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Música de primavera

Los niños Cole se quedaban, por tanto, con frecuencia y durante largos períodos, al cuidado de la mujer sauk. Chamán se acostumbró tanto al olor a bayas machacadas de Makwa-ikwa como lo estaba al olor blanco de su madre natural, al tono oscuro de su piel como a la palidez rubia de Sarah. Y luego se acostumbró aún más. Si Sarah se apartó de la maternidad, Makwa aceptó la oportunidad ansiosamente, acercando al pequeño, el hijo de Cawso wabeskiou al calor de su pecho, encontrando una satisfacción que no experimentaba desde que había tenido en brazos a su pequeño hermano, El-que-posee-Tierra. Ella lanzó un hechizo de amor sobre el niño blanco. A veces le cantaba:

Ni-na ne-gi-se ke-wi-to-se-me-ne ni-na,

ni-na ne-gi-se ke-wi-to-sene-ne ni-na,

wi-a-ya-ni,

ni-na ne-gi-se ke-wi-to-se-ne-ne ni-na.

(Camino a tu lado, hijo mío,

camino a tu lado, hijo mío,

vayas donde vayas,

camino a tu lado, hijo mío.

A veces cantaba para protegerlo:

Tti-la-ye ke-wi-ta-no-ne i-no-ki,

tti-la-ye ke-wi-ta-no-ne i-no-ki-i-i.

Me-na-ko-te-si-ta

ki-ma-ma-to-me-ga.

Ke-te-na-ga-yo-se.

Espíritu, hoy te convoco,

espíritu, ahora te hablo.

El que está muy necesitado

te venerará.

Envíame tus bendiciones.

Muy pronto fueron estas las canciones que Chamán canturreaba mientras seguía los pasos de Makwa. Y Alex iba tras él con expresión triste, vigilando mientras otro adulto reclamaba una parte de su hermano.

Alex obedecía a Makwa, pero ella se daba cuenta de que la suspicacia y la aversión que a veces veía en sus jóvenes ojos eran un reflejo de los sentimientos de Sarah Cole hacia ella. No le importaba demasiado.

Alex era un niño, y ella se esforzaba por ganarse su confianza. En cuanto a Sarah… Makwa no olvidaba que los sauk siempre habían tenido enemigos.

Jay Geiger, ocupado con su botica, había contratado a Mort London para que arara el primer trozo de su granja, una tarea lenta y brutal.

Mort había tardado desde abril hasta finales de julio en roturar en profundidad, proceso que resultó más costoso porque había que dejar que las raíces se pudrieran totalmente durante dos o tres años antes de arar de nuevo el campo y sembrarlo, y porque Mort había cogido la sarna de Illinois, que afectaba a la mayoría de los hombres que roturaban la tierra de la pradera. Algunos pensaban que la hierba en descomposición emanaba un miasma que transmitía la enfermedad a los agricultores, mientras otros decían que la enfermedad surgía por la mordedura de los diminutos insectos que ponía en movimiento la reja del arado. La indisposición era desagradable, y la piel se abría en pequeñas llagas que picaban. Tratada con azufre podía quedar reducida a una molestia pero si se la descuidaba podía desembocar en una fiebre fatal, como la que había matado a Alexander Bledsoe, el primer marido de Sarah.

Jay insistió en que incluso los ángulos de su campo debían ser cuidadosamente arados y sembrados. De acuerdo con la antigua ley judía, en la época de la cosecha dejaba esos ángulos sin cosechar para que los pobres recogieran los frutos. Cuando el primer trozo empezó a dar una buena cantidad de maíz, estaba en condiciones de preparar el segundo trozo para plantar trigo. Para entonces Mort London era sheriff, y ninguno de los otros granjeros estaba dispuesto a trabajar por un jornal.

Era una época en la que los culis chinos no se atrevían a abandonar las cuadrillas de trabajadores del ferrocarril porque podían caer en una trampa si lograban llegar al pueblo más cercano. De vez en cuando algunos irlandeses o italianos escapaban de la semiesclavitud que suponía cavar el Canal de Illinois y Michigan y llegaban a Holden’s Crossing, pero los papistas causaban alarma en la mayoría de la gente, y eran rápidamente obligados a continuar su camino.

Jay había mantenido una relación pasajera con algunos sauk, porque eran los pobres a los que había invitado a recoger su maíz. Finalmente compró cuatro bueyes y un arado de acero y contrató a dos de los guerreros indios, Pequeño Cuerno y Perro de Piedra, para que labraran sus tierras.

Los indios conocían secretos para roturar las planicies y darles la vuelta para dejar al descubierto su sangre y su carne, la tierra negra.

