a Sprague—. Creo que siempre que sea posible deberíamos postergar la cirugía hasta que podamos ingresar a estos hombres en el hospital.

Sprague estuvo de acuerdo.

—No soy muy aficionado a cortar —comentó.

Decidió no intervenir y dejar que Rob J. tomara las decisiones. Rob pensó que Sprague tampoco era muy aficionado a la medicina, pero le pidió que se ocupara de los vendajes y de comprobar que los pacientes recibían sopa y pan.

Enseguida se dio cuenta de que algunos hombres habían quedado gravemente destrozados y necesitaban una amputación sin más demora.

Los enfermeros voluntarios eran personas bien dispuestas, pero inexpertas: contables, dueños de establos, maestros; todos ellos se enfrentaban a la sangre, al dolor y a tragedias de todo tipo que jamás habían imaginado. Rob eligió a unos cuantos para que lo ayudaran a amputar, y puso a los demás a trabajar bajo las órdenes del doctor Sprague vendando heridas, cambiando vendajes, dando agua a los sedientos y abrigando a los que estaban en la cubierta, bajo la lluvia, con todas las mantas y abrigos que se pudieran conseguir.

A Rob J. le habría gustado ocuparse de los heridos uno por uno, pero no tuvo oportunidad de hacerlo. En lugar de eso se acercaba a un paciente cada vez que un enfermero le decía que estaba «mal». En teoría ninguno de los que habían sido embarcados en el War Haik tenía por qué estar tan «mal» como para no sobrevivir al viaje, pero muchos murieron casi de inmediato.

Rob J. ordenó desalojar el camarote del segundo de a bordo y se instaló allí para amputar, a la luz de cuatro faroles. Esa noche cortó catorce miembros. Muchos de los heridos habían sufrido una amputación antes de ser embarcados; examinó a algunos de esos hombres y se entristeció al ver la mala calidad de algunas de las intervenciones. Un hombre llamado Peters, de diecinueve años, había perdido la pierna derecha hasta la rodilla, la pierna izquierda hasta la cadera, y todo el brazo derecho. En algún momento de la noche empezó a sangrarle el muñón de la pierna izquierda, o tal vez ya sangraba cuando lo embarcaron. Fue el primero al que descubrieron muerto.

—Papá, lo intenté —sollozaba un soldado de largo pelo rubio que tenía en la espalda un agujero en el que le brillaba la columna vertebral, blanca como la espina de una trucha—. Hice todo lo que pude.

—Si, claro que si. Eres un buen hijo —le dijo Rob J. mientras le acariciaba la cabeza.

Algunos gritaban, otros se hundían en un silencio que les servía de armadura, otros lloraban y farfullaban. Poco a poco, Rob J. descifró la batalla a partir de las pequeñas piezas de dolor de cada uno. Grant había estado en Pittsburgh Landing con cuarenta y dos mil soldados, esperando que las fuerzas del general Carlos Buell se unieran a él. Beauregard y Albert Johnston decidieron que podían derrotar a Grant antes de que llegara Buell, y cuarenta mil confederados cayeron sobre las tropas federales que vivaqueaban. La línea de Grant fue obligada a retroceder, tanto en la izquierda como en la derecha, pero el centro —guarnecido de soldados de Iowa e Illinois— soportó el más salvaje de los combates.

Durante el domingo los rebeldes habían hecho muchos prisioneros.

Las fuerzas de la Unión fueron obligadas a retroceder en dirección al río, hasta el agua, con la espalda contra el acantilado que les impedía seguir retrocediendo. Pero el lunes por la mañana, cuando los confederados estaban a punto de acabar con ellos, de la niebla matinal surgieron barcos cargados con veinte mil soldados de refuerzo de Buell, y la batalla cambió de signo. Al final de aquel salvaje día de combate, los sudistas se retiraron a Corinth. Al anochecer, desde Shiloh Church se veía el campo de batalla cubierto de cadáveres. Y algunos de los heridos fueron recogidos y trasladados a los barcos.

El War Hawk se deslizó por la mañana junto a bosques en los que brillaban las hojas nuevas y el muérdago, dejando atrás los campos verdeantes y de vez en cuando un grupo de melocotoneros en flor; pero Rob J. no vio nada.

El plan del capitán del barco había sido atracar en una población ribereña durante la mañana y la noche con el fin de buscar leña. Al mismo tiempo los voluntarios debían desembarcar y conseguir toda el agua y los alimentos que pudieran para los pacientes. Pero Rob J. y el doctor Sprague habían convencido al capitán para que hiciera un alto también al mediodía, y a veces por la tarde, porque descubrieron que enseguida se quedaban sin agua. Los heridos estaban sedientos.

Para desesperación de Rob J., los voluntarios no podían hacer nada por mantener la higiene. Muchos de los soldados habían padecido disentería antes de resultar heridos. Los hombres defecaban y orinaban en el mismo sitio en que estaban acostados, y era imposible limpiarlos.

