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Maldiciones y bendiciones

A partir de mediados de noviembre, el aire se volvió glacial. Las fuertes nevadas llegaron muy pronto, y Reina Victoria avanzaba con dificultad por los ventisqueros. En los días de mal tiempo, cuando Rob salía de viaje, a veces la llamaba Margaret, y ella erguía sus cortas orejas al oir su antiguo nombre. Tanto la yegua como el jinete sabían cuál era su meta. El animal luchaba por llegar al agua caliente y a una bolsa llena de avena, mientras el hombre se afanaba en regresar al calor y la luz de su cabaña que surgían de la mujer y del niño más que de la chimenea y de las lámparas de aceite. Si Sarah no había concebido durante el viaje de bodas, lo había hecho poco después. Las violentas náuseas matinales no apagaron el ardor de la pareja. Esperaban ansiosamente que el niño se durmiera y entonces se fundían uno en el otro, los cuerpos casi tan rápidamente como las bocas, con una avidez que seguía siendo constante; pero a medida que el embarazo avanzaba, él se convirtió en un amante cauteloso y galanteador. Una vez al mes cogía un lápiz y una libreta y la dibujaba desnuda junto al calor de la chimenea, un registro del desarrollo del embarazo que no era menos científico por las emociones que se abrían paso entre los trazos. También hizo representaciones arquitectónicas; ambos estuvieron de acuerdo en que la casa debía tener tres dormitorios, una cocina grande y una sala de estar. Rob J. dibujó los planos de construcción a escala para que Alden pudiera contratar a dos carpinteros y comenzaran a levantar la casa después de la siembra de primavera.

Sarah estaba resentida porque Makwa-ikwa compartía una parte del mundo de su esposo que a ella le estaba vedada. Cuando los días cálidos convirtieron la pradera primero en una ciénaga y luego en una delicada alfombra verde, ella le dijo a Rob que tan pronto llegaran las fiebres propias de la estación lo acompañaría a atender a los enfermos.

Pero a finales de abril su cuerpo se volvió pesado. Torturada por los celos y por el embarazo, Sarah se quedó en casa, irritada, mientras la india se marchaba con el médico y regresaba varias horas más tarde, cuando no varios días después. Agotado de cansancio, Rob J. comía, se bañaba cuando le resultaba posible, echaba un sueño y luego recogía a Makwa y salían de nuevo.

En junio, el último mes de embarazo de Sarah, la epidemia de fiebre había disminuido lo suficiente para que Rob dejara a Makwa en casa.

Una mañana, mientras cabalgaba bajo la fuerte lluvia para ir a atender a la esposa de un granjero que agonizaba, en su cabaña su esposa iniciaba las contracciones. Makwa colocó el palo que servía de mordaza entre las mandíbulas de Sarah, ató una cuerda a la puerta, le dio un extremo anudado para que tirara de ella.

Esto ocurría horas antes de que Rob J. perdiera su batalla con la erisipela gangrenosa —como le informaría en una carta a Oliver Wendell Holmes, la fatal enfermedad era consecuencia de un corte mal cuidado que la mujer se había hecho en un dedo mientras troceaba patatas para la siembra—, pero cuando llegó a casa, su hijo aún no había nacido. Su esposa tenía la mirada extraviada.

—Me estoy muriendo de dolor. ¡Haz que se acabe, hijo de puta! —gritó cuando Rob J. hizo su aparición por la puerta.

Tal como le había enseñado Holmes, antes de acercarse a ella se lavó las manos restregándolas hasta que casi le quedaron en carne viva.

Cuando terminó de examinarla y se apartó de la cama, Makwa lo siguió.

—El bebé viene despacio —comentó ella.

—Viene de pie.

Los ojos de la mujer se empañaron, pero regresó junto a Sarah.

Los dolores del parto continuaron. En medio de la noche, Rob J. se obligó a coger las manos de Sarah, temeroso del mensaje que podían transmitirle.

