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Maestros

Aquel mes de enero, Rob J. puso algunas mantas más en el escondite porque los que escapaban del Sur pasaban un frío terrible. Había menos nieve que de costumbre, pero la suficiente para cubrir los campos cultivados y darles el aspecto de la pradera en invierno. A veces, cuando regresaba a casa a altas horas de la noche, después de visitar a un enfermo, imaginaba que levantaría la vista y vería una extensa fila de pieles rojas montados sobre hermosos caballos, cruzando la superficie blanca y brillante de las llanuras intactas, siguiendo a su Chamán y a sus caciques; o criaturas enormes de espalda encorvada avanzando hacia él en la oscuridad, con la escarcha pegada a su velluda piel de color pardo y los cuernos curvados con horribles puntas plateadas, resplandecientes bajo la luz de la luna. Pero nunca veía nada, porque aún creía menos en los fantasmas que en Dios.

Cuando llegó la primavera, el deshielo fue moderado, y los ríos y riachuelos no se desbordaron. Tal vez tuviera que ver con el hecho de que aquella temporada había tratado menos casos de fiebre; pero fuera cual fuese la razón muchas de las personas que enfermaron de fiebre murieron. Una de las pacientes que perdió fue Matilda Cowan, cuyo esposo Simeon cultivaba media parcela de maíz en la zona norte de la población, una tierra muy buena aunque un poco seca. Tenían tres hijas pequeñas. Cuando una mujer joven moría dejando hijos, se suponía que el marido volvería a casarse enseguida; pero cuando Cowan le propuso matrimonio a Dorothy Burnham, la maestra, mucha gente quedó sorprendida. La propuesta fue aceptada de inmediato.

Una mañana, en la mesa del desayuno, Rob J. rio entre dientes mientras le contaba a Sarah que los miembros de la junta de la escuela estaban trastornados.

—Pensábamos que Dorothy iba a ser una solterona toda su vida. Cowan es inteligente. Ella será una buena esposa.

—Es una mujer afortunada —dijo Sarah en tono seco—. Es bastante mayor que él.

—Bueno, sólo tiene tres o cuatro años más que él —comentó Rob J. mientras untaba mantequilla en una galleta—. Eso no es una diferencia importante.

Y sonrió sorprendido al ver que su hijo Chamán asentía mostrando su acuerdo y se unía a los comentarios sobre su maestra.

El último día que la señorita Burnham fue a la escuela, Chamán se quedó hasta que los demás se marcharon, y luego se acercó a ella para despedirse.

—Supongo que la veré más de una vez por el pueblo. Me alegro de que haya decidido no ir a otro sitio a casarse.

—Yo también me alegro de quedarme a vivir en Holden’s Crossing, Robert.

—Quiero darle las gracias —dijo torpemente.

Sabía lo que esta mujer afectuosa y sencilla había significado en su vida.

—No tienes que agradecerme nada, cariño. —Ella le había comunicado a los padres de Chamán que ahora que tenía una granja, un esposo y tres criaturas que atender, no podría seguir trabajando en los ejercicios de pronunciación—. Estoy segura de que tú y Rachel lo haréis maravillosamente bien sin mi. Además, has alcanzado el punto en el que podrías prescindir de los ejercicios.

—¿Le parece que hablo como la demás gente?

—Verás… —Analizó la pregunta con sumo cuidado—. No exactamente. Cuando estás cansado, tu voz sigue teniendo un sonido gutural. Eres muy consciente de cómo deben sonar las palabras, por eso no las articulas tan mal como algunas personas, y hay una ligera diferencia. —Vio que esto lo inquietaba y le apretó la mano—. Es una diferencia encantadora —añadió, y se alegró al ver que el rostro del muchacho se iluminaba.

Chamán le había comprado con su dinero un pequeño regalo en Rock Island: unos pañuelos con bordes de encaje azul celeste.

—Yo también tengo algo para ti —le dijo ella, y le entregó un volumen de los sonetos de Shakespeare—. Cuando los leas, debes pensar en mi —le ordenó—. ¡Salvo los románticos, por supuesto! —añadió en tono atrevido, y luego rio con él con la libertad de saber que la señora Cowan podría hacer y decir cosas que la pobre señorita Burnham, la maestra, jamás había imaginado.

