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Los días en la escuela

Rob J. disfrutaba en las reuniones de la Asociación de Médicos. A veces resultaban formativas. Por lo general le proporcionaban una velada en compañía de otros hombres que habían vivido experiencias similares y con los que tenía un lenguaje en común. En la reunión de noviembre, Julius Barton, un joven médico del norte del distrito, habló de las mordeduras de serpiente y recordó algunas mordeduras de animal que había tratado, incluyendo el caso de una mujer que había sido mordida en la nalga hasta sangrar.

—Su esposo dijo que había sido el perro, lo que suponía un caso especialmente raro porque el tipo de mordedura indicaba que el perro debía de tener dentadura humana.

Para no ser menos, Tom Beckermann mencionó el caso de un hombre que adoraba los gatos y que tenía un arañazo en los testículos que podría haber sido producido por un gato… o tal vez no. Tobías Barr dijo que ese tipo de cosas no eran infrecuentes y que hacía tan sólo un par de meses había atendido a un hombre que tenía la cara destrozada.

—También dijo que lo había arañado un gato, pero en ese caso el gato sólo tenía tres uñas y eran tan grandes como las de una mujer —comentó Barr, provocando nuevas carcajadas.

Enseguida empezó a contar otra anécdota y se sintió molesto cuando Rob Cole lo interrumpió para preguntarle si recordaba exactamente cuándo había atendido al paciente de la cara arañada.

—No —respondió, y reanudó el relato.

Después de la reunión, Rob J. abordó al doctor Barr.

—Tobías, ¿puede ser que a ese paciente de la cara arañada lo hubieras atendido el 3 de septiembre?

—No lo sé con exactitud. No lo registré. —El doctor Barr siempre se mostraba a la defensiva por no llevar un registro, consciente de que el doctor Cole practicaba un tipo de medicina más científica—. ¡Por Dios, no hay necesidad de apuntar hasta el último detalle! Y menos con un paciente como ese, un predicador ambulante que no pertenece a este distrito y que sólo estaba de paso. Probablemente no volveré a verlo ni a tratarlo en mi vida.

—¿Un predicador? ¿Recuerdas su nombre?

El doctor Barr arrugó la frente y sacudió la cabeza.

—¿Patterson, tal vez? —aventuró Rob J.—. ¿Ellwood R. Patterson?

El doctor Barr lo miró fijamente.

No recordaba que el paciente le hubiera dejado un domicilio exacto.

—Creo que dijo que era de Springfield.

—A mí me dijo de Chicago.

—¿Fue a verte por la sífilis?

—De tercer grado.

—Sí, sífilis de tercer grado —confirmó el doctor Barr—. Me consultó sobre eso después de curarle la cara. El tipo de persona que quiere obtener el máximo provecho de su dinero. Si hubiera tenido un callo en el dedo del pie, me habría pedido que se lo quitara, ya que estaba en el consultorio. Le vendí un poco de ungüento para la sífilis.

—Yo también-coincidió Rob J., y ambos sonrieron.

El doctor Barr pareció desconcertado.

—Se largó sin pagarte, ¿no? ¿Por eso lo buscas?

—No. Hice la autopsia de una mujer que fue asesinada el mismo día que tú lo atendiste a él. Había sido violada por varios individuos. Tenía restos de piel debajo de tres de sus uñas, probablemente por haber arañado a uno de ellos.

El doctor Barr gruñó.

—Recuerdo que fuera de mi consultorio lo esperaban dos hombres.

Bajaron de sus caballos y se sentaron en los escalones de la entrada. Uno de ellos era grande, corpulento como un oso antes de la hibernación, y con una gruesa capa de grasa. El otro era más bien delgaducho, y más joven. En la mejilla, debajo del ojo, tenía una mancha de color oporto.

Creo que era el ojo derecho. No los oí llamarse por el nombre, y no recuerdo mucho más sobre ellos.

El presidente de la Asociación de Médicos tenía tendencia a los celos profesionales y en ocasiones podía ser pomposo, pero a Rob J. siempre le había caído bien. Le dio las gracias a Tobías Barr y se marchó.

