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El primer judío

Rachel temía el Día de la Expiación pero le encantaba la pascua judía porque los ocho días de Pesach compensaban con creces el hecho de que otros celebraran la Navidad. Durante la pascua los Geiger se que daban en casa, que para ella era como un refugio lleno de una luz cálida. Era una fiesta de música, cantos y juegos, de espantosas historias bíblicas con final feliz, y de comidas especiales en el Seder, con pan ácimo que les enviaban desde Chicago; su madre horneaba tartas esponjosas, tan grandes y ligeras que cuando Rachel era niña creía a su padre cuando le decía que si se concentraba podía verlas flotar.

En cambio, todos los otoños, para Rosh Hashana y Yom Kippur, la familia hacía las maletas después de semanas de preparativos y viajaba durante casi todo el día en carro hasta Galesburg, después en tren hasta un muelle del río Illinois, y río abajo en vapor hasta Peoria, donde había una comunidad judía y una sinagoga. Aunque se trasladaban hasta Peoria sólo esas dos semanas sagradas del año, eran miembros de la congregación que pagaban sus cuotas y tenían asientos reservados a su nombre. Durante esas vacaciones, los Geiger siempre se alojaban en casa de Morris Goldwasser, un comerciante textil que era miembro destacado de la shul. Todo lo que tenía que ver con el señor Goldwasser era grande y amplio, incluido su cuerpo, su familia y su casa. Nunca permitía que Jason le pagara, señalando que era un mitzvah hacer posible que otro judío adorara a Dios, e insistía en que si los Geiger le pagaran por su hospitalidad lo privarían de una bendición. De modo que todos los años Lillian y Jason pasaban semanas pensando en un regalo adecuado para demostrar su agradecimiento.

Rachel odiaba todo el montaje que estropeaba los otoños: los preparativos, la preocupación por la selección del regalo, la dura prueba que suponía sobrevivir dos semanas al año en casa de unos desconocidos, el dolor y el mareo de las veinticuatro horas de ayuno que se hacía en Yom Kippur.

Para sus padres, cada visita a Peoria era una oportunidad para renovar su judaísmo. Estaban muy solicitados socialmente porque el primo de Lillian, Judah Benjamín, había sido elegido senador de Estados Unidos por Louisiana —era el primer judío que se convertía en miembro del Senado— y todos querían hablar de él con los Geiger. Iban a la sinagoga cada vez que se presentaba la oportunidad. Lillian intercambiaba recetas y participaba en los chismes. Jay hablaba de política con los hombres, bebía uno o dos schnapps para celebrar, e intercambiaba puros.

Les hablaba de Holden’s Crossing con verdadero entusiasmo y reconocía que estaba intentando atraer a otros judíos al lugar, para que con el tiempo hubiera una manyan de diez hombres, lo cual le permitiría practicar el culto en grupo. Los otros hombres lo trataban con una cálida comprensión. De todos ellos, sólo Jay y Ralph Seixas, que había nacido en Newport, Rhode Island, eran norteamericanos nativos. Los otros provenían del extranjero y sabían lo que significaba ser pionero. Coincidían en que era difícil ser el primer judío en instalarse en cualquier sitio.

Los Goldwasser tenían dos hijas rollizas: Rose, que era un año mayor que Rachel, y Clara, que le llevaba tres años. Cuando Rachel era pequeña disfrutaba jugando con las niñas Goldwasser a toda clase de juegos (a la casa, a la escuela, a mayores); pero el año en que Rachel cumplió los doce, Clara se casó con Harold Green, un sombrerero. La pareja vivía con los padres de Clara, y ese año, cuando los Geiger llegaron para la celebración, Rachel encontró algunos cambios. Clara ya no quería Jugar a personas mayores porque se había convertido en una persona mayor de verdad, en una mujer casada. Hablaba con suavidad y en tono condescendiente con su hermana y con Rachel, atendía a su esposo con dulce fidelidad, y se le permitía decir las bendiciones de las velas del Sabbath, un honor reservado a la matrona de la familia. Pero una noche en que las tres muchachitas estaban solas en la enorme casa bebieron vino en la habitación de Rose, y la pequeña de quince años, Clara Goldwasser Green, se olvidó de que era una matrona. Les contó a Rachel y a su hermana todo lo que suponía estar casada. Les reveló los secretos más sagrados que compartían las mujeres adultas, extendiéndose con todo detalle en la fisiología y en los hábitos del hombre ludio.

