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Lecciones

El ferrocarril empezó en Chicago. Los recién llegados de Alemania, Irlanda y la península Escandinava encontraban trabajo tendiendo las vías relucientes sobre un terreno principalmente llano, hasta llegar a la orilla este del Mississippi en Rock Island. Al mismo tiempo, al otro lado del río, la Compañía Ferroviaria de Mississippi y Missouri estaba construyendo un ferrocarril que atravesaba Iowa desde Davenport hasta Council Bluffs, y se había fundado la Compañía del Puente del Río Mississippi para unir los dos ferrocarriles mediante un puente que debía cruzar el enorme río.

En las profundidades misteriosas de las aguas, millones de serpenteantes larvas acuáticas se transformaron en cachipollas. Cada uno de los insectos parecidos a libélulas salió del río agitando sus cuatro alas plateadas, apiñados y chocando unos contra otros; se precipitaban sobre Davenport en una ventisca de trémulos copos que cubrían las ventanas, se metían en los ojos, las orejas y la boca de la gente y de los animales, y se convertían en una molestia terrible para cualquiera que se aventurara al exterior.

Las cachipollas vivían una sola noche. Su breve ataque era un fenómeno que se producía una o dos veces al año, y los que vivían a orillas del Mississippi se lo tomaban con calma. Al amanecer había terminado la invasión, y las cachipollas estaban muertas. A las ocho de la mañana, cuatro hombres se sentaron en unos bancos delante del río, bajo la pálida luz del sol otoñal, a mirar los equipos de trabajadores que arrastraban los insectos formando montones que eran cargados con palas en carros desde los que volvían a descargarlos en el río. Enseguida llegó otro individuo que llevaba cuatro caballos, y los hombres se levantaron de los bancos y montaron.

Era un jueves por la mañana. Día de pago. En la calle Second, en la oficina del Ferrocarril de Chicago y Rock Island, el encargado de la nómina y dos empleados pagaban los salarios del equipo que construía el nuevo puente.

A las 8.19, los cinco hombres cabalgaron hasta la oficina. Cuatro de ellos desmontaron y entraron, dejando al quinto con los caballos. No llevaban el rostro tapado, y parecían granjeros corrientes salvo que iban armados. Cuando declararon su propósito serena y cortésmente, uno de los empleados fue lo bastante tonto como para intentar coger una pistola de un estante, y de un solo disparo en la cabeza quedó tan muerto como las cachipollas. Nadie más se resistió, y los cuatro atracadores guardaron tranquilamente la nómina de 1.1O6,37 dólares en un sucio saco de lino y se marcharon. Más tarde, el pagador dijo a las autoridades que estaba seguro de que el bandido que daba las órdenes era un tal Frank Mosby, que durante varios años había trabajado como agricultor al otro lado del río, hacia el sur, más allá de Holden’s Crossing.

El cálculo de Sarah fue equivocado. Ese domingo por la mañana esperó en la iglesia hasta que el reverendo Perkins pidió a los fieles que hicieran su confesión. Entonces, reuniendo todo su coraje, se puso de pie y avanzó. En voz baja le contó al pastor y a los fieles que después de quedar viuda, cuando aún era joven, había mantenido relaciones extramatrimoniales, y como resultado de ellas había dado a luz a un niño.

Ahora, les dijo, mediante la confesión pública esperaba librarse del pecado gracias a la bendición purificadora de Jesucristo.

Al concluir, alzó su pálido rostro y contempló los ojos brillantes del reverendo Perkins.

—Alabado sea el Señor —susurró él. Le cogió la cabeza con sus dedos largos y delgados, obligándola a arrodillarse—. ¡Dios! —ordenó en tono severo—. Absuelve a esta buena mujer de su trasgresión, porque ella ha abierto su corazón hoy en tu casa, ha lavado el color rojo de su alma dejándola blanca como una rosa, pura como la primera nieve.

Los murmullos de los fieles se elevaron hasta convertirse en gritos y exclamaciones.

—¡Alabado sea Dios!

—¡Amén!

—¡Aleluya!

—¡Amén, amén!

