El estudiante
Dado que el tren no pasaba por Holden’s Crossing, Rob J. llevó a Chamán en el carro hasta Galesburg, a unos cincuenta kilómetros de distancia. La ciudad y el colegio universitario habían sido planificados un cuarto de siglo antes en el Estado de Nueva York por presbiterianos y congregacionalistas que llegaron y construyeron casas en las calles trazadas en forma de cuadrícula alrededor de una plaza pública. Cuando llegaron al colegio universitario, Charles Hammond, el decano, dijo que dado que Chamán era más joven que la mayoría de los alumnos no podría vivir en los dormitorios de estos. El decano y su esposa tenían algunos internos en su casa de madera blanca de la calle Cherry. Chamán se alojó allí, en una habitación de la parte de atrás del segundo piso.
Fuera de su habitación, la escalera descendía hasta una puerta que daba a la bomba del patio de atrás y al retrete. En la habitación de la derecha se hospedaban un par de pálidos congregacionalistas, estudiantes de teología, que preferían hablar entre ellos únicamente. En las dos habitaciones que había al otro lado del pasillo vivía el bajo y solemne bibliotecario del colegio y un estudiante de último año llamado Ralph Brooke, que tenía el rostro alegre y lleno de pecas y una mirada que siempre parecía un poco sorprendida. Brooke era estudiante de latín. La primera mañana, durante el desayuno, Chamán vio que el joven llevaba un volumen de obras de Cicerón. Rob J. lo había formado muy bien en latín.
—Iucundi acti labores (Los trabajos ejecutados resultan placenteros) —dijo Chamán.
A Brooke se le iluminó el rostro.
—Ita vivam, ut scio (Mientras vivo, sé) —respondió.
Brooke se convirtió en la única persona de la casa con quien Chamán hablaba regularmente, exceptuando al decano y a su delgada y canosa esposa, que todos los días intentaba murmurar unas cuantas palabras amables.
—¡Ve! —lo saludaba Brooke todos los días—. Quomodo te habes hodie, iuvenis (¿Cómo te encuentras hoy, joven?).
—Tam bene quaín feri possit taíibus in rebus, Caesar. (Todo lo bien que cabe esperar dadas las circunstancias, oh, César) —respondía siempre Chamán.
Todas las mañanas. Una broma amistosa.
Durante el desayuno, Brooke robaba galletas y no paraba de bostezar. Chamán era el único que sabía por qué. Brooke tenía una mujer en la ciudad y a menudo no regresaba hasta muy tarde. Dos días después de la llegada de Chamán, el latinista lo convenció para que cuando todos se hubieran ido a dormir bajara la escalera sigilosamente y dejara la puerta de atrás cerrada sin llave, para que él pudiera entrar sin que nadie lo advirtiera. Era un favor que Brooke le pedía con frecuencia.
Las clases empezaban todos los días a las ocho. Chamán escogió fisiología, composición y literatura inglesa, y astronomía. Para sorpresa de Brooke, aprobó un examen de latín. Obligado a estudiar una lengua suplementaria, prefirió el hebreo al griego, por razones que no quiso considerar. El primer domingo que pasó en Galesburg, el decano y la señora Hammond lo llevaron a la iglesia presbiteriana, pero después les dijo a los Hammond que era congregacionalista, y a los estudiantes de teología que era presbiteriano, y así todos los domingos por la mañana podía pasearse libremente por la ciudad.
El ferrocarril había llegado a Galesburg seis años antes que Chamán, y había llevado consigo la prosperidad y una mezcla de gente típica de los tiempos de bonanza. Por otro lado, cerca de Mission Hill había fracasado una colonia cooperativa formada por suecos, y muchos de sus miembros habían ido a vivir a Galesburg. A Chamán le encantaba mirar las chicas y las mujeres suecas, con su pelo rubio tan claro y su piel tersa. Cuando tomó las medidas necesarias para asegurarse de que por la noche no mancharía las sábanas de la señora Hammond, sus fantasías incluían mujeres suecas. En una ocasión, en la calle South, se detuvo bruscamente al ver una cabeza más oscura de mujer; tuvo la certeza de que la conocía, y se quedó sin respiración. Pero la joven resultó ser una desconocida. Cuando vio que él la miraba, le sonrió enseguida, pero él bajó la cabeza y se marchó a toda prisa. Ella parecía tener unos veinte años, y Chamán no quería conocer a ninguna otra mujer mayor que él.
