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La política

El trozo de tierra plano y lleno de hierbas que se encontraba al sur de la granja de Jay Geiger había sido comprado al gobierno por un inmigrante sueco llamado August Lund. Lund se pasó tres años rompiendo el grueso tepe, pero en la primavera del cuarto año su joven esposa enfermó y murió repentinamente de cólera, y su pérdida envenenó el lugar para Lund, y ensombreció su ánimo. Jay le compró la vaca y Rob J. los arreos y algunas herramientas, y ambos le pagaron más de lo que correspondía porque sabían lo desesperado que estaba Lund por marcharse de allí. El hombre regresó a Suecia y durante dos temporadas sus campos recién labrados quedaron desolados como una mujer abandonada, luchando por volver a ser lo que alguna vez habían sido. Luego la propiedad fue vendida por un agente de fincas de Springfield, y varios meses más tarde llegó una caravana de dos carros con un hombre y cinco mujeres que vivirían en esas tierras.

Un rufián acompañado por sus putas habría causado menos revuelo en Holden’s Crossing que el que produjo el sacerdote y las cinco monjas de la orden católica romana de San Francisco de Asís. En todo el distrito de Rock Island se había corrido la voz de que habían venido a abrir una escuela parroquial y a atraer a los niños al papismo. Holden’s Crossing necesitaba una escuela y también una iglesia. Lo más probable era que ambos proyectos hubieran quedado en agua de borrajas durante años, pero la llegada de los franciscanos provocó revuelo. Después de una serie de «veladas sociales» en algunas granjas, se nombró un comité con el fin de recaudar fondos para la construcción de una iglesia, pero Sarah estaba molesta.

—No se ponen de acuerdo. Son como niños que no hacen más que discutir. Algunos sólo quieren una cabaña de troncos, para que resulte económico. Otros quieren una construcción de madera, de ladrillo o de piedra.

Ella prefería un edificio de piedra, con campanario, aguja y vidrieras: una iglesia de verdad. Las discusiones se prolongaron a lo largo del verano, el otoño y el invierno, pero en marzo, enfrentados al hecho de que los habitantes del lugar también tenían que pagar el edificio de la escuela, el comité de construcción se decidió por una sencilla iglesia de madera con paredes de tablones en lugar de tablillas, y pintada de blanco. La polémica con respecto a la arquitectura fue disminuyendo hasta convertirse en un debate sobre la relación con una u otra confesión, pero en Holden’s Crossing había más baptistas que miembros de otras sectas, y venció la mayoría. El comité se puso en contacto con la congregación de la Primera Iglesia Baptista de Rock Island, que colaboró con consejos y con algo de dinero para conseguir que la nueva iglesia gemela se pusiera en marcha.

Se aportaron fondos, y Nick Holden deslumbró a todos con la donación más elevada: quinientos dólares.

—Hará falta algo más que filantropía para que lo elijan para el Congreso —dijo Rob J. a Jay—. Hume ha trabajado mucho y ya ha conseguido la nominación del Partido Demócrata.

Evidentemente Holden pensaba lo mismo, porque muy pronto todo el mundo supo que había roto con los demócratas. Algunos suponían que buscaría el apoyo de los liberales, pero en cambio él se declaró miembro del Partido Americano.

—Partido Americano. Para mi es desconocido —comentó Jay.

Rob, que recordaba los sermones y artículos antiirlandeses que había visto por todas partes en Boston, le informó de quiénes se trataba.

—Es un partido que ensalza a los norteamericanos blancos nativos y aboga por la eliminación de los católicos y los extranjeros.

—Nick juega con todas las pasiones y miedos que logra encontrar —reflexionó Jay—. La otra tarde, en el porche del almacén, estaba advirtiendo a la gente contra el pequeño grupo sauk de Makwa como si fuera la banda de Halcón Negro. Logró poner nerviosos a algunos hombres. Dijo que si no vigilamos habrá derramamiento de sangre y granjeros degollados. —Hizo una mueca—. Nuestro Nick. El estadista de siempre.