Sarah sintió realmente que su alma se iluminaba. Creyó que en ese mismo instante podía flotar hasta llegar al paraíso, mientras la fuerza del Señor entraba en su cuerpo a través de los cinco dedos penetrantes del señor Perkins. Los feligreses rebosaban de entusiasmo. Todos estaban enterados del atraco a la oficina del ferrocarril, y de que el cabecilla de la banda había sido identificado como Frank Mosby, cuyo difunto hermano Will, según se rumoreaba, había engendrado al primer hijo de Sarah Cole. De modo que los que se encontraban en la iglesia quedaron cautivados por el drama de la confesión y estudiaron el rostro y el cuerpo de Sarah Cole al tiempo que imaginaban una serie de escenas lascivas que transmitirían en murmullos conmocionados a sus amigos y vecinos como una historia verosímil.

Cuando por fin el señor Perkins le permitió a Sarah regresar a su banco, las manos ansiosas de los fieles se estiraban para coger las suyas, y las voces murmuraban palabras de júbilo y felicitación. Fue la entusiasta realización de un sueño que la había atormentado durante años.

Era la prueba de que Dios era bueno, de que el perdón cristiano hacía que la esperanza fuera posible, y de que ella había sido aceptada en un mundo en el que imperaban la caridad y el amor. Fue el momento más feliz de su vida.

A la mañana siguiente se inauguró la escuela, y fue el primer día de clase. Chamán disfrutó con la compañía de dieciocho niños de edades diferentes, del penetrante olor a madera nueva del edificio y los muebles, de su pizarra y su pizarrín, de su ejemplar del Cuarto libro de lectura de McGuffey, estropeado y usado porque la escuela de Rock Island había adquirido el nuevo Quinto libro de lectura de McGuffey para sus alumnos y la escuela de Holden’s Crossing le había comprado a aquella los libros viejos. Pero Chamán se vio pronto acosado por los problemas.

El señor Byers sentó a sus alumnos por orden alfabético, en cuatro grupos según la edad, de modo que Chamán ocupó un asiento en un extremo del largo escritorio-estante, y Alex se sentó demasiado lejos para poder ayudarlo. El maestro hablaba a toda velocidad y Chamán tenía dificultad para leer el movimiento de sus labios. El maestro indicó a los niños que hicieran un dibujo de su casa en sus pizarras, y que luego escribieran su nombre, su edad, y el nombre y la ocupación de su padre. Con el entusiasmo del primer día de clase, todos se volvieron hacia el estante y se concentraron en la tarea.

La primera indicación que tuvo Chamán de que algo iba mal fue los golpecitos del puntero de madera sobre su hombro.

El señor Byers había ordenado a los chicos que dejaran el dibujo y se volvieran hacia él. Todos habían obedecido excepto el niño sordo, que no lo había oído. Cuando Chamán se volvió, asustado, vio que los otros niños se reían de él.

—Ahora, cuando os llame, leeréis en voz alta las palabras que habéis escrito en la pizarra, y enseñaréis el dibujo al resto de la clase. Empezaremos contigo —dijo a Chamán, y volvió a sentir los golpecitos del puntero.

Chamán leyó, vacilando con algunas palabras. Cuando hubo terminado después de enseñar su dibujo, el señor Byers llamó a Rachel Geiger, que estaba en el otro extremo del aula. Aunque Chamán se inclinó en su asiento todo lo que pudo, no logró ver la cara de la niña ni leer el movimiento de sus labios. Levantó la mano.

—¿Qué?

—Por favor. —Se dirigió al maestro tal como su madre le había enseñado—. Desde aquí no logro verles la cara. ¿Podría quedarme de pie delante de ellos?

En su último trabajo, Marshall Byers se había enfrentado a problemas disciplinarios, en ocasiones tan graves que había sentido temor de entrar en la clase. Esta escuela era una nueva oportunidad, y estaba decidido a mantener a raya a los jóvenes salvajes. Había pensado que una forma de hacerlo era controlando la distribución en los asientos. Por orden alfabético. En cuatro grupos, según la edad. Cada uno en su sitio.

Sabía que no serviría de nada dejar que este chico estuviera delante de los demás alumnos para mirar sus labios mientras leían en voz alta.

Tal vez hiciera muecas a sus espaldas, incitando a los demás a reír y a hacer travesuras.

—No, no puedes.

Durante gran parte de la mañana se limitó a permanecer sentado, incapaz de comprender lo que ocurría a su alrededor. A la hora de comer, los niños salieron y jugaron al tócame tú. Él disfrutó del juego hasta que el chico más grande de la escuela, Lucas Stebbins, derribó a Alex de un golpe. Cuando este logró ponerse de pie, con los puños apretados, Stebbins se le acercó.