Se sentía nostálgico y enfermo de amor, pero ambos males pronto disminuyeron y se convirtieron en molestias soportables, como un dolor de muelas llevadero. No hizo nuevas amistades, tal vez debido a su juventud y a su sordera, lo cual le permitió obtener buenos resultados en los estudios, a los que dedicaba la mayor parte del tiempo. Sus materias preferidas eran astronomía y fisiología, aunque esta resultó decepcionante porque no era más que una lista de las partes del cuerpo. Lo más parecido que hizo el profesor Rowells a una clase sobre los procesos fisiológicos fue hablar de la digestión y de la importancia de la regularidad. Pero en el aula de la clase de fisiología había un esqueleto unido con alambres y suspendido de un tornillo colocado en la parte superior del cráneo, y Chamán pasaba horas a solas con él, memorizando el nombre, la forma y la función de cada uno de los viejos huesos descoloridos.
Galesburg era una ciudad bonita y sus calles estaban bordeadas de olmos, arces y nogales que habían sido plantados por los primeros pobladores. Sus habitantes estaban orgullosos de tres cosas: Harvey Henry May había inventado allí un arado automático de acero; un nativo de Galesburg llamado Olmsted Ferris había desarrollado un tipo de maíz ideal para hacer palomitas (había ido a Inglaterra y lo había inflado delante de la reina Victoria); y el senador Douglas y su rival, Lincoln, mantendrían un debate en el colegio universitario el día 7 de octubre de 1818.
Chamán asistió al debate esa noche, pero cuando llegó al salón principal encontró a una multitud y se dio cuenta de que desde los mejores asientos disponibles no podría leer el movimiento de los labios de los candidatos. Abandonó el salón y subió la escalera hasta llegar a la puerta que daba al tejado, donde el profesor Gardner, que daba las clases de astronomía, tenía un pequeño observatorio en el que todos los alumnos de su clase estaban obligados a estudiar el cielo durante varias horas al mes. Esa noche Chamán estaba solo y miró por el ocular del telescopio del profesor Gardner, un telescopio refractor Alvan Clark de cinco pulgadas, el orgullo del profesor. Ajustó el botón acortando la distancia entre el ocular y la lente convexa delantera, y las estrellas aparecieron directamente ante sus ojos, doscientas veces más grandes que un momento antes. Era una noche fría, lo suficientemente clara para dejar a la vista dos de los anillos de Saturno. Estudió la nebulosa de Orión y la de Andrómeda y luego empezó a mover el telescopio sobre el trípode, recorriendo el cielo. El profesor Gardner decía que eso era «barrer el cielo», y que una mujer llamada María Mitchell había estado barriendo el cielo y se había hecho famosa por descubrir un cometa.
Chamán no descubrió ningún cometa. Estuvo observando hasta que las estrellas parecieron empezar a girar, enormes y titilantes. ¿Qué era lo que las había formado y las había colocado allí arriba? ¿Y las estrellas que había más lejos? ¿Y más allá?
Sintió que cada estrella y cada planeta era parte de un complicado sistema, como un hueso de un esqueleto o una gota de sangre del cuerpo. Gran parte de la naturaleza parecía organizada, pensada con detenimiento, tan ordenada y sin embargo tan complicada. ¿Qué era lo que la había hecho así? El señor Gardner le había dicho a Chamán que lo único que se necesitaba para ser astrónomo era tener buena vista y facilidad para las matemáticas. Durante unos días pensó en hacer de la astronomía el trabajo de su vida, pero cambió de idea. Las estrellas eran mágicas, pero lo único que se podía hacer era mirarlas. Si un cuerpo celeste se estropeaba, no existía la posibilidad de arreglarlo.