Mort London se había serenado desde su último encuentro, tal vez porque se sentía inseguro ahora que Nick Holden se encontraba en Washington, o quizá porque se había dado cuenta de que a un funcionario elegido democráticamente le convenía refrenar la lengua. El sheriff escuchó a Rob J., tomó notas sobre la descripción física de Ellwood R. Patterson y los otros dos hombres, y prometió con voz suave hacer averiguaciones. Rob tuvo la clara impresión de que las notas irían a parar a la papelera en cuanto saliera del despacho de London. Si le daban la posibilidad de elegir entre un Mort furioso o serenamente diplomático, Rob prefería verlo furioso.

De modo que hizo sus propias averiguaciones. Carroll Wilkenson, el agente inmobiliario y de seguros, era presidente del comité pastoral de la iglesia, y se había ocupado de llevar a todos los predicadores invitados, antes de que la iglesia hubiera designado al señor Perkins. Como buen hombre de negocios, Wilkenson guardaba registro de todo.

—Aquí tiene —dijo, sacando un prospecto doblado—. Lo recogió en una reunión de seguros de Galesburg.

El prospecto ofrecía a las iglesias cristianas la visita de un predicador que pronunciaría una charla sobre los planes de Dios para el valle del río Mississippi. La oferta se hacía sin coste alguno para la iglesia que la aceptara, y todos los gastos del predicador serían cubiertos por el Instituto Religioso Estrellas y Barras, de avenida Palmer 282, en Chicago.

—Escribí una carta y les di a elegir entre tres domingos distintos —continuó—. Ellos respondieron que Ellwood Patterson vendría a pronunciar el sermón el 3 de septiembre. Se ocuparon de todo. —Reconoció que el sermón de Patterson no había tenido una buena acogida—. Sobre todo prevenía contra los católicos. —Sonrió—. Si quiere que le diga la verdad, a nadie le importó demasiado. Pero luego se metió con la gente que llegó al valle del Mississippi desde otros países. Dijo que le estaban robando el trabajo a los nativos. Y que la gente que no había nacido aquí era más mala que la peste. —No tenía ninguna dirección para ponerse en contacto con Patterson—. A nadie se le ocurrió pedir que volviera a venir. Lo que menos le conviene a una iglesia nueva como la nuestra es un predicador empeñado en que los fieles estén divididos.

Ike Nelson, el dueño de la taberna, recordaba a Ellwood Patterson.

—Estuvieron aquí el sábado por la noche hasta muy tarde. Ese Patterson bebe como una esponja, lo mismo que los dos individuos que iban con él. No tuve dificultades a la hora de cobrar, pero ocasionaron más problemas de los habituales. El grande, Hank, no dejaba de gritarme que fuera a buscar unas fulanas; pero enseguida se emborrachó y se olvidó de las mujeres.

—¿Cuál era el apellido de ese tal Hank?

—Era un apellido curioso. Coz… No, no era Coz… ¡Cough! Hank Cough. Al otro tipo, el delgado y más joven, le llamaban Len. Y a veces Lenny. No recuerdo haber oído su apellido. Tenía una marca morada en la cara. Cojeaba, como si tuviera una pierna más corta que la otra.

Toby Barr no había dicho nada de un cojo; Rob pensó que tal vez no había visto caminar al hombre.

—¿De qué pierna cojeaba? —preguntó, pero sólo logró que el tabernero lo mirara con desconcierto—. ¿Caminaba así? —sugirió Rob apoyando más la pierna derecha—. ¿O así? —añadió, haciendo lo mismo con la izquierda.

—No era exactamente cojo, apenas se le notaba. No sé de qué lado.

Lo único que sé es que ninguno de los tres se tenía en pie. Patterson sacó de repente un enorme fajo de billetes, lo puso sobre la barra y me dijo que me ocupara de servirles y que yo mismo cogiera lo que correspondía. A la hora de cerrar tuve que enviar a buscar a Mort London y a Fritzie Graham. Les di unos billetes del fajo para que llevaran a los tres a la pensión de Anna Wiley y los tiraran sobre una cama. Pero me contaron que al día siguiente, en la iglesia, Patterson estaba más frío y sereno de lo que cualquiera pudiera imaginar. —El rostro de Ike se iluminó con una sonrisa—. ¡Esos son los predicadores que me gustan!

