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Cartas y notas

En la primavera de 1860, las ovejas de los Cole parieron cuarenta y nueve corderos, y toda la familia ayudó a resolver los problemas del parto y la castración.

—El rebaño crece cada primavera —le dijo Alden a Rob J. con orgullo y preocupación—. Tendrá que decirme qué quiere hacer con todos estos.

Las posibilidades eran limitadas. Podían matar sólo unos pocos. Entre los vecinos, que criaban sus propios animales, existía poca demanda de carne, y sin duda se estropearía antes de que llegaran con ella a la ciudad para venderla. Los animales vivos podían ser transportados y vendidos, pero eso resultaba complicado y exigía tiempo, esfuerzo y dinero.

—La lana es muy valiosa en proporción con su volumen —reflexionó Rob J.—. La mejor solución es seguir criando el rebaño y ganar dinero con la venta de la lana. Eso es lo que siempre hizo mi familia en Escocia.

—Bueno, entonces tendremos más trabajo que nunca. Eso nos obligará a contratar a alguien más —dijo Alden incómodo, y Chamán se preguntó si Alex le habría dicho algo de su deseo de marcharse—. Doug Penfield está dispuesto a trabajar para nosotros media jornada. Eso me dijo.

—¿Crees que es un buen trabajador?

—Seguro que si; es de New Hampshire. No es lo mismo que ser de Vermont, pero está cerca.

Rob J. estuvo de acuerdo con Alden, y contrató a Doug Penfield.

Esa primavera, Chamán trabó relación con Lucille Williams, hija de Paul Williams, el herrador. Lucille había asistido durante varios años a la escuela donde Chamán le había enseñado matemáticas. Ahora se había convertido en una mujer. Aunque su pelo rubio, siempre recogido en un gran moño, era más claro que el de las suecas con las que Chamán soñaba, tenía una sonrisa fácil y un rostro encantador. Siempre que se cruzaba con ella en el pueblo se detenía a charlar un rato y a preguntarle por su trabajo, que estaba repartido entre las cuadras de su padre y Ropa para Señoras Roberta, la tienda que su madre tenía en la calle Main. Esta combinación le permitía cierta libertad, porque sus padres aceptaban su ausencia sin hacer preguntas, y cada uno suponía que ella había salido a hacer algún recado para el otro. Por eso, cuando Lucille le preguntó a Chamán si podía llevarle un poco de mantequilla de su granja y entregársela en su casa a las dos de la tarde del día siguiente, él se sintió nervioso y excitado.

Ella tuvo el buen cuidado de explicarle que debía atar el caballo en la calle Main, delante de las tiendas, luego rodear la manzana hasta Illinois Avenue, acortar camino por la propiedad de los Reimer, detrás de la hilera de arbustos de lilas, fuera de la vista de la casa, y finalmente saltar la valla de estacas del patio de atrás de su casa y llamar a la puerta trasera.

—Así no se verá…, ya sabes, despistaremos a los vecinos —comentó Lucille bajando la vista.

Chamán no se sorprendió, porque Alex le había llevado mantequilla durante todo el año anterior; pero sintió miedo: él no era Alex.

Al día siguiente, las lilas de los Reimer estaban totalmente florecidas. Fue fácil saltar la valla, y la puerta de atrás se abrió en cuanto llamó. Lucille hizo comentarios efusivos acerca de lo bien envuelta que estaba la mantequilla con las toallas, y las dobló y colocó sobre la mesa de la cocina, junto al plato, después de llevar la mantequilla a la fresquera. Cuando regresó, cogió a Chamán de la mano y lo condujo a una habitación contigua a la cocina, que evidentemente era el probador de Roberta Williams. En un rincón había medía pieza de guinga, y sobre un estante largo, retazos de seda, raso, dril y algodón pulcramente doblados. Junto a un enorme sofá de crin se veía un maniquí hecho con alambres y tela, y Chamán quedó fascinado al ver que tenía nalgas de marfil.

Lucille le ofreció su rostro para un único beso prolongado; luego empezaron a desnudarse con diligencia y pulcritud y dejaron la ropa en dos delicados montones iguales, y los calcetines dentro de los zapatos.

Con ojo clínico, Chamán observó que el cuerpo de ella estaba desequilibrado: tenía hombros estrechos y caídos, los pechos parecían pasteles ligeramente levantados —cada uno rematado en un pequeño charco de almíbar y adornado con una baya pardusca—, mientras la mitad inferior del cuerpo era más gruesa, de caderas anchas y piernas gordas. Cuando se volvió para cubrir el sofá con una sábana gris «¡La crin raspa!», él se dio cuenta de que el maniquí no era adecuado para sus faldas, que debían ser más amplias.

