El aspirante
Por la noche Chamán se tendió en la cama, que tenía los muelles flojos, y se dedicó a mirar las paredes, tan conocidas que por la variación de la luz del sol sobre ellas podía reconocer la época del año. Su padre le había sugerido que pasara en casa el tiempo de la suspensión.
—Ahora que has aprendido algo de fisiología, puedes resultarme más útil cuando haga un autopsia. Y puedes ayudarme en las visitas a los pacientes. Mientras tanto —añadió Rob J.— puedes ayudar en la granja.
Pronto fue como si Chamán jamás se hubiera marchado. Pero por primera vez en su vida el silencio que le envolvía lo hizo sentirse terriblemente solo.
Aquel año, gracias a los cadáveres producidos por suicidios, abandonos e indigencia, y a los libros de texto, aprendió el arte de la disección.
En casa de los enfermos o heridos preparaba instrumental y vendajes, y observaba la forma en que su padre reaccionaba ante cada nueva situación. Sabía que su padre también lo observaba a él, y se esforzó por mantenerse alerta, aprendiendo los nombres de los instrumentos, de las tablillas y los vendajes para poder tenerlos preparados incluso antes de que Rob J. se los pidiera.
Una mañana, cuando detuvieron la calesa en el bosque para hacer sus necesidades, le dijo a su padre que quería estudiar medicina en lugar de volver al Knox College cuando concluyera el año de suspensión.
—¡Maldita sea! —protestó Rob J., y Chamán sintió una amarga decepción, porque en el rostro de su padre vio que nada le había hecho cambiar de idea—. ¿No te das cuenta? Intento evitar que sufras. Es evidente que tienes verdadero talento para la ciencia. Termina tus estudios en el instituto y yo te pagaré la mejor escuela de graduados que puedas encontrar, en cualquier lugar del mundo. Puedes enseñar, puedes investigar. Creo que puedes hacer grandes cosas.
Chamán sacudió la cabeza.
—No me importa sufrir. Una vez me ataste las manos y no me diste de comer hasta que hablé. Estabas intentando sacar lo mejor de mi, no protegiéndome del sufrimiento.
Rob J. suspiró.
—Muy bien. Si lo que has decidido es estudiar medicina, puedes hacer tu aprendizaje conmigo.
Pero Chamán sacudió la cabeza.
—Estarías haciendo un acto de caridad con tu hijo sordo. Estarías intentando hacer algo valioso con una mercancía de calidad inferior, en contra de tu voluntad.
—Chamán —dijo Rob en tono severo.
—Lo que quiero es estudiar como estudiaste tú, en una facultad de medicina.
—Eso es una mala idea. No creo que una buena facultad te admita. Por todas partes están surgiendo facultades de medicina de pacotilla, y en esas te aceptarían. Aceptan a cualquiera que pague. Pero sería un gran error intentar estudiar medicina en uno de esos sitios.
—No es eso lo que pretendo.
Chamán le pidió a su padre que le hiciera una lista de las mejores facultades de medicina que se encontraran a una distancia prudencial del valle del Mississippi.
En cuanto llegaron a casa, Rob J. fue a su estudio, preparó la lista y se la entregó a Chamán antes de la cena, como si quisiera borrar ese tema de su mente. Chamán puso aceite en la lámpara y se sentó ante la mesa de su habitación, donde estuvo escribiendo cartas hasta después de la medianoche. Se esforzó por dejar claro que el aspirante era un joven sordo, porque no quería ninguna sorpresa desagradable.
La yegua que se llamaba Bess, la ex Mónica Grenville, se quedó flaca y coja después de trasladar a Rob J. a través de medio continente, pero ahora, que había llegado a la vejez y no trabajaba, estaba gorda y tenía buen aspecto. Pero la pobre Vicky, la yegua que Rob había comprado para reemplazar a Bess, ya estaba ciega y para ella el mundo se había convertido en algo horrible. Una tarde de finales del otoño, Rob J. llegó a su casa y vio que Vicky temblaba. Tenía la cabeza gacha y las delgadas patas ligeramente torcidas, y era tan inconsciente de lo que sucedía a su alrededor como cualquier ser humano que ha llegado a la vejez embotado, débil y enfermo.