Debido al tránsito fluvial que se producía en la primavera, se ahogaron algunas personas en varios tramos del Mississippi. Un joven cayó de una barcaza y se perdió río arriba; su cuerpo fue atrapado por la corriente, que no lo devolvió hasta llegar a la jurisdicción de Holden’s Crossing. El dueño de la barcaza no sabía de dónde venía el joven ni conocía ningún dato sobre él, salvo que se llamaba Billy. El sheriff Graham se lo entregó a Rob J.

Chamán observó una autopsia por segunda vez y volvió a apuntar el peso de los órganos en la libreta de su padre, y aprendió lo que le sucedía a los pulmones de un ahogado. Esta vez le resultó más difícil observar. El chino le había parecido muy distante debido a la diferencia de edad y a su exótico origen, pero este era un joven sólo unos años mayor que su hermano Bigger; era una muerte que le hablaba a Chamán de su propia mortalidad. Pero se las arregló para apartar todo eso de su mente y poder observar y aprender.

Cuando concluyeron la autopsia, Rob J. empezó a abrir la muñeca derecha de Billy.

—La mayoría de los cirujanos tienen horror a la mano —le confió a Chamán—. Y eso se debe a que nunca han dedicado demasiado tiempo a estudiarla. Si llegas a ser profesor de anatomía o fisiología, debes conocer la mano.

Chamán comprendió por qué tenían tanto miedo de cortar la mano, porque era todo músculos, tendones y articulaciones, y quedó perplejo y aterrorizado cuando, una vez terminada la disección de la mano derecha, su padre le dijo que diseccionara él solo la mano izquierda.

Rob J. le sonrió, pues sin duda sabía exactamente lo que su hijo sentía.

—No te preocupes. Nada de lo que hagas le causará daño.

Así que Chamán pasó la mayor parte del día cortando, examinando y comprobando, memorizando los nombres de todos los huesecillos, aprendiendo cómo debían moverse las articulaciones de la mano de una persona viva.

Varias semanas más tarde, el sheriff le llevó a Rob J. el cadáver de una anciana que había muerto en una granja pobre del distrito. Chamán estaba ansioso por reanudar las lecciones, pero su padre le impidió entrar en el cobertizo.

—Chamán, ¿alguna vez has visto a una mujer desnuda?

—Una vez vi a Makwa. Me llevó a la tienda del sudadero y cantó canciones para intentar que yo volviera a oir.

Su padre lo miró sorprendido, y luego se sintió obligado a explicar.

—Creo que cuando uno ve el cuerpo de una mujer por primera vez no debe ser el de una mujer vieja, fea y muerta.

Él asintió, con las mejillas encendidas.

—No es la primera vez, papá. Y Makwa no era vieja ni fea.

—No, no lo era —dijo su padre.

Palmeó el hombro de Chamán, entraron en el cobertizo y cerraron la puerta.

En julio, el comité de la escuela ofreció a Rachel Geiger el puesto de maestra. No era excepcional que se concediera a uno de los alumnos más grandes la oportunidad de dar clases en la escuela cuando existía una vacante, y la jovencita había sido entusiastamente recomendada por Dorothy Burnham en su carta de dimisión. Además, como apuntó Carroll Wilkenson, podían contratarla con el salario de una principiante, y ella vivía en casa de sus padres y por tanto no había que darle alojamiento.

La oferta creó una angustiosa indecisión en casa de los Geiger, y serias conversaciones en voz baja entre Lillian y Jay.

—Ya hemos postergado las cosas demasiado tiempo —opinó Jay.