Un día llegó una carta para Rob J. de su hermano Herbert, que vivía en Escocia. Era la respuesta a la que Rob le había enviado ocho meses antes hablándole de su familia, su profesión y la granja. Su carta había pintado un cuadro realista de la vida que llevaba en Holden’s Crossing, y a cambio le había pedido a Herbert que le enviara noticias de sus seres queridos en la madre patria. La carta de su hermano le transmitía noticias espantosas que no eran imprevisibles, porque cuando Rob huyó de Escocia sabía que la vida de su madre se estaba apagando. Ella había muerto tres meses después de la partida de Rob, y estaba enterrada junto al padre de ellos en el «nuevo patio» musgoso de la iglesia presbiteriana de Kilmarnock. Ronald, el hermano de su padre, había muerto al año siguiente.

Herbert le contaba que había aumentado el rebaño y construido un nuevo establo con piedras cogidas de la base del acantilado. Mencionaba estas cosas en tono cauteloso, evidentemente contento de hacerle saber a Rob que le iba bien trabajando la tierra, pero evitando con todo cuidado hablar de prosperidad. Rob se dio cuenta de que en ocasiones Herbert temía que él regresara a Escocia. La tierra había sido patrimonio de Rob J. por ser el hijo mayor; la noche anterior a su partida había dejado perplejo a Herbert —que amaba con pasión la cría de ovejas— firmando una cesión a su nombre.

Herbert le informaba que se había casado con Alice Broome, hija de John Broome —que arbitraba en la feria de corderos de Kilmarnock— y de su esposa Elsa, que había sido una McLarkin. Rob recordaba vagamente a Alice Broome como una chica delgada, de pelo color ratón, que siempre se tapaba la incierta sonrisa con una mano porque tenía los dientes largos. Ella y Herbert tenían tres niñas, pero Alice estaba embarazada y Herbert esperaba que esta vez fuera un varón, porque la granja estaba creciendo y él necesitaba ayuda.

«Teniendo en cuenta que la situación política se ha calmado, ¿has pensado en regresar a casa?».

Rob percibió la tensión de la pregunta en la escritura apretada de Herbert, la vergüenza por la ansiedad y la aprensión. Se sentó en ese mismo momento y redactó una carta para borrar los temores de su hermano. No regresaría a Escocia, escribió, salvo que algún día disfrutara de un saludable y próspero retiro y pudiera ir de visita. Enviaba recuerdos a su cuñada y a sus sobrinas, y elogiaba a Herbert por los logros que estaba alcanzando; era evidente, añadió, que la granja de los Cole estaba en manos de quien correspondía.

Cuando concluyó la carta, fue a dar un paseo a la orilla del río, hasta la pila de piedras que marcaba el final de sus tierras y el comienzo de las de Jay. No se marcharía de allí. Illinois lo había atrapado a pesar de sus ventiscas, sus destructivos tornados y sus temperaturas extremas.

O tal vez a causa de todo eso y de muchas cosas más.

La tierra de esa granja era mejor que la de los Cole en Kilmarnock: mantillo más profundo, más agua, hierba más fértil. Ya se sentía responsable de ella. Había memorizado sus olores y sus sonidos, le gustaba cómo era en las mañanas calurosas impregnadas de aroma a limón, cuando el viento hacia susurrar la hierba crecida, o cuando dejaba sentir el abrazo frío y brutal en lo más crudo del invierno. Era su tierra.

Un par de días más tarde, mientras se encontraba en Rock Island para asistir a una reunión de la Asociación de Médicos, pasó por el palacio de justicia y rellenó un formulario en el que expresaba su deseo de obtener la ciudadanía.

Roger Murray, el secretario del tribunal, leyó la solicitud y comentó puntilloso:

—Sabrá, doctor, que hay una demora de tres años antes de que pueda adquirir la condición de ciudadano.

Rob J. asintió.

—Puedo esperar. No tengo que ir ningún sitio —dijo.

