26

Las ataduras

Al principio, Makwa-ikwa no comprendía que Cawso wabeskiou le dijera que no siguiera enseñando a los niños los signos de las naciones. Pero Rob J. le explicó por qué los signos eran una medicina perjudicial para Chamán. El niño ya había aprendido diecinueve signos. Conocía el gesto con el que señalar que tenía hambre, podía pedir agua, podía indicar la idea de frío, calor, enfermedad, salud, podía expresar agrado o desagrado, podía saludar y decir adiós, describir un tamaño, comentar la sensatez o la estupidez. En lo que respecta a los otros niños, los signos indios eran un juego nuevo. Para Chamán, despojado de comunicación de la forma más desconcertante, significaba recuperar el contacto con el mundo.

Sus dedos seguían hablando.

Rob J. prohibió a los otros chicos que participaran; pero no eran más que niños y a veces, cuando Chamán mostraba un signo, el impulso de responder era irresistible.

Después de presenciar varias veces que utilizaba el lenguaje de señas, Rob J. desenrolló un trapo suave que Sarah había reservado para utilizar como venda. Le ató las manos a Chamán y luego las sujetó al cinturón.

Chamán empezó a lanzar gritos y a llorar.

—Tratas a nuestro hijo como si fuera un animal —le susurró Sarah.

—Tal vez ya sea demasiado tarde para él. Esta podría ser su única oportunidad. —Rob cogió las manos de su esposa entre las suyas e intentó consolarla. Pero las súplicas no le hicieron cambiar de idea, y las manos de su hijo siguieron atadas, como si el niño fuera un prisionero.

Alex recordaba cómo se había sentido cuando el sarampión le producía un picor terrible y Rob J. le había atado las manos para que no pudiera rascarse. Olvidó que su cuerpo había sangrado, y recordó únicamente el picor que no quedaba aliviado y el terror de estar atado. En la primera oportunidad que tuvo, cogió la hoz del granero y cortó las ataduras de su hermano.

Cuando Rob J. le prohibió salir de casa, Alex le desobedeció. Cogió un cuchillo de cocina, salió y volvió a liberar a Chamán; luego cogió a su hermano de la mano y se marchó con él.

Era mediodía cuando notaron su ausencia, y en la granja todos dejaron de trabajar y se sumaron a la búsqueda, dispersándose por el bosque, la pradera y la orilla del río, gritando sus nombres, que sólo uno de los niños podría oír. Nadie mencionó el río, pero aquella primavera dos franceses de Nauvoo habían estado en una canoa que zozobró cuando creció el río. Los dos hombres se habían ahogado, y ahora todos pensaron en la amenaza del río.

No hubo señales de los chicos hasta que, cuando la luz empezaba a desvanecerse hacia el final del día, Jay Geiger apareció en casa de los Cole con Chamán montado delante de él y Alex en la grupa. Informó a Rob J. que los había encontrado en medio de su campo de maíz, sentados entre las hileras, aún cogidos de la mano y llorando.

—Si no hubiera pasado a quitar la mala hierba, aún estarían allí sentados —comentó Jay.

Rob J. esperó hasta que los niños tuvieron la cara limpia y hubieron comido. Luego se llevó a Alex a la orilla del río. La corriente se ondulaba y canturreaba al chocar con las piedras de la orilla; el agua, más oscura que la atmósfera, reflejaba la llegada de la noche. Las golondrinas se elevaban y descendían, rozando a veces la superficie. En lo alto, una grulla avanzaba con la misma decisión de un paquebote.

—¿Sabes por qué te he traído hasta aquí?

—Porque me vas a dar una paliza.

—Hasta ahora nunca te he pegado, ¿verdad? Y no voy a empezar ahora. No, lo que quiero es consultarte.

El niño lo miró alarmado, sin saber si ser consultado podía ser mejor que ser azotado.

—¿Qué es eso?

—¿Sabes lo que es intercambiar?

Alex asintió.

—Claro. He intercambiado cosas montones de veces.

—Bien. Quiero intercambiar ideas contigo sobre tu hermano. Chamán es afortunado al tener un hermano mayor como tú, alguien que se ocupa de él. Tu madre y yo…, los dos estamos orgullosos de ti. Y te lo agradecemos.

—Tú lo trataste mal, atándole las manos.

—Alex, si sigues hablándole por señas no tendrá necesidad de hablar. Muy pronto se habrá olvidado de hablar, y nunca podrás oír su voz.