No había ropa de recambio, y sus excrementos se endurecían entre sus ropas, mientras seguían tendidos bajo la lluvia. Los enfermeros pasaban la mayor parte del tiempo distribuyendo sopa caliente. En el curso de la segunda tarde cesó la lluvia y el sol empezó a brillar con fuerza, y Rob J. sintió un gran alivio con la llegada del calor. Pero con el vapor que surgía de las cubiertas y de los cuerpos de los heridos, se produjo un aumento del tremendo olor que invadía el War Hawk. El hedor era casi palpable. A veces, cuando el barco atracaba, los civiles patriotas subían a bordo con mantas, agua y alimentos. Enseguida empezaban a parpadear, les lloraban los ojos, y siempre se marchaban a toda prisa. A Rob J. le hubiera gustado tener un poco del ácido clorhídrico del doctor Akerson. Los hombres morían y eran envueltos en las sábanas más mugrientas. Rob J. practicó media docena más de amputaciones, en los casos más graves, de modo que entre los treinta y ocho muertos que había cuando llegaron a destino se encontraban ocho de los veinte hombres a los que había amputado. Llegaron a Cincinnati el martes a primera hora de la mañana. Había pasado tres días y medio sin dormir y casi sin comer. De pronto, libre de toda responsabilidad, se quedó de pie en el muelle contemplando estúpidamente cómo los demás distribuían a los pacientes en grupos que eran enviados a diferentes hospitales. Cuando uno de los carros quedó cargado con los hombres destinados al Hospital del Sudoeste de Ohio, Rob J. subió y se sentó en el suelo, entre dos camillas.

Después de que descendieran a los pacientes se paseó por el hospital, moviéndose lentamente porque el aire de Cincinnati parecía muy denso. Los miembros del personal miraron de reojo al gigante de mediana edad, barbudo y maloliente. Cuando un enfermero le preguntó en tono cortante qué quería, él pronunció el nombre de Chamán.

Finalmente fue llevado a un pequeño anfiteatro desde el que se veía la sala de operaciones. Ya habían empezado a operar a los pacientes del War Hawk. Alrededor de la mesa había cuatro hombres, y vio que uno de ellos era Chamán. Durante unos minutos lo observó mientras operaban, pero enseguida la cálida marea del sueño se elevó hasta su cabeza y se hundió en ella con gran facilidad y anhelo.

No recordaba haber sido trasladado desde el hospital hasta el dormitorio de Chamán, ni que lo hubieran desvestido. Durmió el resto del día y toda la noche sin saber que estaba en la cama de su hijo. Cuando se despertó era el miércoles por la mañana, y fuera brillaba el sol. Mientras se afeitaba y se daba un baño, un amigo de Chamán, un joven servicial llamado Cooke, recogió la ropa de Rob J. de la lavandería del hospital, donde la habían hervido y planchado, y luego fue a buscar a Chamán.

Chamán estaba más delgado pero parecía sano.

—¿Has sabido algo de Alex? —le preguntó de inmediato.

—No, no hemos tenido noticias suyas

Chamán le permitió tomar el primer trago caliente de café y empezó a hacerle preguntas, y siguió la historia de la travesía del War Hawk con sumo interés.

Rob J. le hizo preguntas sobre la facultad de medicina, y le dijo lo orgulloso que se sentía de él.

—¿Recuerdas aquel viejo escalpelo azul de acero que tengo en casa? —le preguntó.

—¿El antiguo, el que tú le llamas el bisturí de Rob J.? ¿El que se supone que ha pertenecido a la familia durante siglos?

—Ese mismo. Ha pertenecido a la familia durante siglos. Siempre pasa a manos del primer hijo que se convierte en médico. Ahora es tuyo.

Chamán sonrió.

—¿No sería mejor que esperaras a diciembre, cuando me gradúe?

—No sé si podré estar aquí para tu graduación. Voy a convertirme en médico del ejército.

Chamán abrió los ojos de par en par.

—¡Pero tú eres pacifista! Odias la guerra.

Permanecieron sentados durante mucho rato, bebiendo nuevas tazas de café malísimo, mirándose atentamente a los ojos, hablando lenta y serenamente, como si tuvieran mucho tiempo para estar juntos.

Pero a las once de la mañana estaban de regreso en la sala de operaciones. La invasión de heridos del War Hawk había saturado las instalaciones del hospital y ocupado a todo el personal médico. Algunos cirujanos habían trabajado durante toda la noche y toda la mañana, y ahora Robert Jefferson Cole estaba operando a un joven de Ohio cuyo cráneo, hombros, espalda, nalgas y piernas habían sido alcanzados por la metralla de los confederados. La intervención era larga y laboriosa, porque cada fragmento de metal debía ser retirado de la carne con un mínimo de daño para los tejidos, y la sutura resultaba igualmente delicada porque se esperaba que los músculos se desarrollaran correctamente. El pequeño anfiteatro estaba repleto de estudiantes de medicina y de algunos miembros del profesorado, que observaban los casos desesperados que los médicos podían esperar de la guerra. El doctor Harold Meigs, que estaba situado en la primera fila, dio un codazo al doctor Barney McGowan, y con un movimiento de la barbilla le señaló a un hombre que se hallaba de pie a un lado de la sala de operaciones, abajo, lo suficientemente apartado para no molestar, pero observándolo todo. Era un hombre corpulento y barrigón, de pelo entrecano; estaba con los brazos cruzados y los ojos fijos en la mesa de operaciones, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. Mientras observaba la habilidad y la seguridad del cirujano, asentía inconscientemente, a modo de aprobación. Los dos profesores se miraron y sonrieron.

Rob J. regresó en tren y llegó a la estación de Rock Island nueve días después de haber salido de Holden’s Crossing. En la calle, fuera de la estación de ferrocarril, se encontró con Paul y Roberta Williams, que estaban en Rock Island haciendo compras.

—Hola, doctor. ¿Acaba de bajar del tren? —le preguntó Williams—. He oído decir que estaba fuera, haciendo unas pequeñas vacaciones.

—Sí —repuso Rob.

—Bueno, ¿lo ha pasado bien?

Rob J. abrió la boca para decir algo, pero cambió de idea.

—Muy bien, Paul, gracias —respondió por fin en tono sereno.

Fue hasta el establo a recoger a Boss y cabalgó en dirección a su casa.