—¿Qué? —preguntó ella con voz ronca.

Él percibió la fuerza vital de su esposa, mermada pero tranquilizadora. Le susurró palabras de amor, pero ella tenía demasiados dolores para reparar en palabras o besos.

La situación se prolongó, y con ella los gruñidos y gritos. Él no pudo dejar de rezar de forma poco satisfactoria, asustado por no ser capaz de negociar, sintiéndose al mismo tiempo arrogante e hipócrita. «Si estoy equivocado y realmente existes, por favor castígame de otro modo que no sea haciendo daño a esta mujer. O a este niño que lucha por salir», añadió enseguida. Al amanecer aparecieron unas pequeñas extremidades rojas, pies grandes para ser de un bebé, con el número correcto de dedos. Rob susurró palabras de aliento, le dijo al reacio bebé que toda la vida es una lucha. Las piernas salieron poco a poco, y él se estremeció al verlas patear.

El pequeño pene de un varón. Las manos con todos los dedos. Un bebé perfectamente desarrollado. Los hombros se atascaron, y Rob tuvo que hacer un corte a Sarah, produciéndole más dolor. La carita del pequeño quedó aprisionada en la pared de la vagina. Preocupado ante la posibilidad de que la criatura quedara asfixiada en el cuerpo materno, introdujo los dedos y mantuvo abierto el canal hasta que el rostro indignado del bebé se deslizó en un mundo del revés, y al instante emitió un débil grito.

Con mano temblorosa, Rob ató y cortó el cordón y dio unos puntos de sutura a su gimiente esposa. En el momento en que le frotó el vientre para contraer el útero, Makwa ya había limpiado y envuelto al bebé, y lo puso sobre el pecho de su madre. Habían sido veintitrés horas de parto difícil; ella durmió profundamente durante varias horas. Cuando abrió los ojos, él le sujetaba firmemente la mano.

—Buen trabajo.

—Es grande como un búfalo. Más o menos como era Alex —comentó ella en tono ronco.

Cuando Rob J. lo pesó, la balanza indicó tres kilos novecientos gramos.

—¿Es un buen retoño? —preguntó Sarah estudiando la expresión de Rob, e hizo una mueca cuando él dijo que era un retoño de mil demonios—. No digas eso.

Rob J. le acercó los labios al oído.

—¿Recuerdas cómo me llamaste ayer? —le susurró.

—¿Cómo?

—Hijo de puta.

—¡Jamás he dicho semejante cosa! —exclamó ella, escandalizada y furiosa, y no le dirigió la palabra durante casi una hora.

Le llamaron Robert Jefferson Cole. En la familia Cole, el primer hijo varón siempre se llamaba Robert, con un segundo nombre que comenzaba por J. Rob consideraba que el tercer presidente norteamericano había sido un genio, y Sarah consideraba que el nombre Jefferson tenía relación con Virginia. Se había sentido preocupada de que Alex estuviera celoso, pero sólo mostró fascinación. Nunca se alejaba más de uno o dos pasos de su hermano; lo vigilaba constantemente. Desde el principio quedó claro que ellos podían atender al bebé, alimentarlo, cambiarle los pañales, jugar con él, ofrecerle besos y homenajes. Pero de cuidar al pequeño se encargaba él.

En muchos sentidos, 1842 fue un buen año para la pequeña familia.

Alden contrató a Otto Pfersick, el molinero, y a Mort London, un granjero del Estado de Nueva York, para que ayudaran a construir la casa. London era un excelente y experto carpintero. Pfersick sólo era adecuado para trabajar la madera aunque sabía mucho de albañilería, y los tres hombres pasaban los días seleccionando las mejores piedras del río y trasladándolas con los bueyes hasta el lugar en el que iban a levantar la casa. Los cimientos, la chimenea y los hogares de la casa resultaron perfectos. Los tres hombres trabajaban lentamente, conscientes de que construirían una vivienda definitiva en una tierra de cabañas, y cuando llegó el otoño y Pfersick tuvo que hacer harina sin parar y los otros dos hombres tuvieron que cultivar la tierra, la casa ya estaba levantada y cerrada.