Tanto Rose como Rachel habían visto un pene, pero siempre en miniatura, a sus hermanos pequeños o a sus primos a lo lejos cuando hacían del baño: un blando y rosado apéndice que terminaba en un botón circuncidado de carne suave punteado con un solo agujero para dejar salir el pis.

Pero mientras apuraba la copa con los ojos cerrados, Clara describió con picardía las diferencias entre los bebés judíos y los hombres judíos.

Y mientras con la lengua daba cuenta de las últimas gotas que quedaban en la copa, describió la transformación que se produce en la dulce e inofensiva carne cuando un hombre judío yace junto a su esposa, y lo que ocurre a continuación. Ninguna de las dos gritó aterrorizada, pero Rose había cogido la almohada y la apretaba contra su cara con las manos.

—¿Y eso ocurre a menudo? —preguntó, y su voz sonó amortiguada.

Muy a menudo, afirmó Clara, y sin falta en el Sabbath y en las fiestas religiosas, porque Dios le informó al hombre judío que era una bendición.

—Salvo mientras sangras, por supuesto.

Rachel sabía lo que era sangrar. Era el único secreto que su madre le había contado; aún no le había sucedido, cosa que ocultó a las hermanas. Pero estaba preocupada por otra cosa, la cuestión del mecanismo de las medidas, del sentido común, y había estado imaginando un esquema perturbador. Inconscientemente se tapó el regazo con la mano.

—Claro —dijo débilmente—, no es posible hacerlo.

En algunas ocasiones, les informó Clara en tono arrogante, su Harold empleaba mantequilla auténticamente kosher.

Rose Goldwasser se quitó la almohada de la cara y miró a su hermana con una expresión iluminada por la revelación.

—¡Por eso siempre se nos acaba la mantequilla! —gritó.

Los días posteriores fueron especialmente difíciles para Rachel. Enfrentadas a la alternativa de considerar las revelaciones de Clara como algo espantoso o como algo cómico, ella y Rose optaron en defensa propia por la comedia. Durante el desayuno y la comida, en que casi siempre comían productos lácteos, sólo tenían que intercambiar una mirada para estallar en un torrente de carcajadas tan estúpidas que en varias ocasiones fueron castigadas a levantarse de la mesa. La hora de la cena, cuando los hombres de las dos familias se unían a la mesa, todavía era peor, porque no podía sentarse a dos sillas de distancia de Harold Green y mirarlo y conversar, sin imaginarlo untado de mantequilla.

Al año siguiente, cuando los Geiger visitaron Peoria, Rachel quedó decepcionada al enterarse de que ni Clara ni Rose vivían ya en casa de sus padres. Clara y Harold habían sido padres de un niño y se habían mudado a una casa pequeña junto al acantilado del río; cuando fueron a casa de los Goldwasser, Clara estaba muy ocupada con su hijo y le prestó poca atención a Rachel. Rose se había casado el mes de julio anterior con un hombre llamado Samuel Bielfield, que se la había llevado a vivir a St. Louis.

Aquel Yom Kippur, mientras estaban fuera de la sinagoga, Rachel y sus padres fueron abordados por un hombre mayor llamado Benjamín Schoenberg. El señor Schoenberg llevaba una chistera de fieltro de castor, camisa de algodón blanco con chorrera, y corbata de lazo negra.

Charló con Jay sobre la situación de la profesión de farmacéutico y luego empezó a interrogar afablemente a Rachel sobre sus estudios y sobre la ayuda que prestaba a su madre en las faenas domésticas.

Lillian Geiger sonrió al anciano y sacudió la cabeza misteriosamente.

—Es demasiado pronto —le dijo, y el señor Schoenberg le devolvió la sonrisa, y después de unos cuantos comentarios graciosos se marchó.

Esa noche Rachel oyó fragmentos de conversación entre su madre y la señora Goldwasser que revelaban que Benjamín Schoenberg era un shadchen, un agente matrimonial. En efecto, el señor Schoenberg había arreglado el matrimonio de Clara y también el de Rose. Experimentó un miedo terrible, pero se sintió aliviada al recordar lo que su madre le había dicho al casamentero. «Era demasiado joven para el matrimonio», pensó, como muy bien comprendían sus padres, al margen de que Rose Goldwasser sólo era ocho meses mayor.