Nunca más. ¿Me crees?

El niño tenía los ojos muy abiertos y en ellos se veía un aire de responsabilidad. Asintió.

—Quiero que le dejes las manos atadas. Lo que te estoy pidiendo es que nunca más utilices signos con él. Cuando hables con tu hermano primero señálate la boca para que él te la mire. Luego habla lentamente y con claridad. Repite lo que le dices, para que empiece a leer el movimiento de tus labios. —Rob J. lo miró—. ¿Comprendes, hijo? ¿Nos ayudarás a enseñarle a hablar?

Alex asintió. Rob J. lo acercó a su pecho y lo abrazó.

El pequeño olía como un niño de diez años que se ha pasado el día sentado en un maizal abonado, sudando y llorando. En cuanto llegaran a casa, Rob J. le ayudaría a acarrear agua para el baño.

—Te quiero, Alex.

—Y yo a ti, papá —susurró el niño.

Todos recibieron el mismo mensaje.

Llama la atención de Chamán. Señálate los labios. Háblale lentamente y con claridad. Habla para sus ojos en lugar de hacerlo para sus oídos.

Por la mañana, en cuanto se levantaba, Rob J. le ataba las manos a su hijo. A la hora de las comidas, Alex se las desataba para que pudiera comer. Luego volvía a atárselas.

Él se ocupó de que ninguno de los otros chicos le hiciera señas.

Pero los ojos de Chamán se veían cada vez más acosados, en un rostro atenazado y aislado de todos los demás. No lograba entender. Y no decía absolutamente nada.

Si Rob J. se hubiera enterado de que alguien le ataba las manos a su hijo, habría hecho todo lo posible por rescatar al niño. La crueldad no estaba hecha para él, y veía los efectos que el sufrimiento de Chamán tenía en las demás personas de la casa. Para él era un alivio coger su maletín y marcharse a atender a sus pacientes.

Más allá de los límites de la granja, el mundo seguía su curso, indiferente a los problemas de la familia Cole. Ese verano había en Holden’s Crossing otras tres familias que construían su nueva casa de madera para reemplazar la anterior de tepe. Existía un enorme interés por abrir una escuela y contratar a un maestro, y tanto Rob J. como Jason Geiger apoyaron la idea con entusiasmo. Cada uno enseñaba a sus hijos en su casa, a veces reemplazándose mutuamente en caso de emergencia, pero los dos estaban de acuerdo en que para los niños seria mejor asistir a una escuela.

Cuando Rob J. se detuvo en la botica, Jay estaba emocionado por una noticia. Finalmente logró comunicarle que el piano Babcock de Lillian había sido despachado. Desde Columbus había recorrido más de mil quinientos kilómetros en balsa y en barco.

—Bajando por el río Scioto hasta el Ohio, Ohio abajo hasta el Mississippi y subiendo por el dorado Mississippi hasta el muelle de la Empresa de Transportes Great Southern de Rock Island, donde ahora espera mi carro y mis bueyes.

Alden Kimball había pedido a Rob que atendiera a uno de sus amigos que estaba enfermo en la abandonada ciudad mormónica de Nauvoo.

Alden lo acompañó para servirle de guía. Compraron billetes para ellos y sus caballos en una chalana, trasladándose río abajo de la forma más fácil. Nauvoo era una ciudad fantasmal y abandonada, una red de calles anchas que se extendían sobre un recodo del río, con casas elegantes y sólidas, y en el medio las ruinas de un grandioso templo de piedra que parecía construido por el rey Salomón. Alden le contó que allí sólo vivía un puñado de mormones viejos y rebeldes que habían roto con los lideres cuando los santos del último día se habían trasladado a Utah. Era un lugar que atraía a los pensadores independientes; una esquina de la ciudad había sido alquilada a una pequeña colonia de franceses que se hacían llamar icarios y que vivían según un sistema corporativo. Con una actitud de desdén, Alden condujo a Rob J. al otro lado del barrio francés y finalmente hasta una casa de ladrillos rojos deteriorados que había a un lado de una bonita callejuela.

Una circunspecta mujer de edad mediana respondió cuando llamaron a la puerta, y asintió con la cabeza a modo de saludo. Alden presentó la mujer a Rob J. como la señora Bidamon. En la sala había unas cuantas personas reunidas, pero la señora Bidamon condujo a Rob hasta la planta alta, donde un hosco muchachito de unos dieciséis años se encontraba en la cama, aquejado de sarampión. No se trataba de un caso grave. Rob le dio a la madre semillas de mostaza molidas y las instrucciones para mezclarlas en el agua del baño del chico, y un paquete de flores secas de saúco para utilizarlas en infusión.