Pero aún faltaba mucho para que quedara terminada, de ahí que Sarah estuviera sentada delante de la cabaña cortando las puntas de las judías verdes que tenía dentro de una olla cuando un carro cubierto, tirado por dos caballos de aspecto cansado, se acercó pesadamente por el sendero. Ella observó al hombre corpulento que iba en el asiento del conductor y vio sus rasgos sencillos y el pelo y la barba oscuros cubiertos por el polvo del camino.

—Señora. ¿esta puede ser la casa del doctor Cole?

—Puede serlo y lo es, pero él ha salido a hacer una visita. ¿El paciente está herido o enfermo?

—No se trata de ningún paciente, gracias a Dios. Somos amigos del doctor, y nos mudamos a esta población.

Desde la parte de atrás del carro se asomó una mujer. Sarah vio un rostro blanco y ansioso enmarcado por una cofia ladeada.

—Vosotros no… ¿Puede ser que seáis los Geiger?

—Puede ser, y lo somos.

Los ojos del hombre eran grandes, y su generosa sonrisa pareció volverlo un palmo más alto.

—¡Oh, bienvenidos vecinos! Bajad enseguida del carro.

Se levantó del banco tan agitada que desparramó las judías.

En la parte posterior del carro había tres niños. El bebé Geiger, llamado Herman, estaba dormido; pero Rachel, que tenía casi cuatro años, y el pequeño David, de dos, se echaron a llorar cuando los bajaron del carro, y el bebé de Sarah decidió sumar sus chillidos al coro. Sarah notó que la señora Geiger era diez centímetros más alta que su esposo y ni siquiera la fatiga de un viaje largo y difícil podía ocultar la delicadeza de sus rasgos. Una chica de Virginia sabía reconocer la calidad. Pertenecía a una exótica raza que Sarah jamás había visto; ésta enseguida empezó a pensar ansiosamente en preparar y servir una comida que no la deshonrara. Entonces vio que Lillian se había echado a llorar, y las interminables horas que ella misma había pasado en un carro como aquel acudieron de pronto a su mente, y puso los brazos sobre los hombros de la mujer y descubrió sorprendida que también ella estaba llorando, mientras Geiger permanecía consternado entre las mujeres y los niños gimoteantes. Finalmente Lillian se apartó de Sarah y musitó avergonzada que toda la familia necesitaba desesperadamente un riachuelo escondido en el que lavarse.

—Bueno, eso es algo que podemos resolver al instante —dijo Sarah llena de convencimiento.

Cuando Rob J. llegó a casa los encontró con el pelo aún mojado por el baño que se habían dado en el río. Después de los apretones de manos y las palmadas en la espalda, tuvo ocasión de ver su granja otra vez con los ojos de los recién llegados. Jay y Lillian se sintieron atemorizados por los indios e impresionados por las habilidades de Alden. Jay aceptó ansiosamente cuando Rob sugirió que ensillaran a Vicky y a Bess y que fueran a ver la propiedad de los Geiger. Cuando regresaron, a tiempo para una fantástica comida, a Geiger le brillaban los ojos de felicidad e intentó describir a su esposa las cualidades de la tierra que Rob J. había conseguido para ellos.

—¡Espera y verás! —le dijo.

Después de la comida fue hasta su carro y regresó con su violín. Comentó que no habían podido llevar el piano Babcock de su esposa, pero que habían pagado para tenerlo guardado en un sitio seguro y seco, y que tenían la esperanza de enviar a buscarlo algún día.

—¿Has aprendido la pieza de Chopin? —le preguntó a Rob, y a modo de respuesta este agarró la viola de gamba entre sus rodillas y arrancó las primeras notas magníficas de la mazurca.