Cuanto más bebía Tom Beckermann, más desequilibrada se volvía la práctica de la medicina en Holden’s Crossing. Todo el peso caía sobre Rob J., que maldecía el alcoholismo de Beckermann y deseaba que un tercer médico se instalara en la población. Steve Hume y Billy Rogers acentuaron el problema haciendo correr la voz de que el doctor Cole había sido el único médico que había advertido a Sammil Singleton de lo grave que estaba. Si Sammil hubiera hecho caso a Cole, decían, tal vez ahora estaría aquí. Se extendió la leyenda de Rob J., y cada vez acudían a él más pacientes.

Se esforzó por tener tiempo libre para estar con Sarah y los niños.

Chamán lo asombraba; era como si una planta hubiera estado en peligro e interrumpido su crecimiento, pero luego hubiera reaccionado con un estallido de brotes verdes por todas partes. Podían verlo crecer.

Sarah, Alex, los sauk, Alden, todos los que vivían en casa de los Cole practicaban con él la observación del movimiento de los labios durante horas y de forma constante —en realidad, casi histéricamente, tan grande fue el alivio que sintieron cuando el niño puso fin a su silencio—, y una vez que Chamán empezó a hablar, ya no se detuvo. Había aprendido a leer un año antes del comienzo de su sordera, y ahora todos se desvivían por conseguirle libros.

Sarah enseñaba a sus hijos lo que podía, pero sólo había asistido seis años a la escuela rural y era consciente de sus limitaciones. Rob J. les enseñaba latín y aritmética. Alex progresaba; era brillante y trabajaba mucho. Pero Chamán lo sorprendía por su rapidez. Cuando observaba la inteligencia natural de su hijo, a Rob se le partía el corazón.

—Habría sido todo un médico, lo sé —le dijo a Jay con pesar una calurosa tarde en que se sentaron a la sombra de la casa de Geiger a beber agua de jengibre.

Le confió a Jay que era propio de un Cole abrigar la esperanza de que su hijo varón llegara a ser médico.

Jay asintió comprensivo.

—Bueno, está Alex. Es un niño prometedor.

Rob sacudió la cabeza.

—Eso es lo más terrible; Chamán, que nunca será médico porque no oye, es el único de los dos que está dispuesto a acompañarme a visitar a mis pacientes. Alex, que puede ser lo que quiera cuando crezca, prefiere seguir a Alden Kimball por toda la granja como si fuera su sombra. Le gusta más ver cómo un jornalero instala una valla de estacas o le rebana los testículos a un cordero que presenciar cualquiera de las cosas que yo hago.

Jay sonrió.

—¿Y no lo habrías hecho tú a su edad? Bueno, tal vez los dos hermanos trabajen juntos en la granja. Son dos chicos estupendos.

Dentro de la casa, Lillian practicaba el Concierto número veintitrés de Mozart. Era muy seria en los ejercicios de los dedos y resultaba insoportable oírla tocar la misma frase hasta que esta adquiría el color y la expresión correctos; pero cuando quedaba satisfecha y dejaba correr las notas, lo que se oía era música. El piano Babcock había llegado en perfectas condiciones de funcionamiento, pero un largo y superficial arañazo, cuyo origen desconocían, deslucía la perfección de una de sus impecables patas de nogal. Lillian se había echado a llorar al verla, pero su esposo le dijo que el arañazo nunca seria reparado, «y así le recordará a nuestros nietos lo mucho que viajamos para llegar aquí».

La Primera Iglesia de Holden’s Crossing fue inaugurada a finales de junio, de modo que la celebración se prolongó hasta el 4 de julio. Durante la inauguración tomaron la palabra tanto Stephen Hume, miembro del Congreso, como Nick Holden, candidato para la oficina de Hume. Rob J. pensó que Hume parecía relajado y cómodo, mientras Nick hablaba como un hombre desesperado que sabe que se está quedando atrás.

