Transformaciones
Si Robert Jefferson Cole hubiera nacido en el norte de Gran Bretaña, en el momento de su nacimiento se le habría llamado Rob J., y Robert Judson Cole se habría convertido en Big Rob, o en Rob a secas, sin la inicial. Para los Cole de Escocia, la J. era conservada por el primer hijo sólo hasta que él mismo se convertía en padre del primer hijo varón, momento en que era cedida graciosamente y sin discusión. No era intención de Rob J. alterar una práctica familiar de varios siglos, pero este era un país nuevo para los Cole, y aquellos a quienes él amaba no daban importancia a cientos de años de tradición familiar. Por mucho que intentó explicarlo, nunca llamaron Rob J. al pequeño. Para Alex, al principio su hermano pequeño era Baby. Para Alden era el Chico.
Makwa-ikwa fue quien le dio el nombre que se convertiría en parte de él. Una mañana el niño, que entonces sólo gateaba y apenas empezaba a articular palabras, estaba sentado en el suelo de tierra del hedonoso-te con dos de los tres hijos de Luna y Viene Cantando. Los niños eran Anemoha, Perro Pequeño, que tenía tres años, y Cisaw-ikwa, Mujer Pájaro, que tenía uno menos. Estaban jugando con muñecos hechos con mazorcas, y el pequeño blanco se apartó de ellos. Bajo la débil luz que se filtraba por los agujeros del humo vio el tambor de agua de la hechicera, y al dejar caer la mano sobre él produjo un sonido que hizo levantar la cabeza a todos los que se encontraban en la casa comunal.
El niño se alejó gateando pero no volvió junto a los otros niños sino que, como un hombre que hace un recorrido de inspección, se acercó al sitio donde Makwa guardaba sus hierbas y se detuvo con aire circunspecto delante de cada pila, examinándolas con profundo interés.
Makwa-ikwa sonrió.
—Eres un pequeño chamán.
A partir de entonces, ella le llamó Chamán, y los demás enseguida adoptaron el nombre porque en cierto modo parecía adecuado, y porque el niño respondía inmediatamente a él. Había excepciones. A Alex le gustaba llamarlo Brother, y para él Alex era Bigger, porque desde el principio su madre se refería a cada uno como Baby Brother y Bigger Brother. Lillian Geiger era la única que intentaba llamar Rob J. al pequeño, porque Lillian era una ferviente partidaria de la familia y las tradiciones. Pero a veces incluso ella lo olvidaba y le llamaba Chamán, y Rob J. Cole (el padre) enseguida renunció a la lucha y conservó la inicial. Con inicial o sin ella, sabía que cuando él no los oía, algunos de sus pacientes le llamaban Injun Cole y otros le llamaban «ese jodido matasanos amante de los sauk». Pero comprensivos o fanáticos, todos lo consideraban un buen médico. Cuando lo llamaban, él aceptaba ir a visitarlos, lo apreciaran o no.
Holden’s Crossing, que en otros tiempos sólo había sido una mera descripción en los prospectos impresos de Nick Holden, ahora contaba con una calle principal de tiendas y casas, conocida por todos como el Pueblo. Se vanagloriaba de tener las oficinas de la ciudad; la tienda de Haskins: artículos de mercería, alimentación, aperos de labranza, telas; el establecimiento de forrajes y semillas de N. B. Reimer; la Compañía de Ahorro e Hipotecas de Holden’s Crossing; una casa de huéspedes administrada por la señorita Anna Wiley, que también servía comidas al público; la tienda de Jason Geiger, boticario; la taberna de Nelson (en los planes iniciales de Nick para la ciudad tenía que ser una posada, pero debido a la existencia de la casa de huéspedes de la señorita Wiley nunca fue otra cosa que un local de techo bajo con una larga barra); y las cuadras y la herrería de Paul Williams, herrador y veterinario. En la casa de madera que tenía en el Pueblo, Roberta Williams, la esposa del herrero, cosía por encargo. Durante varios años, Harold Ames, un agente de seguros de Rock Island, pasó todos los miércoles por la tarde por la tienda de Holden’s Crossing para hacer negocios. Pero cuando las parcelas del gobierno empezaron a quedar ocupadas y algunos de los supuestos granjeros fracasaron y empezaron a vender sus propiedades a los recién llegados, se hizo evidente la necesidad de una oficina de bienes raíces, y Carroll Wilkenson se instaló como agente inmobiliario y de seguros. Charlie Anderson —que pocos años más tarde se convirtió también en presidente del banco— fue elegido alcalde del pueblo en las primeras elecciones, y a partir de entonces salió reelegido durante varios años.