La música que él y Jay habían tocado en Ohio era más espléndida porque había participado el piano de Lillian, pero el violín y la viola formaban una combinación extática. Cuando Sarah concluyó sus quehaceres se unió a ellos y escuchó. Observó que mientras los dos hombres interpretaban los dedos de la señora Geiger se movían de vez en cuando, como si estuviera tocando las teclas. Sintió deseos de coger las mano de Lillian y animarla con buenas palabras y promesas, pero en lugar de eso se sentó a su lado en el suelo mientras la música ascendía y descendía, ofreciéndoles a todos esperanza y bienestar.

Los Geiger acamparon junto a una fuente que había en sus tierras mientras Jason talaba árboles para construir una cabaña. Estaban tan decididos a no abusar de los Cole como Sarah y Rob a mostrarles su hospitalidad. Las familias se visitaban mutuamente. Una noche muy fría, mientras estaban sentados alrededor de la fogata del campamento de los Geiger, los lobos empezaron a aullar en la pradera y Jay tocó en su violín un aullido prolongado y trémulo. El aullido fue contestado, y durante un rato los animales ocultos y el hombre se hablaron y se respondieron en la oscuridad, hasta que Jason notó que su esposa temblaba de algo más que de frío, y añadió otro tronco al fuego y dejó a un lado su violín.

Geiger no era un carpintero experto. La terminación de la casa de los Cole fue nuevamente postergada, porque en cuanto Alden logró robarle tiempo a la granja empezó a levantar la cabaña de los Geiger. Al cabo de unos días se le unieron Otto Pfersick y Mort London. Entre los tres construyeron rápidamente una cabaña confortable y añadieron un cobertizo, una farmacia para guardar las cajas de hierbas y medicamentos que habían ocupado la mayor parte del carro de Jay. Este clavó en la puerta un pequeño tubo de estaño que contenía un pergamino que llevaba escrito un fragmento del Deuteronomio, una costumbre de los judíos, explicó, y la familia se mudó el 18 de noviembre, pocos días antes de que el frío glacial descendiera desde Canadá.

Jason y Rob J. abrieron un sendero a través del bosque, entre el emplazamiento de la casa de los Cole y la cabaña de los Geiger. Pronto le llamaron Camino Largo, para diferenciarlo del que Rob J. ya había abierto entre la casa y el río, que se convirtió en el Camino Corto.

Los constructores trasladaron sus esfuerzos a la casa de los Cole.

Dado que tardarían todo el invierno en acabar el interior, quemaron restos de madera en la chimenea para mantener la casa caliente y trabajaron con alegría, haciendo molduras y revestimientos de roble, y dedicando mucho tiempo a hacer pruebas de pintura hasta lograr el tono que agradara a Sarah. El enorme lodazal que había cerca del emplazamiento de la casa se había helado, y a veces Alden dejaba de trabajar un momento la madera para atar unos patines a las botas y mostrarles las habilidades que recordaba de su infancia en Vermont. Cuando vivía en Escocia, Rob J. había patinado todos los años, y ahora le habría pedido prestados los patines a Alden pero eran demasiado pequeños para sus grandes pies.

La primera nieve fina cayó tres semanas antes de Navidad. El viento arrastró algo parecido al humo, y las diminutas partículas se fundieron en contacto con la piel humana. Luego cayeron los copos verdaderos, más pesados, que cubrieron todo de blanco, y así lo dejaron. Con creciente entusiasmo, Sarah planificó la comida de Navidad, comentando con Lillian las recetas que nunca fallaban. Entonces descubrió diferencias entre su familia y los Geiger, porque Lillian no compartía su entusiasmo por la fiesta que se acercaba. De hecho, Sarah quedó azorada al descubrir que sus nuevos vecinos no celebraban el nacimiento de Cristo y que en cambio conmemoraban una antigua y lejana batalla en la Tierra Santa encendiendo velas y preparando tortitas de patatas. Sin embargo regalaron a los Cole confitura de ciruela que había transportado desde Ohio, y calcetines que Lillian había tejido para todos. El regalo de los Cole a los Geiger fue una trébedes de hierro pintada de negro, una sartén montada sobre tres pies que Rob había comprado en el almacén de Rock Island.

