28

El arresto

Rob J. pensó que se trataría de Luna. No porque Luna fuera prescindible ni porque él no la apreciara y valorara, pero sólo dos mujeres trabajaban para él, y si no era Luna, la alternativa era inconcebible.

Pero Mort London aclaró:

—La que lo ayuda a atender a los pacientes. Apuñalada —le informó—. Montones de veces. Fuera quien fuese, antes le dio una paliza. Tiene la ropa desgarrada. Yo creo que fue violada.

Durante unos minutos viajaron en silencio.

—Debieron de ser varios individuos los que lo hicieron. En el claro en el que la encontraron había montones de huellas de cascos de caballo —agregó el sheriff.

Luego guardó silencio y siguieron avanzando.

Cuando llegaron a la granja, Makwa ya había sido trasladada al cobertizo. Fuera, entre el dispensario y el granero, se había reunido un pequeño grupo: Sarah, Alex, Chamán, Jay Geiger, Luna y Viene Cantando y sus hijos. A los indios no se les oía lamentarse, pero en sus ojos se reflejaba el pesar, la impotencia y su convicción de que la vida era horrible. Sarah sollozaba en silencio y Rob J. se acercó a ella y la besó.

Jay Geiger lo llevó.

—Yo la encontré. —Sacudió la cabeza como si quisiera apartar un insecto—. Lillian me había enviado a tu casa para llevarle a Sarah confitura de melocotón. Lo primero que vi fue a Chamán durmiendo debajo de un árbol.

Eso preocupó a Rob J.

—¿Chamán estaba allí? ¿Vio a Makwa?

—No, no la vio. Sarah dice que Makwa se lo llevó esta mañana a buscar hierbas al bosque, junto al río, como hacía a veces. Cuando el pequeño se cansó, ella lo dejó dormir una siesta a la sombra. Y ya sabes que ningún ruido, ningún grito ni nada podría perturbar el sueño de Chamán. Me imaginé que no estaba solo, así que lo dejé dormir y seguí un poco más hasta llegar al claro. Y la vi…

“Se encuentra en un estado espantoso, Rob. Me llevó cinco minutos recuperarme. Regresé y desperté al chico. Pero él no vio nada. Lo traje hasta aquí y luego fui a buscar a London.

—Parece que siempre tienes que traer a mis hijos a casa.

Jay lo observó.

—¿Te verás con ánimos?

Rob asintió.

Jay estaba pálido y con aspecto lamentable. Hizo una mueca.

—Supongo que tienes trabajo. Los sauk querrán limpiar a Makwa y enterrarla.

—Mantén a todos apartados durante un rato —le pidió Rob J., y entró solo en el cobertizo y cerró la puerta.

Estaba cubierta con una sábana. No era Jay ni ninguno de los sauk quien la había trasladado hasta allí. Probablemente lo habían hecho un par de ayudantes de London, porque la habían dejado caer sin ningún cuidado sobre la mesa de disección, de costado, como si se tratara de un objeto inanimado sin valor, un tronco o una india muerta. Lo primero que vio al retirar la sábana fue la parte posterior de la cabeza, la espalda desnuda, las nalgas y las piernas.

La lividez mostraba que en el momento de morir se encontraba boca arriba; la espalda y las nalgas estaban amoratadas por la sangre acumulada en los capilares. Pero en el ano violado vio una costra de color rojo y una sustancia blanca seca que había quedado teñida de rojo al entrar en contacto con la sangre.

Volvió a ponerla suavemente de espaldas.

En las mejillas tenía arañazos producidos por las ramitas cuando su rostro había quedado apretado contra el suelo del bosque.

Rob J. sentía una gran inclinación por el trasero de una mujer. Sarah lo había descubierto muy pronto. Le gustaba ofrecerse a él con los ojos apretados contra la almohada, los pechos aplastados sobre la sábana, sus pies delgados, de elegante arco, extendidos, las nalgas en forma de pera, separadas, blancas y rosadas cabalgando sobre el vellón dorado.

