El inmigrante
Rob J. Cole vio por primera vez el Nuevo Mundo un brumoso día de primavera en que el paquebote Cormorant —el orgullo de la Black Ball Line, aunque era un pesado barco con tres mástiles desproporcionadamente bajos y una vela de mesana— fue arrastrado a un espacioso puerto por la marea ascendente y dejó caer el ancla en sus aguas. East Boston no era gran cosa, sólo un par de hileras de casas de madera mal construidas, pero en uno de los muelles cogió por tres centavos un pequeño buque de vapor que se deslizó entre una impresionante formación de barcos hasta el otro lado del puerto y el muelle principal, una extensión de tiendas y viviendas que despedían un tranquilizador olor a pescado podrido, a sentinas y a cabos cubiertos de alquitrán, como cualquier puerto escocés.
Era un joven alto y de espaldas anchas, más corpulento que la mayoría. Cuando se alejó del puerto por las sinuosas calles adoquinadas, le resultó difícil andar porque la travesía lo había dejado totalmente agotado. Sobre el hombro izquierdo cargaba el pesado baúl, bajo el brazo derecho, como si llevara una mujer cogida por la cintura, sujetaba un instrumento de cuerda muy grande. Dejó que América le atravesara los poros. Calles estrechas que apenas dejaban sitio para carros y coches; la mayor parte de los edificios eran de madera o de ladrillos muy rojos.
Tiendas bien provistas de mercancías, con letreros de colores llamativos y letras doradas. Intentó no comerse con los ojos a las mujeres que entraban y salían de las tiendas, aunque sentía un vivo deseo, casi embriagador, de oler una mujer.
Asomó la cabeza en un hotel, el American House, pero quedó intimidado por los candelabros y las alfombras turcas y supo que la tarifa era demasiado alta. En una casa de comidas de la calle Unión tomó un bol de sopa de pescado y pidió a dos camareros que le recomendaran una pensión limpia y barata.
—Decídase, amigo; tendrá que ser una cosa o la otra —le dijo uno de ellos.
Pero el otro camarero sacudió la cabeza y lo envió a casa de la señora Burton, en Spring Lane.
La única habitación disponible había sido construida para que hiciera las veces de alojamiento de los criados y compartía el desván con las habitaciones del peón y la criada. Estas eran diminutas y se encontraban al final de tres tramos de escalera que daban a un cuchitril, de bajo de los aleros, que sin duda sería caluroso en verano y frío en invierno. Había una cama estrecha, una mesa pequeña con una palangana agrietada, y un orinal blanco cubierto por una toalla de lino con flores azules bordadas. El desayuno —gachas de avena, galletas y un huevo de gallina— iba incluido en el precio de la habitación, de un dólar y cincuenta centavos a la semana, según le informó Louise Burton una viuda de sesenta y tantos años, de piel cetrina y mirada franca.
—¿Qué es eso?
—Se llama viola de gamba.
—¿Eres músico?
—Toco por placer. Me gano la vida como médico.
Ella asintió con expresión vacilante. Le pidió que pagara por adelantado y le habló de una taberna situada a la altura de la calle Beacon en la que podría tomar las demás comidas por otro dólar a la semana.
Cuando se marchó la mujer, se dejó caer en la cama. Durmió plácidamente esa tarde y toda la noche, salvo que aún sentía el balanceo del barco, pero por la mañana se despertó como nuevo. Cuando bajó a dar cuenta del desayuno se sentó junto a otro huésped, Stanley Finch, que trabajaba en una sombrerería de la calle Summer. Gracias a Finch pudo enterarse de dos datos de sumo interés: por veinticinco centavos, Lem Raskin, el mozo, podía calentar agua y colocarla en una tina de estaño; y en Boston había tres hospitales, el Massachusetts General, la Maternidad y el Hospital de Ojos y Oídos. Después del desayuno se sumergió placenteramente en un baño, y sólo se restregó cuando el agua se quedó fría; luego se ocupó de que sus ropas estuvieran lo más presentables posible. Cuando bajó la escalera, la criada estaba a cuatro patas, fregando el rellano. Sus brazos desnudos estaban cubiertos de pecas, y sus redondos glúteos vibraban con el enérgico fregado. El rostro ceñudo de chismosa se alzó para mirarlo mientras pasaba, y él vio que la cabellera roja cubierta por el gorro tenía el color que a él menos le gustaba, el de las zanahorias húmedas.
En el Massachusetts General esperó la mitad de la mañana y luego fue entrevistado por el doctor Walter Channing, que no tardó en decirle que el hospital no necesitaba más médicos. La experiencia se repitió en los otros dos hospitales. En la Maternidad, un médico joven llamado David Humphreys Storer sacudió la cabeza comprensivamente.
