El regreso
Una mañana en que la niebla colgaba como un espeso manto de vapor sobre el río y se aferraba a la franja del bosque, Chamán salió de su casa con paso lento y pasó de largo junto al retrete para ir a mear lánguidamente sobre la corriente caudalosa. A través de las capas más altas de la niebla brillaba un disco de color naranja que iluminaba las capas más bajas con un pálido resplandor. El mundo era nuevo y fresco y olía bien, y lo que podía ver del río y del bosque armonizaba con la paz permanente de sus oídos. Se dijo que si iba a dedicar el día a pescar, tendría que empezar temprano.
Se alejó del río. Entre él y su casa se alzaba la tumba, y cuando vio la figura entre los jirones de niebla no sintió miedo, sólo una rápida batalla entre la incredulidad y un abrumador arrebato de la felicidad y gratitud más dulces que conocía. Espíritu, yo te convoco. Espíritu, contigo hablo.
—¡Makwa! —gritó lleno de alegría, y avanzó.
—¿Chamán?
Cuando llegó hasta ella, lo primero que sacudió su mente fue darse cuenta de que no era Makwa.
—¿Luna? —preguntó vacilante; la mujer tenía muy mal aspecto.
Detrás de Luna vio otras dos figuras, dos hombres. Uno era un indio que él no conocía, y el otro era Perro de Piedra, que había trabajado para Jay Geiger. Perro de Piedra llevaba el torso desnudo y pantalones de gamuza. El desconocido usaba pantalones de tela tejida en casa y una camisa raída. Los dos iban calzados con mocasines. Luna llevaba unas botas de trabajo como las de los blancos, y un vestido azul, viejo y sucio, roto en el hombro derecho. Los hombres llevaban cosas que Chamán reconoció: una estopilla, un jamón ahumado, una pierna de cordero cruda; se dio cuenta de que habían forzado la puerta de la despensa.
—¿Tienes whisky? —preguntó Perro de Piedra, y Luna le dijo algo en sauk en tono áspero, y luego se derrumbó en el suelo.
—Luna, ¿te encuentras bien? —le preguntó Chamán.
—Chamán. ¡Qué grande estás!
Lo miró asombrada. Chamán se arrodilló junto a ella.
—¿Dónde has estado? ¿Los demás también están aquí?
—No…, los demás en Kansas. En la reserva. Dejo hijos allí, pero…
Cerró los ojos.
—Voy a buscar a mi padre —le dijo Chamán, con los ojos muy abiertos.
—Nos hicieron mucho daño, Chamán —musitó.
Tanteó buscando las manos de él, y las sujetó con fuerza.
Chamán sintió que algo pasaba del cuerpo de ella a la mente de él.
Como si pudiera oír otra vez y hubiera estallado un trueno; y supo —de alguna manera, supo— lo que le iba a ocurrir a Luna. Sintió un hormigueo en las manos. Abrió la boca pero no pudo gritar, no pudo avisarle.
Estaba paralizado por un miedo totalmente nuevo para él, más cruel que el terror de la sordera recién conocida, mucho peor que cualquier cosa que hubiera experimentado en toda su vida.
Finalmente logró apartar las manos de ella.
Huyó en dirección a la casa, como si fuera su última oportunidad.
—¡Papá! —chilló.
Rob J. estaba acostumbrado a que le despertaran para atender alguna urgencia, pero no por la histeria de su hijo. Chamán no dejaba de farfullar que Luna había regresado y que se estaba muriendo. Sus padres necesitaron varios minutos para comprender lo que decía y para convencerlo de que centrara la mirada en los labios de ellos, que querían hacerle preguntas. Cuando comprendieron que Luna realmente había regresado y que estaba muy enferma, tendida en el suelo junto al río, salieron de la casa corriendo.
La niebla se desvanecía por momentos. Había más visibilidad, y pudieron ver claramente que allí no había nadie. Interrogaron a Chamán varias veces más, con detenimiento. El niño insistió en que Luna, Perro de Piedra y otro sauk habían estado allí. Volvió a describir la forma en que iban vestidos, lo que habían dicho, y el aspecto que tenían.
Sarah salió corriendo cuando oyó decir a Chamán lo que llevaban los indios, y regresó furiosa porque la despensa había sido forzada y faltaban algunos alimentos conseguidos a costa de un gran esfuerzo.
—Robert Cole —dijo de mal humor—, ¿no cogerías tú esas cosas y luego te inventaste esa historia de que los sauk han regresado?
Rob J. fue hasta el río y caminó junto a la orilla llamando a gritos a Luna, pero nadie respondió Chamán sollozaba inconsolablemente.
—Se está muriendo, papá.
—Bueno, ¿y tú cómo lo sabes?