Una posición incómoda, aunque a veces la adoptaba porque la excitación sexual de él encendía su pasión. Rob J. consideraba el coito como una forma de amor y no simplemente como vehículo de la procreación, y por consiguiente no creía que debiera consagrarse un solo orificio como recipiente sexual. Pero como médico había observado la posibilidad de que el esfínter anal perdiera elasticidad si se cometían abusos, y era fácil, cuando hacia el amor con Sarah, elegir posiciones que no hicieran daño.

Alguien había mostrado menos consideración con Makwa.

Ella tenía el cuerpo estilizado de una mujer doce años más joven de lo que era en realidad. Varios años antes, él y Makwa habían aceptado la atracción física que sentían mutuamente y que siempre habían mantenido a raya. Pero habían existido ocasiones en las que él había pensado en el cuerpo de ella, imaginado cómo seria hacerle el amor. Ahora la muerte había comenzado su tarea de destrucción. Makwa tenía el abdomen hinchado y los pechos caídos por la flaccidez del tejido. Ya tenía cierta rigidez muscular, y Rob J. le enderezó las piernas a la altura de las rodillas antes de que fuera demasiado tarde. Su pubis parecía un estropajo de alambre negro, completamente ensangrentado. Tal vez fuera una suerte que no hubiera sobrevivido porque habría perdido sus dotes para la medicina.

—¡Hijos de puta!

Se secó los ojos y de repente se dio cuenta de que los que estaban fuera debían de haber oído su exclamación y sabían que estaba a solas con Makwa-ikwa. La parte superior del torso de la India estaba llena de magullones y heridas, y tenía el labio inferior partido, probablemente por un puño enorme.

En el suelo, junto a la mesa de disección, estaban las pruebas que había reunido el sheriff: el vestido desgarrado y manchado de sangre (un viejo vestido de guinga que le había regalado Sarah); el cesto a medio llenar con menta, berros y unas hojas que a él le parecieron de cerezo; y un zapato de gamuza. ¿Un zapato? Buscó el otro y no logró encontrarlo.

Sus pies cuadrados y morenos estaban descalzos; eran pies duros, castigados, con el segundo dedo del pie izquierdo deformado a causa de una antigua fractura. Rob había visto a menudo sus pies descalzos y había sentido curiosidad por saber cómo se había roto el dedo, pero nunca se lo había preguntado.

Levantó la vista y vio el rostro de su buena amiga. Makwa tenía los ojos abiertos, pero el humor vítreo había perdido presión y se había secado, lo que hacía que parecieran más muertos que el resto de su cuerpo. Se los cerró rápidamente e hizo peso colocando una moneda sobre cada párpado, pero tenía la impresión de que ella seguía mirándolo. Ahora que estaba muerta, su nariz se veía más pronunciada, más fea. No habría sido una mujer bonita cuando hubiera envejecido, pero su rostro ya mostraba una gran dignidad. Rob se estremeció y juntó las manos como un niño en actitud de rezar.

—Lo siento muchísimo, Makwa-ikwa.

No se hacía ilusiones de que ella lo oyera, pero hablarle le produjo cierto alivio. Cogió pluma, tinta y papel y copió los signos de sus pechos porque tenía la impresión de que eran importantes. No sabía si alguien los entendería, porque ella no había preparado a nadie para que la sucediera como guardiana de los espíritus de los sauk ya que creía que aún le quedaban muchos años. Rob J. suponía que ella había pensado que uno de los hijos de Luna y Viene Cantando llegaría a ser un buen aprendiz.

Hizo un rápido bosquejo de su rostro, tal como había sido.

Algo terrible le había ocurrido a él, como a ella. Soñaría con esta muerte como soñaba siempre con el estudiante-de-medicina-y-verdugo que sostenía en alto la cabeza cortada de su amigo Andrew Gerould de Lanark. No comprendía qué era lo que conducía a la amistad más que al amor, pero en cierta manera esta india y él se habían convertido en auténticos amigos, y la muerte de ella significaba una pérdida para él.

Por un instante olvidó su voto de no violencia: si hubiera tenido a su alcance a los que habían hecho esto posiblemente los habría aplastado como a insectos.