—No creo que me necesite de nuevo —le informó—. Pero quiero que me envíe a buscar de inmediato si se produce una infección de oídos.

La mujer bajó la escalera antes que él y debió de decir unas palabras tranquilizadoras a los que estaban en la sala porque cuando Rob J. se acercó a la puerta todos lo esperaban con regalos: un frasco de miel, tres frascos de confitura, una botella de vino. Y un montón de palabras de agradecimiento. Una vez fuera de la casa, Rob se quedó mirando desconcertadamente a Alden, con las manos llenas de cosas.

—Le están agradecidos por haber atendido al muchacho —le explicó Alden—. La señora Bidamon es la viuda de Joseph Smith, el profeta de los santos del último día, el hombre que fundó la religión. El chico es hijo de él y también se llama Joseph Smith. Ellos creen que el chico también es profeta.

Mientras se alejaban, Alden contempló la ciudad de Nauvoo y lanzó un suspiro.

—Este era un sitio fantástico para vivir, pero todo se echó a perder porque Joseph Smith no podía dominar su polla. El y su poligamia. Las llamaba esposas espirituales. No había nada espiritual en ello; simplemente le gustaba follar.

Rob J. sabía que los santos habían sido obligados a marcharse de Ohio, de Missouri y finalmente de Illinois porque los rumores de sus matrimonios múltiples habían indignado a las gentes del lugar. Nunca le había hecho preguntas a Alden sobre su vida anterior, pero esta vez no pudo resistir la tentación.

—¿Tú también tenías más de una esposa?

—Tres. Cuando rompí con la iglesia, ellas fueron repartidas entre otros santos, junto con sus niños.

Rob no se atrevió a preguntar cuántos niños. Pero el demonio lo empujó a hacer una pregunta más:

—¿Eso te molestó?

Alden reflexionó y lanzó un escupitajo.

—La variedad era interesante, sin duda, no voy a negarlo. Pero sin ellas la paz es maravillosa —concluyó.

Esa semana Rob pasó de visitar a un joven profeta a atender a un anciano miembro del Congreso. Fue citado a Rock Island para atender al diputado de Estados Unidos Samuel T. Singleton, que había sufrido un ataque mientras regresaba de Washington a Illinois.

Cuando Rob entraba en casa de Singleton, Thomas Beckermann se marchaba; Beckermann le contó que Tobías Barr también había examinado al diputado Singleton.

—Pide demasiadas opiniones médicas, ¿no le parece? —comentó Beckermann con acritud.

Eso indicaba el alcance de los temores de Sammil Singleton, y cuando Rob J. examinó al diputado se dio cuenta de que sus temores estaban bien fundados. Singleton era un hombre de setenta y nueve años, bajo, casi calvo, de constitución débil y estómago gigantesco.

Rob J. oyó que su corazón jadeaba y gorjeaba en un esfuerzo por latir.

Cogió las manos del anciano entre las suyas y miró la muerte a los ojos.

Stephen Hume, el ayudante de Singleton, y Billy Rogers, su secretario, estaban sentados al pie de la cama.

—Hemos estado en Washington todo el año. Tiene que pronunciar discursos. Y arreglar asuntos pendientes. Tiene que hacer montones de cosas, doctor —dijo Hume en tono acusador, como si la indisposición de Singleton fuera culpa de Rob J.

Hume era un apellido escocés, pero a Rob J. no le caía nada bien.

—Debe quedarse en la cama —le dijo a Singleton francamente—. Olvídese de los discursos y de los asuntos pendientes. Siga una dieta ligera. Beba alcohol en pequeñas cantidades.

Rogers lo miró con expresión airada.

—Eso no es lo que nos dijeron los otros dos médicos. El doctor Barr dijo que cualquiera quedaría agotado después de hacer un viaje desde Washington. Ese otro colega de su pueblo, el doctor Beckermann, coincidió con Barr, y dijo que todo lo que el diputado necesita es comida casera y aire de la pradera.

—Pensamos que seria una buena idea llamar a varios colegas por si había una diferencia de opinión —comentó Hume—. Y eso es lo que tenemos. Los otros médicos no están de acuerdo con usted, son dos contra uno.

