35

La habitación secreta

Aquel otoño el mundo empezó a cambiar para Chamán; no fue un cambio brusco y desconcertante como el que había sufrido al perder el sentido del oído, sino una compleja alteración de su entorno que no fue menos modificadora por su carácter progresivo. Alex y Mal Howard se habían convertido en grandes amigos y su compañerismo bullicioso y risueño excluía a Chamán la mayor parte del tiempo. Rob J. y Sarah no estaban conformes con esa amistad; sabían que Mollie Howard era una mujer desaseada y quejosa, y su esposo Julian un vago, y detestaban que su hijo pasara el tiempo en la cabaña atestada y sucia de los Howard, a la que se acercaba una buena parte de los vecinos de la población para comprar el brebaje casero que Julian destilaba a partir del maíz triturado en un deshidratador oculto bajo una cubierta oxidada.

Ese malestar se vio justificado con la llegada de la Víspera de Todos los Santos, cuando Alex y Mal probaron el whisky que este había apartado mientras embotellaba la producción de su padre. Así inspirados, se dedicaron a dejar una serie de retretes volcados a lo ancho de medía población, lo que obligó a Alma Schroeder a salir arrastrándose y gritando de su retrete derribado, después de lo cual Gus Schroeder puso fin a la incontenible hilaridad de ambos apareciendo con su rifle de cazar búfalos.

El incidente dio lugar a una sucesión de desagradables conversaciones entre Alex y sus padres que Chamán hizo todo lo posible por evitar, porque después de observar los intercambios iniciales fue incapaz de leer el movimiento de sus labios. La reunión que mantuvieron los chicos, los padres y el sheriff London fue aún más desagradable.

Julian Howard afirmó que se había dado demasiada importancia a la travesura que un par de muchachos habían hecho la Víspera de Todos los Santos.

Rob J. intentó olvidar la antipatía que tenía a Howard; estaba seguro de que si en Holden’s Crossing había algún miembro de la Orden Suprema de la Bandera Estrellada, este era Howard, un hombre capaz de provocar bastantes problemas por su cuenta. Estaba de acuerdo con Howard en que los muchachos no eran asesinos ni criminales pero dado que su trabajo consideraba la digestión humana como algo serio, no se sentía inclinado a compartir la opinión general de que todo lo relacionado con la mierda fuera divertido, incluida la destrucción de retretes. Sabía que el sheriff London se sentía respaldado por media docena de quejas sobre los chicos, y que tomaría medidas contra ellos porque no sentía simpatía por ninguno de los padres. Rob J. sugirió que Alex y Mal se hicieran responsables de arreglar los desperfectos. Tres de los retretes se habían astillado o derrumbado. Otros dos no podían ser levantados sobre el mismo agujero, que había quedado obstruido. Como compensación, los muchachos debían cavar agujeros y reparar los retretes. Rob J. pagaría la madera que fuera necesaria, y Alex y Mal saldarían esa deuda con él trabajando en la granja. Y si no cumplían el trato, el sheriff London podría tomar medidas.

Mort London admitió de mala gana que no le parecía mal el plan.

Julian Howard se opuso hasta que supo que tanto su hijo como el de los Cole serían responsables también de sus tareas habituales; entonces estuvo de acuerdo. A Alex y a Mal no se les dio la posibilidad de negarse, de modo que durante el mes siguiente se convirtieron en expertos en la reparación de letrinas, cavando los agujeros antes de que el invierno helara el suelo, y realizando el trabajo de carpintería con los dedos entumecidos de frío. Trabajaban bien; todos «sus» retretes durarían varios años, excepto el que construyeron detrás de la casa de los Humphrey, que quedó astillado tras el tornado que arrasó la casa y el granero en el verano del sesenta y tres, acabando también con la vida de Irving y Letty Humphrey.

Alex era incontrolable. Una noche entró con la lámpara de aceite en la mano en el dormitorio que compartía con Chamán y anunció con profunda satisfacción que lo había hecho.