El momento quedó superado. Se ató un pañuelo para taparse la nariz y la boca y así protegerse del olor. Cogió el escalpelo e hizo unos cortes rápidos, abriendo el cuerpo de Makwa en forma de una gran U, de un hombro a otro, y luego un corte entre los pechos, en una línea recta que descendía hasta el ombligo, formando así una Y exangüe. Sus dedos carecían de sensibilidad y obedecían a su mente con torpeza; era una suerte que no se tratara de un paciente vivo. Hasta el momento de retirar las tres alas que habían quedado formadas, el cuerpo espeluznante era Makwa. Pero cuando cogió el escoplo para liberar el esternón, se obligó a entrar en un nivel de conciencia diferente que apartó de su mente todo salvo las tareas especificas, y se sumergió en la rutina que le era familiar y empezó a hacer lo que había que hacer.

INFORME DE MUERTE VIOLENTA

Sujeto: Makwa-ikwa.

Domicilio: Granja Cole, Holden’s Crossing, Illinois.

Ocupación: Ayudante en el dispensario del Dr. Robert J. Cole.

Edad: 29 años, aproximadamente.

Estatura: 1,75 m.

Peso: 63 kg, aproximadamente.

Circunstancias: El cuerpo de la victima, una mujer de la tribu sauk, fue descubierto en una zona arbolada de la granja de ovejas Cole por alguien que pasaba, a media tarde del 3 de septiembre de 1851. Presenta once puñaladas que se extienden en una línea irregular desde el corte de la yugular bajando por el esternón hasta un punto aproximadamente dos centímetros por debajo del xifoides. Las heridas tienen de 0,947 a 0,952 cm de ancho. Fueron hechas con un instrumento puntiagudo, tal vez una hoja metálica, de forma triangular, cuyos tres bordes estaban perfectamente afilados.

La víctima, que era virgen, fue violada. Los restos de himen indican que se encontraba imperforatus, que la membrana era gruesa y se había vuelto inflexible. Probablemente el violador (o violadores) no pudo llevar a cabo la penetración con el pene; la desfloración se completó mediante un instrumento despuntado, con pequeñas protuberancias ásperas o melladas que produjeron un daño absoluto a la vulva, incluyendo rasguños profundos en el perineo y en los labios mayores y desgarrando y arrancando los labios menores y el vestíbulo de la vagina. Antes o después de esta sangrienta desfloración, la víctima fue colocada boca abajo.

Las magulladuras de sus muslos sugieren que la sujetaron en esa posición mientras era sodomizada, indicando que los agresores eran al menos dos individuos, y probablemente más. El daño causado por la sodomía incluye el estiramiento y desgarramiento del conducto anal. En el recto se encontró esperma, y en el colon descendente se apreció una hemorragia pronunciada. Otras contusiones en otras partes del cuerpo y en la cara sugieren que la victima fue golpeada extensamente, con toda probabilidad por los puños de unos hombres.

Existen pruebas de que la víctima se resistió al ataque. Debajo de las uñas del segundo, tercer y cuarto dedos de la mano derecha hay fragmentos de piel y dos pelos negros, tal vez de barba.

Las puñaladas fueron dadas con fuerza suficiente para astillar la tercera costilla y penetrar en el esternón varias veces. El pulmón izquierdo fue penetrado dos veces y el derecho tres, desgarrando la pleura y lesionando el tejido interno del pulmón; ambos pulmones debieron de quedar destruidos inmediatamente.

Tres de las puñaladas alcanzaron el corazón, y dos de ellas dejaron heridas en la región de la aurícula derecha; estas heridas tienen 0,887 y 0,799 cm de ancho, respectivamente. La tercera herida, la del ventrículo derecho, tiene 0,803 cm de ancho. La sangre del corazón lesionado se acumuló completamente en la cavidad abdominal.

Los órganos no presentan nada extraordinario salvo los golpes. Una vez pesados se obtienen los siguientes datos: corazón, 203 g; cerebro, 1,43 kg, hígado, 1,62 kg; bazo, 199 g.

Conclusiones: Violación seguida de homicidio por parte de un individuo o individuos desconocidos.

