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Oír la música

En Holden’s Crossing, la costumbre era enviar a los hijos a la escuela durante uno o dos cursos lectivos para que aprendieran a leer un poco, a hacer sumas sencillas y a escribir con letra a duras penas legible. Después concluía la escolarización y los chicos empezaban su vida como granjeros de pleno derecho. Cuando Alex cumplió los dieciséis años, dijo que ya estaba harto de la escuela. A pesar de la oferta que Rob J. le hizo de financiarle otros estudios, se dedicó a trabajar con Alden durante toda la jornada en la granja de ovejas. Chamán y Rachel pasaron a ser los alumnos más grandes de la escuela.

Chamán estaba dispuesto a seguir estudiando, y Rachel se sentía contenta de poder arrastrarse en la serena corriente de sus días, aferrándose a su inalterable existencia como si fuera un salvavidas. Dorothy Burnham era consciente de su buena suerte por contar con un alumno así en su vida como maestra. Trataba a ambos como si fueran un tesoro, les prodigaba todos sus conocimientos y se esforzaba por mantener su interés. La niña era tres años más grande que Chamán y le llevaba ventaja en los estudios, pero pronto la señorita Burnham empezó a darles la misma clase a los dos. Para ellos era normal pasar una buena parte del día estudiando juntos.

Cada vez que terminaban los deberes, Rachel se concentraba directamente en los ejercicios de pronunciación de Chamán. Dos veces al mes los dos jóvenes se reunían con la señorita Burnham, y Chamán le hacía una demostración. En ocasiones, la señorita Burnham sugería un cambio a un ejercicio nuevo. Estaba encantada con sus progresos, y feliz de que Rachel Geiger hubiera podido hacerle tanto bien al muchacho.

A medida que la amistad entre Rachel y Chamán maduraba, se permitían mostrar una pequeña parte de su intimidad. Rachel le contó que le horrorizaba tener que ir a Peoria todos los años para la festividad judía. Él provocó la ternura de Rachel al revelarle, sin expresarlo con tantas palabras, la angustia que le producía que su madre lo tratara con frialdad. «Makwa era más madre que ella para mí, y ella lo sabe. Le molesta, pero es la pura verdad». Rachel había notado que la señora Cole nunca se refería a su hijo como Chamán, como hacían todos; Sarah lo llamaba Robert, casi en un tono formal, como hacía la señorita Burnham en la escuela. Rachel se preguntaba si se debería a que a la señora Cole no le gustaban las palabras indias. Había oído que Sarah comentaba a su madre que se alegraba de que los sauk se hubieran marchado para siempre.

Chamán y Rachel realizaban los ejercicios vocales estuvieran donde estuviesen, flotando en la chalana de Alden o sentados a la orilla del río pescando, cogiendo berros, paseando por la pradera o pelando frutas o verduras para Lillian, en la galería de estilo sureño de los Geiger.

Varias veces por semana se sentaban frente al piano de Lillian. Él era capaz de experimentar la tonalidad vocal de ella si le tocaba la cabeza o la espalda, pero le gustaba especialmente colocar la mano en la piel lisa y cálida del cuello de Rachel mientras ella hablaba. Sabía que su amiga notaba el temblor de sus dedos.

—Ojalá pudiera recordar el sonido de tu voz.

—¿Recuerdas la música?

—No la recuerdo, exactamente… Oí música el año pasado, el día después de Navidad.

Ella lo miró, desconcertada.

—La soñé.

—¿Y en el sueño oíste la música?

Chamán asintió.

—Lo único que veía eran las piernas y los pies de un hombre. Supongo que eran los de mi padre. ¿Recuerdas que a veces nuestros padres nos dejaban dormir en el suelo mientras ellos tocaban? No veía a tu madre ni a tu padre, pero oía el violín y el piano. No recuerdo lo que tocaban. ¡Sólo recuerdo la… música!

A Rachel le resultó difícil articular las palabras.

—A ellos les gusta Mozart. Tal vez era esto —dijo, y tocó algo en el piano.

Pero él sacudió la cabeza.

—Para mí sólo son vibraciones. La otra era música real. Desde aquel día he estado intentando soñar otra vez lo mismo, pero no puedo.

