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Marcas del nivel del agua

Nadie más volvió a disparar a Rob J. En el caso de que el incidente del establo hubiera sido un mensaje para que dejara de insistir en que se investigara la muerte de Makwa, quien hubiera apretado el gatillo tenía motivos para pensar que la advertencia había sido tenida en cuenta. No hizo nada más porque no sabía qué más podía hacer. Con el tiempo le llegaron cartas amables del miembro del Congreso Nick Holden y del gobernador de Illinois. Fueron los únicos funcionarios que le respondieron, y sus respuestas eran suaves desestimaciones. Siguió dándole vueltas, pero se dedicó a problemas más inmediatos.

Al principio sólo en contadas ocasiones le pedían que ofreciera la hospitalidad de su escondite, pero después de pasar varios años ayudando a los esclavos a huir, lo que era un hilillo de agua se convirtió en un torrente, y en ocasiones los nuevos ocupantes llegaban a la habitación secreta con frecuencia y regularidad.

Había un interés general y polémico por el problema de los negros.

Dred Scott había ganado su demanda de libertad en un tribunal menor de Missouri, pero el tribunal supremo del Estado declaró que seguía siendo esclavo, y sus abogados abolicionistas apelaron al Tribunal Supremo de Estados Unidos. Entretanto, escritores y predicadores vociferaban, y periodistas y políticos estallaban a ambos lados del tema de la esclavitud. Lo primero que hizo Fritz Graham después de ser elegido sheriff para un período de cinco años fue comprar una jauría de «cazadores de negros», porque las gratificaciones se habían convertido en un negocio suplementario muy lucrativo. Las recompensas por la devolución de los fugitivos habían aumentado y los castigos por ayudar a los esclavos a huir se habían vuelto más severos. Rob J. seguía preocupándose cuando imaginaba lo que podía ocurrirle si lo descubrían, pero en general no se dedicaba a pensar en ello.

George Cliburne lo saludaba con soñolienta cortesía cada vez que se encontraban por casualidad, como si nunca se encontraran en la oscuridad de la noche bajo circunstancias muy distintas. Una consecuencia de dicha asociación entre ambos era el acceso de Rob J. a la enorme biblioteca de Cliburne; llevaba a casa algunos libros para Chamán, que a veces también él leía. La colección del agente de granos era importante en filosofía y religión pero limitada en temas científicos, que eran el motivo por el que Rob J. había conocido a su propietario.

Cuando hacía aproximadamente un año que se dedicaba a pasar negros clandestinamente, Cliburne lo invitó a asistir a una reunión cuáquera y se mostró inseguro y comprensivo cuando Rob rechazó la oferta.

—Pensé que podía resultarte provechosa. Teniendo en cuenta que haces la obra del Señor.

Rob estuvo a punto de corregirlo, de decirle que él hacía el trabajo de un hombre y no el de Dios; pero la idea era demasiado pomposa para expresarla en palabras, de modo que se limitó a sonreír y a sacudir la cabeza.

Se daba cuenta de que su escondite era sólo un eslabón de la que sin duda constituía una extensa cadena, pero no sabía nada del resto del sistema. El y el doctor Barr nunca se referían al hecho de que la recomendación de este último lo había llevado a él a convertirse en un infractor de la ley. Sus únicos contactos clandestinos eran los que tenía con Cliburne y con Carroll Wilkenson, que le avisaba cada vez que el cuáquero tenía «un nuevo libro interesante». Rob J. estaba seguro de que cuando los fugitivos se separaban de él eran conducidos hacia el norte, a través de Wisconsin, hasta entrar en Canadá. Probablemente cruzaban el Lago Superior en barca. Ese, por lo menos, habría sido el itinerario que habría marcado él si hubiera tenido que hacer la planificación.