—Muy democrático. Pero no se trata de unas elecciones. —Rob J. se volvió hacia Singleton—. Por su propia supervivencia, espero que haga lo que le sugiero.

Los ojos fríos del anciano mostraron una expresión divertida.

—Usted es amigo de Holden, el senador del Estado. Y su socio en varias aventuras comerciales, según tengo entendido.

Hume se echó a reír entre dientes.

—Nick espera con impaciencia que el diputado se retire.

—Soy médico. Y me importa un bledo la política. Usted me mandó llamar a mi, diputado.

Singleton asintió y lanzó una mirada significativa a los dos hombres.

Billy Rogers condujo a Rob fuera de la habitación. Cuando intentó subrayar la gravedad del estado de Singleton, recibió una inclinación de cabeza del secretario, una zalamera frase de agradecimiento típica de un político. Rogers le pagó sus honorarios como si estuviera dando una propina a un mozo de cuadra, y lo hizo marcharse rápidamente por la puerta principal.

Un par de horas más tarde, mientras conducía a Vicky por la calle Main de Holden’s Crossing, vio que la red de información de Nick Holden ya estaba en marcha. Nick esperaba en el porche de la tienda de Haskins, con la silla inclinada hacia atrás contra la pared y una bota sobre la barandilla. Cuando divisó a Rob J. le hizo una señal para que se acercara al palo de atar los caballos.

Nick lo llevó enseguida a la habitación posterior de la tienda y no hizo el menor intento por ocultar su excitación.

—¿Y bien?

—¿Y bien, qué?

—Sé que vienes de ver a Sammil Singleton.

—Sólo hablo de mis pacientes con mis pacientes. Y a veces con sus seres queridos. ¿Tú eres uno de los seres queridos de Singleton?

Holden sonrió.

—Lo aprecio muchísimo.

—Que lo aprecies no sirve, Nick.

—Bueno, Rob J. Sólo quiero saber una cosa. ¿Tendrá que retirarse?

—Si quieres saberlo, pregúntaselo a él.

Holden protestó en tono amargo.

Al salir de la tienda, Rob J. rodeó cuidadosamente una trampa para ratones. La ira de Nick lo siguió junto con el olor a arreos de cuero y a simiente de patata podrida.

—Tu problema, Cole, es que eres demasiado estúpido para saber quiénes son tus amigos de verdad.

Probablemente Haskins tenía que ocuparse todas las noches de guardar el queso, de tapar la caja de las galletas y esas cosas. «Los ratones podían hacer estragos con los alimentos por la noche», pensó Rob mientras atravesaba la parte delantera de la tienda; y viviendo tan cerca de la pradera, no había forma de evitar la presencia de los ratones.

Cuatro días más tarde, Samuel T. Singleton estaba sentado a una mesa con dos concejales de Rock Island y tres de Davenport, Iowa, explicando la situación fiscal del Ferrocarril de Chicago y Rock Island, que proponía construir un puente ferroviario sobre el Mississippi para unir ambas ciudades. Estaba hablando de la servidumbre de paso cuando lanzó un débil suspiro, como si estuviera exasperado, y se desplomó en su asiento. Mientras iban a buscar al doctor Tobías y este llegaba a la taberna, todos los vecinos se enteraron de que Sammil Singleton había muerto.

Al gobernador le llevó una semana designar al sucesor. Inmediatamente después del funeral, Nick Holden partió rumbo a Springfield para intentar algún apaño en la designación. Rob imaginó el tira y afloja en el que se habría metido, y sin duda hubo un esfuerzo por parte del otrora compañero de copas de Nick, el vicegobernador nacido en Kentucky. Pero evidentemente la organización de Singleton tenía a sus propios compañeros de copas, y el gobernador designó al ayudante de Singleton, Stephen Hume, para que cumpliera el mandato de año y medio que aún no había concluido.

—A Nick le han fastidiado —comentó Jay Geiger—. Entre este momento y el final del mandato, Hume se hará fuerte. La próxima vez se presentará como el titular, y a Nick le será casi imposible vencerlo.

A Rob J. le tenía sin cuidado. Estaba absorto en lo que ocurría dentro de las paredes de su hogar.

Al cabo de dos semanas dejó de atarle las manos a su hijo. Chamán ya no intentaba hacer señas, pero tampoco hablaba. Había algo muerto y triste en los ojos del pequeño. Le daban mucho cariño, pero él sólo quedaba momentáneamente aliviado. Cada vez que Rob miraba a su hijo se sentía inseguro e impotente.