A la mañana siguiente, Rob fue a casa de los Geiger y preguntó a Jay si podía darle morfina.
—¿Cuánta necesitas?
—Lo suficiente para matar un caballo —respondió Rob J.
Llevó a Vicky al medio de la pradera y le dio dos zanahorias y una manzana. Le inyectó la droga en la vena yugular derecha, le habló suavemente y le acarició el cuello mientras ella masticaba su última comida. Casi al instante se le doblaron las rodillas y se desplomó. Rob J. se quedó a su lado hasta que murió; luego les dijo a sus hijos que se ocuparan de ella, y se fue a visitar a sus pacientes.
Chamán y Alex empezaron a cavar exactamente junto al lomo del animal. Tardaron un buen rato, porque el agujero tenía que ser profundo y ancho. Cuando estuvo terminado se quedaron de pie, mirando a Vicky.
—De qué forma tan extraña le salen los incisivos hacía fuera —observó Chamán.
—En eso se conoce la edad de los caballos, en la dentadura —comentó Alex.
—Aún recuerdo cuando tenía los dientes tan sanos como tú o como yo… Era una buena chica.
—Se tiraba muchos pedos —dijo Alex, y ambos sonrieron.
Pero después de colocarla en el agujero la cubrieron rápidamente con la tierra, incapaces de mirarla. A pesar de que era un día fresco, estaban sudando. Alex llevó a Chamán al establo y le mostró el lugar en el que Alden había escondido una garrafa de whisky debajo de unas arpilleras; dio un largo trago de la botella y Chamán probó un poco.
—Tengo que irme de aquí —dijo Alex.
—Pensé que te gustaba trabajar en la granja.
—No consigo llevarme bien con papá.
Chamán vaciló.
—Él se preocupa por nosotros, Alex.
—Claro que si. Ha sido fantástico conmigo. Pero… me planteo preguntas sobre mi verdadero padre. Como nadie las responde, salgo y armo un poco de jaleo, porque me siento como si fuera un verdadero bastardo.
Sus palabras hirieron a Chamán.
—Tienes una madre y un padre. Y un hermano —dijo bruscamente—. Eso debería ser suficiente para cualquiera que no sea un idiota.
—Querido Chamán, tú siempre sales con tu sentido común. —Esbozó una sonrisa—. Te hago una propuesta: larguémonos, tú y yo solos. A California. Allí debe de quedar algo de oro. Podemos pasarlo en grande, hacernos ricos, regresar y comprarle este maldito pueblo a Nick Holden.
Irse con Alex y vivir libremente… era una perspectiva interesante, y la proposición era bastante seria.
—Tengo otros planes, Bigger. Y tú tampoco debes largarte, porque si te vas, ¿quién va a ocuparse de limpiar la mierda de las ovejas?
Alex se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo. Entre gritos y gruñidos, cada uno de ellos luchó por dominar la situación. La garrafa de Alden salió volando y empezó a vaciarse mientras rodaba por el suelo cubierto de heno del establo. Alex estaba endurecido por el trabajo en la granja, y era fuerte, pero Chamán era más grande y tenía más fuerza, y pronto logró inmovilizar a su hermano cogiéndole la cabeza. Enseguida le pareció que Alex intentaba decirle algo y colocó el brazo izquierdo alrededor del cuello de su hermano mientras con la mano derecha le echaba la cabeza hacia atrás para verle la cara.
—Ríndete y te soltaré —logró decir Alex, y Chamán volvió a caer sobre el heno, riendo.
Alex se arrastró hasta la garrafa y la miró con pesar.
—Alden pondrá el grito en el cielo.
—Dile que me lo bebí yo.
—No. ¿Quién iba a creer una cosa así? —dijo Alex al tiempo que se llevaba la garrafa a los labios para salvar las últimas gotas.
Aquel otoño las lluvias fueron abundantes y se prolongaron hasta bien entrada la estación, cuando por lo general empezaba a nevar. Caían formando una gruesa cortina plateada pero de forma intermitente, con varios días de bonanza entre una tormenta y otra, de tal modo que los ríos se convirtieron en gigantes que rugían y corrían a toda velocidad, pero no se desbordaban. En la pradera se asentó la tierra acumulada sobre la tumba de Vicky hasta formar un montículo, y pronto resultó imposible localizarla.