—Pero un año como maestra le iría muy bien, le ayudaría a encontrar una pareja más adecuada. Ser maestra es tan norteamericano…

Jason lanzó un suspiro. Adoraba a sus tres hijos varones, Davey, Herm y Cubby. Eran chicos encantadores. Los tres tocaban el piano como su madre, con distintos niveles de habilidad, y Dave y Herm querían aprender a tocar instrumentos de viento, si alguna vez lograban encontrar un profesor. Rachel era su única hija y la primogénita, la criatura a la que él había enseñado a tocar el violín. Sabía que llegaría un día en que tendría que marcharse de casa, que viviría para él sobre todo en cartas poco frecuentes, que la vería sólo brevemente en las raras visitas que hiciera desde algún lugar lejano.

Decidió ser egoísta y conservarla en el seno de la familia un tiempo más.

—De acuerdo, dejémosla trabajar de maestra —le dijo a Lillian.

Habían pasado varios años desde que las inundaciones se llevaron la tienda del sudadero de Makwa. Todo lo que quedaba eran dos paredes de piedra de un metro ochenta de largo y un metro de alto, con una separación de setenta y cinco centímetros. En agosto, Chamán comenzó a construir a partir de las paredes un hemisferio con ramas tiernas dobladas. Trabajaba lenta y torpemente, entretejiendo mimbres verdes de sauce entre las ramas. Cuando su padre vio lo que hacía le preguntó si podía ayudarlo, y ambos trabajaron durante casi dos semanas en los ratos libres y lograron algo aproximado a lo que había sido el sudadero que Makwa había construido en unas pocas horas con la ayuda de Luna y Viene Cantando.

Con más ramas tiernas y mimbres construyeron un cesto del tamaño de una persona adulta y lo colocaron dentro de la tienda, sujeto a la parte superior de las paredes.

Rob J. tenía una piel de búfalo hecha jirones y otra de venado.

Cuando las estiraron en el marco de la entrada, un enorme espacio de esta quedó sin cubrir.

—¿Tal vez una manta? —sugirió Chamán.

—Será mejor que utilices dos, formando una capa doble, de lo contrario no retendrá el vapor.

Probaron la tienda el primer día de septiembre que hubo una helada.

Las piedras del baño de Makwa estaban exactamente donde ella las había dejado, y prepararon un fuego con maderas y colocaron encima las piedras para que se calentaran. Chamán entró en la tienda cubierto sólo con una manta que dejó fuera; temblando, se echó sobre el cesto.

Con la ayuda de unos palos ahorquillados, Rob J. llevó las piedras hasta el interior, las colocó debajo del cesto, las mojó con varios cubos de agua fría y cerró perfectamente la tienda. Chamán se quedó tendido entre el vapor que subía, sintiendo la humedad que se expandía, recordando lo asustado que se había sentido la primera vez, y cómo se había escondido entre los brazos de Makwa para protegerse del calor y la oscuridad. Recordó las extrañas marcas que ella tenía en los pechos y la sensación que le habían producido contra la mejilla. Rachel era más delgada y más alta que Makwa, y tenía pechos más grandes. Al pensar en Rachel tuvo una erección y se angustió pensando que su padre podía regresar y verlo. Se obligó a pensar otra vez en Makwa y recordó el sereno afecto que emanaba de ella, tan reconfortante como el primer calor del vapor. Resultaba extraño hallarse en la tienda en la que ella había estado tantas veces. Su recuerdo se hacía cada año más borroso, y se preguntó por qué alguien la habría querido matar, por qué había gente tan malvada. Casi sin darse cuenta empezó a entonar una de las canciones que ella le había enseñado: «Wi-a-ya-ni, Ni-na ne-gi-seke-wi to-seme-ne ni-na…». Vayas donde vayas, camino a tu lado, hijo mío.

Un rato después su padre llevó más piedras calientes y las mojó con agua fría, y el vapor llenó completamente la tienda. Aguantó todo el tiempo que pudo, hasta que quedó jadeante y bañado en sudor; entonces se levantó de un salto del cesto y corrió en el aire helado hasta zambullirse en las frías aguas del río. Durante un instante pensó que tenía una muerte limpia, pero mientras chapoteaba y nadaba, la sangre recorrió todo su cuerpo y gritó como un sauk mientras salía del agua y corría hacia el establo, donde se secó frotándose vigorosamente y se vistió con ropas de abrigo.