Notó que a Rachel le brillaban los ojos y quedó azorado cuando ella se inclinó hacia delante y lo besó en la boca. Él también la besó y pensó que era algo insólito, como una especie diferente de música. Por alguna razón le puso una mano en un pecho, y cuando dejaron de besarse la dejó allí. Tal vez todo habría sido perfecto si él hubiera retirado la mano enseguida. Pero como si se tratara de la vibración de una nota musical, logró sentir que se volvía firme y percibió el leve movimiento del pezón endurecido. Apretó, y ella echó la mano hacia atrás y lo golpeo en la boca.

El segundo golpe aterrizó en el ojo derecho de Chamán. Él se quedó sentado sin decir nada y no hizo ningún intento por defenderse. Rachel podría haberlo matado si hubiera querido, pero sólo lo golpeó una vez más. Había crecido trabajando en la granja y era una chica fuerte, y lo golpeó con el puño. Chamán tenía el labio superior hecho polvo y le sangraba la nariz. Vio que ella lloraba desesperada, y que se marchaba a toda prisa.

Corrió tras ella hasta el vestíbulo delantero; fue una suerte que no hubiera nadie en la casa.

—Rachel —la llamó, pero no supo si ella le respondía y no se atrevió a seguirla escalera arriba.

Salió de la casa y caminó hacia la granja, aspirando con fuerza para no manchar el pañuelo de sangre. Mientras avanzaba en dirección a la casa, encontró a Alden, que salía del establo.

—¡Santo Cielo! ¿Qué te ha ocurrido?

—Una pelea.

—¡Qué alivio! Empezaba a pensar que Alex era el único Cole con agallas. ¿Cómo quedó el otro sinvergüenza?

—Muy mal. Mucho peor que yo.

—Eso está bien —dijo Alden alegremente, y se marchó.

A la hora de la cena Chamán tuvo que soportar interminables sermones en contra de las peleas.

Al día siguiente los niños más pequeños estudiaron sus heridas de batalla con respeto mientras la señorita Burnham pasaba por alto los comentarios intencionadamente. El y Rachel apenas se hablaron durante todo el día, pero se quedó sorprendido porque ella lo estaba esperando a la salida de la escuela, como de costumbre, y caminaron juntos hacia la casa en silencio.

—¿Le dijiste a tu padre que te toqué? —preguntó él por fin.

—¡No! —respondió Rachel bruscamente.

—Me alegro. No querría que me golpeara con un látigo —dijo con toda franqueza.

Tenía que mirarla para hablar con ella, de modo que notó que tenía las mejillas rojas, pero quedó confundido al ver que sonreía.

—¡Oh, Chamán, cómo tienes la cara! Lo siento de verdad —dijo, y le apretó la mano.

—Yo también —respondió él, aunque no estaba seguro de por qué se disculpaba.

Al llegar a casa de Rachel, su madre les dio pastel de jengibre.

Cuando terminaron de comerlo se sentaron a la mesa frente a frente e hicieron los deberes. Luego volvieron al salón. Compartieron el asiento de delante del piano, pero él procuró no sentarse demasiado cerca. Lo ocurrido el día anterior había cambiado las cosas, como él sospechaba, pero se sorprendió al ver que no era un sentimiento desagradable. Simplemente descansaba cálidamente entre ambos como algo que sólo compartían ellos dos, como quienes comparten una taza.

Un documento legal citaba a Rob J. al palacio de justicia de Rock Island, «a los veintiún días de junio, en el año de Nuestro Señor de mil ochocientos y cincuenta y siete, al efecto de su naturalización».

Era un día despejado y caluroso, pero las ventanas del palacio de justicia estaban cerradas porque al honorable Daniel P. Allan, que estaba en el estrado, no le gustaban las moscas. El papeleo legal era escaso, y Rob J. tenía buenos motivos para creer que saldría de allí enseguida, hasta que el juez Allan empezó a tomarle juramento.

—Ahora bien. ¿Se compromete mediante este acto a renunciar todo derecho y lealtad a cualquier otro país?

—Sí, señor —afirmó Rob J.

—¿Y se compromete a apoyar y defender la Constitución, y a empuñar las armas en defensa de Estados Unidos de América?

—No, señoría —dijo Rob J. con decisión.

Arrancado de su apatía, el juez Allan lo miró fijamente.

—No creo en el asesinato, señoría, de modo que nunca participaría en una guerra.

El juez Allan pareció molesto. En la mesa del secretario, junto al estrado, Roger Murray se aclaró la garganta.

—La ley dice que en casos como este, juez, el candidato debe demostrar que es un objeto de conciencia cuyas convicciones le impiden empuñar las armas. Significa que debe pertenecer a algún grupo como los cuáqueros, que, como afirman públicamente, no luchan.