De vez en cuando Cliburne traía alguna mujer, pero la mayoría de los fugitivos eran hombres. Formaban una infinita variedad y todos iban vestidos con ropas raídas de estopa. Algunos tenían la piel tan parecida al carbón, que para él era la quintaesencia de la negrura, el color brillante de las ciruelas maduras, el azabache del hueso calcinado, la densa oscuridad de las alas de un cuervo. Otros tenían el cutis suavizado por la palidez de sus opresores, que daba como resultado una serie de tonalidades que abarcaban desde el café con leche hasta el del pan tostado. La mayoría eran hombres grandes, de cuerpo musculoso, pero uno de ellos era un joven delgado, casi blanco, que llevaba gafas con montura de metal. Dijo que era hijo de una negra y del propietario de una plantación de un sitio llamado Shreve’s Landing, en Louisiana. Sabía leer y se mostró agradecido cuando Rob J. le entregó velas, cerillas y números atrasados de los periódicos de Rock Island.

Rob J. se sentía frustrado como médico porque ocultaba a los fugitivos durante un plazo demasiado breve para tratar sus problemas físicos.

Había notado que las lentes de las gafas del joven casi blanco eran excesivamente graduadas para él. Algunas semanas más tarde, cuando el joven ya se había marchado, Rob J. encontró unas gafas que consideró más adecuadas. Cuando volvió a Rock Island pasó por casa de Cliburne y le preguntó si podía enviarlas de alguna manera; pero Cliburne se limitó a mirarlas y a sacudir la cabeza.

—Deberías ser más sensato, doctor Cole —dijo, y se alejó sin darle los buenos días.

En otra ocasión, un hombre voluminoso de piel muy negra permaneció en la habitación secreta durante tres días, tiempo más que suficiente para que Rob notara que estaba nervioso y que sufría de molestias abdominales. A veces tenía el rostro gris y enfermizo, y su apetito era irregular. Rob estaba seguro de que tenía una tenia. Le dio un medicamento, que le dijo que no lo tomara hasta que hubiera llegado a su destino.

—De lo contrarío, se sentirá demasiado débil para viajar. ¡Y moverá el vientre de tal manera que cualquier sheriff del país podrá seguirle el rastro!

Recordaría a cada uno de esos hombres mientras viviera. Sentía una inmediata comprensión por sus temores y sentimientos, no sólo porque en otros tiempos él mismo había sido un fugitivo sino porque se daba cuenta de que un ingrediente importante de su preocupación era que la difícil situación de esos hombres le resultaba conocida, pues había sido testigo de las aflicciones de los sauk.

Hacía mucho tiempo que pasaba por alto las órdenes que Cliburne le había dado de no hacer preguntas. Algunos fugitivos eran locuaces, y otros no abrían la boca. Como mínimo, él intentaba conocer sus nombres. El joven de las gafas se llamaba Nero, pero la mayoría de los nombres eran judeo-cristianos: Moses, Abraham, Isaac, Aaron, Peter, Paul, Joseph. Oía los mismos nombres una y otra vez, y le recordaban lo que Makwa le había contado sobre los nombres bíblicos de la escuela cristiana para niñas indias.

Pasaba tanto tiempo con los fugitivos locuaces como se lo permitían las medidas de seguridad. Un hombre de Kentucky se había escapado en una ocasión anterior y había sido atrapado. Le enseñó a Rob J. las marcas que los latigazos le habían dejado en la espalda. Otro, de Tennessee, le dijo que su amo no lo trataba mal. Rob J. le preguntó por qué entonces había huido, y el hombre apretó los labios y entrecerró los ojos, como buscando una respuesta.

—No podía esperar al jubileo —dijo.

Rob le preguntó a Jay qué era el jubileo. En la antigua Palestina, la tierra de cultivo se dejaba en barbecho cada siete años para que recuperara los nutrientes, según los dictados de la Biblia. Al cabo de siete períodos de descanso, el quincuagésimo año se declaraba año de jubileo, se daba un regalo a los esclavos y se los dejaba en libertad.