—De la facultad de medicina de Harvard salen todos los años médicos que tienen que hacer cola para conseguir un puesto, doctor Cole.
La verdad es que un recién llegado tiene pocas posibilidades.
Rob J. sabía lo que el doctor Storer no decía: algunos de los graduados del lugar contaban con la ayuda de las relaciones y el prestigio familiar, del mismo modo que en Edimburgo él había disfrutado de la ventaja de ser uno de los médicos de la familia Cole.
—Yo probaría en otra ciudad, tal vez en Providence o en New Haven —añadió el doctor Storer, y Rob J. murmuró unas palabras de agradecimiento y se marchó. Pero un instante después, Storer salió corriendo tras él—. Existe una remota posibilidad —comentó—. Tiene que hablar con el doctor Walter Aldrich.
El médico tenía el despacho en su domicilio, una casa de madera blanca, muy bien cuidada, al sur de la pradera, conocida como el Common. Rob J. llegó en el horario de visitas, y tuvo que esperar un buen rato.
El doctor Aldrich resultó ser un hombre corpulento, con una abundante barba gris que no lograba ocultar una boca semejante a una cuchillada. Escuchó a Rob J., interrumpiéndolo de vez en cuando con alguna pregunta.
—¿El University Hospital de Edimburgo? ¿A las órdenes del cirujano William Fergusson? ¿Por qué abandonó una ayudantía como esa?
—Si no me hubiera marchado, habría sido deportado a Australia. —Era consciente de que su única esperanza estaba en decir la verdad—. Escribí una octavilla que provocó manifestaciones de la industria contra la corona inglesa, que durante años ha estado chupándole la sangre a Escocia. Se produjeron enfrentamientos y fueron asesinadas varias personas.
—Habla usted con franqueza —dijo el doctor Aldrich, y asintió—. Un hombre debe luchar por el bienestar de su país. Mi padre y mi abuelo lucharon contra los ingleses. —Observó a Rob J. con expresión burlona—. Hay una vacante. En una institución benéfica que envía médicos a visitar a los indigentes de la ciudad.
Parecía un trabajo siniestro y poco propicio; el doctor Aldrich dijo que la mayoría de los médicos que hacían esas visitas cobraban cincuenta dólares al año y se sentían felices de contar con esa experiencia, y Rob se preguntó qué era lo que un médico de Edimburgo podía aprender sobre medicina en un barrio bajo de provincias.
—Si se une al Dispensario de Boston haré las gestiones necesarias para que pueda trabajar por las noches como profesor auxiliar del laboratorio de anatomía de la facultad de medicina Tremont. Eso le proporcionará doscientos cincuenta dólares más al año.
—Dudo de que pueda vivir con trescientos dólares al año, señor. No me quedan reservas, prácticamente.
—No tengo otra cosa que ofrecerle. En realidad, el ingreso anual sería de trescientos cincuenta dólares. El lugar de trabajo es el Distrito Octavo, y por esta circunstancia la junta de administración del dispensario decidió pagar cien dólares en lugar de cincuenta a los médicos que hagan las visitas.
—¿Y por qué en el Distrito Octavo se paga el doble que en las otras zonas?
Entonces fue el doctor Aldrich quien eligió la franqueza.
—Allí viven los irlandeses —anunció en un tono tan sutil y frío como sus labios.
A la mañana siguiente, Rob J. subió las escaleras crujientes del número l09 de la calle Washington y entró en la exigua tienda del boticario, que era el único despacho del Dispensario de Boston. Ya estaba llena de médicos que esperaban que se les asignara la tarea del día. Charles K. Wilson, el administrador, se mostró ásperamente eficiente cuando le llegó el turno a Rob.
—Veamos. Un médico nuevo para el Distrito Octavo, ¿no es así? Bien, el barrio ha estado desatendido. Le esperan todos estos —declaró, al tiempo que le entregaba una pila de fichas, cada una con un nombre y una dirección.
Wilson le explicó cuáles eran las reglas y le describió el Distrito Octavo. La calle Broad se extendía entre el puerto y la mole de Fort Hill, que surgía amenazadora. Cuando la ciudad era nueva, el barrio estaba formado por comerciantes que construyeron grandes residencias para encontrarse cerca de los depósitos de mercancías y del movimiento del puerto. Con el tiempo se mudaron a otras calles más elegantes, y las casas fueron ocupadas por yanquis de la clase trabajadora; más tarde los edificios fueron subdivididos y alquilados a nativos más pobres, y finalmente a los inmigrantes irlandeses que salían en tropel de las bodegas de los barcos. En aquel entonces las casas grandes se encontraban en un estado ruinoso y fueron subdivididas y subarrendadas a unos precios semanales injustos. Los depósitos de mercancías se convirtieron en enjambres de habitaciones minúsculas sin una sola fuente de luz y de aire, y el espacio habitable era tan escaso que a los lados y detrás de cada construcción existente se levantaron horribles chabolas de techo inclinado. El resultado fue un espantoso barrio bajo en el que vivían hasta doce personas en una sola habitación: esposas, esposos, hermanos, hermanas e hijos, que en ocasiones dormían juntos en la misma cama.
