El niño callado
Rob J., que se había pasado la vida salvando a la gente de las aflicciones que provocaban los problemas físicos y mentales, siempre se sorprendía de lo mucho que podía dolerle que el paciente fuera uno de sus seres queridos. Sentía afecto por todas las personas a las que atendía, incluso aquellos a los que la enfermedad volvía desagradables o los que lo habían sido antes de enfermar porque al buscar su ayuda, en cierto modo pasaban a ser suyos. Cuando era un médico joven y vivía en Escocia había visto a su madre debilitarse y quedar al borde de la muerte, y esa había sido una lección especial y amarga en su impotencia última como médico. Y ahora sentía un vivo dolor por lo que le había sucedido al fuerte y fornido niño, grande para su edad, que tenía su misma sangre.
Chamán parecía bastante desconcertado mientras su padre batía palmas, dejaba caer pesados libros al suelo y se quedaba delante de él gritando:
—¡Hijo! ¿Puedes oír algo?
Señalaba sus propias orejas, pero el pequeño se limitaba a mirarlo con perplejidad. Chamán era totalmente sordo.
—¿Se le pasará? —le preguntó Sarah a su esposo.
—Tal vez —respondió Rob, pero estaba más asustado que Sarah porque sabía más, había conocido tragedias cuyas posibilidades ella apenas imaginaba.
—Tú harás que se le pase.
Tenía una fe ciega en él. En una ocasión la había salvado a ella, y ahora salvaría al hijo.
Rob J. no sabía cómo hacerlo, pero lo intentó. Vertió aceite tibio en los oídos de Chamán. Sumergió al niño en baños calientes, le aplicó compresas. Sarah le rezó a Jesús. Los Geiger rezaron a Jehová. Makwa golpeteó su tambor de agua y le cantó al manitú y a los espíritus.
Pero ni dioses ni espíritus prestaron atención.
Al principio, Chamán estaba demasiado desconcertado para sentir miedo. Pero al cabo de unas horas empezó a lloriquear y a gritar. Sacudió la cabeza y se agarró las orejas. Sarah pensó que volvía a tener el terrible dolor de oídos, pero Rob enseguida se dio cuenta de que no se trataba de eso, porque ya había visto casos como este.
—Oye ruidos que nosotros no oímos. Ruidos que suenan dentro de su cabeza.
Sarah se puso pálida.
—¿Tiene algo en la cabeza?
—No, no.
Podía decirle que el fenómeno se conocía como «zumbido» pero no sabía qué era lo que provocaba aquellos sonidos tan privados para el niño.
Chamán no paraba de llorar. Su padre, su madre y Makwa se turnaban para tenderse a su lado en la cama y abrazarlo. Tiempo después, Rob sabría que su hijo oía una variedad de sonidos estrepitosos, crujidos, zumbidos, estruendos formidables y silbidos. Todos eran muy fuertes, y Chamán estaba constantemente asustado.
El bombardeo interno desapareció al cabo de tres días. El alivio de Chamán fue absoluto y el silencio recuperado supuso un alivio, pero los adultos que lo querían se atormentaban al ver la desesperación en su pequeño rostro blanco.
Esa noche Rob le escribió a Oliver Wendell Holmes, que estaba en Boston, pidiéndole consejo sobre cómo tratar la sordera. También le pidió que, en caso de que no se pudiera hacer nada al respecto, le enviara información que pudiera indicarle cómo educar a un hijo sordo.
Ninguno de ellos sabía tratar a Chamán. Mientras Rob J. buscaba una solución médica, Alex fue quien asumió la responsabilidad. Aunque perplejo y asustado por lo que le había ocurrido a su hermano, Alex se adaptó rápidamente. Cogía a Chamán de la mano y no lo soltaba. Si el hermano mayor caminaba, el pequeño lo seguía. Cuando los dedos se le agarrotaban, Alex se colocaba al otro lado de su hermano y cambiaban de mano. Chamán se acostumbró enseguida a la seguridad del apretón sudoroso y con frecuencia sucio de Bigger.
Alex lo vigilaba de cerca.
—Quiere más —anunciaba en la mesa durante las comidas, cogiendo el bol vacío de Chamán y extendiéndoselo a su madre para que volviera a servirle.
Sarah observaba a sus dos hijos y veía cómo sufrían. Chamán dejó de hablar, y Alex decidió sumarse a su mutismo: apenas hablaba; se comunicaba con Chamán mediante una serie de gestos exagerados, y los dos hermanos entrelazaban profundamente sus miradas.