Ella no se soltó el pelo.

—Lleva demasiado tiempo volver a recogerlo —dijo a modo de disculpa, y él le aseguró en tono casi formal que así estaba bien.

Resultó fácil. Ella hizo que lo fuera, y además él había escuchado tantas veces las historias jactanciosas de Alex y sus amigos, que aunque nunca se había encontrado en esa situación conocía muy bien todos los entresijos. El día anterior no habría soñado siquiera con tocar las nalgas de marfil del maniquí, pero ahora estaba acariciando unas muy cálidas y de verdad, y lamió el almíbar y probó las bayas. Enseguida, y con gran alivio, se liberó de la carga de la castidad después de alcanzar un tembloroso clímax. Como no podía oir los jadeos de ella, utilizó al máximo todos sus otros sentidos, y ella colaboró adoptando toda clase de posturas para que él hiciera un detenido examen, hasta que logró repetir la experiencia anterior, tomándose un poco más de tiempo. Estaba preparado para seguir, una y otra vez, pero de pronto Lucille miró el reloj y saltó del sofá mientras decía que tenía que tener la cena preparada cuando llegaran su madre y su padre. Hicieron planes mientras se vestían. Ella (¡y esa casa vacía!) estaban disponibles durante el día.

Pero ¡ay!, durante el día Chamán trabajaba. Quedaron de acuerdo en que ella intentaría estar en su casa todos los martes y los viernes a las dos de la tarde, en caso de que él pudiera acercarse al pueblo. De esa forma, explicó él con sentido práctico, podría recoger la correspondencia.

Lucille se mostró igualmente práctica: mientras lo despedía con un beso, le informó que le encantaban los bombones de azúcar cande, y los granulados de color rosa no los verdes aromatizados con menta. Él le aseguró que comprendía cuál era la diferencia. Al otro lado de la valla, mientras caminaba con una ligereza desconocida, volvió a pasar junto a la larga fila de lilas en flor, entre el intenso perfume que durante el resto de su vida le resultaría absolutamente erótico.

A Lucille le gustaba la suavidad de las manos de Chamán, pero no sabía que se debía a que durante gran parte del día las tenía cubiertas por la lana de las ovejas, rica en lanolina. A mediados de mayo llegó el momento de ocuparse de la lana; Chamán, Alex y Alden hicieron la mayor parte del esquileo; Doug Penfield estaba ansioso por aprender, pero era torpe con las tijeras. La mayor parte del tiempo le hacían seleccionar y limpiar la lana. A su llegada, les llevó noticias de lo que ocurría en otros sitios, incluida la información de que los republicanos habían elegido a Abraham Lincoln como candidato a la presidencia.

Cuando todos los vellones estuvieron enrollados, atados y embalados, también se enteraron de que los demócratas se habían reunido en Baltimore y después de un debate habían elegido a Douglas. Al cabo de unas semanas, los demócratas sureños habían convocado una segunda convención en la misma ciudad y habían designado al vicepresidente John C. Breekinridge para que se presentara como candidato a presidente, pidiendo la protección de su derecho a poseer esclavos.

Los demócratas estaban más unidos a nivel local, y una vez más habían elegido a John Kurland, el abogado de Rock Island, para que disputara a Nick Holden su escaño en el Congreso. Nick se presentaba como candidato de los dos partidos, el Partido Americano y el Republicano, y recorría las poblaciones haciendo propaganda electoral a favor de Lincoln con la esperanza de subir al carro triunfal del que resultara vencedor en las elecciones. Lincoln había aceptado de buen grado el apoyo de los Ignorantes, y por ese motivo Rob J. declaró que no votaría por él.

A Chamán le resultó difícil concentrarse en la política. En julio tuvo noticias de la facultad de medicina de Cleveland, otra negativa, y a finales del verano también fue rechazado por la facultad de medicina de Ohio y por la Universidad de Louisville. Pensó que sólo necesitaba una aceptación. La primera semana de septiembre, un martes en que Lucille había esperado en vano, su padre llegó a casa con la correspondencia y le entregó un sobre largo de color marrón cuyo remitente indicaba que se trataba de la facultad de medicina de Kentucky. Antes de abrirlo salió del establo. Se alegró de encontrarse a solas, porque era otra solicitud rechazada. Se tendió sobre el heno y trató de no dejarse llevar por el pánico. Aún estaba a tiempo de ir a Galesburg y matricularse en el Knox College como alumno de tercer año. Eso sería algo seguro, un retorno a una rutina en la que había sobrevivido, en la que le había ido bien. Cuando hubiera obtenido el grado de bachiller, la vida podía incluso ser emocionante, porque podría ir al Este a estudiar ciencias. Tal vez incluso viajar a Europa.