Rogaron a los Geiger que compartieran con ellos la cena de Navidad. Al final aceptaron, aunque Lillian Geiger no comía carne fuera de su casa. Sarah sirvió crema de cebolla, bagre con salsa de champiñones, ganso asado con salsa de menudillos, buñuelos de patata, budín de ciruelas hecho con la confitura de Lillian, galletas, queso y café. Sarah regaló a su esposo y a sus hijos jerséis de lana. Rob a ella una manta de viaje de piel de zorro que la dejó sin respiración, y que fue elogiada por todos A Alden le regaló una pipa nueva y una caja de tabaco, y él lo sorprendió con unos patines de cuchilla hechos en la herrería de la granja… y suficientemente grandes para sus pies.

—Ahora la nieve empieza a cubrir el hielo, pero el año que viene disfrutará con ellos —le dijo Alden con una sonrisa.

Después de que los invitados se marcharan, Makwa-ikwa llamó a la puerta y les dejó unas manoplas de piel de conejo para Sarah, para Rob y para Alex. Se marchó antes de que tuvieran tiempo de invitarla a entrar.

—Es una persona extraña —comentó pensativa Sarah—. Nosotros también deberíamos haberle regalado algo.

—Yo me ocupé de eso —respondió Rob, y le informó a su esposa que le había regalado a Makwa una trébedes como la que le habían dado a los Geiger.

—¿No me estarás diciendo que le compraste a esa india un regalo caro en una tienda? —Como Rob no respondió, ella añadió en tono tenso—: Esa mujer debe de significar mucho para ti.

Rob la miró con fijeza.

—Así es —respondió débilmente.

La temperatura subió por la noche, y en lugar de nevar llovió. Al apuntar el día, un jovencito de quince años, Freddy Grueber, empapado y sollozante, llamó a la puerta. El buey de Hans Grueber, la posesión más preciada del granjero, había coceado una lámpara de aceite y el establo había quedado envuelto en llamas a pesar de la lluvia. Jamás había visto nada igual; era imposible apagarlo. Logramos salvar todos los animales menos la mula. Pero mi padre se ha quemado mucho, el brazo, el cuello y las dos piernas. ¡Tiene que venir, doctor!

El chico había recorrido algo más de veinte kilómetros bajo la lluvia, y Sarah le ofreció algo de comer y de beber, pero él sacudió la cabeza y regresó enseguida a su casa.

Ella preparó una cesta con lo que había quedado de la cena, mientras Rob J. recogía las vendas limpias y el ungüento que necesitaría y luego iba a la casa comunal a buscar a Makwa-ikwa. En unos minutos los vio desaparecer en la lluviosa oscuridad: Rob montando a Vicky, con la capucha en la cabeza y el cuerpo voluminoso inclinado contra el viento, y la india envuelta en una manta, montando a Bess. «Se marcha con mi esposo y montada en mi yegua», se dijo Sarah, y decidió amasar pan porque le habría resultado imposible volver a dormir.

Esperó su regreso durante todo el día. Al caer la noche se sentó junto al fuego, escuchó el ruido de la lluvia y se dio cuenta de que la cena que le había guardado caliente se convertía en algo que él no querría comer. Cuando se fue a la cama no pudo dormir y se dijo que si estaban escondidos en un tipi o en una cueva, o en cualquier sitio abrigado, la culpa era de ella por haberlo apartado con sus celos.