Cuando volvió a casa por Navidad, le pareció que Holden’s Crossing era diferente, más solitario que su habitación en la casa del decano, y cuando concluyeron las vacaciones regresó al colegio casi con alegría.
Estaba encantado con la navaja que su padre le había regalado, y compró una pequeña piedra de amolar y un frasco pequeño de aceite y afiló cada hoja hasta que pudo cortar un solo pelo.
En el segundo semestre escogió química en lugar de astronomía. La composición le resultaba difícil. «Me han dicho —garabateó su profesor de literatura— que Beethoven escribió gran parte de su obra siendo sordo». El profesor Gardner lo estimulaba a que utilizara el telescopio cuando quisiera, pero la noche anterior al examen de física de febrero se sentó en el tejado y barrió el cielo en lugar de estudiar la tabla de Berzelius, y obtuvo una baja calificación. Después de aquello se entretuvo menos en mirar las estrellas pero progresó en química. Cuando volvió a Holden’s Crossing para pasar las vacaciones de Semana Santa, los Geiger invitaron a los Cole a cenar, y el interés de Jason por la química hizo que la ocasión resultara menos dolorosa para Chamán, porque no paró de hacerle preguntas sobre la materia.
Sus respuestas debieron de resultar satisfactorias.
—¿Qué piensas hacer en el futuro, querido Chamán? —le preguntó Jay.
—Aún no lo sé. He pensado… Quizá podría trabajar en alguna de las ciencias.
—Si te gustara la farmacia, me sentiría muy honrado de contratarte como aprendiz.
La expresión de sus padres revelaba que la oferta les agradaba. Le dio las gracias a Jay torpemente y dijo que sin duda pensaría en ello; pero sabía que no quería ser farmacéutico. Clavó la vista en el plato durante unos minutos y se perdió parte de la conversación, y cuando volvió a mirar encontró el rostro de Lillian embargado por la tristeza. Le estaba contando a Sarah que el bebé de Rachel habría nacido al cabo de cinco meses, y durante un rato hablaron de bebés perdidos.
Aquel verano trabajó con las ovejas y leyó libros de filosofía que le prestaba George Cliburne. Cuando regresó al instituto, el decano Hammond le permitió librarse del estudio del hebreo y él eligió las obras de Shakespeare, matemáticas superiores, botánica y zoología. Sólo uno de los estudiantes de teología había vuelto a Knox para pasar otro año, y también había regresado Brooke, con quien Chamán seguía conversando como un romano, manteniendo fresco el latín. Su maestro preferido, el profesor Gardner, dictaba el curso de zoología pero era mejor astrónomo que biólogo. Sólo disecaban ranas y ratones y algún pescado pequeño, y hacían montones de diagramas. Chamán no tenía el talento artístico de su padre, pero el haber estado junto a Makwa cuando era niño había representado un buen comienzo en la botánica; escribió su primer estudio sobre la anatomía de las flores.
Aquel año el debate sobre la esclavitud caldeó el ambiente del instituto. Junto con otros estudiantes y personal docente, Chamán se unió a la Sociedad para la Abolición de la Esclavitud, pero tanto en el instituto como en Galesburg eran muchos los que se identificaban con los Estados sureños, y a veces el debate se volvía desagradable.
En general la gente lo dejaba solo. La gente de la ciudad y los estudiantes se habían acostumbrado a él, pero para los ignorantes y los supersticiosos se había convertido en un misterio, en una leyenda local.
No entendían nada sobre la sordera ni sobre cómo los sordos podían desarrollar habilidades compensatorias. Habían comprobado rápidamente que era sordo, pero algunos pensaban que tenía poderes ocultos, porque si estaba solo, estudiando, y alguien entraba por detrás de él sin hacer ruido, siempre detectaba la presencia. Decían que tenía «ojos en la espalda». No comprendían que le llegaran las vibraciones de las pisadas, que pudiera notar el frío que entraba por la puerta abierta, o ver que la hoja de papel que tenía en la mano se movía con el aire. Se alegró de que ninguno de ellos comprobara jamás su habilidad para identificar las notas tocadas en un piano.
Sabía que a veces se referían a él como «ese chico sordo tan raro».