Durante todo el otoño, incluidas las dos semanas que pasaron en Peoria, el cuerpo de Rachel estuvo cambiando. Cuando sus pechos se desarrollaron, fueron desde un principio los pechos de una mujer y desequilibraron su delgado cuerpo, y conoció las prendas especiales, la fatiga muscular y los dolores de espalda. Aquel fue el año en que el señor Byers la tocó y le hizo la vida tan horrible hasta que su padre arregló la situación. Cuando Rachel se examinaba en el espejo de su madre, se tranquilizaba pensando que ningún hombre querría a una chica con el pelo negro y liso, hombros estrechos, cuello demasiado largo, pechos demasiado grandes, tez cetrina y mediocres ojos pardos de vaca.

Luego se le ocurrió que cualquier hombre que aceptara a una chica como ella sería también horrible, estúpido y muy pobre, y se dio cuenta de que cada día se acercaba más a un futuro en el que no deseaba pensar. Estaba enfadada con sus hermanos y los trataba con rencor porque ellos no sabían de qué dones y privilegios disfrutaban gracias a la masculinidad: el derecho a vivir en la cálida seguridad del hogar paterno todo el tiempo que quisieran, el derecho a ir a la escuela y aprender sin límites.

La menstruación le llegó tarde. De vez en cuando su madre le hacía preguntas en tono informal, revelando su preocupación porque todavía no le hubiera venido. Pero una tarde, mientras Rachel estaba en la cocina ayudando a su madre a preparar mermelada de fresa, los calambres la hicieron doblarse. Su madre le dijo que mirara, y la sangre estaba allí. El corazón le latió a toda prisa aunque no era algo inesperado, no le había ocurrido fuera de casa, y no estaba sola. Su madre se hallaba a su lado; le habló dulcemente, y le enseñó lo que debía hacer. Todo fue perfecto hasta que la besó en la mejilla y le dijo que ya era una mujer.

Rachel se echó a llorar. Y no pudo detenerse. Lloró durante horas sin consuelo. Jay Geiger entró en el dormitorio de su hija y se recostó en la cama con ella, cosa que no hacía desde que era muy pequeña.

Le acarició el pelo y le preguntó qué le ocurría. Ella sacudía los hombros tan espasmódicamente que a él se le partía el corazón, y tuvo que hacerle la pregunta varias veces.

Finalmente, Rachel dijo con un susurro de voz:

—Papá, no quiero casarme. No quiero dejaros ni dejar esta casa.

Jay le besó la mejilla y fue a hablar con su esposa. Lillian estaba muy preocupada. Muchas niñas se casaban a los trece años, y ella pensaba que para su hija sería mejor si ellos le organizaban la vida mediante una buena unión con un judío que si cedían a su estúpido terror. Pero su esposo le recordó que cuando se habían casado, ella ya había cumplido los dieciséis años y no era una niña. Lo que era bueno para la madre sería bueno para la hija, que necesitaba tiempo para madurar y para acostumbrarse a la idea del matrimonio.

Así que Rachel tuvo un prolongado respiro. Su vida mejoró de inmediato. La señorita Burnham le informó a su padre que era una alumna dotada de una gran inteligencia, y que le iría muy bien continuar estudiando. Sus padres decidieron que siguiera asistiendo a la escuela en lugar de trabajar todo el día en la casa y en la granja, como hubiera sido lo normal, y se sintieron gratificados por la alegría de su hija y por el modo en que sus ojos recuperaron la vitalidad.

Tenía una amabilidad instintiva que formaba parte de su naturaleza, pero su desdicha la había vuelto particularmente sensible ante quienes se encontraban atrapados por las circunstancias. Siempre había estado tan unida a los Cole como si fuera de la misma sangre.