—¿Qué es lo que has hecho? —preguntó Chamán soñoliento, parpadeando para poder ver los labios de su hermano.

—Ya sabes. Lo he hecho. Con Pattie Drucker.

Chamán terminó de despertarse.

—Eres un asqueroso embustero, Bigger.

—No; lo he hecho con Pattie Drucker. En casa de su padre, mientras él cenaba fuera.

Chamán lo miró embelesado, incapaz de creerle, aunque con unas tremendas ganas de hacerlo

—Entonces dime cómo se hace.

Alex le sonrió con aire de suficiencia y explicó:

—Cuando metes el pirulí entre los pelos y todo lo demás, sientes algo tibio y agradable. Muy tibio y agradable. Pero entonces te excitas, de alguna manera y te mueves hacia atrás y hacia delante porque estás muy contento. Atrás y adelante, como hace el carnero con la oveja.

—¿Y la chica también se mueve hacia atrás y hacia delante?

—No. La chica se queda tendida y muy contenta, y te deja hacer.

_¿Y entonces qué ocurre?

—Bueno, se te cruzan los ojos. Esa cosa sale disparada de tu polla como una bala.

—¿Como una bala? ¿Y le hace daño a la chica?

—No, idiota, quiero decir tan rápido como una bala, no tan fuerte como una bala. Es más blanda que un flan, como cuando te lo haces tú mismo. De todos modos, después de eso casi todo ha terminado.

Chamán quedó convencido por la gran cantidad de detalles que nunca había oído mencionar.

—¿Eso quiere decir que Patty Drucker es tu chica?

—¡No! —exclamó Alex.

—¿Estás seguro? —preguntó Chamán ansiosamente.

Pattie Drucker ya era casi tan grande como su pálida madre, y su risa sonaba como un rebuzno.

—Eres demasiado pequeño para entenderlo —murmuró Alex, preocupado y contrariado, y apagó la lámpara para interrumpir la conversación.

Chamán se quedó despierto, pensando en lo que Alex le había contado, también excitado y preocupado. No le gustaba la parte en que se cruzaban los ojos. Luke Stebbins le había dicho que si se lo hacía solo podía quedarse ciego. Tenía suficiente con la sordera, no quería perder ningún otro sentido. «Tal vez ya había empezado a quedarse ciego», pensó, y a la mañana siguiente anduvo de un lado a otro comprobando ansiosamente su visión de lejos y de cerca.

Cuanto menos tiempo pasaba Bigger con él, más se dedicaba Chamán a los libros. Los leía a toda prisa y los pedía prestados sin ningún tipo de reparo. Los Geiger tenían una buena biblioteca y le permitían llevarse los libros prestados. Para su cumpleaños y para Navidad todos le regalaban libros, el combustible para el fuego que él encendía contra el frío de la soledad. La señorita Burnham decía que jamás había conocido a nadie que leyera tanto.

La maestra lo hacía trabajar sin descanso para que mejorara su expresión. Durante las vacaciones de la escuela recibía alojamiento y pensión gratuitos en casa de los Cole, y Rob J. se ocupaba de que los esfuerzos que hacía por su hijo quedaran recompensados, pero ella no trabajaba con Chamán por interés personal. Había convertido la claridad de expresión de Chamán en su propio objetivo. Los ejercicios con la mano del muchacho sobre el piano continuaban sin cesar. Se sintió fascinada al comprobar que desde el principio el chico captaba la diferencia entre las distintas vibraciones, y que poco tiempo después era capaz de identificar las notas en cuanto ella las tocaba.