Todo el mundo lo apreciaba, aunque no había nadie que no se diera cuenta de que era el alcalde elegido por Nick Holden y que en todo momento estaba en manos de él. Lo mismo podía decirse del sheriff.
A Mort London no le había llevado más de un año darse cuenta de que no era granjero. En los alrededores no había suficiente trabajo de ebanistería para que pudiera llevar una vida estable, porque los granjeros se hacían sus propios trabajos de carpintería siempre que les resultaba posible. Así que cuando Nick le ofreció apoyarlo si se presentaba como candidato a sheriff, Mort aceptó ansiosamente. Era un hombre tranquilo que sólo se ocupaba de sus asuntos, que por lo general consistían en mantener a raya los borrachos de la taberna de Nelson. A Rob J. no le tenía sin cuidado quién era el sheriff. Todos los médicos del distrito eran delegados del oficial de justicia en casos de muerte súbita, y el sheriff decidía quién dirigía la autopsia cuando la muerte era resultado de un crimen o de un accidente. Una autopsia era a menudo la única forma en que un médico rural podía realizar la disección que hacía posible mantener afilada la técnica quirúrgica. Cuando practicaba una autopsia, Rob J. siempre se mostraba partidario de aplicar normas científicas tan rigurosas como las de Edimburgo, y pesaba todos los órganos vitales y llevaba sus propios registros. Afortunadamente siempre se había llevado bien con Mort London, y realizaba muchas autopsias.
Nick Holden había ocupado un escaño en la asamblea legislativa del Estado durante tres mandatos seguidos. Al principio algunos habitantes del pueblo se molestaban por su aire de propietario, y pensaban que podía poseer la mayor parte del banco, parte del molino, del almacén y de la taberna, y un montón de acres de tierra…, pero desde luego no los poseía a ellos ni poseía la tierra de ellos. No obstante, en general observaban con orgullo y asombro cómo se movía en Springfield, como un verdadero político, bebiendo bourbon con el gobernador nacido en Tennessee, formando parte de comités legislativos y moviendo los hilos a tal velocidad y con tanta habilidad que lo único que ellos podían hacer era escupir, sonreír y sacudir la cabeza.
Nick tenía dos ambiciones, y lo reconocía abiertamente.
—Quiero traer el ferrocarril a Holden’s Crossing, así tal vez algún día este pueblo se convierta en una ciudad —le dijo una mañana a Rob J. mientras saboreaba un puro majestuoso sentado en el banco del porche de la tienda de Haskins—. Y deseo fervientemente ser elegido para el congreso de Estados Unidos. No voy a conseguir el ferrocarril quedándome en Springfield.
No habían fingido tenerse afecto desde que Nick intentó disuadirlo de que se casara con Sarah, pero ambos se mostraban amables cuando se encontraban. Ahora Rob J. lo miró nada convencido.
—Llegar a la Cámara de Diputados de Estados Unidos será difícil, Nick. Necesitarás los votos del distrito del Congreso, que es mucho más grande, no sólo los de aquí. Y además está el viejo Singleton.
El miembro titular del Congreso, Samuel Turner Singleton, conocido en todo el distrito de Rock Island como «nuestro Sammil» estaba firmemente atrincherado.
—Sammil Singleton es viejo. Y pronto morirá, o se retirará. Y cuando llegue ese momento, yo me ocuparé de que toda la gente del distrito se dé cuenta de que votarme a mi es votar la prosperidad. —Nick lo miró con una amplia sonrisa—. En ese sentido me he portado bien contigo, ¿no, doctor?
Tenía que reconocer que era verdad. Era accionista del molino y también del banco. Nick también había controlado la financiación del almacén y de la taberna, pero no había invitado a Rob a participar en esos negocios. Rob lo comprendía; ahora sus raíces estaban profundamente hundidas en Holden’s Crossing, y Nick nunca derrochaba lisonjas cuando no era necesario.