Ella se torturaba imaginando situaciones en las que Chamán se enfrentaría a una serie de hechos peligrosos porque no podría oír sus atormentados gritos de advertencia. Obligó a los niños a quedarse cerca de la casa. Ellos se aburrían y se sentaban en el suelo a hacer juegos estúpidos con nueces y guijarros, y a dibujar en la tierra con palos.
Aunque parecía increíble, a veces los oía reír. Como no podía oír su propia voz, Chamán solía hablar en voz muy baja, de modo que los demás tenían que pedirle que repitiera lo que había dicho, y él no los entendía. Se acostumbró a gruñir en lugar de hablar. Cuando Alex se exasperaba, se olvidaba de cuál era la realidad.
—¿Qué? —gritaba—. ¿Qué dices, Chamán?
Entonces recordaba la sordera y recurría otra vez a los gestos. Adquirió la mala costumbre de gruñir como Chamán para acentuar algo que intentaba explicar con las manos. Sarah no soportaba la mezcla de gruñidos y bufidos que hacía que sus hijos parecieran animales.
Ella también adquirió una mala costumbre: a menudo aparecía detrás de los chicos y, para comprobar la sordera, batía las palmas, chasqueaba los dedos o pronunciaba sus nombres. Dentro de la casa, si daba un golpe en el suelo con el pie, las vibraciones hacían que Chamán se volviera. En todo momento, sólo el ceño fruncido de Alex daba cuenta de su interrupción.
Ella había sido una madre muy irregular que en lugar de estar con sus hijos se marchaba con Rob J. siempre que tenía la oportunidad. Íntimamente reconocía que su esposo era lo más importante de su vida, lo mismo que reconocía que la medicina era el motor principal en la vida de él, más importante incluso que su amor por ella. Así eran las cosas. Ella nunca había sentido por Alexander Bledsoe ni por ningún hombre lo que sentía por Rob J. Cole. Ahora que uno de sus hijos estaba amenazado, volvió a volcar en ellos todo su amor, pero ya era demasiado tarde. Alex no renunciaría a una parte de su hermano, y Chamán se había acostumbrado a depender de Makwa-ikwa.
Makwa no se oponía a esta dependencia; se llevaba a Chamán al hedonoso-te durante varias horas y observaba todos sus movimientos. En una ocasión, Sarah la vio acercarse a toda prisa a un árbol contra el que el niño había orinado y recoger parte de la tierra mojada en un recipiente pequeño, como si se tratara de la reliquia de un santo. Sarah pensaba que la mujer era una bruja que intentaba atraer aquella parte de su esposo que él más valoraba, y que ahora atraía a su hijo. Sabía que Makwa lanzaba hechizos, cantaba, realizaba rituales salvajes que a ella le ponían la carne de gallina, pero no se atrevía a protestar. Estaba tan desesperada porque alguien —cualquiera, cualquier cosa— socorriera a su hijo, que no podía resistir un sentimiento de farisaica justificación, una afirmación de la única fe verdadera, cuando pasaba un día tras otro y esas tonterías paganas no producían ninguna mejoría en el estado de su hijo.
Por las noches Sarah se quedaba despierta y se atormentaba pensando en los sordomudos que había conocido, recordando sobre todo a una mujer desaseada y débil mental a la que ella y sus amigos seguían por las calles de su pueblo de Virginia, burlándose de ella por su obesidad y su sordera. Se llamaba Bessie, Bessie Turner. Le arrojaban palos y piedras, riendo al ver que ella respondía a las agresiones físicas después de pasar por alto las cosas horrendas que le gritaban. Se preguntaba si a Chamán también lo perseguirían por la calle los niños crueles.
Poco a poco se fue dando cuenta de que tampoco Rob —¡ni siquiera Rob!— sabía cómo ayudar a Chamán. Se iba todas las mañanas a hacer sus visitas y se concentraba en las enfermedades de sus pacientes. No se trataba de que estuviera abandonando a su familia; sólo que a ella a veces le parecía que sí porque estaba con sus hijos día tras día y era testigo de sus esfuerzos.
Los Geiger, que querían mostrarse solidarios, los invitaron varias veces a compartir las veladas que habían celebrado con tanta frecuencia, pero Rob J. siempre se negaba. Ya no tocaba la viola de gamba; Sarah creía que no soportaba tocar música y que Chamán no pudiera oírla.