El vocabulario de Chamán se iba ampliando gracias a la lectura, pero tenía dificultades con la pronunciación y no podía corregirla escuchando las voces de los demás. Por ejemplo, pronunciaba «habito» en vez de «hábito» y ella se dio cuenta de que parte de su dificultad se debía a que ignoraba dónde acentuar las palabras. Utilizó una pelota de goma para mostrarle cuál era el problema, lanzándola suavemente para indicar una acentuación normal, y con más fuerza para señalar una acentuación mayor. Incluso eso le llevó tiempo, porque la actividad corriente de recoger una pelota que rebota representaba para él una gran dificultad. La señorita Burnham se dio cuenta de que ella estaba preparada para recoger la pelota gracias al sonido que esta hacía al golpear contra el suelo. Chamán no tenía este tipo de preparación, y tuvo que aprender a cogerla memorizando la cantidad de tiempo que la pelota tardaba en llegar al suelo y rebotar hasta su mano cuando la lanzaba con una determinada fuerza.

Cuando Chamán logró identificar el rebote de la pelota como una representación de la acentuación, ella puso en marcha una serie de ejercicios con la pizarra y la tiza, escribiendo palabras y luego dibujando pequeños círculos sobre las sílabas que recibían una acentuación oral normal, y círculos más grandes sobre las sílabas que debían acentuar. Ca-te-dral. Bue-nos-días. Cua-dro. Fies-ta. U-ná-mon-ta-ñá.

Rob J. se unió a sus esfuerzos enseñándole a Chamán a hacer malabarismos, y a menudo Alex y Mal Howard se sumaban a las lecciones.

A veces Rob había hecho malabarismos para entretenerlos, y ellos se divertían y se mostraban interesados, pero la técnica era difícil. No obstante, los estimulaba a que perseveraran.

—En Kilmarnock, todos los chicos de la familia Cole aprenden a hacer malabarismos. Es una antigua costumbre familiar. Si ellos pueden aprender a hacerlos, vosotros también —les decía, y ellos descubrieron que tenía razón. Para decepción de Rob, Mal Howard resultó ser el mejor malabarista de los tres, y pronto pudo trabajar con cuatro pelotas. Pero Chamán le seguía de cerca, y Alex tuvo que practicar tenazmente para poder mantener tres pelotas en el aire con soltura. El objetivo no era forjar un artista sino darle a Chamán la noción de la diferencia de ritmos. Y funcionó.

Una tarde, mientras la señorita Burnham estaba delante del piano de Lillian Geiger con el muchacho, le cogió la mano que tenía apoyada en la caja de resonancia y la colocó en la garganta de ella.

—Mientras yo hablo —dijo—, las cuerdas de mi laringe vibran, como las cuerdas del piano. ¿Percibes las vibraciones, el modo en que cambian con cada palabra?

Él asintió embelesado, y se miraron sonrientes.

—¡Oh, Chamán! —exclamó Dorothy Burnham, apartando la mano del chico de su garganta y estrechándola entre las suyas—. ¡Estás haciendo muchos progresos! Pero necesitas un entrenamiento constante, más del que yo puedo darte durante el curso. ¿Alguien podría ayudarte?

Chamán sabía que su padre estaba ocupado con los enfermos. Su madre se dedicaba a trabajar para la iglesia, y él captaba la poca disposición de ella a ocuparse de su sordera, cosa que lo desconcertaba pero que no era imaginada. Y Alex se iba con Mal cada vez que terminaba sus tareas.

Dorothy suspiró.

—¿A quién podríamos encontrar que pudiera trabajar contigo de una forma regular?

—A mí me encantaría ayudar —dijo de repente una voz surgida de un enorme sillón de orejas con respaldo de crin que se encontraba de espaldas al piano, y Dorothy se sorprendió al ver que Rachel Geiger se levantaba a toda prisa del sillón y se acercaba a ellos.

La maestra se preguntó cuántas veces la niña habría estado allí sentada sin que la vieran, oyendo mientras ellos hacían los ejercicios.

—De verdad que puedo hacerlo, señorita Burnham —afirmó Rachel casi sin resuello.

Chamán pareció encantado.

Dorothy le sonrió a Rachel y le apretó la mano.