La presencia de la botica de Jay Geiger y la continua afluencia de colonos a la zona pronto atrajo a otro médico a Holden’s Crossing. El doctor Thomas Beckermann era un hombre de mediana edad, de piel cetrina, mal aliento y ojos enrojecidos. Recién llegado de Albany, Estado de Nueva York, se instaló en una pequeña casa de madera del pueblo, muy cerca de la botica. No se había graduado en la facultad de medicina, y se mostraba poco preciso cuando hablaba de los detalles de su aprendizaje, que, según decía, había tenido lugar con un tal doctor Cantuvell de Concord, New Hampshire. Al principio Rob J. consideró su llegada con alivio. Había pacientes suficientes para dos médicos que no fueran codiciosos, y la presencia de otro médico podría haber significado un reparto de las largas y difíciles visitas a domicilio que a menudo le obligaban a recorrer varios kilómetros por la pradera. Pero Beckermann era un mal médico y un gran bebedor, y los habitantes del pueblo se dieron cuenta rápidamente de ambas cosas. Así que Rob J. siguió viajando demasiado y atendiendo a muchos pacientes.
Esta situación se volvió incontrolable en la primavera, cuando se produjeron las epidemias anuales: la fiebre se extendió a lo largo de los ríos, la sarna de Illinois azotó las granjas de la pradera, y las enfermedades contagiosas aparecieron por todas partes. Sarah había alimentado una imagen en la que se veía a si misma al lado de su esposo, atendiendo a los enfermos, y en la primavera, después del cumpleaños de su hijo menor, emprendió una enérgica campaña para poder salir con Rob J. y ayudarlo. Sus cálculos fueron erróneos. Ese año las enfermedades que los afectaron fueron la fiebre láctea y el sarampión, y cuando ella empezó a acosarlo, él ya tenía pacientes muy enfermos, algunos de ellos agonizantes, y no pudo prestarle a ella la atención suficiente. Así que Makwa-ikwa volvía a salir con él durante toda la primavera, y el suplicio de Sarah se reprodujo.
A mediados del verano cedieron las epidemias, y Rob J. recuperó el ritmo más rutinario de siempre. Una noche, después de que él y Jay Geiger se regalaran con el Dúo en sol para violín y viola de Mozart, Jay planteó el delicado tema de la infelicidad de Sarah. Aunque ya eran grandes amigos, a Rob le sorprendió que Geiger se atreviera a entrar en un mundo que él había considerado íntimo e inviolable.
—¿Cómo es que conoces los sentimientos de Sarah?
—Ella habla con Lillian. Lillian habla conmigo —explicó Jay, y se enfrentó a un instante de desconcertado silencio—. Espero que lo comprendas. Si te hablo de esto es… por verdadero afecto hacia vosotros dos.
—Comprendo. Y además de tu afectuosa preocupación, ¿tienes algún… consejo?
—Por el bien de tu esposa, debes deshacerte de esa india.
—Entre nosotros no hay nada más que amistad —protestó Rob J. sin poder ocultar su resentimiento.
—No importa. Su presencia es la fuente de la infelicidad de Sarah.
—¡No tiene a dónde ir! Ninguno de ellos tiene a dónde ir. Los blancos dicen que son salvajes y no los dejan vivir como vivían. Viene Cantando y Luna son los mejores granjeros que te puedas imaginar, pero por aquí no hay nadie dispuesto a dar trabajo a un sauk. Makwa, Luna y Viene Cantando mantienen a todos los demás con el poco dinero que ganan trabajando para mi. Ella es trabajadora y leal, y no puedo echarla para que se muera de hambre, o algo peor.
Jay asintió, y no volvió a mencionar el tema.
La entrega de una carta era una rareza, casi un acontecimiento.
Y llegó una para Rob J. expedida por el administrador de correos de Rock Island, que la había retenido durante cinco días hasta que Harold Ames, el agente de seguros, hizo un viaje de negocios a Holden’s Crossing.
Rob abrió el sobre con impaciencia. Se trataba de una extensa carta de Harry Loomis, su amigo de Boston. Cuando terminó de leerla, volvió a empezar, esta vez más lentamente. Y al acabar, empezó de nuevo.