(Firmado) Robert Judson Cole,

doctor en medicina

Médico forense Distrito de Rock Island

Estado de Illinois

Esa noche Rob J. se quedó levantado hasta tarde, copiando el informe para presentarlo al funcionario del distrito y haciendo otra copia para entregársela a Mort London. Por la mañana, los sauk fueron a la granja y enterraron a Makwa-ikwa en el acantilado cercano al hedonoso-te, que daba al río. Rob les había ofrecido el lugar para el entierro sin consultar a Sarah.

Cuando ella se enteró, se puso furiosa.

—¿En nuestra tierra? ¿En qué estabas pensando? Una tumba es para siempre, estará allí eternamente. ¡Jamás nos libraremos de ella! —dijo en tono frenético.

—¡Cállate! —dijo Rob J. serenamente, y ella dio medía vuelta y se alejó.

Luna lavó a Makwa y la vistió con su vestido de gamuza de chamán de la tribu. Alden ofreció hacerle un ataúd de madera de pino, pero Luna dijo que la costumbre de ellos era enterrar a sus muertos simplemente envueltos en su mejor manta. Así que Alden ayudó a Viene Cantando a cavar la fosa. Luna les hizo cavar a primera hora de la mañana. Así era como se hacia, dijo: se cavaba la fosa a primera hora de la mañana y se hacia el entierro a primera hora de la tarde. Luna dijo que los pies de Makwa tenían que apuntar hacia el oeste, y envió a buscar al campamento sauk el rabo de una hembra de búfalo para colocarlo en la tumba. Eso ayudaría a Makwa-ikwa a llegar segura al otro lado del río de espuma que separaba la tierra de los vivos de la Tierra del Oeste, le explicó a Rob J.

El funeral fue un rito pobre. Los indios, los Cole y Jay Geiger se reunieron alrededor de la tumba y Rob J. esperó a que alguien dijera algo, pero nadie lo hizo. Ya no tenían a su chamán. Para su desesperación, vio que los sauk lo miraban a él. Si Makwa hubiera sido cristiana, él podría haber sido lo suficientemente débil para decir cosas que no creía. Dadas las circunstancias, se sentía totalmente incapaz. Desde algún sitio llegaron a su mente las palabras.

La barcaza en la que ella se sentó, como un trono bruñido,

ardía sobre el agua; la popa de oro batido,

moradas las velas y tan perfumadas que los vientos

languidecían de amor por ellas; los remos de plata,

que llegaban el compás al sonar de las flautas, y hacían

que el agua que golpeaban los siguiera con presteza.

Tan enamorada estaba de sus paladas. En cuanto a su persona,

superaba toda descripción.

Jay Geiger lo miró como si estuviera loco. ¿Cleopatra? Pero se dio cuenta de que para él, ella había poseído una especie de oscura majestad, un brillo regio y sagrado, un tipo especial de belleza. Ella era mejor que Cleopatra; Cleopatra no había sabido lo que era el sacrificio personal, la lealtad, ni las hierbas. Nunca encontraría a ninguna igual a ella, y John Donne le prestó otras palabras para lanzarlas a la muerte.

Muerte no seas orgullosa, aunque alguien te haya

llamado

poderosa y espantosa, porque no lo eres,

porque aquellos en los que piensas queden derrotados,

no mueres, pobre Muerte, y sin embargo

no puedes matarme.

Cuando fue evidente que eso era todo lo que iba a decir, Jay se aclaró la garganta y pronunció unas pocas frases en lo que Rob J. supuso que era hebreo. Durante un instante temió que Sarah mencionara a Jesús, pero ella era demasiado tímida. Makwa había enseñado a los sauk algunos cánticos, y entonaron uno de ellos de manera discordante, pero todos juntos.

Tti-la-ye kei-ta-fno-ne i-no-ki,

tti-la-ye ke-ui-ta-mo-ne i-no-ki-i.

Me-na-ko-te-si-ta

ke-te-tna-ga-yo-se.