Ella se concentró en el trabajo de la granja. Alden Kimball roturó un nuevo cuadro y ella se ocupó de cultivar un ambicioso huerto. Hurgó la orilla del río a lo largo de varios kilómetros buscando lirios de color limón y los pasó a un arriate delante de la casa. Ayudó a Alden y a Luna a llevar pequeños grupos de ovejas que balaban en una balsa y a soltarlas en medio del río para que tuvieran que nadar hasta la orilla y limpiarse así la lana antes del esquileo. Después de castrar a los corderos, Alden la miró de reojo cuando ella pidió el cubo de las criadillas, que eran el plato preferido de él. Sarah les quitó la envoltura fibrosa y se preguntó si debajo de la piel arrugada serian así las glándulas sexuales de un hombre. Luego cortó las tiernas bolas por la mitad y las frió en grasa de tocino con cebollas silvestres y una rodaja de seta pedo de lobo. Alden se comió su ración ansiosamente, comentó que eran fantásticas y dejó de lamentarse.
Sarah podría haberse sentido casi satisfecha. Pero…
Un día Rob J. regresó a casa y le dijo que había estado hablando de Chamán con Tobías Barr.
—Hace poco se ha instalado una escuela para sordos en Jacksonville, pero Barr no sabe mucho sobre ella. Yo podría viajar hasta allí y ver de qué se trata. Aunque Chamán es tan pequeño…
—Jacksonville está a casi doscientos cincuenta kilómetros de distancia. Apenas veríamos al niño.
Él le dijo que el médico de Rock Island le había confesado que no sabía cómo tratar la sordera en los niños. De hecho, algunos años antes había renunciado a una niña de ocho años y a su hermano de seis. Últimamente los niños habían sido enviados como pupilos del Estado al Asilo de Illinois en Springfield.
—Rob J. —dijo Sarah. A través de la ventana abierta le llegaba el gruñido gutural de sus hijos, un sonido delirante, y de pronto recordó la mirada vacía de Bessie Tunner—. Encerrar a un niño sordo con personas locas… es una maldad. —Como siempre, pensar en la maldad le produjo escalofríos—. ¿Tú crees —susurró— que Chamán ha sido castigado por mis pecados?
Él la cogió entre sus brazos y ella se entregó a él como siempre hacia.
—No —respondió Rob J., y la siguió abrazando—. Oh, mi Sarah. Nunca debes pensar semejante cosa.
Pero no le dijo qué podían hacer.
Una mañana, mientras los dos niños estaban sentados frente al hedonoso-te con Perro Pequeño y Mujer Pájaro, quitando la corteza a una ramita de sauce que Makwa herviría para preparar sus medicinas, un indio desconocido salió del bosque de la orilla del río montado en un caballo esquelético. Ya no era joven y parecía el fantasma de un siux, delgado y de aspecto tan lastimoso como su caballo. Iba descalzo y tenía los pies sucios. Llevaba polainas, un taparrabo de gamuza, y un trozo harapiento de piel de búfalo alrededor de la parte superior del cuerpo, como si fuera un chal, sujeto por un cinturón hecho con un trapo anudado. Su largo pelo canoso había sido arreglado sin cuidado con una trenza corta en la nuca y dos más largas a los lados, atadas con tiras de piel de nutria.
Unos años antes un sauk habría saludado a un siux con un arma, pero ahora unos y otros sabían que estaban rodeados por un enemigo común, y cuando el jinete la saludó con el lenguaje de los signos utilizado por las tribus de la llanura cuyas lenguas nativas eran diferentes, ella respondió al saludo moviendo los dedos.
Makwa supuso que él había atravesado el Wisconsin siguiendo el borde del bosque a lo largo del Masesibowi. El siux le dijo mediante señas que iba en son de paz y que seguía el sol poniente en dirección a las Siete Naciones. Le pidió comida.
Los cuatro chicos estaban fascinados. Lanzaron risitas e imitaron el signo de «comer» con sus manitas.
Era un siux, de modo que ella no podía darle algo a cambio de nada.
Él le cambió una cuerda trenzada por un plato de ardilla guisada, un buen trozo de pan de maíz y una bolsa pequeña de judías secas para el camino. El guiso estaba frío, pero él desmontó y se puso a comer con auténtica avidez.
Al ver el tambor de agua le preguntó si era guardiana de espíritus, y pareció incómodo cuando ella respondió que sí. No se dieron la posibilidad de conocer sus nombres. Cuando él terminó de comer, Makwa le advirtió que no cazara ovejas porque los blancos lo matarían, y él volvió a montar en su flaco caballo y se alejó.