—Estoy segura de que lo harás muy bien, cariño —le dijo.

Rob J. no había recibido respuesta alguna a las cartas que había enviado con relación a la muerte de Makwa. Una noche se sentó a la mesa y desahogó su frustración redactando otra carta, en tono áspero, con la intención de armar un poco de alboroto.

«… Los delitos de violación y asesinato han sido totalmente pasados por alto por los representantes del gobierno y de la ley, hecho que lleva a plantear la pregunta de si el Estado de Illinois, o incluso Estados Unidos de América, es un reino de auténtica civilización o un sitio en el que los hombres pueden comportarse como auténticas bestias con toda impunidad». Despachó copia de las cartas a las mismas autoridades con las que ya se había puesto en contacto; tenía la esperanza de que el tono áspero de las mismas produjera algún resultado.

Pensó malhumorado que nadie se había puesto en contacto con él.

Había cavado la habitación en el cobertizo a un ritmo casi frenético, pero ahora que estaba hecha no tenía noticias de George Cliburne. Al principio, a medida que los días se convertían en semanas, pasaba horas pensando cómo harían para avisarle, y luego empezó a preguntarse por qué lo dejaban de lado. Apartó la habitación secreta de su mente y se resignó al conocido acortamiento de los días, a la enorme «Y» que formaban los gansos mientras acuchillaban el aire azul en su vuelo hacia el sur, al estruendoso sonido del río que se volvía cristalino a medida que el agua se enfriaba. Una mañana cabalgó hasta el pueblo y Carroll Wilkenson se levantó de la silla que ocupaba en el porche del almacén y caminó hasta donde Rob J. desmontaba de una pequeña yegua pinta de cuello encorvado.

—¿Yegua nueva, doctor?

—Sólo estoy probándola. Nuestra Vicky ya está casi ciega. Es fantástica para que los chicos paseen por la pradera, pero… Esta pertenece a Tom Beckermann.

Sacudió la cabeza. El doctor Beckermann le había dicho que la pinta tenía cinco años de edad, pero los incisivos inferiores del animal estaban tan gastados que él supo que tenía más del doble; además se sobresaltaba con los insectos y las sombras.

—¿Prefiere las yeguas?

—No necesariamente. Aunque en mi opinión son más tranquilas que los sementales.

—Creo que tiene usted razón. Toda la razón… Ayer tropecé con George Cliburne. Me pidió que le dijera que tiene algunos libros nuevos en su casa, y que tal vez le interese echarles un vistazo.

Esa era la señal, que cogió a Rob J. por sorpresa.

—Gracias, Carroll. George tiene una biblioteca maravillosa —respondió, con la esperanza de que su voz sonara serena.

—Sí, así es. —Wilkenson levantó la mano para despedirse—. Bueno, haré correr la voz de que quiere comprar una yegua.

—Se lo agradeceré —repuso Rob J.

Después de la cena Rob J. estudió el cielo para asegurarse de que no habría luna. Durante toda la tarde habían pasado negros nubarrones.

El aire parecía el de una lavandería después de lavar durante dos días, y prometía lluvia antes de la mañana.

Se acostó temprano y logró dormir unas pocas horas, pero tenía la habilidad de los médicos para hacer una siesta corta, de modo que alrededor de la una estaba despierto y despabilado. Recuperó el tiempo perdido y se apartó del calor del cuerpo de Sarah antes de las dos. Se había acostado en ropa interior, y cogió el resto de la ropa en silencio, a oscuras, y se vistió en la planta baja. Sarah estaba acostumbrada a que él se marchara a cualquier hora para atender algún paciente, y siguió durmiendo profundamente.