Si no regresaba a Knox y no podía ingresar en una facultad de medicina, ¿en qué consistiría su vida?

Pero no hizo nada para ir a ver a su padre y pedirle que lo enviara otra vez al instituto. Se quedó un buen rato tendido sobre el heno, y cuando se levantó cogió una pala y la carretilla y empezó a limpiar el establo, un acto que en si mismo era una especie de respuesta.

Era imposible evitar la política. En noviembre Rob J. reconoció libremente que en las elecciones había votado por Douglas; pero era el año de Lincoln, porque los demócratas del Norte y los del Sur dividieron el partido con candidatos separados, y Lincoln ganó fácilmente. Hubo un pequeño consuelo: Nick Holden fue finalmente separado del cargo.

«Al menos Kurland nos representará bien en el Congreso», se dijo Rob J.

En el almacén la gente se preguntaba si Nick regresaría a Holden’s Crossing y volvería a ejercer la jurisprudencia.

La pregunta quedó olvidada al cabo de pocas semanas, cuando Abraham Lincoln empezó a anunciar algunos de los nombramientos que se realizarían bajo la nueva administración. El honorable miembro del Congreso, Nicholas Holden, héroe de la guerra de los sauk y ardiente partidario de la candidatura del señor Lincoln, había sido nombrado Delegado de Asuntos Indios de Estados Unidos. Se le encomendaba la tarea de completar las negociaciones con las tribus del Oeste y de proporcionarles reservas adecuadas a cambio de un comportamiento pacífico, y de confiscar las restantes tierras y territorios indios.

Rob J. estuvo irritable y deprimido durante varias semanas.

Fue una época de tensión y desdicha para Chamán a nivel personal, y una época de tensión y desdicha para toda la nación. Pero mucho tiempo después evocaría aquel invierno con nostalgia, recordándolo como una preciosa escena campestre tallada por unas manos pacientes y habilidosas, y luego congelada en una bola de cristal: la casa, el establo; el río helado, los campos nevados; las ovejas, los caballos y las vacas lecheras; las personas. Todos a salvo y unidos, en el lugar que correspondía.

Pero la bola de cristal había sido derribada de la mesa y ya estaba cayendo.

Pocos días después de la elección del presidente que se había presentado como candidato con la premisa de que los Estados del Sur no debían poseer esclavos, estos empezaron a buscar la secesión. Carolina del Sur fue el primero, y el ejército de Estados Unidos, que había ocupado dos fuertes en el puerto de Charleston, se concentró en el más grande de los dos, Fort Sumter. Enseguida quedaron sitiados. Unas tras otras, las milicias de los Estados de Georgia, Alabama, Florida, Louisiana y Mississippi arrebataron las instalaciones de Estados Unidos a unas fuerzas federales de tiempos de paz, más numerosas, y a veces tras una batalla.

Queridos mamá y papá:

Me marcho con Mal Howard para unirme al Sur. No sabemos exactamente en dónde vamos a alistarnos. A Mal creo que le gustaría ir a Tennessee, para luchar junto a sus parientes. A mi no me importa mucho eso, a menos que pudiera llegar a Virginia y saludar a los nuestros.

El señor Howard dice que para el Sur es importante reunir un ejército gigantesco, para demostrarle a Lincoln que con ellos no se juega. Dice que no habrá guerra, que sólo es una disputa de familia. Así que regresaré con tiempo suficiente para cuando nazcan los corderos, en primavera.

Mientras tanto, papá, tal vez me den un caballo y un arma para mi solo.

Vuestro hijo que os quiere,

Alexander Bledsoe Cole

Chamán encontró otra nota en su dormitorio, garabateada en un trozo de papel de envolver y sujeta encima de la almohada con una navaja, igual a la que le había regalado su padre.

Querido Brother:

Cuídamela. No me gustaría perderla. Nos veremos pronto.

Bigger

Rob J. fue enseguida a ver a Julian Howard, que admitió, incómodo pero con expresión desafiante, que había llevado a los muchachos a Rock Island en su carro la noche anterior, cuando terminaron de trabajar.