El primero de una serie de pastores celebró el servicio el domingo posterior a la fiesta de inauguración. Sarah le confió a Rob J. que estaba nerviosa, y él se dio cuenta de que ella recordaba al pastor baptista del Gran Despertar que había condenado al infierno a las mujeres que tenían hijos fuera del matrimonio. Ella habría preferido a un pastor más amable, como el señor Arthur Johnson, el ministro metodista que había celebrado su boda con Rob J., pero la elección del pastor la haría la totalidad de la congregación. Así que durante todo el verano pasaron por Holden’s Crossing pastores de todo tipo. Rob asistió a varios servicios para dar apoyo a su esposa, pero en general se mantuvo al margen.

En agosto, un prospecto impreso clavado en la entrada del almacén anunciaba la inminente visita de un tal Ellwood R. Patterson, que pronunciaría una conferencia titulada «La corriente que amenaza a la cristiandad», el sábado 2 de septiembre a las siete de la tarde, y dirigiría el servicio y pronunciaría el sermón del domingo por la mañana.

Ese sábado por la mañana apareció un hombre en el dispensario de Rob J. Se sentó pacientemente en el pequeño vestíbulo que hacía las veces de sala de espera mientras Rob se ocupaba del dedo medio de la mano derecha de Charley Haskins, que había quedado atrapado entre dos troncos. Charley, el hijo del dueño del almacén, era un joven de veinte años, cuyo oficio era el de leñador. Se sentía dolorido y molesto por la imprudencia que había provocado el accidente, pero tenía una lengua descarada y sin inhibiciones, y un incontenible buen humor.

—Oiga, doctor. ¿Esto me impedirá casarme?

—Con el tiempo volverás a usar el dedo tan bien como siempre —respondió Rob en tono pícaro—. Perderás la uña, pero volverá a crecer. Ahora lárgate. Y vuelve dentro de tres días para que te cambie el vendaje.

Seguía sonriendo cuando hizo pasar al hombre que estaba en la sala de espera y que se presentó como Ellwood Patterson. Rob recordó el nombre del prospecto y se dio cuenta de que era el pastor visitante. Vio que era un hombre de unos cuarenta años, gordo pero con porte, de rostro grande y arrogante, pelo negro largo, tez enrojecida y venas azules pequeñas pero visibles en la nariz y las mejillas.

El señor Patterson dijo que tenía furúnculos. Cuando se quitó la ropa de la parte superior del cuerpo, Rob J. vio en su piel marcas pigmentadas de zonas cicatrizadas, entremezcladas con unas cuantas llagas abiertas, erupciones pustulosas, vesículas costrosas y granuladas, y tumores blandos y viscosos.

Miró al hombre con expresión comprensiva.

—¿Sabe que tiene una enfermedad?

—Me han dicho que es sífilis. En la taberna alguien comentó que usted es un médico especial. Y pensé en venir a verlo, por si puede hacer algo.

Tres años atrás, una prostituta de Springfield se lo había hecho a la francesa, y posteriormente a él le había aparecido un chancro y un bulto detrás de los testículos, explicó.

—Volví a verla. Para que no contagiara a nadie más.

Un par de meses más tarde había sido atacado por la fiebre, le habían aparecido llagas del color del cobre y tenía dolores terribles de cabeza y en las articulaciones. Luego todos los síntomas habían desaparecido solos y pensó que ya estaba bien, pero entonces le salieron las llagas y los bultos que ahora tenía.

Rob escribió el nombre del pastor en un registro, y junto a este «sífilis terciaria».

—¿De dónde es usted, señor?

—De Chicago.

Pero había vacilado al contestar y Rob J. sospechaba que estaba mintiendo. No importaba.

—Su problema no tiene cura, señor Patterson.

—Si… ¿Y qué me ocurrirá ahora?

No habría servido de nada ocultárselo.

—Si le afecta el corazón, morirá. Si le llega al cerebro, se volverá loco. Si le penetra en los huesos o las articulaciones, quedará tullido. Pero estas cosas tan espantosas casi nunca ocurren. A veces, desaparecen los síntomas, sencillamente, y no vuelven a presentarse. Lo que tiene que hacer es esperar y pensar que es uno de los que tienen suerte.