Una agradable tarde de principios de mayo en que estaba paseando por la ciudad, observando las flores que crecían en los patios, un carro tirado por cuatro caballos giró a demasiada velocidad en la confluencia de las calles South y Cedar. Aunque él no oyó el retumbar de los cascos ni los ladridos, vio la pequeña forma peluda que se salvaba por poco de un choque frontal, sólo para ser alcanzada por la rueda derecha trasera; el perro fue arrollado y dio una vuelta completa antes de ser lanzado a un lado. El carro se alejó pesadamente mientras el animal se retorcía en el suelo; Chamán se acercó a toda prisa.
El animal era una hembra de raza indefinible, de pelo amarillento, patas gordas y rabo blanco en la punta. Chamán pensó que tenía algo de terrier. Se retorcía sobre el lomo, y de la boca le salía un delgado hilo rojo.
Una pareja que pasaba por allí se acercó a mirar.
—¡Qué barbaridad! —protestó el hombre—. Conducen como locos. Le podría haber sucedido a cualquiera de nosotros. —Estiró la mano a modo de advertencia cuando vio que Chamán estaba a punto de agacharse—. Yo no lo haría. Si tiene muchos dolores, seguro que te muerde.
—¿Sabe de quién es? —preguntó Chamán.
—No —respondió la mujer.
—Es un perro callejero —sentenció el hombre, y él y la mujer se marcharon.
Chamán se arrodilló y acarició al animal con cautela, y este le lamió la mano.
—¡Pobre perra! —dijo.
Le revisó las cuatro patas y vio que no estaban rotas, pero sabía que la hemorragia era mala señal. Sin embargo, un instante después se quitó la chaqueta y envolvió con ella a la perra. La sostuvo entre sus brazos como si fuera un niño o un bulto de ropa sucia y la llevó hasta la casa del decano. No había nadie en las ventanas y no lo vieron entrar por el patio trasero. No se cruzó con nadie en la escalera.
Al llegar a su habitación, dejó a la perra en el suelo y sacó la ropa interior y los calcetines del último cajón de su cómoda. Del armario del vestíbulo cogió algunos trapos que la señora Hammond guardaba para la limpieza de la casa. Los utilizó para hacer una especie de nido en el cajón y luego puso dentro a la perra. Cuando revisó la chaqueta, vio que sólo había un poco de sangre; además, estaba del lado de adentro.
La perra se echó en el cajón, jadeante, y lo miró.
Cuando llegó la hora de la cena, Chamán salió de la habitación. En el pasillo, Brooke se sorprendió al ver que cerraba la puerta con llave, cosa que nadie hacía si iba a estar en otro lugar de la casa.
—Quid visi? —preguntó Brooke.
—Condo parvam catulai n meo iubiulo.
Brooke enarcó las cejas, perplejo.
—¿Que tienes escondida una hembra en tu habitación?
—Sic est.
—¡Vaya! —exclamó Brooke en tono incrédulo, y palmeó a Chamán en la espalda.
Como era lunes, en el comedor encontró restos del asado del domingo. Cogió varios trozos de su plato y se los guardó en el bolsillo.
Brooke lo observó con interés. Cuando la señora Hammond fue a buscar el postre, puso leche en una taza y se levantó de la mesa mientras el decano estaba concentrado en una conversación con el bibliotecario sobre el presupuesto para libros.
La perra no mostró el más mínimo interés por la carne, y tampoco quiso probar la leche. Chamán mojó los dedos en la leche y se los puso al animal en la lengua, como si estuviera alimentando a un cordero sin madre, y de esa forma le hizo tomar algo nutritivo.
Pasó varias horas estudiando. Al anochecer acarició al decaído animal y notó que tenía el morro caliente y seco.
—Vamos a dormir, que hay una chica —dijo, y apagó la lámpara.
Resultaba raro tener a otra criatura viviente en la habitación, pero le gustó.
Lo primero que hizo por la mañana fue mirar a la perra y descubrió que tenía el hocico frío. En realidad, todo su cuerpo estaba frío y rígido.