Por la mañana estaba sentada a la mesa, torturándose con su imaginación, cuando Lillian Geiger —impulsada por la añoranza de la vida en la ciudad y por un sentimiento de soledad— salió a visitarla pese a la lluvia. Sarah tenía unas oscuras ojeras y un aspecto horroroso, pero recibió con alegría a Lillian y charló animadamente con ella antes de deshacerse en lágrimas en medio de una conversación sobre semillas de flores. Un instante después, mientras Lillian la rodeaba con sus brazos, expresó con consternación sus peores temores.

—Hasta que él apareció, mi vida fue terrible. Ahora todo es fantástico. Si lo perdiera…

—Sarah —le dijo Lillian suavemente—, nadie puede saber lo que ocurre en el matrimonio de otro, por supuesto, pero… Tú misma dices que tal vez tus temores son infundados. Y yo estoy segura de que es así. Rob J. no parece el tipo de hombre que engaña a su mujer.

Dejó que la mujer la consolara y la convenciera de que estaba equivocada. Cuando Lillian regresó a su casa, la tormenta emocional había pasado. Rob J. llegó a casa al mediodía.

—¿Cómo se encuentra Hans Grueber? —le preguntó.

—Tiene unas quemaduras terribles —dijo en tono cansado—. Y muchos dolores. Supongo que se pondrá bien. Dejé a Makwa para que lo cuidara.

—Muy bien hecho —comentó Sarah.

Durante la tarde, mientras él dormía, cesó la lluvia y descendió la temperatura. Se despertó a altas horas de la noche, se vistió para salir de la casa y llegó al retrete resbalando porque la nieve mojada por la lluvia se había helado y tenía la consistencia del mármol. Después de aliviar la vejiga regresó a la cama pero no pudo dormir. Había pensado volver a casa de los Grueber por la mañana, pero ahora sospechaba que los cascos de su caballo no podrían agarrarse a la superficie, cubierta de hielo.

Se vistió otra vez en la oscuridad, salió de la casa y descubrió que sus temores eran fundados. Cuando dio una patada al suelo con todas sus fuerzas, su bota no logró romper la dura superficie blanca.

En el establo encontró los patines que Alden le había hecho y se los ató. El sendero que conducía a la casa se había helado de forma desigual debido a las pisadas y resultaba difícil deslizarse, pero al final del sendero se extendía la pradera, y la superficie cubierta de nieve azotada por el viento era tan lisa como el hielo. Al principio se deslizó con movimientos vacilantes sobre la superficie bañada por la luna, pero a medida que recuperaba la confianza, avanzó con pasos más largos y sueltos, aventurándose en el terreno liso como un vasto mar ártico, oyendo sólo el siseo de las cuchillas y el sonido de su esforzada respiración.

Por fin se detuvo jadeante y contempló el extraño mundo de la helada pradera en medio de la noche. Bastante cerca, un lobo lanzó un grito trémulo y tremendamente agudo que parecía llamar a la muerte, y a Rob se le erizaron los pelos. Sabía que si se caía y se rompía una pierna, los animales de rapiña que pasaban hambre durante el invierno se acercarían a los pocos minutos. El lobo volvió a aullar, o tal vez era otro; en ese grito estaba todo lo que Rob no quería: soledad, hambre y falta de humanidad; empezó a avanzar en dirección a su casa, patinando con más cuidado y vacilación que antes, pero huyendo como si lo persiguieran.

Al llegar a su cabaña fue a comprobar si Alex o el bebé se habían destapado. Ambos dormían profundamente. Cuando se metió en la cama, su esposa se volvió y le calentó la cara helada con sus pechos.

Lanzó un débil ronroneo y un gemido, un sonido de amor y arrepentimiento, envolviéndolo en un acogedor enredo de brazos y piernas. El médico estaba bloqueado por el mal tiempo; «Grueber se las arreglaría bien sin él mientras Makwa estuviera a su lado», pensó, y se entregó al calor de la boca, el cuerpo y el alma, a un juego conocido y más misterioso que la luz de la luna, más placentero incluso que volar sobre el hielo sin lobos.