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La lección de anatomía

Casi inmediatamente vio el terrible fallo del sistema utilizado en el dispensario. Los nombres de las fichas que recibía todas las mañanas no correspondían a las personas más enfermas de Fort Hill. El plan de atención médica era injusto y antidemocrático; los vales de tratamiento eran repartidos entre los acaudalados donantes de la institución de beneficencia, que los entregaban a quienes ellos decidían, en la mayoría de los casos a sus propios criados, como recompensa. A menudo Rob J. tenía que buscar una casa para ocuparse de alguien aquejado de una dolencia poco importante, mientras al otro lado del pasillo un pobre desempleado agonizaba por no recibir atención médica. El juramento que había hecho al convertirse en médico le prohibía dejar desatendido a un paciente grave, pero si quería conservar su trabajo debía entregar un gran número de vales e informar que había atendido a los pacientes cuyos nombres figuraban en ellos.

Una noche, en la facultad de medicina, comentó el problema con el doctor Holmes.

—Cuando yo trabajaba en el dispensario, reunía los vales de tratamiento de los amigos de mi familia que donaban dinero —le dijo el profesor—. Volveré a hacerlo y se los daré a usted.

Rob J. se sintió agradecido, pero eso no le levantó el ánimo. Sabía que no podría reunir suficientes vales en blanco para todos los pacientes necesitados del Distrito Octavo. Eso requeriría un ejército de médicos.

La parte más alegre del día solía ser el momento en que regresaba a la calle Spring, a última hora de la noche, y pasaba unos minutos comiendo restos de contrabando con Meg Holland. Adquirió la costumbre de llevarle pequeños sobornos: un puñado de castañas asadas, un trozo de azúcar de arce, algunas manzanas reinetas. La chica irlandesa le contaba los chismes de la casa: que el señor Stanley Finch, del segundo piso, se jactaba —¡se jactaba!— de haber dejado embarazada a una chica de Gardner y de haber escapado después; que la señora Burton podía ser imprevisiblemente encantadora, o una maldita bruja; que el peón, Lemuel Raskin, que tenía la habitación contigua a la de Rob J., era un hombre de una sed insaciable.

Cuando Rob llevaba allí una semana, ella mencionó de pasada que cada vez que alguien le daba a Lem un cuarto de litro de coñac, él se lo bebía de inmediato y después no podía mantenerse despierto.

La noche siguiente, Rob J. le regaló coñac a Lemuel.

La espera resultó penosa, y él se dijo más de una vez que era un tonto, que la chica era una charlatana. En la casona se oía una gran cantidad de ruidos nocturnos, de vez en cuando el crujido de la madera, los ronquidos guturales de Lem, misteriosos estallidos en el apartadero de madera. Finalmente se oyó un débil sonido en la puerta, en realidad sólo fue la insinuación de una llamada, y cuando él abrió, Margaret Holland se deslizó en la pequeña habitación impregnándola con el suave olor del sexo y del agua de lavar los platos; susurró que sería una noche fría y ofreció su excusa, una manta raída.

Apenas tres semanas después de la disección del cadáver del joven, la facultad de medicina Tremont recibió otro regalo: el cuerpo de una mujer joven que había muerto en la cárcel de fiebre puerperal después de dar a luz. Esa noche el doctor Holmes estaba ocupado en el Massachusetts General, y la clase fue impartida por el doctor David Storer, de la Maternidad. Antes de que Rob J. comenzara la disección, el doctor Storer insistió en someter las manos del profesor auxiliar a una detallada inspección.

—¿No tiene padrastros ni heridas en la piel?

—No, señor —respondió un poco ofendido, incapaz de comprender el motivo del interés por sus manos.

Cuando la lección de anatomía concluyó, Storer indicó a los alumnos que se trasladaran al otro extremo del aula, donde les demostraría cómo llevar a cabo un examen interno de pacientes embarazadas o con problemas femeninos.

—Es posible que descubran que la recatada mujer de Nueva Inglaterra rechaza este tipo de examen, e incluso se niega a someterse a él —comentó—. Sin embargo, es tarea de ustedes ganarse su confianza con el fin de ayudarla.

El doctor Storer iba acompañado por una mujer corpulenta en avanzado estado de gestación, tal vez una prostituta contratada para realizar la demostración. El profesor Holmes llegó en el momento en que Rob J. estaba limpiando la zona de disección y poniéndola en orden.

Cuando concluyó, fue a reunirse con los alumnos que examinaban a la mujer, pero un inquieto doctor Holmes le interceptó el paso repentinamente.

—¡No, no! —exclamó el profesor—. Debe lavarse y salir de aquí. ¡enseguida, doctor Cole! Vaya a la taberna Essex y espere allí mientras reúno algunas notas y papeles.

Desconcertado y molesto, Rob hizo lo que el profesor le indicaba. La taberna se encontraba a la vuelta de la escuela. Como estaba nervioso pidió cerveza, aunque se le ocurrió que tal vez iban a despedirlo de su puesto de profesor auxiliar, y que en ese caso sería mejor no gastar dinero. Sólo había bebido medio vaso cuando un estudiante de segundo año llamado Harry Loomis apareció con dos libretas y varias reimpresiones de artículos de medicina.

—El poeta le envía esto.

—¿Quién?

—¿No lo sabe? Es un laureado de Boston. Cuando Dickens visitó Estados Unidos, le pidieron a Oliver Wendell Holmes que escribiera unas palabras de bienvenida. Pero no tiene por qué preocuparse: es mejor como médico que como poeta. Y un excelente profesor, ¿verdad? —Con una señal, Loomis pidió al camarero una cerveza—. Aunque un poco maniático con respecto a la higiene de las manos. ¡Piensa que la suciedad provoca infección en las heridas!