Había sido escrita el 20 de noviembre de 1846, Y había tardado todo el invierno en llegar a destino. Evidentemente, Harry estaba desarrollando una fantástica carrera en Boston. Le informaba a Rob que últimamente había sido designado profesor adjunto de anatomía en Harvard, e insinuaba que estaba a punto de casarse con una dama llamada Julia Salmon. Pero la carta era más un informe sobre medicina que sobre su vida personal. Con perceptible entusiasmo escribía que un reciente descubrimiento había convertido la cirugía indolora en una realidad. Se trataba del gas conocido como éter, que había sido utilizado durante años como disolvente en la fabricación de ceras y perfumes.
Harry le recordaba a Rob J. los experimentos que se habían llevado a cabo en hospitales de Boston para evaluar la eficacia que tenía como calmante el óxido nitroso, conocido como «gas hilarante». Añadía en tono travieso que Rob debía de recordar los entretenimientos con óxido nitroso que tenían lugar fuera de los hospitales. Rob recordó, con una mezcla de culpabilidad y placer, que había compartido con Meg Holland un frasco de gas hilarante que Harry le había dado para que hiciera una pequeña fiesta. Tal vez el tiempo y la distancia hacían que el recuerdo fuera mejor y más divertido de lo que había sido en realidad.
«El 5 de octubre pasado —proseguía Loomis— se programó otro experimento, esta vez con éter, que tendría lugar en la sala de operaciones del Hospital General de Massachusetts. Los anteriores intentos de eliminar el dolor con óxido nitroso habían sido un fracaso absoluto; los estudiantes y médicos que llenaban las galerías gritaban ¡Farsante! ¡Farsante!». Los intentos suscitaban la hilaridad, y la operación programada en el General de Massachusetts prometía ser algo similar. El cirujano era el doctor John Collins Warren. Estoy seguro de que recuerdas que el doctor Warren es un cirujano malhumorado e insensible, más conocido por su rapidez con el escalpelo que por su paciencia con los imbéciles. Así que muchos de nosotros nos reunimos aquel día en la cúpula del quirófano como si asistiéramos a un espectáculo.
—Imagínate, Rob: el hombre que debía aplicar el éter, un dentista llamado Morton, se retrasa. Warren, muy molesto, aprovecha la demora para explicar cómo va a extirpar un enorme tumor canceroso de la lengua de un joven llamado Abbott, que ya está sentado en el sillón de operaciones medio muerto de miedo. Al cabo de quince minutos, Warren ya no sabe qué decir, y con gesto ceñudo se quita el reloj. En la galería, el público ya ha empezado a reír disimuladamente, y en ese momento llega el dentista errante. El doctor Morton administra el gas y anuncia que el paciente está preparado. El doctor Warren asiente, todavía furioso; se arremanga y elige el escalpelo. Los ayudantes abren la mandíbula de Abbott y cogen la lengua. Otras manos lo sujetan a la silla para que no se mueva. Warren se inclina sobre él y realiza el primer corte rápido y profundo, un movimiento relámpago que hace que la sangre chorree por un costado de la boca del joven Abbott.
No se mueve.
En la galería reina un silencio absoluto. Se puede oír hasta el suspiro o el gruñido más débil. Warren vuelve a su tarea. Realiza una segunda incisión, y una tercera. Cuidadosa y rápidamente extrae el tumor, lo raspa, da unos puntos de sutura y aplica una esponja para controlar la hemorragia.
El paciente duerme. El paciente DUERME. Warren se endereza.
¡Aunque no lo creas, Rob, el cáustico autócrata tiene los ojos húmedos!
«—Caballeros —dice—, esto no es ninguna farsa». El descubrimiento del éter como analgésico aplicado a la cirugía había sido anunciado en la prensa médica de Boston, le informaba Harry.
«Nuestro amigo Holmes, siempre tan rápido, ya ha sugerido que se le llame anestesia, por la palabra griega que significa insensibilidad».
En la botica de Geiger no había éter.
—Pero yo soy un buen químico —dijo Jay pensativamente—. Podría prepararlo. Tendría que destilar alcohol de grano con ácido sulfúrico.