Rob J. siguió las instrucciones de Wilson y encontró el Distrito Octavo. El hedor de la calle Broad y las miasmas que emanaban de los escasos retretes utilizados por demasiadas personas eran el olor de la pobreza, el mismo en todas las ciudades del mundo. Cansado de ser un extranjero, algo en su interior se alegró al ver los rostros de los irlandeses, con quienes compartía el origen celta. Su primera ficha correspondía a Patrick Geoghegan, de Half Moon Place. La dirección no le sirvió de nada porque enseguida se perdió en el laberinto de callejones y caminos desconocidos y sin letreros que arrancaban de la calle Broad.
Finalmente le dio un centavo a un niño mugriento que lo condujo hasta un patio pequeño y atestado. Las averiguaciones lo llevaron hasta la planta superior de una casa vecina, y una vez allí se abrió paso a través de habitaciones ocupadas por otras dos familias y llegó a la diminuta vivienda de los Geoghegan. Una mujer examinaba el pelo de un niño, iluminada por la luz de una vela.
—¿Patrick Geoghegan?
Rob J. tuvo que repetir el nombre y por fin oyó un ronco susurro:
—Es mi… Murió en estos días, de fiebre cerebral.
También los escoceses llamaban así a cualquier fiebre alta que precedía a la muerte.
—Lamento su desgracia, señora —dijo serenamente, pero la mujer ni siquiera levantó la vista.
Bajó la escalera y se detuvo a mirar. Sabía que todos los países tenían calles como estas, reservadas a la existencia de una injusticia tan abrumadora que crea sus propias visiones, sonidos y olores: un niño de rostro descolorido, sentado en un porche, mordisqueando una corteza pelada de tocino como un perro que roe un hueso; tres zapatos sin pareja, tan gastados que ya no tenían arreglo, adornaban el callejón lleno de basura; la voz de un borracho convertía en himno una canción sentimental que hablaba de las verdes colinas de una tierra desaparecida; maldiciones lanzadas con tanta pasión como una plegaria; el olor a col hervida mezclado con el hedor de las alcantarillas desbordadas y de otras clases de porquería. Estaba familiarizado con los barrios pobres de Edimburgo y Paisley, y con las casas de piedra dispuestas en hilera de montones de ciudades en las que adultos y niños se marchaban antes del alba para trabajar en las fábricas de lana y algodón y no regresaban hasta bien entrada la noche, peatones solitarios en la oscuridad.
Le sorprendió lo paradójico de su situación: había huido de Escocia por haber luchado contra las fuerzas que creaban barrios bajos como este, y ahora, en un país nuevo, se lo restregaban por las narices.
La siguiente ficha era la de Martin O’Hara, de Humphrey Place, una zona de chabolas y cobertizos asentada en la ladera de Fort Hill a la que se accedía mediante una escalera de madera de unos quince metros, tan empinada que parecía casi una escalera de mano. A lo largo de esta se extendía una cuneta abierta en la madera, por la que rezumaban y fluían los residuos de Humphrey Place que iban a sumarse a todas las desgracias de Half Moon Place. A pesar de la miseria que lo rodeaba, Rob J. subió rápidamente, ya familiarizado con su ajetreo.
El trabajo resultaba agotador, aunque al final de la tarde sólo podía contar con una comida pobre y con su segundo trabajo, que comenzaba al anochecer. Ninguna de las dos ocupaciones le proporcionaría dinero para un mes, y con las reservas que le quedaban no podría pagar demasiadas comidas.
El aula y el laboratorio de disección de la facultad de medicina Tremont se encontraban en una única habitación enorme, arriba de la botica de Thomas Metcalfe, en el 35 de Tremont Place. Era dirigido por un grupo de profesores diplomados en Harvard que, preocupados por la desigual formación médica ofrecida por su alma máter, habían ideado un programa de tres años de cursos dirigidos que los convertiría en mejores médicos, según creían.
El profesor de patología a cuyas órdenes trabajaría como docente en el tema de la disección resultó ser un hombre bajo y patizambo, aproximadamente diez años mayor que él. Lo saludó con una ligera inclinación de cabeza.