—Conozco la ley y sé lo que significa —replicó el juez en tono agrio, furioso de que Murray nunca lograra encontrar un sitio menos público para instruirlo. Miró a Rob por encima de las gafas—. ¿Es usted cuáquero, doctor Cole?

—No, señoría.

—Bien, ¿entonces qué demonios es?

—No estoy asociado a ninguna religión —explicó Rob J., y vio que el Juez lo miraba como si hubiera sido insultado personalmente.

—Señoría, ¿puedo acercarme al estrado? —preguntó alguien desde la parte de atrás de la sala.

Rob J. vio que se trataba de Stephen Hume, que había pasado a ser abogado del ferrocarril desde que Nick Holden había obtenido su escaño en el Congreso.

El juez Allan le hizo señas para que se acercara.

—Diputado…

—Juez —comenzó a decir Hume con una sonrisa—, me gustaría responder personalmente por el doctor Cole. Es uno de los caballeros más distinguidos de Illinois, y sirve al pueblo día y noche como médico. Todo el mundo sabe que su palabra es sagrada. Si él dice que no puede luchar en una guerra a causa de sus convicciones, esa es toda la prueba que un hombre sensato debería necesitar.

El juez Allan frunció el ceño; no supo con certeza si el abogado e influyente político que se encontraba ante el estrado lo había llamado insensato o no, y decidió que lo más seguro era mirar con furia a Roger Murray.

—Proseguiremos con la naturalización —declaró, y sin más rodeos Rob J. se convirtió en ciudadano.

Mientras cabalgaba de regreso a Holden’s Crossing tuvo algunos extraños y pesarosos recuerdos de la tierra escocesa a la que acababa de renunciar, pero se sentía bien siendo norteamericano. Salvo que el país tenía más problemas de los que podía resolver. El Tribunal Supremo de Estados Unidos acababa de decidir definitivamente que Dred Scott seguía siendo esclavo porque no era legal que el Congreso excluyera la esclavitud de los territorios. Al principio los sudistas se alegraron, pero pronto volvieron a enfurecerse porque los líderes del partido republicano dijeron que no aceptarían la decisión del tribunal como algo obligatorio.

Tampoco lo aceptaría Rob J., aunque su esposa y su hijo mayor se habían vuelto apasionados simpatizantes de los sudistas. Gracias a la habitación secreta, él había enviado a docenas de esclavos huidos a Canadá, y en el proceso se había librado varias veces por los pelos de que lo descubrieran. Un día Alex le contó que la noche anterior había encontrado a George Cliburne en el camino, aproximadamente a un kilómetro y medio de la granja.

—¡Estaba sentado en un carro lleno de heno a las tres de la mañana! ¿Tú qué piensas?

—Supongo que hay que trabajar mucho para levantarse más temprano que un laborioso cuáquero. ¿Pero cómo es que tú volvías a casa a las tres de la mañana? —replicó Rob J., y Alex estaba tan interesado en dejar de lado el tema de la noche que había pasado bebiendo y de juerga con Mal Howard, que el extraño trabajo de George Cliburne no salió a relucir nunca más.

Otra noche, cuando Rob J. estaba cerrando el candado de la puerta del cobertizo entró Alden.

—No podía dormir. Se me acabó la bebida, y recordé que tenía esta guardada en el establo.

Levantó la garrafa y se la ofreció.

Aunque a Rob J. rara vez le apetecía beber y sabía que el alcohol mermaba el Don, quiso compartir algo con Alden. Destapó la garrafa, dio un trago y se puso a toser. Alden sonrió.

A Rob le habría gustado lograr que el jornalero se alejara del cobertizo. Dentro del escondite, al otro lado de la puerta, había un negro de mediana edad que respiraba con cierta dificultad a causa del asma.

Rob J. sospechaba que a veces el jadeo se volvía más pronunciado y no estaba seguro de que no se oyera desde donde se encontraban. Pero Alden no pensaba moverse; se puso en cuclillas y mostró cómo bebía whisky un campeón, con el dedo en el asa, la garrafa sobre el codo y este levantado justo lo suficiente para enviar la cantidad adecuada de licor a la boca.

—¿Tienes problemas para dormir?

Alden se encogió de hombros.

—La mayor parte de las noches me duermo enseguida porque estoy cansado. Si no, beber un poco me ayuda.