No podría utilizar mi alambique de metal, porque el ácido lo fundiría.
Pero tengo un serpentín de cristal y una botella grande.
Cuando registraron sus estanterías, encontraron gran cantidad de alcohol, pero no ácido sulfúrico.
—¿Puedes preparar ácido sulfúrico? —le preguntó Rob.
Geiger se rascó la barbilla, evidentemente divertido.
—Para eso tendré que mezclar azufre con oxigeno. Tengo mucho azufre, pero la química es un poco complicada. Si se oxida azufre una vez, se obtiene bióxido de sulfuro. Tendré que oxidar otra vez el bióxido de sulfuro para obtener ácido sulfúrico. Pero…, claro, ¿por qué no?
Al cabo de unos días, Rob tuvo una provisión de éter. Harry Loomis le había explicado cómo montar un cucurucho de éter con alambre y trapos. Rob probó el gas en un gato que permaneció insensible durante veintidós minutos. Luego dejó sin sentido a un perro durante más de una hora, un lapso tan prolongado que resultó obvio que el éter era peligroso y debía utilizarse con cuidado. Administró el gas a un cordero antes de practicarle la castración, y las gónadas salieron sin que se oyera un solo balido.
Finalmente instruyó a Geiger y a Sarah en el uso del éter, y se lo administraron a él. Estuvo inconsciente sólo durante unos pocos minutos, porque los nervios hicieron que utilizaran una dosis más pequeña de la prevista, pero resultó una experiencia singular.
Varios días después, Gus Schroeder, que ya tenía sólo ocho dedos y medio, se enganchó el dedo índice de la mano sana, la derecha, debajo de la piedra del bote, y se lo hizo polvo. Rob le administró el éter, y cuando Gus se despertó —con siete dedos y medio— preguntó cuándo empezaría la operación.
Rob estaba asombrado por las posibilidades. Tenía la impresión de haber vislumbrado la ilimitada extensión que se abría más allá de las estrellas, consciente de que el éter era más poderoso que el Don. El Don era algo que compartían muy pocos miembros de su familia, pero ahora todos los médicos del mundo serían capaces de operar sin provocar el torturante dolor. Por la noche, Sarah bajó a la cocina y encontró a su esposo sentado a solas.
—¿Te encuentras bien?
Rob J. estudiaba el líquido incoloro de un frasco de cristal con tanta atención como si quisiera memorizarlo.
—Si cuando te operé hubiera tenido esto, no te habría hecho daño.
—Lo hiciste muy bien sin esto. Me salvaste la vida.
—Mira. —Levantó el frasco. Para ella no se diferenciaba en nada del agua—. Esto salvará montones de vidas. Es una espada para luchar contra la muerte.
Sarah detestaba que él hablara de la muerte como si fuera una persona que podía abrir la puerta y entrar en la casa en cualquier momento. Se abrazó los pechos con sus brazos blancos y el aire de la noche la hizo estremecerse.
—Ven a la cama, Rob —le dijo.
Al día siguiente, Rob empezó a ponerse en contacto con los médicos de la región, invitándolos a una reunión. Esta se celebró algunas semanas más tarde en una habitación que había arriba de la tienda de forrajes de Rock Island. Para entonces, Rob J. ya había utilizado el éter en otras tres ocasiones. Siete médicos y Jason Geiger asistieron a la reunión y escucharon lo que Loomis había escrito, y el informe de Rob sobre sus propios casos.
Las reacciones oscilaron desde el enorme interés hasta el abierto escepticismo. Dos de los asistentes encargaron éter y cucuruchos de éter a Jay.
—Es una moda pasajera —afirmó Thomas Beckermann—, como todas esas tonterías de lavarse las manos. —Algunos sonrieron porque conocían el excéntrico uso que hacia Rob Cole del agua y el jabón—. Tal vez los hospitales de las grandes ciudades puedan perder el tiempo en ese tipo de cosas. Pero un puñado de médicos de Boston no va a decirnos cómo debemos practicar la medicina en el Oeste.
Los otros médicos se mostraron más discretos que Beckermann. Tobías Barr comentó que le gustaba la experiencia de reunirse con otros médicos para compartir ideas, y sugirió que formaran la Asociación de Médicos del Distrito de Rock Island, cosa que hicieron de inmediato.