Ocho días antes de Navidad, Alex Cole fue a la escuela con la autorización de Alden para pelear.

En el recreo, Chamán vio que su hermano cruzaba el patio. Observó horrorizado que a Bigger le temblaban las piernas.

Alex caminó directamente hasta donde Luke Stebbins se había reunido con un grupo de chicos que practicaban saltos de longitud sobre la nieve blanda del trozo de patio que no había sido limpiado. La suerte estaba de su lado, porque Luke ya había hecho dos carreras que habían terminado con saltos bastante deplorables, y para obtener ventaja se había quitado la gruesa chaqueta de cuero de vaca. Si se la hubiera dejado puesta, darle un puñetazo habría sido lo mismo que golpear un trozo de madera.

Luke creyó que Alex quería participar en los saltos y se preparó para una de sus intimidaciones. Pero Alex se le acercó y le lanzó un derechazo a la boca.

Fue un error, el comienzo de una torpe contienda. Alden le había dado instrucciones precisas. El primer golpe por sorpresa tenía que darlo en el estómago, para dejar a Luke sin respiración, pero el terror había impedido a Alex razonar. El puñetazo destrozó el labio inferior de Luke, que se abalanzó sobre Alex hecho una fiera. La embestida de Luke era un espectáculo que dos meses antes habría paralizado a Alex, pero se había acostumbrado a que Alden se lanzara sobre él, y se hizo a un lado. Mientras Luke pasaba de largo, le lanzó un golpe seco de izquierda al labio ya lastimado. Entonces, mientras el chico más grande detenía su impulso, y antes de que pudiera recuperarse, Alex le propinó otros dos golpes secos en el mismo sitio.

Chamán había empezado a lanzar vítores desde el primer golpe, y los demás alumnos salieron corriendo desde todos los rincones del patio hasta donde estaban los dos contendientes.

El segundo error grave de Alex fue echar un vistazo hacia donde estaba Chamán. El enorme puño de Luke lo alcanzó exactamente debajo del ojo derecho y lo derribó. Pero Alden había hecho bien su trabajo: incluso mientras caía, Alex empezó a reaccionar, se puso de pie rápidamente y se enfrentó a Luke, que volvía a precipitarse sobre él.

Alex sentía la cara entumecida; el ojo derecho enseguida empezó a hinchársele y se le cerró, pero sorprendentemente las piernas ya no le temblaban. Se concentró y pasó a lo que se había convertido en una rutina durante su entrenamiento diario. Su ojo izquierdo estaba en perfectas condiciones y lo mantuvo atento a lo que Alden le había indicado, es decir, al pecho de Luke, para ver hacia qué lado giraba el cuerpo y qué mano iba a utilizar. Sólo intentó parar un puñetazo, pero le quedó todo el brazo entumecido; Luke era demasiado fuerte. Alex empezaba a cansarse, pero seguía balanceándose y zigzagueando, haciendo caso omiso del daño que Luke podía hacerle si volvía a darle un puñetazo. Hizo un rápido movimiento con la mano izquierda, golpeando a Luke en la cara y la boca. El fuerte puñetazo que había dado comienzo a la lucha había aflojado uno de los incisivos de Luke, y el constante repiqueteo de golpes secos remató la faena. Para asombro de Chamán, Luke sacudió la cabeza con furia y escupió el diente en la nieve.

Alex lo celebró dándole otro golpe seco con la izquierda y lanzándole un torpe golpe cruzado de derecha que aterrizó en la nariz de Luke, haciéndole sangrar un poco más. Luke se llevó las manos a la cara, anonadado.

—¡El palo, Bigger! —gritó Chamán—. ¡El palo!

Alex oyó a su hermano y hundió el puño derecho en el estómago de Luke con todas sus fuerzas, obligándolo a doblarse y dejándolo sin aliento. Fue el final de la pelea porque los chicos que habían estado mirando empezaron a dispersarse al ver al maestro furioso. Unos dedos de acero retorcieron la oreja de Alex, y el señor Byers miró a los contendientes enfurecido y declaró que el recreo había terminado.