—Maldita sea —dijo en tono triste.
Ahora tendría que pensar en la forma de librarse del animal. Se lavó, se vistió y bajó a desayunar después de cerrar la puerta con llave.
Brooke lo esperaba en el pasillo.
—Pensé que bromeabas —dijo en tono áspero—. Pero la he oído llorar y gemir toda la noche.
—Lo siento —se disculpó Chamán—. No volverá a molestarte.
Después de desayunar subió a su habitación y se sentó en la cama a mirar al animal. Había una pulga en el borde del cajón e intentó aplastarla, pero no acertó. Tendría que esperar a que todos se fueran de la casa y entonces llevar a la perra afuera. En el sótano debía de haber una pala. Eso significaba que se perdería la primera clase.
Entonces se dio cuenta de que era una buena oportunidad para hacer una autopsia.
La posibilidad lo atraía, aunque presentaba algunos problemas. Uno de ellos era la sangre. Como había ayudado a su padre en alguna autopsia sabía que la sangre se coagulaba cuando se producía la muerte, pero de todos modos podría haber un poco de hemorragia.
Esperó hasta que casi todos habían salido de la casa, y luego fue hasta el pasillo de atrás, donde había una enorme bañera de metal colgada de un clavo de la pared. La llevó hasta su habitación y la colocó junto a la ventana, donde había más luz. Cuando colocó la perra dentro, de espaldas y con las patas arriba, parecía que esperaba que alguien le acariciara la panza. Tenía las uñas largas, como las de una persona desaliñada, y una de ellas estaba rota. Tenía cuatro uñas en las patas traseras y una quinta, más pequeña, en la parte superior de las patas delanteras, como pulgares que se habían deslizado hacia arriba. Chamán quería ver cómo eran las articulaciones de las patas comparadas con las de un ser humano. Sacó la hoja pequeña de la navaja que le había regalado su padre. La perra tenía pelos largos y sueltos, y pelos cortos y más gruesos, pero la piel de la parte de abajo no estorbaba en lo más mínimo, y la carne se separó fácilmente mientras la navaja la abría.
No fue a clase ni se tomó un descanso para comer. Pasó todo el día dedicado a la disección e hizo anotaciones y diagramas. A últimas horas de la tarde había terminado de estudiar los órganos internos y varias articulaciones. Quería proseguir con el examen y retirar la espina dorsal, pero volvió a poner a la perra en el cajón y lo guardó en la cómoda.
Puso agua en la palangana y se lavó detenidamente, utilizando gran cantidad de jabón sin refinar; luego vació la palangana en la bañera.
Antes de bajar a cenar se cambió la ropa.
Apenas habían empezado a tomar la sopa cuando el decano Hammond arrugó su gorda nariz.
—¿Qué? —le preguntó su esposa.
—Algo… —vaciló el decano—. ¿Col?
—No —repuso ella.
Chamán se alegró de marcharse cuando terminaron de cenar. Se sentó en su habitación, empapado en sudor; temía que alguien decidiera darse un baño.
Pero nadie lo hizo. Demasiado nervioso para dormir, esperó durante mucho rato hasta que se hizo tan tarde que todos estuvieron acostados.
Entonces sacó la bañera de su habitación, bajó la escalera y salió al aire templado del patio trasero; tiró el agua sucia de la bañera en el césped.
La bomba de agua hizo más ruido que nunca cuando él accionó la palanca, y además existía el riesgo de que alguien saliera para utilizar el retrete; pero no salió nadie. Frotó la bañera varias veces con jabón y la enjuagó bien, la llevó dentro y la colgó de la pared.
Por la mañana se dio cuenta de que no habría podido extraer la espina dorsal porque la habitación estaba caliente y el olor era muy fuerte. Dejó el cajón cerrado y colocó delante la almohada y las mantas, con la esperanza de que el olor quedara tapado. Pero cuando bajó a desayunar, vio que todos tenían mala cara.
—Supongo que un ratón muerto entre las paredes —decía el bibliotecario—. O tal vez una rata.
—No —aclaró la señora Hammond—. Encontramos el origen del mal olor esta mañana. Parece que sale del suelo, alrededor de la bomba de agua.