Las botas de Rob estaban en el suelo, debajo de su abrigo, en el vestíbulo delantero. Una vez en el establo ensilló a Reina Victoria porque sólo iría hasta el lugar en que el sendero de entrada a la casa de los Cole se encontraba con el camino público, y Vicky conocía ese tramo tan bien que no necesitaba tener buena vista. Estaba tan nervioso que hizo todo con demasiado tiempo, y diez minutos después de llegar al camino se sentó y acarició el pescuezo de la yegua mientras empezaba a caer una débil lluvia. Aguzó el oído para captar sonidos imaginados, pero por fin oyó sonidos reales, el chirrido y el tintineo de unos arreos, el ruido de los cascos de un caballo de tiro que avanzaba pesadamente. Un instante más tarde el carro tomó forma: un carro cargado de heno.

—Entonces has venido —dijo George Cliburne tranquilamente.

Rob J. luchó contra el impulso de negar que era él y se quedó sentado mientras Cliburne buscaba entre el heno y de este salía otra forma humana. Evidentemente, Cliburne ya le había dado instrucciones al esclavo, porque sin hacer ningún comentario el hombre se aferró a la parte de atrás de la montura de Vicky y montó detrás de Rob.

—Que Dios te acompañe —lo saludó Cliburne alegremente, tirando de las riendas y poniendo en marcha el carro.

Con anterioridad —y tal vez varias veces— el negro había perdido el control de su vejiga. Gracias a su experta nariz, Rob supo que la orina se había secado, quizá varios días antes, pero apartó su cuerpo del penetrante olor a amoniaco que le llegaba desde atrás. Cuando pasaron frente a la casa, todo estaba a oscuras. Había pensado colocar al hombre en el refugio subterráneo a toda prisa, desensillar el caballo y volver a meterse en la cama caliente. Pero una vez dentro del cobertizo, el proceso resultó más complicado.

Cuando encendió la lámpara vio que se trataba de un hombre negro entre treinta y cuarenta años, de ojos asustados y cautelosos como los de un animal acosado, nariz grande y ganchuda y pelo enmarañado como la lana de un carnero. Llevaba zapatos resistentes, una camisa adecuada y unos pantalones tan raídos y agujereados que faltaba más tela de la que quedaba.

Rob J. quería preguntarle cómo se llamaba y de dónde había huido, pero Cliburne le había advertido que hacer preguntas iba en contra de las reglas. Retiró los tablones y detalló lo que había dentro del escondite: un recipiente con tapa para las necesidades fisiológicas, papel de periódico para limpiarse, una jarra de agua para beber, una bolsa de galletas. El negro no dijo nada; se agachó y entró, y Rob volvió a colocar los tablones.

Había un recipiente de agua sobre la estufa apagada. Rob J. preparó y encendió el fuego. En el establo, colgados de un clavo, encontró sus pantalones más viejos de trabajo —que eran demasiado largos y demasiado grandes— y unos tirantes que en otros tiempos habían sido rojos y ahora estaban grises de polvo, el tipo de tirantes a los que Alden llamaba suspensorios. Los pantalones enrollados podían resultar peligrosos si quien los llevaba tenía que correr, así que cortó un trozo de veinte centímetros a cada pierna con las tijeras quirúrgicas. Cuando terminó de poner en su sitio la yegua, el agua que estaba encima de la estufa se había calentado. Volvió a retirar los tablones y pasó el agua, los trapos, el jabón y los pantalones al interior del escondite; colocó otra vez los tablones, apagó la estufa y luego la lámpara.

Vaciló antes de marcharse.

—Buenas noches —dijo mirando los tablones.

Se oyó un movimiento, como el ruido que hace un oso en su madriguera; el hombre se estaba lavando.

—Gracias, señor —llegó por fin la respuesta como un ronco susurro, como si alguien hablara en una iglesia.

«El primer huésped de la posada», pensó Rob J. El hombre se quedó allí durante setenta y tres horas. Después de dedicarle un saludo tranquilo y alegre en un tono tan cortés que resultó casi formal, George Cliburne lo recogió en medio de la noche y se lo llevó. Aunque estaba tan oscuro que Rob J. no pudo ver los detalles, tenía la seguridad de que el cuáquero llevaba el pelo prolijamente peinado sobre la coronilla, y las mejillas rosadas tan bien afeitadas como si fuera mediodía.