Evidentemente había mostrado un enorme regocijo, porque cuando salió del establo, su padre lo esperaba para probar el sudadero, y le tocó a él el turno de calentar y trasladar las piedras y rociarlas con agua para formar vapor.

Finalmente regresaron a la casa, radiantes y sonrientes, y descubrieron que había pasado la hora de la cena. Sarah, muy enfadada, había dejado los platos de ellos dos en la mesa, y la comida estaba fría.

Chamán y su padre se quedaron sin sopa y tuvieron que raspar la grasa fría del cordero, pero estuvieron de acuerdo en que había valido la pena. Makwa si que sabía cómo tomar un baño.

Cuando la escuela abrió sus puertas, a Rachel no le resultó nada difícil desempeñar su trabajo de maestra. La rutina era conocida: las lecciones, el trabajo en clase, las canciones, los deberes para hacer en casa. Chamán era mejor que ella en matemáticas, y le pidió que diera las clases de aritmética. Aunque a él no le pagaban, Rachel lo elogió ante los padres y la junta de la escuela, y él disfrutaba trabajando con ella en la planificación de las clases.

Ninguno de los dos mencionó el comentario de la señorita Burnham de que tal vez ya no fueran necesarios los ejercicios vocales.

Ahora que Rachel era maestra hacían los ejercicios en la escuela, después que los niños se habían marchado, salvo los que tenían que hacer con el piano. A Chamán le gustaba sentarse junto a ella delante del piano, pero disfrutaba cuando estaban a solas en la escuela, en la intimidad.

Los alumnos siempre se reían de que la señorita Burnham al parecer nunca necesitaba hacer pis, y ahora Rachel seguía la tradición, pero en cuanto todos se marchaban tenía que ir a toda prisa al lavabo. Mientras esperaba que regresara, Chamán hacía toda clase de especulaciones sobre lo que ella llevaba debajo de la falda. Bigger le había contado que cuando lo había hecho con Pattie Drucker, había tenido que ayudarla a quitarse un viejo y agujereado calzoncillo de su padre; pero él sabía que la mayoría de las mujeres llevaban miriñaque con ballenas o camisa de crin, que producía picor pero era más abrigada. Rachel no era indiferente al frío. Cuando regresaba, colgaba la capa en la percha y corría hasta la estufa para calentarse primero delante y luego detrás.

Llevaba sólo un mes en su trabajo de maestra cuando tuvo que irse a Peoria con su familia para celebrar la festividad judía, y Chamán fue el maestro suplente durante la mitad del mes de octubre, trabajo por el que le pagaron. Los alumnos ya estaban acostumbrados a que él les enseñara aritmética. Sabían que él tenía que leerles los labios para comprenderlos, y la primera mañana Randy Williams, el hijo mayor del herrador, dijo algo gracioso mientras se encontraba de espaldas al maestro. Chamán asintió cuando los chicos rieron y le preguntó a Randy si quería que lo colgara un rato de los talones; Chamán era más grande que la mayoría de los hombres que los chicos conocían, y las sonrisas desaparecieron mientras Randy decía con voz temblorosa que no, que no quería que ocurriera algo así. Durante las dos semanas siguientes resultó fácil dar las clases.

El primer día que Rachel volvió a la escuela se sentía abatida. Esa tarde, cuando los chicos se fueron, regresó del lavabo temblando y llorando.

Chamán se acercó a ella y la rodeó con sus brazos. Ella no protestó, simplemente se quedó de pie entre él y la estufa, con los ojos cerrados.

—Detesto Peoria —dijo serenamente—. Es un sitio odioso, no haces más que conocer gente. Mi madre y mi padre no hacían más que exhibirme.

A él le pareció razonable que se sintieran orgullosos de ella. Por otra parte no tendría que volver a Peoria hasta el año siguiente. No dijo nada. Ni siquiera soñó con besarla. Era feliz con estar en contacto con su suavidad, seguro de que nada que un hombre y una mujer hicieran juntos podía ser mejor que esto. Un instante después ella retrocedió y lo miró seriamente con los ojos húmedos.