Dentro de la escuela, Luke y Alex fueron exhibidos ante los demás alumnos como malos ejemplos, debajo de un enorme letrero en el que se leía: «PAZ EN LA TIERRA».

—No toleraré peleas en mi escuela —dijo el señor Byers en tono glacial.

El maestro cogió la vara que utilizaba como puntero y castigó a los dos luchadores con cinco entusiastas palmetazos en la mano abierta.

Luke gimoteó. A Alex le tembló el labio inferior cuando recibió su castigo. Su ojo hinchado ya tenía el color de una berenjena madura, y su mano derecha estaba lastimada por ambos lados: los nudillos despellejados por la pelea, y la palma roja e inflamada por la vara del señor Byers. Pero cuando echó un vistazo a Chamán, ambos sonrieron con íntima satisfacción.

Al salir de la escuela, un grupo de niños se reunió alrededor de Alex. Todos reían y le hablaban con admiración. Luke Stebbins caminaba solo, taciturno y azorado. Cuando Chamán Cole corrió hacia él, Luke pensó desesperado que ahora le tocaba el turno al hermano menor, y levantó las manos, la izquierda con el puño cerrado y la derecha abierta, casi en actitud suplicante.

Chamán le habló en tono amable pero firme.

—A mi hermano le llamarás Alexander. Y a mí me llamarás Robert —le dijo.

Rob J. escribió al Instituto Religioso Estrellas y Barras diciendo que le gustaría ponerse en contacto con el reverendo Ellwood Patterson a propósito de un asunto eclesiástico, y solicitando al instituto el domicilio del señor Patterson.

Pasarían algunas semanas hasta que llegara una respuesta, en el caso de que contestaran. Entretanto, no comunicó a nadie lo que sabía ni sus sospechas, hasta una noche en que él y los Geiger habían terminado de interpretar Eine kleine. Sarah y Lillian conversaban en la cocina mientras preparaban el té y cortaban una tarta y Rob J. le confió sus pensamientos a Jay.

—¿Qué tendría que hacer si encontrara a ese predicador de la cara arañada? Sé que Mort London no se tomará la molestia de llevarlo ante la justicia.

—Entonces tendrías que hacer el suficiente ruido para que lo oyeran desde Springfield —sugirió Jay—. Si las autoridades del Estado no te ayudan, tendrás que recurrir a Washington.

—Ninguno de los que están en el poder se han mostrado dispuestos a hacer nada por una india muerta.

—En ese caso —observó Jay—, si existen pruebas de culpabilidad tendremos que reunir a nuestro alrededor algunos hombres honrados que sepan manejar un arma.

—¿Tú harás eso?

Jay lo observó sorprendido.

—Por supuesto. ¿Tú no?

Rob le habló a Jay de su voto de no violencia.

—Yo no tengo esos escrúpulos, amigo mío. Si una persona despreciable me amenaza, soy libre de responder.

—Tu Biblia dice: «No matarás».

—¡Ja! También dice «Ojo por ojo y diente por diente». Y «El que golpea a un hombre causándole la muerte, sin duda debe morir».

—«Si alguien te golpea la mejilla derecha, ofrécele la izquierda».

—Eso no pertenece a mi Biblia-aclaró Geiger.

—Ese es el problema, Jay; hay demasiadas Biblias y cada una pretende tener la clave.

Geiger sonrió comprensivamente.

—Rob J., jamás intentaría disuadirte de que seas un librepensador.

Pero aquí te dejo esto para que lo pienses: «El temor a Dios es el principio de la sabiduría».

Cuando las mujeres entraron con el té, la conversación siguió por otros derroteros.