Entretanto, todos los que lo rodeaban seguían sus instrucciones como si él fuera infalible en el tratamiento de la sordera. Cuando le hablaban a Chamán lo hacían lentamente y pronunciando con claridad, señalándose la boca después de haber captado la atención del niño y animándolo a que leyera el movimiento de los labios.

Fue Makwa-ikwa quien pensó en un nuevo enfoque del problema.

Le contó a Rob cómo ella y las otras chicas sauk habían aprendido a hablar inglés rápida y eficazmente en la escuela evangélica para niñas Indias: durante las comidas no les daban nada salvo que lo pidieran en inglés.

Sarah se puso furiosa cuando Rob le planteó la cuestión.

—Por lo visto no te ha bastado con atarlo como si fuera un esclavo, y ahora quieres matarlo de hambre.

Pero a Rob J. no le quedaban muchas alternativas, y empezaba a desesperarse. Tuvo una conversación prolongada y sincera con Alex, que estuvo de acuerdo en cooperar, y le pidió a su esposa que hiciera una comida especial. Chamán sentía verdadera pasión por los sabores agridulces, y Sarah preparó pollo guisado con budín relleno de carne y frutas, y pastel caliente de ruibarbo como postre.

Esa noche, cuando la familia se sentó alrededor de la mesa y Sarah llevó el primer plato, ocurrió lo mismo que había sucedido durante varias semanas. Rob levantó la tapa de una humeante fuente y dejó que el olor del pollo, el budín y las verduras se extendiera por la mesa.

Sirvió primero a Sarah y luego a Alex. Agitó la mano hasta captar la atención de Chamán, y luego se señaló los labios.

—Pollo —dijo mientras levantaba la fuente—. Budín.

Chamán lo miró en silencio.

Rob J. se sirvió un trozo de pollo y se sentó.

Chamán observó a sus padres y a su hermano, que comían afanosamente. Levantó su plato vacío y lanzó un gruñido de irritación.

Rob se señaló los labios y levantó la fuente.

—Pollo.

Chamán acercó el plato.

—Pollo —repitió Rob J.

Como su hijo seguía guardando silencio, dejó la fuente en la mesa y siguió comiendo.

Chamán empezó a lloriquear. Miró a su madre, que había hecho un esfuerzo por terminar su ración. Ella se señaló los labios y le extendió su plato a Rob.

—Pollo, por favor —dijo, y él le sirvió.

Alex también pidió una segunda ración y se la dieron. Chamán se quedó sentado y movió irritado la cabeza; tenía el rostro contorsionado ante este nuevo ultraje, este nuevo terror, esta privación de comida.

Cuando terminaron el pollo y el budín retiraron los platos, y entonces Sarah llevó a la mesa el postre recién salido del horno y una jarra de leche. Sarah se enorgullecía de su pastel de ruibarbo, preparado según una antigua receta de Virginia, con mucho de jarabe de arce que burbujeaba con los jugos ácidos del ruibarbo hasta convertirse en caramelo en la parte superior como una insinuación del placer contenido debajo de la masa.

—Pastel —dijo Rob, y la palabra fue repetida por Sarah y por Alex.

—Pastel —le dijo a Chamán.

No había funcionado. Tenía el corazón destrozado. Pensó que, después de todo, no podía permitir que su hijo muriera de hambre; es mejor un niño mudo que un niño muerto.

Se cortó un trozo de pastel, con aire taciturno.

—¡Pastel!

Fue un aullido de ira, un estallido ante todas las injusticias del mundo. Era una voz conocida y amada, una voz que llevaba tiempo sin oír. Sin embargo, Rob J. se quedó sentado un momento con expresión estúpida, intentando asegurarse de que no había sido Alex el que había gritado.

—¡Pastel! ¡Pastel! ¡Pastel! —gritó Chamán—. ¡Pastel!

Su cuerpecito se sacudió de rabia y frustración. Tenía la cara empapada de lágrimas. Rechazó el intento de su madre de limpiarle la nariz.

«La delicadeza no importa en este momento —pensó Rob J.—; el por favor y el gracias también vendrán después». Se señaló los labios.

—Si —le dijo a su hijo al tiempo que asentía y cortaba un trozo enorme de pastel—. ¡Si, Chamán! Pastel.