—Mi mejor amigo.

—Si —dijo él.

Fueron dos incidentes los que revelaron la verdad a Rob J. Una cruda mañana de noviembre, Chamán se acercó a él mientras se dirigía al establo.

—Ayer fui a visitar a la señorita Burnham; mejor dicho, a la señora Cowan. Me dio recuerdos para ti y para mamá.

Rob J. sonrió.

—Oh, fantástico. Supongo que se ha acostumbrado a la vida en la granja Cowan.

—Si. Parece que las niñas la quieren. Desde luego tienen mucho trabajo, y sólo están ellos dos. —Miró a su padre—. Papá, ¿hay muchos matrimonios como el de ellos? Me refiero a que la mujer sea mayor que el hombre.

—Bueno, suele ser al revés, aunque no siempre. Supongo que existen unos cuantos.

Esperó que la conversación se encaminara en alguna dirección, pero su hijo se limitó a asentir y se marchó a la escuela, y él entró en el establo y ensilló la yegua.

Pocos días más tarde, él y el chico estaban trabajando juntos en la casa. Sarah había visto un revestimiento para el suelo en varias casas de Rock Island, y le había implorado a Rob J. hasta que él aceptó que tuviera tres revestimientos. Se realizaban aprestando lona con resina y aplicando luego cinco capas de pintura. El resultado era un revestimiento a prueba de barro, a prueba de agua, y decorativo.

Ella había hecho que Alex y Alden aplicaran la resina y las cuatro primeras capas de pintura, pero había pedido a su esposo que aplicara la última.

Rob J. había mezclado la pintura para las cinco capas utilizando suero de leche, aceite comprado en la tienda y cascarón de huevo de color pardo, molido muy fino, para obtener una buena pintura del color del trigo. El y Chamán habían aplicado la superficie final juntos, y ahora, una soleada mañana de domingo, añadían con todo esmero un delgado ribete negro a los bordes exteriores de cada revestimiento, intentando concluir el trabajo antes de que Sarah regresara de la iglesia.

Chamán se mostró paciente.

Rob J. sabía que Rachel lo esperaba en la cocina, pero vio que el chico no intentaba apresurarse mientras colocaban el ribete decorativo al último de los tres trabajos.

—Papá —dijo Chamán—, ¿hace falta mucho dinero para casarse?

—Mmmm. Bastante. —Secó el pincel con un trapo—. Bueno, varía, por supuesto. Algunas parejas viven con la familia de ella, o con la de él, hasta que pueden arreglárselas solos.

Había hecho una plantilla de madera delgada para facilitar la tarea, y Chamán la colocó junto a la superficie pintada y aplicó la pintura negra, concluyendo el trabajo.

Limpiaron los pinceles y guardaron todo en el establo. Antes de regresar a la casa, Chamán asintió.

—Claro que varía.

—¿Qué es lo que varía? —preguntó Rob J. distraído, mientras pensaba cómo iba a extraer el líquido de la rodilla inflamada de Harold Hayse.

—El dinero que hace falta para casarse. Dependería de lo que ganaras con tu trabajo, de lo que tardara en llegar un bebé, de cosas como esas.

—Exacto —dijo Rob J.

Estaba desorientado, desconcertado por la sensación de que se había perdido una parte importante de la conversación.

Pero unos minutos más tarde, Chamán y Rachel pasaron junto al establo, en dirección al camino de la casa. Chamán tenía los ojos fijos en Rachel para poder ver lo que ella decía, pero al observar el rostro de su hijo, Rob J. comprendió enseguida lo que revelaba.

Mientras cada cosa encajaba en su sitio, lanzó un gruñido Antes de ir a atender la rodilla de Harold Hayse, cabalgó en dirección a la granja de los Geiger. Su amigo estaba en el cobertizo donde guardaba las herramientas, afilando una guadaña, y sonrió sin interrumpir el fuerte chirrido de la piedra contra la hoja.

—Rob J.

Había otra piedra de amolar, y Rob J. la cogió y empezó a trabajar en la segunda guadaña.

—Tengo que hablarte de un problema —anunció.