Rob J. compró para Sarah un caballo tordo, flaco y castrado. Le llamaron Boss, aunque cuando Sarah lo montaba era ella quien daba las órdenes.
Rob J. dijo que seguiría atento hasta encontrar un caballo adecuado para Alex. Este se sintió agradecido porque su economía no era floreciente y todo el dinero que podía ahorrar lo tenía destinado a la compra de un rifle de caza de retrocarga.
—Parece que me paso la vida buscando un caballo —comentó Rob J., pero no sugirió que buscaría uno para Chamán.
La saca de la correspondencia llegaba a Holden’s Crossing desde Rock Island todos los martes y viernes por la mañana. hacia navidad, Chamán empezó a prestar atención a cada entrega del correo, pero las primeras cartas no le llegaron hasta la tercera semana de febrero.
Aquel martes recibió dos cartas de rechazo, breves y casi bruscas, una de la facultad de medicina de Louisiana. El viernes, otra carta le informaba que su formación y sus antecedentes parecían excelentes, pero que «la facultad de medicina Rush de Chicago no cuenta con instalaciones adecuadas para personas sordas».
¿Instalaciones? ¿Tal vez pensaban que debían colocarlo en una jaula?
Rob J. sabía que habían llegado las cartas, y por el comportamiento controlado de Chamán supo que las respuestas habían sido negativas.
A Chamán no le habría gustado que su padre lo hubiera tratado con cautela o compasión, pero nada de eso ocurrió. Los rechazos le dolieron; durante las siete semanas siguientes no llegaron más cartas, pero le pareció lógico.
Rob J. había leído las notas que Chamán había tomado al disecar el perro, y le parecieron prometedoras aunque sencillas. Le sugirió a Chamán que en sus archivos podría aprender mucho sobre datos de anatomía, y Chamán se dedicó a leerlos en los ratos libres. Y fue así, por casualidad, como tropezó con el informe de la autopsia de Makwa-ikwa. Se sintió extraño al leerlo y enterarse de que mientras ocurrían los terribles hechos descritos en el informe, él, un niño pequeño, estaba dormido en el bosque, a pocos pasos de distancia.
—¡Fue violada! Sabía que fue asesinada, pero…
—Violada y sodomizada. No es el tipo de cosas que se le cuenta a un niño —explicó su padre.
Sin duda, tenía razón.
Leyó el informe una y otra vez, hipnotizado.
Once puñaladas que se extienden en una línea irregular desde el corte de la yugular bajando por el esternón hasta un punto a dos centímetros aproximadamente por debajo del xifoides.
Heridas triangulares, de 0,47 a 0,52 cm de ancho. Tres de las puñaladas alcanzaron el corazón y tienen 0,887, 0,799 y 0,803 cm.
—¿Por qué las heridas tienen diferentes anchos?
—Eso quiere decir que el arma era puntiaguda y que la hoja se ensanchaba a medida que se acercaba a la empuñadura. Cuanta más fuerza se aplicaba, más ancha era la herida.
—¿Crees que alguna vez cogerán al que lo hizo?
—No, no creo —reconoció Rob J.—. Lo más probable es que fueran tres individuos. Durante mucho tiempo tuve a alguna gente buscando por todas partes a un tal Ellwood R. Patterson. Pero no quedó ni rastro de él. Es probable que el nombre fuera falso. Con él iba un sujeto llamado Cough. Jamás me crucé con nadie que tuviera ese nombre, ni lo oí mencionar. También había un joven con una mancha de color oporto en la cara, y cojo. Me ponía tenso cada vez que veía a alguien con una mancha en la cara, o una pierna defectuosa. Pero en todos los casos tenían la mancha o la cojera. Nunca ambas cosas.
Las autoridades nunca se ocuparon de buscarlos, y ahora… —Se encogió de hombros—. Ha pasado demasiado tiempo, demasiados años.
Chamán percibió la tristeza en la expresión de su padre, pero vio que gran parte de la ira y la pasión se habían desvanecido hacía mucho tiempo.