El doctor Barr fue elegido presidente. Rob J. fue elegido secretario correspondiente, honor que no pudo rechazar porque a cada uno de los presentes se le encomendó la dirección de una oficina, o la presidencia de un comité que Tobías Barr describió como algo de auténtica trasformación.
Fue un mal año. Una tarde de calor y bochorno de finales del verano, cuando los cultivos alcanzaban la madurez, el cielo quedó rápidamente encapotado y oscuro. Retumbaron los truenos, y los relámpagos surcaron las densas nubes. Mientras quitaba las malas hierbas del huerto, Sarah vio que a lo lejos, en la pradera, un delgado embudo se extendía hacia la tierra, desde las nubes. Se retorcía como una serpiente gigantesca y emitió un siseo que se convirtió en un poderoso rugido mientras la boca del embudo alcanzaba la pradera y comenzaba a chupar tierra y escombros.
Se alejaba de donde ella se encontraba, pero no obstante Sarah corrió a buscar a los niños y los llevó al sótano.
A doce kilómetros de distancia, Rob J. también había visto el tornado de lejos. En unos minutos había desaparecido, pero cuando llegó a la granja de Hans Buckman vio que había arrasado cuarenta acres de maíz.
—Como si Satán blandiera una gigantesca guadaña —comentó Buckman en tono amargo.
Algunos granjeros habían perdido el maíz y el trigo. La vieja yegua blanca de los Mueller fue tragada por el vórtice y escupida sin vida en unos pastos cercanos, a unos cien metros de distancia. Pero el tornado no se había cobrado vidas humanas, y todos pensaron que Holden’s Crossing había tenido suerte.
A la llegada del otoño, cuando la gente aún se felicitaba por su buena suerte, estalló una epidemia. Era la estación en la que se suponía que el aire frío garantizaba el vigor y la buena salud. En la primera semana de octubre, ocho familias cayeron enfermas de una afección que Rob J. no supo cómo denominar. Se trataba de una fiebre acompañada de algunos de los síntomas biliares de la fiebre tifoidea, aunque él sospechaba que no era esta. Cuando se dio cuenta de que cada día se producía al menos un nuevo caso, pensó que tendrían graves problemas.
Había empezado a dirigirse hacia la casa comunal para decirle a Makwa-ikwa que se preparara para salir con él, pero cambió de idea y se encaminó hacia la cocina de su casa.
—La gente empieza a coger una fiebre peligrosa que sin duda se extenderá. Tal vez esté fuera varias semanas.
Sarah asintió gravemente para mostrar su comprensión. Cuando él le preguntó si quería acompañarlo, su rostro se iluminó de tal manera que a Rob no le quedó duda alguna.
—Vas a estar lejos de los chicos —le advirtió.
—Makwa los cuidará mientras estemos fuera. Makwa es realmente fantástica con ellos —afirmó.
Se marcharon esa tarde. Al comienzo de una epidemia, Rob acostumbraba detenerse en todas las casas en las que sabía que había personas afectadas, en un intento de apagar el fuego antes de que se produjera una conflagración. Vio que todos los casos comenzaban de la misma forma, con temperatura repentinamente elevada, o con una inflamación de garganta seguida de fiebre. Habitualmente, enseguida se producía una diarrea con gran cantidad de bilis amarillo verdosa. En todos los pacientes la boca se llenaba de pequeñas papilas, al margen de que la lengua estuviera seca o húmeda, negruzca o blanquecina.
Al cabo de una semana, Rob J. supo que si el paciente no presentaba otros síntomas, moriría. Si los primeros síntomas eran seguidos por escalofríos y dolor en las extremidades, a menudo agudo, probablemente el paciente se recuperaría. Los furúnculos y otros abscesos que aparecían al final de la fiebre eran signos favorables. No tenía idea de cómo tratar la enfermedad. Dado que la diarrea inicial a menudo interrumpía la fiebre elevada, a veces intentaba estimular su inicio administrando medicamentos. Cuando se estremecían a causa de los escalofríos, les daba el tónico verde de Makwa-ikwa mezclado con un poco de alcohol para provocar la transpiración, y les aplicaba cataplasmas de mostaza. Poco después de que comenzara la epidemia, él y Sarah se encontraron con Tom Beckermann, que iba a visitar a algunos enfermos de fiebre.