Loomis también llevaba consigo una nota garabateada en el dorso de una factura de láudano de la droguería de Weeks Potter, en la que se leía: Doctor Cole, lea esto antes de regresar a la Tremont mañana por la noche. Sin falta, por favor. Atte., Holmes.

Empezó a leer casi inmediatamente después de llegar a su habitación en casa de la señora Burton, primero con cierto rencor y luego con creciente interés. Los hechos habían sido expuestos por Holmes en un artículo publicado en el New England Quarter y Journal of Medicine, y de modo resumido en el American Journal of the Medical Sciences. Al principio le resultaron familiares a Rob J. porque eran comparables a lo que él sabía que estaba ocurriendo en Escocia: un alto porcentaje de mujeres embarazadas con temperaturas sumamente elevadas que conducían rápidamente a un estado de infección generalizada y luego a la muerte.

Pero el artículo del doctor Holmes hablaba de un médico de Newton, Massachusetts, llamado Whitney, que con la ayuda de dos estudiantes de medicina había practicado la autopsia a una mujer que había muerto de fiebre puerperal. El doctor Whitney tenía un padrastro en un dedo, y uno de los estudiantes tenía una pequeña herida en carne viva en una mano, producida por una quemadura. Los dos consideraron su herida como una simple molestia sin importancia, pero al cabo de pocos días el médico empezó a sentir un hormigueo en el brazo. En la mitad del brazo tenía una mancha roja del tamaño de un guisante, desde la que se extendía una línea roja hasta el padrastro. El brazo se hinchó rápidamente hasta alcanzar el doble del tamaño normal, y el médico empezó a tener fiebre alta y a vomitar de forma incontrolable.

Entretanto, el estudiante que tenía la mano quemada también empezó a tener fiebre; en unos pocos días, su estado empeoró súbitamente. Se puso morado, se le hinchó el vientre y por fin murió. El doctor Whitney estuvo al borde de la muerte, pero empezó a mejorar poco a poco y acabó recuperándose.

El segundo estudiante de medicina, que no tenía cortes ni llagas en las manos en el momento de realizar la autopsia, no presentó síntomas graves.

Se informó del caso, y los médicos de Boston analizaron las evidentes relaciones entre las heridas abiertas y la infección con fiebre puerperal, pero no llegaron a ninguna conclusión. De todas formas, algunos meses más tarde un médico de la ciudad de Lynn examinó un caso de fiebre puerperal mientras tenía heridas abiertas en las manos, y al cabo de unos días murió a causa de una infección generalizada. En una reunión de la Asociación Bostoniana para el Progreso de la Medicina se planteó una pregunta interesante: ¿Qué habría ocurrido si el médico fallecido no hubiera tenido ninguna herida en las manos? Si no hubiera quedado infectado, ¿habría llevado consigo el agente infeccioso, extendiendo el desastre cada vez que tocara las heridas o llagas de otro paciente, o el útero de una futura madre?

Oliver Wendell Holmes no había logrado apartar esa pregunta de su mente. Pasó varias semanas investigando sobre el tema, visitando bibliotecas, consultando sus propios archivos y pidiendo historiales a médicos que ejercían la obstetricia. Como quien trabaja con un complicado rompecabezas, reunió una serie de pruebas concluyentes que abarcaban un siglo de práctica médica en dos continentes. Los casos habían surgido de forma esporádica y habían sido pasados por alto en la literatura médica. Sólo cuando fueron analizados y reunidos se reforzaron mutuamente y proporcionaron un enunciado sorprendente y aterrador; la fiebre puerperal era causada por médicos, enfermeras, comadronas y personal del hospital que, después de tocar a una paciente contagiosa, examinaban a mujeres no contaminadas y las condenaban a morir a causa de la fiebre.

La fiebre puerperal, como escribió Holmes, era una peste causada por la profesión médica. Una vez que un médico comprendía esto, debía considerarse un crimen —un asesinato— el hecho de que infectara a una mujer.

Rob leyó dos veces el artículo y quedó azorado.

Le hubiera gustado ser capaz de reírse, pero los casos y las estadísticas de Holmes no podían ser atacados por nadie que tuviera amplitud de ideas. ¿Cómo era posible que este pequeñajo, un médico del Nuevo Mundo, supiera más que sir William Fergusson? En ocasiones Rob había ayudado a sir William a practicar la autopsia a pacientes que habían muerto de fiebre puerperal. Luego habían examinado a mujeres embarazadas. Se obligó a recordar a las mujeres que habían muerto después de esos exámenes.

Al parecer, estos provincianos tenían algo que enseñarle sobre el arte y la ciencia de la medicina.

Se levantó para despabilar el candil y así poder leer otra vez el artículo, pero se oyó el chirrido de la puerta y Margaret Holland entró rápidamente en la habitación. No se atrevía a desnudarse, pero en el minúsculo cuarto no había sitio para la intimidad, y de todos modos él ya había empezado a desvestirse. Ella dobló su ropa y se quitó el crucifijo.

Su cuerpo era regordete pero musculoso. Rob masajeó las marcas que las ballenas del corsé habían dejado en la carne de la joven y cuando empezaba a avanzar hacia caricias más excitantes se detuvo, sobrecogido por una idea repentina y aterradora.

Dejó a la muchacha en la cama, se levantó y puso agua en la palangana. Mientras ella lo miraba como si se hubiera vuelto loco, él se enjabonó y se frotó las manos. Una y otra vez. Luego se las secó, regresó a la cama y reanudó el juego amoroso. A pesar de sí misma, Margaret Holland empezó a reír tontamente.

—Eres el caballero más extraño que he visto en mi vida —le susurró al oído.