El decano suspiró.
—Espero que no haya que cavar un pozo nuevo.
Brooke tenía cara de no haber dormido. Y apartaba la mirada, nervioso. Chamán se marchó a toda prisa a la clase de química para darles tiempo a todos a salir de la casa. Cuando terminó la clase de química, en lugar de dedicarse a Shakespeare regresó corriendo a su habitación, ansioso por poner todo en orden. Pero al subir la escalera de atrás encontró a Brooke, a la señora Hammond y a uno de los dos policías de la ciudad en la puerta de su dormitorio. Ella le estaba entregando la llave.
Todos miraron a Chamán.
—¿Hay algo muerto ahí dentro? —preguntó el policía.
Chamán no logró articular palabra.
—Me dijo que tenía una mujer escondida ahí dentro —declaró Brooke.
Chamán recuperó por fin el habla.
—No —dijo, pero el policía había cogido la llave de la señora Hammond y abría la puerta.
Una vez dentro, Brooke empezó a mirar debajo de la cama, pero el policía vio la almohada y las mantas y fue directamente a abrir el cajón.
—Un perro —dijo—. Parece que está hecho pedazos.
—¿No es una mujer? —preguntó Brooke. Miró a Chamán—. Dijiste que era una hembra.
—Fuiste tú el que usaste la palabra hembra. Yo dije catulam —lo corrigió Chamán—. El femenino de perra.
—Señor —dijo el policía—, supongo que no habrá nada más escondido ni muerto por aquí, ¿verdad? Deme su palabra de honor.
—No —le aseguró Chamán.
La señora Hammond lo miró pero no dijo una palabra. Salió de la habitación y bajó la escalera a toda prisa, y enseguida se oyó que la puerta principal se abría y se cerraba de golpe.
El policía suspiró.
—Debe de haber ido al despacho de su esposo. Creo que nosotros también deberíamos ir.
Chamán asintió, y mientras salía detrás del policía pasó junto a Brooke; este tenía la boca y la nariz tapadas con un pañuelo, pero en sus ojos se veía una expresión de pesar.
—Adiós —dijo Chamán.
Fue expulsado. Quedaban menos de tres semanas para que terminara el semestre, y el profesor Gardner le permitió dormir en un catre, en el cobertizo de su huerto. Chamán removió la tierra del huerto y plantó unos diez metros de patatas para mostrar su agradecimiento. Una serpiente que vivía debajo de unos tiestos le dio un susto, pero cuando tuvo la certeza de que sólo se trataba de una culebra, se llevaron bien.
Obtuvo excelentes calificaciones, pero le dieron una carta cerrada para que se la entregara a su padre. Cuando llegó a su casa se sentó en el estudio y esperó mientras su padre la leía. Él ya sabía lo que decía. El decano Hammond le había dicho que gracias a las calificaciones había ganado dos años de estudios, pero que quedaba suspendido por un año para que pudiera madurar lo suficiente para poder vivir en un centro académico. Cuando regresara tendría que buscar otro sitio en el que alojarse.
Su padre terminó de leer la carta y lo observó.
—¿Has aprendido algo de esta pequeña aventura?
—Si, papá —respondió—. Que por dentro un perro es sorprendentemente parecido a un ser humano. El corazón era mucho más pequeño, por supuesto, medía menos de la mitad, pero se parecía mucho a los corazones que te he visto extraer y pesar. El mismo color caoba.
—No es exactamente caoba…
—Bueno…, rojizo.
—Si, rojizo.
—Los pulmones y el tracto intestinal también son parecidos. Pero el bazo no. En lugar de ser redondo y compacto, era como una lengua enorme, de unos treinta centímetros de largo, cinco de ancho y dos de espesor. La aorta estaba rota. Eso es lo que le produjo la muerte. Supongo que perdió la mayor parte de la sangre. Y una gran cantidad quedó acumulada en la cavidad —añadió.
Su padre lo miró.
—He tomado notas. Quizá te interese leerlas.
—Me interesan mucho —dijo su padre con expresión pensativa.