Era una canción que Makwa le había cantado muchas veces a Chamán, y Rob J. vio que aunque el niño no cantaba, sus labios se movían articulando las palabras. Al terminar la canción, concluyó también el funeral; y eso fue todo.

Más tarde, Rob J. fue al claro del bosque en el que se habían producido los hechos. Había gran cantidad de huellas de cascos de caballo. Le preguntó a Luna si alguno de los sauk era rastreador, pero ella dijo que los buenos rastreadores estaban muertos. De todas formas, para entonces ya habían pasado por allí varios hombres de London, y el suelo estaba pisoteado por caballos y hombres. Rob J. sabía qué estaba buscando. Encontró el palo entre la maleza, donde había sido arrojado. Parecía un palo cualquiera, salvo por el color herrumbroso de un extremo. El otro zapato de Makwa había sido lanzado al bosque, al otro extremo del claro, por alguien que tenía un brazo fuerte. No vio nada más, y envolvió los dos objetos en un trozo de tela y se dirigió a la oficina del sheriff.

Mort London aceptó el papel y las pruebas sin hacer comentarios. Se mostró frío y un poco brusco, tal vez porque sus hombres habían pasado por alto el palo y el zapato al inspeccionar el lugar. Rob J. no se entretuvo.

Julian Howard lo saludó desde la puerta contigua a la oficina del sheriff, en el porche de la tienda del almacén.

—Tengo algo para usted —anunció Howard.

Buscó en su bolsillo, y Rob J. oyó el pesado tintineo de monedas grandes. Howard le extendió un dólar de plata.

—No hay prisa, señor Howard.

Pero Howard hizo un ademán en dirección a él con la moneda.

—Yo pago mis deudas —afirmó en tono siniestro, y Rob cogió la moneda sin mencionar que le pagaba cincuenta centavos de menos, contando la medicina que le había dejado.

Howard ya había dado media vuelta con un movimiento brusco.

—¿Cómo está su esposa? —le preguntó Rob.

—Mucho mejor. Ya no lo necesita.

Esa era una buena noticia y le ahorraba a Rob un viaje largo y difícil.

De modo que fue a la granja de los Schroeder, donde Alma empezaba prematuramente la limpieza general del otoño; era evidente que no tenía ninguna costilla rota. Después fue a visitar a Donny Baker, este seguía con fiebre y su pie inflamado podía experimentar cualquier reacción. A Rob no le fue posible hacer nada más que cambiar el vendaje y darle un poco de láudano para el dolor.

El resto del día resultó siniestro y desdichado. La última visita que hizo fue a la granja de Gilbert, donde encontró a Fletcher White en un estado preocupante, medio ciego, con su delgado cuerpo convulsionado por la tos y respirando dolorosa y laboriosamente.

—Estaba mejor —musitó Suzy Gilbert.

Rob J. sabía que Suzy tenía unos niños que atender e infinidad de cosas que hacer; había dejado de hervir agua y de darle a beber cosas calientes demasiado pronto, y Rob sintió deseos de gritarle y sacudirla.

Pero cuando cogió las manos de Fletcher supo que al anciano le que daba poco tiempo de vida, y lo que él menos quería era sugerir a Suzy la idea de que su descuido había matado a su padre. Le dejó un poco del fuerte tónico de Makwa para aliviar a Fletcher. Se dio cuenta de que le quedaba poca cantidad. La había visto prepararlo infinidad de veces y creía conocer sus sencillos ingredientes. Tendría que empezar a prepararlo él mismo.

Había pensado pasar las horas de la tarde en el dispensario, pero cuando regresó a la granja se encontró con una situación caótica. Sarah estaba pálida. Luna, que no había llorado por la muerte de Makwa, sollozaba amargamente, y todos los chicos estaban aterrorizados. Mientras Rob J. estaba ausente, habían llegado Mort London y Fritz Graham, su ayudante regular, y Otto Pfersick, ayudante sólo para esa ocasión. Habían apuntado a Viene Cantando con sus rifles. Mort lo había arrestado. Luego le habían atado las manos a la espalda, le habían rodeado el cuerpo con una cuerda y se lo habían llevado arrastrado por los caballos, como si fuera un buey.