Desde que Viene Cantando había muerto, Alden parecía mucho más cansado.

—Deberías buscar un hombre que te ayudara con el trabajo de la granja —le dijo Rob J. quizá por vigésima vez.

—Es difícil encontrar un hombre blanco adecuado para contratarlo. Y no trabajaría con un negro —dijo Alden, y Rob J. se preguntó si sus voces se oirían desde el escondite—. Además, ahora Alex trabaja conmigo, y lo hace realmente bien.

—¿Si?

Alden se irguió, aunque un poco inestable; tenía que beber mucho whisky para perder el equilibrio.

—¡Maldita sea! —exclamó deliberadamente—. Doctor, no es justo con esos dos pobres muchachos.

Sujetó la garrafa con mucho cuidado y echó a andar en dirección a su cabaña.

Un día, hacia finales de aquel verano, llegó a Holden’s Crossing un chino de mediana edad y nombre desconocido. Como se negaron a atenderlo en la taberna de Nelson, le pagó a una prostituta llamada Penny Davis para que le comprara una botella de whisky y lo invitara a su choza; a la mañana siguiente murió en la cama de la mujer. El sheriff Graham dijo que no quería tener en su ciudad a ninguna furcia que compartiera su chisme con un chino y luego se lo ofreciera a los blancos, y se ocupó personalmente de que Penny Davis abandonara Holden’s Crossing. Luego puso el cadáver en la parte de atrás de un carro y se lo entregó al forense más cercano.

Esa tarde, Chamán estaba esperando a su padre cuando este fue al cobertizo.

—Nunca he visto un oriental.

—Este está muerto. Lo sabes, ¿verdad, Chamán?

—Si, papá.

Rob J. abrió la puerta del cobertizo.

El cadáver estaba cubierto por una sábana, y Rob la plegó y colocó sobre la vieja silla de madera. Su hijo estaba pálido pero sereno, estudiando atentamente el cuerpo que había sobre la mesa. El chino era menudo y delgado pero musculoso. Le habían cerrado los ojos. Su piel era de un color intermedio entre la palidez de los blancos y el tono cobrizo de los indios. Las uñas de los pies, córneas y amarillentas, necesitaban un corte; al verlas con los ojos de su hijo, Rob se sintió impresionado.

—Ahora tengo que hacer mi trabajo, Chamán.

—¿Puedo mirar?

—¿Estás seguro de que quieres mirar?

—Si, papá.

Rob cogió el escalpelo y abrió el pecho. Oliver Wendell Holmes tenía un estilo rimbombante de presentar la muerte; el estilo de él consistía en ser sencillo. Le advirtió al chico que las tripas de un hombre podían oler peor que cualquier presa de caza que él hubiera disecado, y le advirtió que respirara por la boca. Luego notó que el frío tejido ya no pertenecía a una persona.

—Fuera lo que fuese lo que hacía que este hombre estuviera vivo (algunos lo llaman alma) ya ha abandonado su cuerpo.

Chamán seguía pálido pero su mirada era atenta.

—¿Esa es la parte que va al cielo?

—No sé a dónde va —respondió Rob suavemente. Mientras pesaba los órganos, le permitió a Chamán que lo ayudara apuntando el peso de cada uno—. William Fergusson, mi mentor, solía decir que el espíritu deja el cuerpo como una casa que ha sido vaciada, y por eso debemos tratar el cuerpo con cuidado y dignidad, por respeto al hombre que vivía en él. Este es el corazón, y aquí está lo que mató a este hombre.

Quitó el órgano y lo colocó en las manos de Chamán para que pudiera observar detenidamente el círculo oscuro de tejido muerto que sobresalía de la pared del músculo.

—¿Por qué le ocurrió, papá?

—No lo sé, Chamán.

Volvió a colocar los órganos y cerró las incisiones; mientras se lavaban, el rostro de Chamán fue recuperando el color. Rob J. estaba impresionado por lo bien que se había portado el chico.

—He estado pensando una cosa —comentó—. ¿Te gustaría estudiar aquí conmigo, de vez en cuando?

—¡Claro, papá! —exclamó Chamán con el rostro encendido.

—Porque se me ocurre que tal vez te gustaría licenciarte en ciencias. Podrías ganarte la vida enseñando, tal vez incluso en una facultad. ¿Te gustaría dedicarte a eso, hijo?

Chamán lo miró con expresión seria, concentrándose en la pregunta.

Se encogió de hombros.

—Tal vez —respondió.