—Ella me cogió las manos, y ella…
El chico se estremeció.
Rob J. miró fijamente a su hijo y suspiró. Rodeó a Chamán con sus brazos y lo estrechó con fuerza contra su pecho.
—No tengas miedo. Lo que le ocurrió a Luna no es culpa tuya. Hablaré contigo sobre esto e intentaré explicártelo. Pero creo que sería mejor que antes intentáramos encontrarla —sugirió.
Montó a caballo y emprendió la búsqueda. Durante toda la mañana se concentró en la gruesa franja del bosque que se extendía a la orilla del río, porque si él estuviera huyendo y quisiera esconderse habría ido al bosque. Cabalgó primero rumbo al norte, hacia Wisconsin, y luego regresó y fue hacia el sur. De vez en cuando la llamaba a gritos, pero en ningún momento obtuvo respuesta.
Era posible que se hubiera acercado a ellos mientras los buscaba. Los tres sauk podrían haber esperado entre la maleza, dejando que Rob J. pasara de largo; tal vez lo habían hecho varias veces. A primeras horas de la tarde tuvo que reconocer que no sabía cómo pensaban los sauk fugitivos, porque él no era un sauk fugitivo. Tal vez habían abandonado inmediatamente el río. La pradera estaba cubierta por la vegetación típica de finales del verano, hierbas altas que podían ocultar el avance de tres personas; y los campos de maíz cuyos cultivos eran algo más altos que cualquier persona, proporcionaban una protección perfecta.
Cuando por fin se dio por vencido regresó a casa, donde le esperaba Chamán. El chico quedó claramente decepcionado al enterarse de que la búsqueda de su padre había resultado infructuosa.
Se sentó a solas con su hijo bajo un árbol, a la orilla del río, y le habló del Don, de cómo le había sido dado a algunos miembros de la familia desde tiempos inmemoriales.
—No a todos. A veces se salta una generación. Mi padre lo tenía, pero mi hermano no, y tampoco mi tío. Le sucede a algunos Cole cuando son muy jóvenes.
—¿Tú lo tienes, papá?
—Sí.
—¿Cuántos años tenías cuando…?
—A mí no me fue dado hasta que tenía casi cinco años más que tú.
—¿Qué es? —preguntó el niño con voz débil.
—Verás, Chamán… No lo sé en realidad. Sé que no tiene nada de mágico. Creo que es una clase de sentido, como la vista, el oído o el olfato.
Algunos somos capaces de coger las manos de una persona y saber si se está muriendo. Creo que simplemente se trata de una sensibilidad adicional, como sentir el pulso cuando tocas diferentes partes del cuerpo.
A veces… —Encogió los hombros—. A veces es un don que viene muy bien cuando se es médico.
Chamán asintió, con movimientos temblorosos.
—Supongo que me vendrá bien cuando yo me convierta en médico.
Rob J. se enfrentó al hecho de que si su hijo era suficientemente adulto para recibir el Don, también era bastante maduro para enfrentarse a otras cosas.
—Tú no vas a ser médico, Chamán —dijo suavemente—. Un médico tiene que oír. Yo utilizo el oído todos los días cuando atiendo a mis pacientes. Para auscultarles el pecho, para oír su respiración, o para percibir la cualidad de su voz. Un médico tiene que ser capaz de oír que le piden ayuda. Un médico necesita sus cinco sentidos, sencillamente.
Le dolió ver la mirada de su hijo.
—¿Entonces qué haré cuando sea mayor?
—Esta es una buena granja. Puedes trabajar en ella con Bigger —sugirió Rob J., pero el muchacho sacudió la cabeza—. Bueno, pues entonces podrías convertirte en un hombre de negocios o algo así, tal vez trabajar en una tienda. La señorita Burnham dice que eres uno de los alumnos más brillantes que ha tenido. Quizá te gustaría dar clases.
—No, no quiero dar clases.
—Chamán, aún eres un niño. Faltan varios años para que tengas que decidir. Mientras tanto, mantén bien abiertos los ojos. Observa a la gente y estudia sus ocupaciones. Hay muchas formas de ganarse la vida.
Puedes elegir cualquiera de ellas.
—Menos una —protestó Chamán.
Rob J. no se habría permitido exponer a su hijo a un sufrimiento innecesario aceptando la posibilidad de un sueño que en realidad no creía realizable.
—Sí. Menos una —dijo con firmeza.
Había sido un día triste que había dejado a Rob J. furioso ante la injusticia de la vida. Detestaba tener que destruir el maravilloso sueño de su hijo. Era tan terrible como decirle a alguien que ama la vida que no tiene sentido hacer planes a largo plazo.