—¡Por Dios, no hay necesidad de sacar las cosas de quicio! Son muchachos mayores, y esto no es más que una aventura.

Rob J. le preguntó en qué muelle del río los había dejado. Howard vio cómo la voluminosa figura de Rob J. Cole se cernía sobre él y sintió la frialdad y el desprecio en la voz arrogante del médico, y dijo tartamudeando que los había dejado cerca del muelle de Transporte de Mercancías Tres Estrellas.

Rob J. partió directamente hacía allí, sabiendo que tenía muy pocas posibilidades de llevarlos de vuelta a casa.

Si las temperaturas hubieran sido tan bajas como en otros inviernos, quizás habría tenido más suerte; pero el río no estaba bloqueado por el hielo y el tráfico era intenso. El director de la empresa de transportes lo miró asombrado cuando él le preguntó si había visto a dos jóvenes que buscaban trabajo en alguna de las chalanas o balsas que se trasladaban río abajo.

—Señor, ayer teníamos en este muelle setenta y dos embarcaciones para descargar o para despachar, y estamos en temporada baja, y sólo somos una de las muchas compañías de transporte del Mississippi. Y la mayoría de estas embarcaciones contratan jóvenes que se largan de su casa a alguna parte, así que ni me fijo en ellos —dijo, no sin amabilidad.

Chamán pensaba que los Estados sureños se separaban como el maíz cuando salta dentro de una sartén caliente. Su madre, que siempre tenía los ojos rojos, se pasaba el día rezando, y su padre se iba a visitar a sus enfermos sin sonreír. Una de las tiendas de comida de Rock Island estaba trasladando toda la mercancía posible a la trastienda y alquilaba la mitad del local a un reclutador del ejército. En una ocasión Chamán entró en el lugar, pensando que tal vez, si su vida fracasaba, podría ser camillero, porque era grande y fuerte. Pero el cabo que alistaba a los hombres levantó las cejas en un gesto cómico en cuanto se enteró de que Chamán era sordo, y le dijo que volviera a casa.

Él sentía que, dado que en el mundo ocurrían tantas cosas graves, no tenía derecho a angustiarse por la confusión que reinaba en su vida personal. El segundo martes de enero su padre regresó a casa con una carta, y el viernes con otra. Rob J. lo sorprendió, porque sabía que le había recomendado nueve facultades, y había seguido de cerca las nueve cartas de respuesta.

—Esta es la última, ¿verdad? —le preguntó a Chamán esa noche después de cenar.

—Si. De la facultad de medicina de Missouri. Un rechazo —respondió Chamán, y su padre asintió sin sorprenderse—. Pero esta es la carta que llegó el martes —añadió el joven mientras la sacaba del bolsillo y la abría.

La carta estaba firmada por el decano Lester Nash Berwyn, doctor en medicina, de la Facultad de Medicina Policlínica de Cincinnati. La facultad lo aceptaba como alumno con la condición de que completara con éxito el primer curso de estudios, que sería un periodo de prueba.

La facultad, afiliada al Hospital de Cincinnati del sudoeste de Ohio, ofrecía un programa de estudios de dos años, que permitía obtener el titulo de doctor en medicina; cada año constaba de cuatro cursos. El siguiente curso comenzaría el 24 de enero.

Chamán tendría que haber sentido la alegría de la victoria, pero sabía que su padre estaba mirando las expresiones «con la condición» y «periodo de prueba», y que se preparaba para una discusión. Alex se había marchado, y ahora él era necesario en la granja; pero estaba decidido a marcharse, a no dejar escapar esta oportunidad. Por varias razones, algunas de ellas egoístas, estaba furioso: porque su padre había permitido que Alex se marchara, porque parecía condenadamente seguro de que Dios no existía, y porque no se daba cuenta de que la mayoría de la gente no era lo suficientemente fuerte para ser pacifista.

Pero cuando Rob J. levantó la vista de la carta, Chamán vio sus ojos y su boca. La idea de que el doctor Rob J. Cole no era invulnerable lo traspasó como una flecha.

—A Alex no le pasará nada. ¡Estará perfectamente bien! —gritó, pero se dio cuenta de que no era la afirmación honesta de una persona responsable, de un hombre.

A pesar de la existencia de la habitación con el maniquí de las nalgas de marfil, a pesar de la llegada de la carta de Cincinnati, comprendió que sólo era la promesa inútil de un muchacho desesperado.