A partir de aquel día, Rob J. pensó a menudo en su amigo, a veces con cierto resentimiento. Para Jay era fácil. Varias veces al día se envolvía en su taled, que le proporcionaba seguridad y tranquilidad sobre el ayer y el mañana. Todo estaba prescrito: estas cosas están permitidas, estas cosas están prohibidas; las instrucciones eran claras. Jay creía en la ley de Jehová y del hombre, y sólo tenía que regirse por los antiguos edictos y por los estatutos de la Asamblea General de Illinois. Para Rob J. la revelación era la ciencia, una fe menos cómoda y que proporcionaba menos alivio. La verdad era su deidad, la prueba su estado de gracia, la duda su liturgia. Poseía tantos misterios como otras religiones, y estaba lleno de caminos sombríos que conducían a profundos peligros, a precipicios espantosos y a los abismos más hondos. Ningún poder superior enviaba una luz que iluminara el camino oscuro y lóbrego, y él sólo contaba con su juicio frágil, con el que debía elegir el camino hacia la seguridad.

El gélido cuarto día del nuevo año de 1852, la violencia volvió a hacer acto de presencia en la escuela.

Esa mañana de frío glacial, Rachel fue tarde a la escuela. Al llegar, se deslizó en silencio en su asiento sin sonreír a Chamán ni pronunciar un saludo, contrariamente a su costumbre. El vio con sorpresa que el padre de Rachel había entrado con ella en la escuela. Jason Geiger se acercó al escritorio y miró al señor Byers.

—Hola, señor Geiger. Es un placer, señor. ¿En qué puedo servirle?

El puntero del señor Byers estaba en el escritorio; Jay Geiger lo cogió y golpeó al maestro en la cara.

El señor Byers se puso en pie de un salto y derribó la silla. Le sacaba una cabeza a Jay, pero su contextura era corriente. A partir de entonces la situación sería recordada como algo cómico: el hombre bajo y gordo que perseguía al más joven y alto con su propia vara, levantando y bajando el brazo, y la expresión de incredulidad del señor Byers. Pero esa mañana nadie rio al ver a Jay Geiger.

Los alumnos se quedaron erguidos, casi sin respirar. No podían creer lo que veían, como le ocurría al señor Byers; esto era aún más increíble que la pelea de Alex con Luke. Chamán miraba sobre todo a Rachel y notó que al principio estaba roja de vergüenza, pero que después se había puesto pálida. Tuvo la sensación de que ella intentaba quedarse tan sorda como él, y ciega también, para no enterarse de lo que sucedía a su alrededor.

—¿Qué demonios está haciendo? —El señor Byers levantó los brazos para protegerse la cara y chilló de dolor cuando el puntero le dio en las costillas. Avanzó un paso en dirección a Jay, en actitud amenazadora—. ¡Maldito idiota! ¡Judío chiflado!

Jay siguió golpeando al maestro y obligándolo a retroceder hacia la puerta hasta que el señor Byers salió dando un portazo.

Cogió el abrigo de este y lo tiró desde la puerta encima de la nieve; luego regresó respirando con cierta dificultad y se sentó en la silla del maestro.

—La clase ha terminado por hoy —dijo finalmente; luego cogió a Rachel y se la llevó a casa en su caballo.

Fuera hacía un frío espantoso. Chamán llevaba dos bufandas, una alrededor de la cabeza y por debajo de la barbilla, y otra que le tapaba la boca y la nariz, pero aun así las fosas nasales se le congelaban al respirar.

Cuando llegaron a casa, Alex corrió a contarle a su madre lo que había sucedido en la escuela, pero Chamán pasó de largo junto a la casa y bajó hasta el río, donde vio que el hielo se había partido a causa del frío, lo cual debía de producir un sonido fantástico. El frío también había resquebrajado un álamo de Virginia que se encontraba a cierta distancia del hedonoso-te de Makwa cubierto de nieve; daba la impresión de que un rayo lo había hecho estallar.

Estaba contento de que Rachel le hubiera contado todo a Jay. Se sentía aliviado por no tener que asesinar al señor Byers; así no tendrían que colgarlo.

Pero había algo que lo acosaba como un sarpullido que no acaba de curarse: si Alden pensaba que estaba bien pelear cuando había que hacerlo, y Jay pensaba que estaba bien pelear para proteger a su hija, ¿qué le pasaba a su padre?