Aproximadamente una semana más tarde, Rob J. tuvo miedo de que él, Cliburne, el doctor Barr y Carroll Wilkenson fueran arrestados como cómplices de robo de la propiedad privada, porque oyó decir que Mort London había cogido a un esclavo fugado. Pero resultó que no se trataba de «su» negro sino de un esclavo que se había escapado de Louisiana y se había ocultado en una barcaza sin que nadie se enterara ni pudiera ayudarlo.

Fue una buena semana para Mort London. Unos días después de recibir una recompensa en metálico por devolver al esclavo, Nick Holden premió su prolongada lealtad haciendo que lo nombraran delegado del oficial de justicia de Estados Unidos en Rock Island. London renunció de inmediato al puesto de sheriff, y por recomendación suya el alcalde Anderson nombró a su único ayudante, Fritzie Graham, para que se ocupara de la oficina hasta las siguientes elecciones. Rob J. no simpatizaba con Graham, pero la primera vez que se encontraron, el nuevo sheriff en funciones se apresuró a señalar que no estaba interesado en mantener las disputas de Mort London.

—Espero que se convierta otra vez en un forense activo, doctor.

Realmente activo.

—Yo también lo espero —respondió Rob J.

Y era verdad, porque había echado mucho de menos las oportunidades de depurar su técnica quirúrgica realizando disecciones.

Alentado por estas palabras, no pudo resistir la tentación de pedirle a Graham que reabriera el caso del asesinato de Makwa, pero sólo obtuvo de Fritzie una mirada tan cautelosa e incrédula que enseguida supo cuál era la respuesta, aunque aquel le prometió que haría todo lo que estuviera en sus manos.

Los ojos de Reina Victoria habían quedado afectados por unas cataratas que los cubrían de una capa densa y lechosa, y la vieja y mansa yegua ya no veía nada. Si hubiera sido más joven la habría operado para extraérselas, pero la yegua ya no tenía fuerzas para trabajar, y él no veía ningún motivo para hacerla sufrir. Tampoco pensaba sacrificarla porque parecía contenta entre los pastos, donde tarde o temprano todos los que estaban en la granja se detenían a darle una manzana o una zanahoria.

La familia tenía que contar con un caballo cuando Rob estaba fuera de casa. La otra yegua, Bess, era más vieja que Vicky y también tendría que ser reemplazada muy pronto, de modo que Rob mantenía los ojos bien abiertos ante cualquier caballo que estuviera disponible. Él era un animal de costumbres y detestaba tener que depender de un caballo nuevo, pero finalmente, en noviembre, le compró a los Schroeder una pequeña yegua baya ni joven ni vieja, por un precio tan razonable que no lamentaría perder si no era lo que necesitaba. Los Schroeder la llamaban Trade, y ni él ni Sarah vieron la necesidad de cambiarle el nombre. Rob dio unos paseos cortos con ella, pensando que le iba a decepcionar, aunque en el fondo sabía que Alma y Gus nunca le habrían vendido una mala yegua.

Una fresca tarde la ensilló y se fue con ella a hacer las visitas domiciliarias, que les hicieron recorrer toda la población y sus alrededores. La yegua era más pequeña que Vicky y que Bess, y parecía más delgada debajo de la montura, pero respondía bien y no era un animal nervioso. Cuando regresaron a casa, al caer la tarde, Rob supo que la yegua se portaría bien, y dedicó un buen rato a almohazarla, y a darle agua y comida. Los Schroeder siempre le habían hablado en alemán. Rob J. le había hablado todo el día en inglés, pero ahora le palmeó la ijada y sonrió.

Gute Nacht, Meine Gnadige Liebchen —dijo, derrochando imprudentemente y de una sola vez todo su vocabulario alemán.