Patterson hizo una mueca.

—Por ahora, mientras estoy vestido, no se me ven las llagas. ¿Puede darme algo para que no me salgan en la cara y en el cuello? Llevo una vida pública.

—Puedo venderle un ungüento. No sé si le servirá para este tipo de llaga —repuso Rob amablemente, y el señor Patterson asintió y cogió su camisa.

A la mañana siguiente, poco después del amanecer, llegó un niño descalzo y con los pantalones raídos montado en una mula, y dijo que lo disculpara pero que su madre no se encontraba nada bien, y que si podría ir a verla. Era Malcolm Howard, el hijo mayor de una familia que había llegado de Louisiana hacia sólo unos meses y se había instalado en una planicie que se encontraba a unos diez kilómetros río abajo. Rob ensilló a Vicky y siguió a la mula por caminos accidentados hasta que llegaron a una cabaña que sólo era un cobertizo ligeramente mejor que el gallinero que había a su lado. En el interior encontró a Mollie Howard con su esposo Julian y los hijos de ambos reunidos alrededor de su cama. La mujer sufría los dolores de la malaria, pero se dio cuenta de que no estaba tan grave, y unas cuantas palabras de aliento y una buena dosis de quinina aliviaron la preocupación de la paciente y de la familia.

Julian Howard no hizo amago de pagar, y Rob J. tampoco le pidió que lo hiciera porque veía lo pobre que era la familia. Howard lo siguió hasta fuera y se puso a conversar con él sobre la última acción del senador de ese Estado, Stephen A. Douglas, que acababa de hacer aceptar en el Congreso el Acta de Kansas-Nebraska, que establecía dos nuevos territorios en el Oeste. El proyecto de ley de Douglas pedía que se permitiera a las legislaturas territoriales decidir si en esas áreas debía haber esclavitud, y por esa razón la opinión pública del Norte estaba en contra del proyecto de ley.

—Esos malditos norteños, ¿qué saben ellos sobre los negros? Algunos granjeros estamos formando una pequeña organización para ocuparnos de que en Illinois se permita la posesión de esclavos. Tal vez usted quiera unirse a nosotros. Esa gente de piel oscura está hecha para trabajar los campos de los blancos. Por lo que sé, usted tiene un par de negros trabajando en su casa.

—Son sauk, no son esclavos. Trabajan a cambio de un salario. Yo no soy partidario de la esclavitud.

Se miraron fijamente. Howard se ruborizó. Guardó silencio, sin atreverse a discutir con aquel médico engreído por no haberle cobrado sus servicios. Por su parte, Rob se alegró de poder marcharse.

Dejó un poco más de quinina y regresó a su casa sin más demora, pero al llegar se encontró a Gus Schroeder que lo esperaba ansiosamente porque al limpiar el establo, Alma había quedado estúpidamente atrapada entre la pared y el enorme toro moteado del que estaban tan orgullosos. El animal la había empujado y derribado en el preciso instante en que Gus entraba en el establo.

—¡El maldito animal no se movía! Se quedó delante de ella golpeándola con los cuernos hasta que tuve que coger el bieldo y pincharlo para que se apartara. Ella dice que no está muy lastimada, pero ya conoces a Alma.

De modo que aún sin desayunar se fue a casa de los Schroeder. Alma estaba bien, aunque pálida y conmocionada. Se encogió cuando él hizo presión sobre la quinta y la sexta vértebras del costado izquierdo, y Rob no se atrevió a correr el riesgo de no vendarla. Sabía que a ella la mortificaba desvestirse delante de él, y le pidió a Gus que fuera a ocuparse de su caballo para que no presenciara la humillación de su esposa. Le indicó a ella que se levantara los enormes y colgantes pechos llenos de venas azules y le tocó el cuerpo blanco y gordo lo menos posible mientras la vendaba y entablaba una conversación acerca de las ovejas, el trigo, su esposo y sus hijos. Cuando concluyó, ella logró sonreírle y fue a la cocina a preparar la cafetera, y luego los tres se sentaron a tomar café.