Cuando Chamán daba los primeros pasos, lo habían acostado una vez en la cama de ella; se le había escapado el pipí, y había sido Rachel quien lo había consolado y aliviado su vergüenza, y lo había protegido de las burlas de los otros chicos. La enfermedad que lo había despojado del sentido del oído la había inquietado porque era el primer incidente de su vida que le indicaba que existían peligros desconocidos e insospechados. Había observado los esfuerzos de Chamán, sintiendo la frustración de quien desea mejorar las cosas pero no puede hacer nada, y presenciaba los progresos de él con tanto orgullo y alegría como si se tratara de su propio hermano. Durante la época en que ella se desarrollaba, había visto a Chamán dejar de ser un niño para convertirse en un joven grande que dejaba atrás a su hermano Alex en estatura. Como el cuerpo de él había madurado pronto, durante los primeros años del crecimiento solía mostrarse torpe y desmañado como un cachorro, y ella sentía por él una ternura especial.

En varias ocasiones se había sentado en el sillón de orejas sin que la vieran, y se había maravillado ante el coraje y la tenacidad de Chamán, escuchando con fascinación la habilidad de Dorothy Burnham como maestra. Cuando la señorita Burnham había preguntado quién podría ayudar al niño, Rachel había reaccionado instintivamente, ansiosa de aprovechar la oportunidad. El doctor Cole y su esposa se habían mostrado agradecidos ante su buena disposición a trabajar con Chamán, y la familia de ella se había sentido satisfecha por lo que consideraba un rasgo de generosidad. Pero ella comprendía que, al menos en parte, quería ayudarlo porque él era su amigo más fiel, porque una vez, con absoluta seriedad, aquel niño se había ofrecido a matar a un hombre que le estaba haciendo daño a ella.

La corrección del problema de Chamán se basaba en horas y horas de trabajo en las que había que dejar de lado el cansancio, y él enseguida puso a prueba la autoridad de Rachel como jamás lo habría intentado con la señorita Burnham.

—Ya basta por hoy. Estoy cansado —le dijo la segunda vez que se reunieron a solas, después de que la señorita Burnham acompañara a Rachel media docena de veces en la realización de los ejercicios.

—No, Chamán —respondió Rachel con firmeza—. Aún no hemos terminado.

Pero él ya se había escurrido.

La segunda vez que ocurrió, ella se puso tan furiosa que sólo logró hacerlo sonreír y volver a los tiempos en que eran compañeros de juegos, mientras ella lo ponía verde. Pero al día siguiente, cuando volvió a suceder, a ella se le llenaron los ojos de lágrimas y él quedó desarmado.

—Bueno, entonces probemos otra vez —le dijo él de mala gana.

Rachel se sintió agradecida, pero nunca cedió a la tentación de controlarlo de esa forma porque tenía la impresión de que a él le iría mejor un planteamiento más inflexible. Después de un tiempo, las largas horas se convirtieron en una rutina para ambos. A medida que pasaban los meses y las posibilidades de Chamán se ampliaban, Rachel fue adaptando los ejercicios de la señorita Burnham y enseguida los superaron.

Pasaron mucho tiempo practicando la forma en que el significado podía cambiar según la acentuación de una palabra u otra en una frase, que por lo demás no variaba:

El niño está enfermo.

El niño está enfermo.

El niño está enfermo.

A veces Rachel le cogía la mano y se la apretaba para mostrarle dónde recaía el acento, y él se divertía. Había llegado a aborrecer el ejercicio de piano en el que identificaba la nota gracias a la vibración que sentía en la mano, porque su madre lo consideraba una gracia, y a veces lo llamaba al salón de las visitas para que lo hiciera. Pero Rachel continuaba trabajando con él en el piano, y se sentía fascinada cuando tocaba la escala en una clave diferente y él era capaz de detectar incluso ese sutil cambio.

Poco a poco pasó de percibir las notas del piano a distinguir las otras vibraciones del mundo que lo rodeaba. Pronto pudo detectar que alguien llamaba a la puerta, aunque no podía oír el golpe. Era capaz de percibir las pisadas en la escalera, aunque ninguna de las personas presentes pudiera oírlas.

Un día, tal como había hecho Dorothy Burnham, Rachel cogió la mano de Chamán y la colocó en su garganta. Al principio le habló en voz muy alta. Luego moderó la sonoridad de su voz hasta convertirla en un susurro.

—¿Notas la diferencia?

La piel de ella era cálida y muy suave, delicada aunque firme. Chamán notó los músculos y las cuerdas. Pensó en un cisne, y luego en un pájaro más pequeño, porque los latidos de Rachel palpitaron contra su mano de una forma que no había sentido al tocar el cuello más grueso y más corto de la señorita Burnham.

Él le sonrió.

—La noto —dijo.