Se paseó de un lado a otro de la granja. Cerca del río los mosquitos compitieron con él por la sombra de los árboles y zumbaron en sus oídos.
Sabía que nunca más volvería a ver a Luna. Deseó haber tenido la posibilidad de decirle adiós. Le habría preguntado dónde había sido enterrado viene Cantando. Le hubiera gustado enterrar a los dos como correspondía, pero tal vez en este momento Luna también habría sido abandonada en una tumba sin marcas. Como quien entierra una basura.
Al pensar en esto se sintió furioso, y también culpable porque él era parte de los problemas de ellos, lo mismo que la granja. En otros tiempos, los sauk habían poseído granjas magníficas y Pueblos de los Muertos en los que las tumbas estaban marcadas.
«Nos hicieron mucho daño», le había dicho Luna a Chamán.
En Estados Unidos había una buena Constitución, y Rob J. la había leído atentamente. Proclamaba la libertad, pero Rob tenía que reconocer que sólo se aplicaba a personas cuya piel iba del rosado al tostado. Las personas de piel más oscura bien podían llevar pieles o plumas.
Durante todo el tiempo que dedicó a pasearse por la granja estuvo buscando algo. Al principio no se dio cuenta, y luego, cuando comprendió lo que estaba haciendo, se sintió un poco mejor, aunque no demasiado. El lugar que buscaba no debía encontrarse en los campos ni en los bosques por los que Alden o alguno de los chicos —o incluso un cazador furtivo— pudiera pasar. La casa propiamente dicha era inadecuada porque necesitaría ocultársela a su familia, cosa que le fastidiaba enormemente. El dispensario a veces estaba desierto, pero en las horas de consulta quedaba atestado de pacientes. El establo también era un sitio muy frecuentado. Pero…
En la parte de atrás del establo había un cobertizo largo y estrecho, separado por una pared del lugar donde se ordeñaba. Era el cobertizo de Rob J., el lugar donde almacenaba los medicamentos, los tónicos y otros productos medicinales. Además de las hierbas que tenía colgadas y de los frascos y vasijas que llenaban las estanterías, guardaba una tabla de madera y un fuego suplementario de instrumentos de drenaje, porque cuando le pedían que practicara una autopsia realizaba la disección en el cobertizo, que tenía una sólida puerta de madera y una buena cerradura.
La estrecha pared norte del cobertizo, lo mismo que toda la pared norte del propio establo, estaba construida en una elevación. En el cobertizo, una parte de la pared era un saliente rocoso, y el resto era de tierra.
Rob J. dedicó el día siguiente a atender el atestado dispensario y a hacer unas cuantas visitas domiciliarias, pero la mañana después dispuso de tiempo. Fue un día lleno de casualidades porque Chamán y Alden estaban reparando las vallas y construyendo un comedero con techo de una vertiente en la zona más alejada, y Sarah trabajaba en un proyecto de la iglesia. En la casa sólo se encontraba Kate Stryker —a quien Sarah había contratado para que la ayudara durante algunas horas en las tareas domésticas, después de que Luna se marchara—, pero Kate no lo molestaría.
En cuanto los demás se alejaron de esa zona de la granja, él llevó un pico y una pala y se puso enseguida a trabajar. No hacía mucho que había hecho un trabajo físico prolongado, y avanzó a buen ritmo. El terreno era rocoso y tan duro como la mayor parte del de la granja, pero él era un hombre fuerte y el pico abría el suelo sin dificultad. De vez en cuando tiraba tierra con la pala en una carretilla y la trasladaba a una buena distancia del establo, hasta un pequeño barranco. Había calculado que tal vez estaría varios días cavando, pero a primeras horas de la tarde llegó al saliente. La pared rocosa se extendía hacia el norte, de modo que la excavación sólo tenía un metro de profundidad en un extremo, algo más de uno y medio en el otro, y menos de un metro y medio de ancho. El espacio que quedaba era apenas suficiente para acostarse, sobre todo si había que guardar en él alimentos y otras provisiones, pero Rob J. pensó que serviría. Cubrió la abertura con unos tablones verticales de más de dos centímetros de grosor que habían estado amontonados fuera durante más de un año, de modo que parecían tan viejos como el resto del establo. Utilizó una lezna para agrandar un poco algunos agujeros de los clavos y aceitó los clavos que introdujo en los agujeros, de forma tal que algunos tablones podían ser retirados y colocados nuevamente con toda facilidad y sin hacer ruido.
Trabajó con mucho cuidado, trasladando la carretilla hasta el bosque y cargando musgo, que esparció en el barranco para ocultar la tierra añadida.
A la mañana siguiente cabalgó hasta Rock Island y mantuvo una breve pero significativa charla con George Cliburne.