—Fiebre tifoidea, seguro —opinó Beckermann.
Rob no opinaba lo mismo. No aparecían manchas rojas en el abdomen, y tampoco hemorragia anal. Pero no discutió. Fuera cual fuese la enfermedad que fulminaba a la gente, darle un nombre u otro no la haría menos espantosa. Beckermann les contó que el día anterior habían muerto dos pacientes suyos después de una abundante sangría y de aplicarle ventosas. Rob hizo todo lo posible por mostrarle la inconveniencia de hacer una sangría a un paciente para combatir la fiebre, pero Beckermann era el tipo de médico que no estaba dispuesto a seguir ningún tratamiento recomendado por el otro médico del pueblo. A los pocos minutos se despidieron del doctor Beckermann. Nada molestaba tanto a Rob J. como un mal médico.
Al principio le parecía raro tener a su lado a Sarah y no a Makwa-ikwa.
Sarah se apresuraba a hacer todo lo que él le pedía, y no podría haberse esforzado más. La diferencia estaba en que él tenía que pedirle y enseñarle, en tanto Makwa había llegado a saber todo lo necesario sin que él se lo dijera. Delante de los pacientes, o cabalgando de una casa a otra, él y Makwa habían mantenido prolongados y cómodos silencios; al principio Sarah hablaba sin parar, feliz de tener la posibilidad de estar con él, pero a medida que atendían más pacientes y el cansancio se fue convirtiendo en algo habitual, se volvió más callada.
La enfermedad se extendió rápidamente. Por lo general, si en una casa alguien caía enfermo, los demás miembros de la familia también enfermaban. Sin embargo, Rob J. y Sarah iban de casa en casa y no se contagiaban, como si tuvieran una armadura invisible. Cada tres o cuatro días intentaban regresar a casa para darse un baño, cambiarse de ropa y dormir unas pocas horas. La casa estaba caliente y limpia, impregnada de los aromas de la comida caliente que Makwa les preparaba. Estaban un rato con los niños, luego guardaban el tónico verde que Makwa había preparado mientras ellos estaban de viaje y que había mezclado con un poco de vino siguiendo las instrucciones de Rob, y volvían a marcharse. Entre una y otra visita al hogar, dormían acurrucados uno contra el otro allí donde podían, por lo general en algún pajar o delante de la chimenea de alguna casa.
Una mañana, un granjero llamado Benjamín Haskell entró en el granero y quedó boquiabierto al ver que el médico tenía el brazo debajo de la falda de su mujer. Eso era lo más cerca que habían estado de hacer el amor durante las seis semanas que duró la epidemia. Las hojas empezaban a cambiar de color cuando comenzó y, al concluir, el suelo estaba cubierto por una capa de nieve.
El día que regresaron a casa y se dieron cuenta de que no era necesario que volvieran a salir, Sarah envió a los niños en el carro con Makwa hasta la granja de Mueller a buscar cestos de manzanas para preparar compota. Se dio un largo baño delante de la chimenea y luego hirvió más agua y preparó el baño para Rob, y cuando él estuvo en la bañera ella regresó y lo lavó lenta y suavemente, como habían lavado a los pacientes, aunque de forma muy distinta, usando la mano en lugar de una toalla. Empapado y tembloroso, él la siguió por la casa fría, escaleras arriba, y se metieron debajo de las abrigadas mantas, donde se quedaron varias horas hasta que Makwa regresó con los niños.
Pocos meses después Sarah quedó embarazada pero abortó enseguida, asustando a Rob por la gran cantidad de sangre que perdía, hasta que por fin cesó la hemorragia. Él se dio cuenta de que sería peligroso que Sarah volviera a concebir, y a partir de ese momento tomó sus precauciones. La observaba ansiosamente buscando en sus actitudes señales de oscuros fantasmas, cosa que solía suceder a las mujeres después de abortar un feto; pero aparte de un pálido aire meditabundo que se manifestaba en largos períodos de concentración con sus ojos violeta cerrados, ella pareció recuperarse tan pronto como cabía esperar.