—Me llamo Holmes. ¿Tiene usted experiencia como profesor auxiliar, doctor Cole?
—No. Nunca he trabajado como profesor auxiliar. Pero tengo experiencia en cirugía y en disección.
La fría expresión del profesor Holmes parecía decir: ya veremos. Resumió brevemente los preparativos que debían realizarse antes de la clase. Salvo unos pocos detalles, se trataba de una rutina con la que Rob J. estaba muy familiarizado. El y Fergusson habían realizado 32 autopsias cada mañana antes de salir a hacer las visitas, para investigar y adquirir la práctica que les permitía actuar con rapidez cuando se trataba de operar a una persona viva. Ahora quitó la sábana que cubría el enjuto cadáver de un joven, se puso el largo delantal gris que se empleaba en las disecciones y dispuso el instrumental mientras los alumnos empezaban a llegar.
Sólo había siete estudiantes de medicina. El doctor Holmes se quedó de pie junto a un atril, a un lado de la mesa de disección.
—Cuando yo estudiaba anatomía en París —comenzó—, cualquier estudiante podía comprar un cuerpo entero por sólo cincuenta centavos en un sitio en que se vendían todos los días al mediodía. Pero en la actualidad escasean los cadáveres para el estudio. Este chico de dieciséis años, que murió esta mañana de una congestión pulmonar, nos fue entregado por la junta estatal de instituciones benéficas. Esta noche no harán ustedes ninguna disección. En la próxima clase distribuiremos el cuerpo entre todos: dos se quedarán con un brazo, dos con una pierna, y los demás compartirán el tronco.
Mientras el doctor Holmes describía lo que hacía Rob J., este abrió el pecho del chico y empezó a retirar los órganos y a pesarlos, anunciando el peso en voz clara para que el profesor pudiera apuntarlo. Después su tarea consistió en señalar distintas partes del cuerpo para ilustrar lo que el profesor iba diciendo. Holmes tenía una forma de expresarse vacilante y voz aguda, pero Rob J. notó enseguida que los alumnos disfrutaban en sus clases. No le tenía miedo al lenguaje sencillo. Para ilustrar la forma en que se mueve un brazo lanzó un terrible gancho al aire. Para explicar el movimiento de las piernas dio una patada, y para describir el de las caderas hizo una demostración de la danza del vientre. Los alumnos lo escuchaban con deleite. Al final de la clase se apiñaron al rededor del doctor Holmes para hacerle preguntas. Mientras respondía, el profesor observó a su nuevo auxiliar, que colocaba el cadáver y los especímenes anatómicos en el recipiente de formalina, lavaba la mesa y finalmente lavaba, secaba y guardaba el instrumental. Cuando se marchó el último alumno, Rob J. se estaba lavando las manos y los brazos.
—Ha trabajado bastante bien.
Sintió deseos de preguntar por qué no, ya que se trataba de un trabajo que cualquier alumno aventajado habría podido hacer. En cambio se encontró preguntando tímidamente si era posible solicitar un pago anticipado.
—Me han dicho que trabaja en el dispensario. Yo también trabajé un tiempo allí. Es un trabajo terriblemente duro en el que las penurias están garantizadas, pero resulta instructivo. —Holmes cogió dos billetes de cinco dólares de su cartera—. ¿Es suficiente el salario de la primera mitad del mes?
Rob J. intentó que el alivio no quedara reflejado en su voz y le aseguró al doctor Holmes que era suficiente. Apagaron las lámparas, se despidieron al llegar al pie de la escalera, y cada uno siguió su camino.
Al pensar en los billetes que llevaba en el bolsillo experimentó una sensación de vértigo. En el momento en que pasaba frente a la panadería Allen’s, un dependiente retiraba las bandejas de las pastas del escaparate, preparándose para cerrar, de modo que entró y compró dos tartas de zarzamora. Toda una celebración.
Tenía la intención de comerlas en su dormitorio, pero al llegar a la casa de la calle Spring encontró a la criada todavía levantada, terminando de lavar los platos. Entró en la cocina y le mostró las tartas.
—Una es para ti, si me ayudas a robar un poco de leche.
Ella le sonrió.
—No es necesario hablar en voz baja. Está dormida. —Señaló en dirección al dormitorio de la señora Burton, en la segunda planta—. Cuando se duerme, no hay nada que la despierte.
Se secó las manos y cogió el recipiente de la leche y dos tazas limpias.
Disfrutaron con la conspiración del robo. Ella le dijo que se llamaba Margaret Holland; todos la llamaban Meg. Cuando terminaron el banquete, a ella le quedaron manchas de leche en la comisura de los labios; él se inclinó por encima de la mesa y con su dedo de experto cirujano borró hasta la última huella.