Los niños aún jugaban con los dedos, haciendo señas que no significaban nada, salvo Alex, que hacía el signo de «comer». Ella cortó un trozo de pan de maíz y se lo dio, y luego les enseñó a los otros a hacer el signo, recompensándolos con trozos de pan cuando lo hacían bien. El lenguaje intertribal era algo que los niños sauk debían aprender, así que les enseñó el signo correspondiente a «sauce» incluyendo por cortesía a los niños blancos; pero notó que Chamán captaba los signos con facilidad, y se le ocurrió una idea fantástica que la llevó a concentrarse en él más que en los demás.
Además de los signos correspondientes a «comer» y «sauce» les enseñó los que significaban «chica» «chico», «lava» y «vestir». Pensó que eso era suficiente para el primer día, pero les hizo practicar una y otra vez, como si fuera un juego nuevo, hasta que los chicos conocieron los signos a la perfección. Esa tarde, cuando Rob J. llegó a casa, ella le llevó los niños y le mostró lo que habían aprendido.
Rob J. contempló a su hijo pensativamente. Vio que a Makwa le brillaban los ojos de satisfacción y le dio las gracias y elogió a los chicos; ella prometió seguir enseñándoles los signos.
—¿Para qué sirve? —preguntó Sarah en tono amargo cuando quedaron a solas—. ¿De qué serviría que nuestro hijo aprendiera a hablar por señas y que sólo lo comprendiera un puñado de indios?
—Existe un lenguaje como ese para los sordos —comentó Rob J. en tono pensativo—. Creo que fue inventado por los franceses. Cuando estaba en la facultad de medicina, vi a dos sordos conversar perfectamente, utilizando las manos en lugar de la voz. Si encargo un libro con esos signos, y nosotros los aprendemos con él, podremos charlar con Chamán y él podrá hablar con nosotros.
Aunque de mala gana, ella estuvo de acuerdo en que valía la pena intentarlo. Rob J. pensó que entretanto al niño no le haría ningún daño aprender los signos indios.
Llegó una extensa carta de Oliver Wendell Holmes que, con su minuciosidad característica, había investigado la literatura de la biblioteca de la facultad de medicina de Harvard y había entrevistado a una serie de autoridades, proporcionándoles los detalles que Rob J. le había comunicado sobre el caso de Chamán.
Le daba muy pocas esperanzas de que la situación de Chamán pudiera cambiar.
«A veces —escribía— un paciente que sufre sordera total debido a una enfermedad como el sarampión, la fiebre escarlatina o la meningitis, puede recuperar la audición. Pero con frecuencia la infección total durante la enfermedad daña el tejido, destruyendo un proceso sensible y delicado que no puede recuperarse mediante la cicatrización».
Dices en tu carta que inspeccionaste visualmente los dos canales auditivos externos utilizando un espéculo, y celebro tu ingeniosidad al enfocar la luz de una vela en el interior del oído mediante un espejo. Es casi seguro que el daño se haya producido más adentro de lo que tú pudiste examinar. Tú y yo, que hemos hecho disecciones, somos conscientes de la delicadeza y complejidad del oído medio y del interno. Sin duda alguna nunca sabremos si el problema del pequeño Robert reside en el tímpano, en los huesecillos auditivos, en el martillo, el yunque, el estribo o tal vez en el caracol óseo. Lo que si sabemos, mi querido amigo, es que si tu hijo aún está sordo cuando leas esto, con toda probabilidad será sordo durante el resto de su vida.
Así pues, lo que debemos considerar es cuál es el mejor modo de educarlo.
Holmes había consultado con el doctor Samuel G. Howe, de Boston, que había trabajado con dos alumnos sordos, mudos y ciegos, enseñándoles a comunicarse con los demás deletreando el alfabeto con los dedos.
Tres años antes, el doctor Howe había hecho una gira por Europa y había conocido casos de niños sordos a los que se les enseñaba a hablar con toda claridad y eficacia.
Pero ninguna escuela para sordos de Estados Unidos enseña a los niños a hablar —escribía Holmes—, y en cambio enseña a los alumnos el lenguaje de los signos. Si a tu hijo se le enseña a hablar por señas sólo será capaz de comunicarse con otros sordos. Si puede aprender a hablar y, mirando los labios de los demás, a leer lo que dicen, no hay ninguna razón por la que no pueda vivir entre las personas de la sociedad en general.
Así pues, el doctor Howe recomienda que tu hijo se quede en casa y sea educado por ti, y yo estoy de acuerdo.
Los especialistas habían informado que, a menos que se hiciera hablar a Chamán, el niño se quedaría mudo poco a poco debido a una falta del uso de los órganos del habla. Pero el doctor Holmes advertía que si se quería lograr que el pequeño Robert hablara, la familia Cole nunca debía utilizar con él signos formales, ni aceptar de él un solo signo.