Mientras trabajaban pedían perdón a la tierra por cortarla, y entonaban canciones para imprecar a los espíritus que correspondía. Sabían que los blancos araban demasiado profundamente. Cuando ellos introducían la reja del arado para el cultivo superficial, la masa de raíces que se encontraba debajo de la tierra arada quedaba arrancada más rápidamente, y en lugar de un solo acre cultivaban dos acres y cuarto al día. Y ni Pequeño Cuerno ni Perro de Piedra cogieron la sarna.

Maravillado, Jay intentó compartir el método con todos sus vecinos, pero no encontró a nadie dispuesto a escucharlo.

—Es porque esos ignorantes imbéciles me consideran un extranjero, aunque yo nací en Carolina del Sur y algunos de ellos nacieron en Europa —se quejó vehementemente a Rob J.—. No confían en mi. Odian a los irlandeses, a los chinos, a los italianos y a Dios sabe quién más por haber llegado demasiado tarde a Norteamérica. Odian a los franceses y también a los mormones por una cuestión de principios. Y odian a los indios por haber llegado a Norteamérica demasiado pronto. ¿A quién demonios quieren?

Rob esbozó una sonrisa.

—Bueno, Jay…, se quieren a si mismos. Creen que ellos son perfectos, que han tenido la sensatez de llegar exactamente en el momento adecuado —dijo.

En Holden’s Crossing, ser querido era una cosa y ser aceptado era otra.

Rob J. Cole y Jay Geiger habían sido aceptados, aunque remisamente, porque la profesión de ambos era necesaria. Mientras se convertían en fibras importantes del tejido social, las dos familias seguían unidas, dándose mutuo apoyo y estímulo. Los niños se acostumbraron a las obras de los grandes compositores y muchas noches se iban a la cama escuchando la música que se elevaba y descendía con la belleza de los instrumentos de cuerda interpretados con amor y pasión por sus padres.

El año del quinto cumpleaños de Chamán, la enfermedad más importante de la primavera fue el sarampión. Desapareció la armadura invisible que protegía a Sarah y a Rob, lo mismo que la suerte que los había mantenido inmunes.

Sarah llevó la enfermedad a casa y la padeció en un grado leve, lo mismo que Chamán. Rob J. pensaba que era una suerte coger un sarampión suave, porque según su experiencia la enfermedad no se contraía dos veces en la vida; pero Alex la contrajo en su nivel más terrible. Mientras su madre y su hermano habían estado sólo afiebrados, él ardía. Mientras ellos habían sentido picazón, a Alex le sangraba el cuerpo por la forma frenética en que se rascaba, y Rob J. lo envolvía en hojas marchitas de col y le ataba las manos para que no pudiera hacerse daño.

La primavera siguiente, la enfermedad predominante fue la escarlatina. El grupo de sauk la contrajo y contagió a Makwa-ikwa, de modo que Sarah tuvo que quedarse en casa, llena de resentimiento, y atender a la india en lugar de acompañar a su esposo. Luego enfermaron los dos chicos. Esta vez Alex tuvo la versión más suave de la enfermedad, mientras Chamán ardía de fiebre, vomitaba, lloraba por el dolor de oídos y tenía una erupción cutánea tan espantosa que en algunas partes del cuerpo la piel se le caía como si fuera la de una serpiente.

Cuando la enfermedad cumplió su ciclo, Sarah abrió la casa para que entrara el cálido aire de mayo y anunció que la familia necesitaba una fiesta.

Asó un ganso e hizo saber a los Geiger que le encantaría contar con su presencia, y esa noche la música volvió a reinar en la casa después de varias semanas.

Los niños de los Geiger se acostaron en jergones, junto a las literas de los niños de los Cole. Lillian Geiger entró silenciosamente en la habitación y dio a cada niño un beso y un abrazo. Se detuvo en la puerta y les dio las buenas noches. Alex le respondió, lo mismo que sus hijos, Rachel, Davey, Herm y Cubby, que era demasiado pequeño para cargar con Lionel, su verdadero nombre. Lillian observó que un niño no había respondido.

—Buenas noches, Rob J. —le dijo. No obtuvo respuesta y vio que el niño miraba fijamente hacia delante, como perdido en sus pensamientos—. Chamán, cariño…

Al ver que no había respuesta, batió las palmas bruscamente. Cinco rostros se volvieron para mirarla, pero uno no se movió.

En la otra habitación, los músicos tocaban el dúo de Mozart, la pieza que mejor interpretaban juntos, la que los hacia resplandecer. Rob J. quedó sorprendido cuando Lillian se detuvo delante de él y extendió la mano deteniendo el arco de la viola en una frase que a él le gustaba especialmente.

—Tu hijo —anunció—. El pequeño. No oye.