Rob J. sugirió que el jubileo era mejor que mantener a un ser humano en constante servidumbre, pero que en modo alguno era un trato considerado, ya que en la mayor parte de los casos cincuenta años de esclavitud era más de una vida.

El y Jay trataron el tema con cautela ya que hacía mucho tiempo que conocían sus profundas diferencias.

—¿Sabes cuántos esclavos hay en los Estados del Sur? Cuatro millones. Eso representa un negro cada dos blancos. Déjalos en libertad, y las granjas y plantaciones que dan de comer a muchos abolicionistas del Norte tendrán que cerrar. Y después, ¿qué haríamos con esos cuatro millones de negros? ¿Cómo vivirían? ¿En qué se convertirían?

—Con el tiempo vivirían como todo el mundo. Si recibieran educación, podrían convertirse en cualquier cosa. En farmacéuticos, por ejemplo —respondió, incapaz de resistir la tentación.

Jay sacudió la cabeza.

—Tú no lo entiendes. La existencia del Sur depende de la esclavitud. Por ese motivo incluso los Estados no esclavistas consideran un delito ayudar a los fugitivos.

Jay había puesto el dedo en la llaga.

—¡No me hables de delitos! El comercio de esclavos africanos está prohibido desde 1808, pero los africanos aún son cogidos a punta de pistola, metidos en barcos y trasladados a todos los Estados del Sur y vendidos en subasta.

—Bueno, tú estás hablando de la ley nacional. Cada Estado hace sus propias leyes. Esas son las leyes que cuentan.

Rob J. resopló, y ese fue el final de la conversación.

Él y Jay siguieron estando unidos y se apoyaban en todas las demás cuestiones, pero el tema de la esclavitud levantaba una barrera entre ellos, cosa que los dos lamentaban. Rob era un hombre que apreciaba una charla serena con una persona amiga, y empezó a hacer girar a Trude en el sendero de entrada al convento de San Francisco cada vez que se encontraba en los alrededores.

Para él era difícil determinar con precisión cuándo se había hecho amigo de la madre Miriam Ferocia. Sarah le daba una pasión física inquebrantable y tan importante para él como la carne y la bebida, pero ella pasaba más tiempo hablando con su pastor que con su esposo. En su relación con Makwa, Rob había descubierto que le resultaba posible sentirse unido a una mujer sin que interviniera el aspecto sexual.

Y volvió a comprobarlo con esta hermana de la Orden de San Francisco, una mujer quince años mayor que él, de ojos severos y rostro duro enmarcado por una capucha.

La había visto en contadas ocasiones hasta la llegada de la primavera. El invierno había sido suave y extraño, con fuertes lluvias. El nivel del agua había ido creciendo de forma imperceptible hasta que resultó difícil atravesar las corrientes y los riachuelos, y en marzo todo el municipio sufría las consecuencias de encontrarse entre dos ríos porque la situación ya se había convertido en la inundación del cincuenta y siete. Rob veía que el río se acercaba a su casa. Crecía formando remolinos y se llevó el sudadero de Makwa. El hedonoso-te se salvó porque ella había tenido la sensatez de construirlo sobre un montículo. La casa de los Cole también se encontraba a un nivel más elevado que el que alcanzó el agua. Pero poco después de que las aguas se retiraran, Rob fue llamado para tratar el primer caso de fiebre virulenta. Luego cayó enferma otra persona. Y otra.

Recurrió a Sarah para que colaborara como enfermera, pero pronto ella, Rob y Tom Beckermann quedaron agobiados de trabajo. Una mañana llegó a la granja de Haskell y encontró a Ben Haskell —que había caído enfermo de fiebre— refrescado y aliviado por los cuidados de dos hermanas de la Orden de San Francisco. Todos los «escarabajos marrones» habían salido a atender a los enfermos. Enseguida vio con enorme gratitud que eran excelentes enfermeras. Siempre que se las encontraba iban en parejas. Incluso la priora iba con una compañera. Cuando Rob afirmó que le parecía una rareza de su formación, Miriam Ferocia respondió con fría vehemencia, dejando claro que sus objeciones eran vanas.