Gus le contó que la «conferencia» del sábado de Ellwood Patterson había sido un discurso mal disimulado a favor de Nick Holden y del Partido Americano.

—La gente dice que fue Nick quien se ocupó de que él viniera.

La «corriente que amenaza a la cristiandad», según Patterson, era la inmigración de católicos a Estados Unidos. Los Schroeder habían faltado a la iglesia esa mañana por primera vez; tanto Alma como Gus habían recibido una educación luterana, pero habían quedado hartos de la conferencia de Patterson; este había dicho que los extranjeros —y eso era lo mismo que decir los Schroeder— le estaban robando el pan a los trabajadores norteamericanos. Había pedido que el período de espera para obtener la ciudadanía pasara de tres a veintiún años.

Rob J. hizo una mueca.

—No me gustaría esperar tanto tiempo —comentó.

Pero ese domingo los tres tenían cosas que hacer, así que le dio las gracias a Alma por el café y siguió su camino. Tenía que cabalgar ocho kilómetros río arriba hasta la granja de John Ashe Gilbert, cuyo anciano suegro, Fletcher White, estaba en cama con una fuerte gripe.

White tenía ochenta y tres años y era un individuo fuerte; había sufrido problemas bronquiales con anterioridad, y Rob J. estaba seguro de que volvería a tenerlos. Le había dicho a la hija de Fletcher, Suzy, que hiciera tragar al viejo bebidas calientes y que hirviera ollas y ollas de agua para que respirara el vapor. Rob J. lo visitaba con mayor frecuencia de la necesaria, tal vez, pero valoraba especialmente a sus pacientes ancianos, porque eran muy pocos. Los pioneros probablemente eran hombres jóvenes y fuertes que dejaban a los viejos atrás cuando se trasladaban al Oeste, y eran contados los ancianos que hacían el viaje.

Encontró a Fletcher mucho mejor. Suzy Gilbert le dio de comer codornices fritas y tortitas de patata y le pidió que pasara por la casa de sus vecinos, los Baker, porque uno de los hijos tenía un dedo del pie infectado y había que abrírselo. Encontró a Donny Baker, de diecinueve años, bastante mal, con fiebre y muchos dolores a causa de una infección terrible. El muchacho tenía la mitad de la planta del pie derecho ennegrecida. Rob le amputó dos dedos, abrió el pie e insertó una mecha, pero tenía auténticas dudas de que el pie pudiera salvarse, y había conocido muchos casos en los que ese tipo de infección no podía detenerse sólo con la amputación del pie.

A última hora de la tarde emprendió el regreso a su casa. Cuando se encontraba a mitad de camino oyó un grito y detuvo a Vicky para que Mort London pudiera alcanzarlo en su enorme alazán castrado.

—Sheriff.

—Doctor, yo… —Mort se quitó el sombrero y lo agitó con un ademán irritado para ahuyentar una mosca. Suspiró—. Maldita sea. Me temo que necesitaremos un forense.

Rob J. también se sentía molesto. Aún no había digerido las tortitas de patata de Suzy Gilbert. Si Calvin Baker lo hubiera llamado una semana antes, podría haberse ocupado del dedo de Donny Baker sin problemas. Ahora se produciría una situación grave, y tal vez una tragedia. Se preguntó cuántos de sus pacientes tendrían problemas y no se los comunicaban, y decidió comprobarlo al menos con tres de ellos antes del anochecer.

—Será mejor que busque a Beckermann —respondió—. Hoy tengo mucho que hacer.

El sheriff retorció el ala de su sombrero.

—Bueno…, tal vez quiera hacerla usted mismo, doctor Cole.

—¿Es alguno de mis pacientes?

Empezó a hacer mentalmente la lista de posibilidades.

—Es esa mujer sauk.

Rob J. lo miró a los ojos.

—Esa mujer India que trabaja para usted —añadió London.