—¿Quieres pelear, hijo de puta? No te vamos a dejar que juegues con nosotros. Eres un bastardo. Lo ha dicho mi padre.

—¿Qué es un bastardo? —preguntó Davey Geiger.

—¿No lo sabes? —se asombró Luke Stebbins—. Pues eso quiere decir que alguien además de su papá, un asqueroso ladrón llamado Will Mosby, metió su pirulí en el agujero de la señora Cole.

Cuando Alex se abalanzó sobre el chico más grande, recibió un terrible golpe en la nariz, que empezó a sangrarle, y cayó al suelo. Chamán arremetió contra el agresor de su hermano y recibió un manotazo tan fuerte en las orejas que algunos de los demás chicos, que le tenían miedo a Luke, se apartaron.

—¡Basta! ¡Vas a hacerle daño! —gritó Rachel Geiger, furiosa.

Por lo general Luke la escuchaba, deslumbrado ante el hecho de que a los doce años ella ya tenía pechos, pero esta vez se limitó a sonreír burlonamente.

—Ya está sordo; eso no le hará daño al oído. El muy tonto habla de una forma muy divertida —dijo con regocijo, dándole a Chamán un último golpe antes de marcharse.

Si Chamán se lo hubiera permitido, Rachel lo habría estrechado entre sus brazos y lo habría consolado. Horrorizados, él y Alex se sentaron en el suelo y lloraron juntos mientras sus compañeros los miraban.

Después del almuerzo tuvieron clase de música. Esta consistía en que los alumnos aprendieran la música y la letra de diversos himnos, una clase muy popular porque significaba descansar de los libros. Durante la lección de música, el señor Byers encomendó al niño sordo la tarea de vaciar de cenizas el cubo que había junto a la estufa de leña, y llenar el depósito con pesados tarugos. Chamán detestó la escuela.

Alma Schroeder le hizo elogiosos comentarios a Rob J. sobre la confesión en la iglesia, convencida de que él lo sabía. Cuando se enteró de todos los detalles, él y Sarah discutieron. Rob J. se había dado cuenta del tormento de su esposa y ahora percibía su alivio, pero se sintió desconcertado y lleno de preocupación al enterarse de que ella había revelado a desconocidos los detalles íntimos de su vida, dolorosos o no.

—No eran desconocidos —lo corrigió ella—. Hermanos y hermanas en la gracia de Dios, que compartieron mi confesión.

Le explicó que el señor Perkins les había dicho que cualquiera que deseara ser bautizado durante la primavera siguiente debía confesarse.

A Sarah le sorprendía que Rob J. no lograra entenderlo; para ella estaba clarísimo.

Cuando los niños llegaron de la escuela con señales de haber peleado, Rob J. supuso que al menos algunos de los hermanos y hermanas de Sarah en la gracia de Dios no se privaban de compartir con otros las confesiones que escuchaban en la iglesia. Sus hijos no comentaron nada sobre las magulladuras. Él era incapaz de hablarles de su madre de otro modo que no fuera con admiración y amor cada vez que le resultaba posible. Pero les habló de las peleas.

—No vale la pena golpear a alguien cuando uno está furioso. Las cosas se pueden ir de las manos, e incluso conducir a la muerte. Y nada justifica un asesinato.

Los chicos estaban desconcertados. Ellos hablaban de peleas a puñetazos en el patio de la escuela, no de asesinato.

—Papá, ¿cómo no vas a golpear a alguien que te ha golpeado primero? —preguntó Chamán.

Rob J. asintió en actitud comprensiva.

—Ya sé que es un problema. Tienes que usar el cerebro en lugar de los puños.

Alden Kimball había oído la conversación por casualidad. Poco después se quedó mirando a los dos hermanos y escupió, horrorizado.

—¡Vaya, vaya! Vuestro padre seguramente es uno de los hombres más inteligentes del mundo, pero me parece que se equivoca. Yo creo que si alguien os golpea, debéis sujetar al hijo de puta, porque de lo contrario seguirá golpeándoos.

—Luke es muy grande, Alden —protestó Chamán.

Eso mismo estaba pensando su hermano mayor.

—¿Luke? ¿Ese chico de los Stebbins que parece un buey? ¿Luke Stebbins? —preguntó Alden, y volvió a escupir cuando ellos asintieron con expresión de impotencia—. En mi juventud trabajaba de púgil en las ferias. ¿Sabéis lo que es un púgil?