Cogió el farol y empezó a salir del establo, pero cuando llegó a la puerta se produjo una fuerte detonación. Rob vaciló; intentó identificar el sonido, procurando convencerse de que cualquier sonido podía parecerse al del disparo de un rifle, pero inmediatamente después del estampido producido por la pólvora hubo un ruido sordo y un crujido al tiempo que el proyectil arrancaba una astilla de nogal del dintel de la puerta del establo, a menos de veinte centímetros por encima de su cabeza.

Cuando recuperó el sentido se metió en el establo a toda prisa y apagó el farol.

Oyó que la puerta de atrás de la casa se abría y se cerraba de golpe, y luego oyó que alguien corría.

—¿Papá? ¿Te encuentras bien? —le preguntó Alex.

—Sí. Vuelve a casa.

—¿Qué…?

—¡Ahora mismo!

Los pasos retrocedieron, la puerta se abrió y se cerró de golpe.

Mientras miraba en la penumbra se dio cuenta de que temblaba. Los tres caballos se movieron, nerviosos, y Vicky relinchó. El tiempo pareció detenerse.

—¿Doctor Cole? —La voz de Alden se acercaba—. ¿Ha sido usted el que ha disparado?

—No, alguien ha disparado al establo. Ha estado a punto de darme.

—Quédese donde está —le gritó Alden en tono decidido.

Rob J. sabía cómo operaba la mente de su jornalero. Le habría llevado demasiado tiempo coger el arma que guardaba en su cabaña para cazar gansos; de modo que cogería el rifle de caza que Rob guardaba en su casa. Oyó sus pasos y su voz al abrir la puerta:

—Soy yo.

Y la puerta se cerró.

… Y se abrió otra vez. Oyó que Alden se alejaba, y luego hubo silencio. Pasaron siete minutos que parecieron un siglo, y por fin unas pisadas regresaron al establo.

—No veo a nadie ahí fuera, doctor Cole, y he mirado muy bien.

¿Dónde dio la bala? —Cuando Rob J. señaló el dintel astillado, Alden tuvo que ponerse de puntillas para tocarlo. Ninguno de los dos encendió el farol para verlo mejor—. ¿Qué demonios…? —dijo Alden con voz vacilante; la palidez de su rostro era fácilmente visible a pesar de la oscuridad—. No tiene importancia que estuviera cazando furtivamente en su propiedad. Pero cazar tan cerca de la casa, cuando ya no hay luz… ¡Como pille a ese estúpido se va a acordar!

—No ha ocurrido nada grave. Me alegro de que estuvieras aquí —dijo Rob J. tocándole el hombro.

Entraron juntos en la casa para tranquilizar a la familia y olvidar lo que podría haber sido un accidente. Rob J. sirvió una copa de coñac a Alden y bebió con él, cosa que rara vez hacía.

Sarah había preparado una cena que a él le encantaba: pimientos verdes y calabacines rellenos de carne picada y sazonada, guisados con patatas y zanahorias. Comió con apetito y elogió la cocina de su esposa, pero luego buscó la soledad del porche.

Sabía que ningún cazador sería tan descuidado como para acercarse tanto a la casa y disparar con la poca luz que había al anochecer.

Pensó en la posibilidad de una relación entre el incidente y el escondite, y llegó a la conclusión de que no había ninguna. Si alguien quería causarle problemas porque ayudaba a los esclavos a escapar, esperaría a que llegara el siguiente negro. Entonces haría arrestar al insensato doctor Cole y recibiría una gratificación por devolver al esclavo.

Pero no pudo evitar la creciente sensación de que el disparo había sido la advertencia de alguien que quería hacerle reflexionar.

La luna prestaba su brillo a la oscuridad; no era una noche para trasladar gente perseguida. Sentado y mirando hacia fuera, estudiando las sombras de los árboles mecidos por el viento, tuvo la segura intuición de que por fin había recibido respuesta a sus cartas.