A Rob se le ocurrió que trabajaban en parejas para poder protegerse mutuamente de los deslices de la fe y de la carne. Algunas tardes después, mientras concluía la jornada con una taza de té en el convento, le comentó a la madre superiora que pensaba que ella tenía miedo de permitir a las hermanas que estuvieran solas en una casa protestante. Le confesó que eso le desconcertaba.

—¿Entonces la fe de ustedes es débil?

—¡Nuestra fe es fuerte! Pero nos gusta el calor y el consuelo tanto como al prójimo. La vida que hemos elegido es fría. Y bastante cruel sin necesidad de añadir la maldición de las tentaciones.

Rob comprendió. Se contentaba con aceptar a las hermanas en los términos de Miriam Ferocia, y lo único importante era su trabajo como enfermeras.

El comentario típico de la priora estaba lleno de desdén.

—Doctor Cole, ¿no tiene otro maletín además de esa lamentable cosa de cuero decorada con cañones de plumas?

—Es mi Mee-shome, mi manojo medicinal sauk. Las tiras son trapos Izze. Cuando lo llevo, las balas no pueden hacerme daño.

Ella lo miró con ojos llenos de asombro.

—¿Usted no tiene fe en nuestro Salvador, y en cambio acepta la protección de unos salvajes como los sauk?

—¡Ah, pero funciona!

Le habló del disparo que le habían hecho al salir del establo.

—Debe tener mucho cuidado —lo reprendió mientras le servía café.

La cabra que había donado al convento había tenido cría dos veces, con lo cual había proporcionado dos machos. Miriam Ferocia había vendido uno de los machos y se las había ingeniado para adquirir otras tres hembras, soñando con una industria quesera; pero cuando Rob J. iba al convento seguía sin tener leche para el café, porque al parecer todas las hembras estaban siempre preñadas o amamantando a sus crías.

Él se las arreglaba sin leche, como las monjas, y aprendió a apreciar el café puro.

La charla se volvió seria. Rob se mostró decepcionado de que las averiguaciones que ella había hecho en la iglesia no hubieran arrojado luz sobre Ellwood Patterson. Le confió que había estado elaborando un plan.

—¿Y si pudiéramos colocar un hombre dentro de la Orden Suprema de la Bandera Estrellada? Podríamos enterarnos de sus malas intenciones con tiempo suficiente para impedirlas.

—¿Cómo podría hacer una cosa así?

Rob lo había pensado bien. Era necesario contar con un norteamericano nativo que fuera absolutamente digno de confianza y cercano a Rob J. Jay Geiger no serviría, porque probablemente la OSBE rechazaría a un judío.

—Está el jornalero de mi granja, Alden Kimball. Nacido en Vermont. Muy buena persona.

Ella sacudió la cabeza, preocupada.

—Que sea una buena persona empeoraría las cosas, porque con esta idea estaría sacrificándolo, y sacrificándose usted. Estos hombres son sumamente peligrosos.

Tuvo que reconocer la sensatez de sus palabras. Y el hecho de que empezaba a notarse que Alden ya no era joven. No es que estuviera decayendo, pero se notaba que ya no era joven.

Y bebía mucho.

—Debe tener paciencia —le dijo ella suavemente—. Volveré a hacer averiguaciones. Mientras tanto, debe esperar.

Retiró la taza y Rob supo que ya era hora de levantarse de la silla del obispo y marcharse, para que ella pudiera prepararse para los cánticos nocturnos. Recogió su escudo contra las balas adornado con cañones de plumas y sonrió tras la feroz mirada de rivalidad que ella lanzó contra su Mee-shome.

—Gracias, reverenda madre —dijo.