—¿Un luchador ágil? —arriesgó Alex.

—¡Ágil! Era mucho más que ágil. Solía boxear en las ferias, en las verbenas y en ese tipo de cosas. Luchaba durante tres minutos con cualquiera que pagara cincuenta centavos. Si me daban una paliza, se llevaban tres dólares. Y os aseguro que hubo montones de tipos fuertes que intentaron ganarse esos tres dólares.

—¿Hiciste mucho dinero, Alden? —quiso saber Alex.

El rostro de Alden se ensombreció.

—¡Qué va! Había un empresario; ese sí que hizo un montón de dinero. Trabajé en eso durante dos años, en el verano y el otoño. Entonces me dieron una paliza. El empresario le pagó los tres dólares al tío que me dio la paliza y lo contrató para que ocupara mi lugar. —Miró a los chicos—. Bueno, la cuestión es que yo puedo enseñaros a pelear si queréis.

Los dos niños levantaron la vista, lo miraron y asintieron con la cabeza.

—¿Es que no podéis decir que sí, simplemente? —protestó Alden—. Parecéis un par de ovejas.

—Un poco de miedo es bueno —les dijo—. Hace circular la sangre. Pero si uno está demasiado asustado lleva todas las de perder. Y tampoco hay que estar demasiado furioso. Un luchador enfurecido ataca frenéticamente y se expone a que lo golpeen.

Chamán y Alex sonrieron tímidamente, pero Alden se mostró serio cuando les enseñó cómo debían colocar las manos, la izquierda al nivel de los ojos para proteger la cabeza, la derecha más abajo para proteger el tronco. Fue muy puntilloso sobre la forma de colocar el puño, e insistió en que doblaran y apretaran mucho los dedos, endureciendo los nudillos para que al golpear a su rival lo hicieran como si tuvieran una piedra en cada mano.

—Luchar consiste sólo en cuatro golpes —prosiguió Alden—: Golpe seco de izquierda, gancho de izquierda, golpe cruzado de derecha, directo de derecha. El golpe seco muerde como una serpiente. Escuece un poco pero no lastima demasiado al rival, simplemente le hace perder el equilibrio y lo deja expuesto a algo más serio. El gancho de izquierda no llega muy lejos, pero cumple su cometido: giras a la izquierda, apoyas el peso de tu cuerpo en la pierna derecha y golpeas fuerte su cabeza. En el golpe cruzado de derecha apoyas el peso sobre la otra pierna y consigues la potencia con un rápido giro de la cintura, así. Mi preferido es el directo de derecha al cuerpo, yo le llamo «palo». Giras lentamente a la izquierda, apoyas el peso sobre la pierna izquierda y lanzas el puño derecho directamente a su estómago, como si todo tu brazo fuera una lanza.

Volvió a lanzar los puñetazos, de uno en uno para no confundirlos. El primer día les hizo lanzar golpes secos al aire durante dos horas para que no les resultara extraño dar un puñetazo y se familiarizaran con el ritmo muscular. La tarde siguiente volvieron al pequeño claro que había detrás de la cabaña de Alden, donde no era probable que los molestaran, e hicieron lo mismo todas las tardes.

Practicaron cada puñetazo una y otra vez antes de que Alden les permitiera boxear. Alex tenía tres años y medio más, pero como Chamán era tan grande parecía que sólo se llevaran un año. Lucharon con cautela. Por fin Alden hizo que se turnaran para enfrentarse con él e insistió en que golpearan con tanta fuerza como lo harían en una pelea de verdad. Para sorpresa de ambos, él giró y se deslizó lateralmente, o bloqueó los golpes con el antebrazo, o los paró con el puño.

—Bueno, lo que os estoy enseñando no es ningún secreto. Algunos aprenden a dar puñetazos. Vosotros aprendéis a defenderos. —Insistió en que debían bajar la barbilla hasta que quedara bien protegida contra el esternón. Les enseñó a inmovilizar a un rival en un cuerpo a cuerpo, pero le advirtió a Alex que evitara a toda costa el cuerpo a cuerpo con Luke—. Ese tío es mucho más grande que tú, mantente apartado de él y no permitas que te tire al suelo.