Un día de abril, mientras él y su padre pasaban junto al convento católico, Rob J. hizo entrar a Trude en el sendero y Chamán lo siguió.
Dentro del convento, Chamán observó que varias monjas saludaban a su padre por su nombre y no parecían sorprendidas al verlo. Él le presentó a la madre Miriam Ferocia, que al parecer era la superiora. Ella los invitó a sentarse, a su padre en un enorme trono de cuero y a Chamán en una silla recta de madera, debajo de un crucifijo de pared en el que se veía un Cristo de madera, de ojos tristes; entretanto, una de las monjas les sirvió un café magnifico y pan caliente.
—Tendré que volver a traer al chico —le dijo Rob J. a la madre superiora—. Por lo general no me dan pan con el café.
Chamán se dio cuenta de que su padre era un hombre lleno de sorpresas, y que probablemente nunca llegaría a conocerlo.
Había visto alguna vez a las monjas atendiendo a los pacientes de su padre, siempre en parejas. Rob J. y la monja hablaron durante unos minutos de algunos casos, pero enseguida pasaron al tema de la política, y resultó evidente que la visita era de carácter social. Rob J. echó una mirada al crucifijo.
—Según el Chicago Tribune, Ralph Waldo Emerson dice que John Brown hizo de la horca algo tan glorioso como una cruz —comentó.
Miriam Ferocia opinó que Brown, un fanático abolicionista que había sido colgado por tomar un arsenal de Estados Unidos instalado en Virginia del Oeste, se había convertido rápidamente en un mártir para todos aquellos que se oponían a la esclavitud.
—Sin embargo, la esclavitud no es la verdadera causa del problema existente entre las regiones. La causa es la economía. El Sur vende su algodón y su azúcar a Inglaterra y Europa, y compra productos manufacturados allí en lugar de adquirirlos al Norte, que es una zona industrial. El Sur ha decidido que no necesita al resto de Estados Unidos de América. A pesar de los discursos del señor Lincoln en contra de la esclavitud, esa es la herida que supura.
—No sé nada de economía —comentó Chamán en tono pensativo—. La hubiera estudiado este año, si hubiera regresado al instituto.
Cuando la monja preguntó por qué no había regresado, Rob J. le reveló que estaba suspendido por haber disecado un perro.
—¡Oh, Dios mio! ¿Y ya estaba muerto? —preguntó la madre superiora.
Cuando le aseguraron que si, asintió.
—Bueno, entonces es correcto. Yo tampoco he estudiado nunca economía, pero la llevo en la sangre. Mi padre se inició como carpintero y reparaba carros de heno. Ahora posee una fábrica de carros en Frankfurt y una fábrica de carruajes en Munich. —Sonrió—. El apellido de mi padre es Brotknecht, que significa fabricante de pan, porque en la Edad Medía nuestros antepasados eran panaderos. Sin embargo, en Baden, cuando yo era novicia, había un panadero que se llamaba Wagenknecht.
—¿Cómo se llamaba usted antes de convertirse en monja? —preguntó Chamán.
Vio que ella vacilaba y que su padre fruncía el ceño, y se dio cuenta de que la pregunta había sido poco afortunada.
Pero Miriam Ferocia le respondió.
—Cuando pertenecía al mundo, me llamaba Andrea. —Se levantó de su silla y se acercó a una estantería, de donde cogió un libro—. Quizá te interese llevarte este libro prestado —comentó—. Es de David Ricardo, un economista inglés.
Esa noche Chamán se quedó despierto hasta tarde, leyendo el libro.
Algunas cosas eran difíciles de comprender, pero se dio cuenta de que Ricardo abogaba por el libre comercio entre las naciones, que era lo que quería conseguir el Sur.
Cuando por fin se quedó dormido, vio a Cristo en la cruz. En sus sueños vio que la nariz aguileña y larga se acortaba y se ensanchaba. La piel se oscurecía y enrojecía, el pelo se volvía negro. Aparecían los pechos de una mujer, de pezones oscuros, marcados por los signos rúnicos. Entonces vio los estigmas. Dormido, sin necesidad de contar, Chamán supo que había once heridas, y al mirar notó que la sangre brotaba y resbalaba por el cuerpo hasta caer gota a gota desde los pies de Makwa