En el fondo pensaba que Alex no podría dar una paliza a un chico tan grande, pero que tal vez lograra pegarle a Luke lo suficiente para que lo dejara tranquilo. No pretendía convertir a los hermanos Cole en luchadores de feria. Sólo quería que fueran capaces de defenderse, y les enseñó sólo lo elemental porque sabía justo lo suficiente para enseñar a los chicos a pelear a puñetazos. No intentó decirles qué hacer con los pies. Años más tarde le contaría a Chamán que si hubiera tenido una idea de lo que se debía hacer con los pies, probablemente nunca habría sido vencido por aquel luchador de tres dólares.

Alex pensó media docena de veces que estaba preparado para responder a Luke, pero Alden insistía en que ya le diría cuándo había llegado el momento, y aún no había llegado. Así que todos los días Chamán y Alex iban a la escuela sabiendo que el tiempo de espera sería muy duro.

Luke se había acostumbrado a burlarse de los hermanos Cole. Les pegaba e insultaba cada vez que le daba la gana, y siempre los llamaba Mudito y Bastardo. Cuando jugaban al tócame tú los golpeaba con auténtica saña, y después de derribarlos les aplastaba la cara contra el suelo.

Luke no era el único problema que Chamán tenía en la escuela. Se enteraba sólo de una pequeña parte de lo que se decía durante las clases, y desde el principio estuvo irremediablemente atrasado. A Marshall Byers no le desagradaba que esto ocurriera; había intentado decirle al padre del chico que una escuela corriente no era el sitio adecuado para un sordo. Pero el maestro actuaba cautelosamente porque sabía que cuando volviera a surgir el tema más le valía tener preparadas las pruebas. Llevaba una minuciosa lista de los fracasos de Robert J. Cole, y por lo general hacía que el niño se quedara después de clase para recibir lecciones extra, que no lograban mejorar sus calificaciones.

A veces el señor Byers también hacía quedar a Rachel Geiger después de clase, cosa que sorprendía a Chamán porque Rachel estaba considerada la mejor alumna de la escuela. Cuando la niña se quedaba, regresaban juntos a casa. Una de esas tardes, cuando empezaban a caer las primeras nevadas del año, Chamán se asustó porque en el camino de regreso ella se echó a llorar.

Lo único que pudo hacer fue observarla consternado.

Ella se detuvo y lo miró, para que él pudiera leer el movimiento de sus labios.

—¡Es ese señor Byers! Siempre que puede se queda de pie… demasiado cerca. Y siempre está tocándome.

—¿Tocándote?

—Aquí —aclaró ella poniendo la mano en la parte superior de su abrigo azul.

Chamán no conocía la reacción adecuada ante esta revelación, porque era algo que estaba más allá de su experiencia.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó, más a sí mismo que a ella.

—No sé. No sé.

Para horror de Chamán, Rachel empezó a llorar de nuevo.

—Tendré que matarlo —decidió serenamente.

Eso captó toda la atención de la niña, que dejó de llorar.

—¡Qué tontería!

—No. Lo haré.

Empezaba a nevar más intensamente. La nieve se amontonaba sobre el sombrero y el pelo de Rachel. Sus ojos pardos, enmarcados en gruesas pestañas negras que seguían agitándose para reprimir las lágrimas, lo miraban con curiosidad. Un enorme copo blanco se fundió en la suave mejilla, más oscura que la de él, entre la blancura de la de Sarah y el color moreno de la de Makwa.

—¿Harías eso por mí?

Chamán intentó pensar con claridad. Sería fantástico librarse del señor Byers y de los problemas que le causaba; pero además los problemas de Rachel con el maestro colmaban el vaso, y asintió con convicción. Chamán descubrió que la sonrisa de ella le hacía sentirse muy bien, le hacía sentir algo que nunca había experimentado.

Ella le tocó el pecho con ademán solemne, en la misma zona de su pecho que había declarado prohibida para el señor Byers.

—Eres mi amigo más fiel, y yo la tuya —afirmó, y él se dio cuenta de que era verdad.

Siguieron caminando y Chamán se asombró cuando la mano enguantada de la niña quedó dentro de la suya. Al igual que la manopla azul de Rachel, la manopla roja de él estaba tejida por Lillian, que siempre les regalaba manoplas a los Cole para sus cumpleaños. A través de la lana, la mano de Rachel le enviaba un calor sorprendente que le llegaba hasta la mitad del brazo. Pero en ese momento volvió a detenerse y a mirarlo.

—¿Cuándo vas a…, cuándo vas a hacerlo?

Él esperó antes de pronunciar una frase que había visto muchas veces en labios de su padre:

—Habrá que pensarlo detenidamente.