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El gran despertar

Fue más fácil decidir la boda que encontrar un pastor. Debido a esta dificultad, algunas parejas que vivían en la frontera de la zona colonizada no se molestaban en establecer un compromiso formal, pero Sarah se negó a «estar casada sin estar casada». Tenía la capacidad de hablar claramente.

—Sé lo que significa tener y criar un hijo sin padre, y jamás volverá a sucederme —afirmó.

Él se hizo cargo. Pero había llegado el otoño y Rob sabía que una vez que las nieves hubieran rodeado la pradera podrían transcurrir varios meses antes de que un pastor itinerante o un predicador ambulante pasara por Holden’s Crossing. La respuesta al problema apareció un día en un prospecto que Rob leyó en la tienda, en el que se anunciaba una reunión de una asamblea evangélica de una semana de duración.

—Se llama el Gran Despertar y se celebrará en la ciudad de Belding Creek. Tenemos que ir, Sarah, porque allí no faltarán pastores.

Como él insistió en que llevaran a Alex con ellos, Sarah aceptó entusiasmada. Cogieron el carro. Fue un viaje de un día y una mañana por un camino transitable, aunque lleno de piedras, y la primera noche se alojaron en el granero de un hospitalario granjero, extendiendo sus mantas sobre el heno fragante del pajar. A la mañana siguiente, Rob J. dedicó media hora a castrar los dos toros del granjero y a quitar una excrescencia de la quijada de una vaca, pagando así el alojamiento; a pesar de la demora, llegaron a Belding Creek antes del mediodía. Esta era otra comunidad nueva, sólo cinco años más antigua que Holden’s Crossing, pero mucho más grande. Mientras entraban en la ciudad, Sarah abrió desmesuradamente los ojos, se acercó a Rob y cogió la mano de Alex, porque no estaba acostumbrada a ver a tanta gente. El Gran Despertar se celebraba en la pradera, junto a un sombreado saucedal. Había atraído a gente de todos los rincones de la región; por todas partes se habían levantado tiendas para protegerse del sol del mediodía y del viento otoñal. Había carros de todo tipo, y caballos y bueyes atados.

Los organizadores atendían a la multitud, y los tres viajeros de Holden’s Crossing pasaron junto a fogatas en las que los vendedores ambulantes cocinaban platos que despedían aromas que hacían la boca agua: guisado de venado, sopa de pescado de río, cerdo asado, maíz, liebre a la parrilla. Cuando Rob J. ató su cabalgadura a un arbusto —se trataba de la yegua que había llevado el nombre de Margaret Holland y que ahora se llamaba Vicky, un apodo por la Reina Victoria «no te habrás acostado con la joven reina, ¿verdad?», le preguntó Sarah— estaban ansiosos por comer, pero no tuvieron necesidad de gastar dinero en la comida de los vendedores ambulantes. Alma Schroeder los había aprovisionado con una cesta tan cargada que el banquete de bodas podría haber durado una semana, y comieron pollo frío y budín de manzanas.

Lo hicieron a toda velocidad, contagiados del entusiasmo, mientras miraban a la multitud y escuchaban los gritos y el ruido de voces.

Luego, cogiendo cada uno una mano del pequeño, recorrieron el lugar de la reunión. En realidad se trataba de dos asambleas evangélicas en una, porque había una continua guerra religiosa: los competitivos sermones de metodistas y baptistas. Durante un rato escucharon a un pastor baptista que hablaba en un claro del bosquecillo. Se llamaba Charles Prentiss Willard. Gritaba y aullaba, e hizo estremecer a Sarah. Les advirtió que Dios estaba escribiendo los nombres de todos ellos en su libro, señalando quién debía gozar de la vida eterna y quién debía sufrir la muerte eterna. Lo que a un pecador le haría obtener la muerte eterna, dijo, era la conducta inmoral e infiel, como fornicar, disparar a un hermano cristiano, pelear y emplear lenguaje obsceno, beber whisky o traer al mundo hijos ilegítimos.

Rob J. frunció el ceño, y Sarah estaba temblorosa y pálida mientras se acercaban a la pradera para escuchar al pastor metodista, un hombre llamado Arthur Johnson. Este no era ni mucho menos tan buen orador como el señor Willard, pero dijo que la salvación era posible para todos quienes hacían buenas acciones, confesaban sus pecados y pedían perdón a Dios, y cuando Rob J. le preguntó si pensaba que el señor Johnson podía celebrar la boda, Sarah asintió. El señor Johnson pareció encantado cuando Rob se acercó a él después del sermón. Quería casarlos delante de toda la asamblea, pero ni Rob J. ni Sarah quisieron convertirse en parte del espectáculo. Cuando Rob le dio tres dólares, el pastor aceptó seguirlos un par de kilómetros fuera de la ciudad y los casó debajo de un árbol a orillas del río Mississippi, con el pequeño Alex sentado en el suelo, mirándolos, y una mujer plácida y gorda, que el señor Johnson presentó simplemente como la hermana Jane, hizo las veces de testigo.

—Tengo un anillo— anunció Rob J. mientras lo sacaba de su bolsillo, y Sarah abrió los ojos desmesuradamente, porque él no había mencionado el anillo de boda de su madre.

Los largos dedos de Sarah eran demasiado delgados y el anillo le quedaba flojo. Llevaba la melena rubia recogida con una cinta azul que le había dado Alma Schroeder, y se la quitó y sacudió la cabeza, dejando que el pelo cayera suelto a los lados de su cara. Dijo que llevaría el anillo en la cinta, alrededor del cuello, hasta que pudieran adaptarlo a su dedo. Sujetó con firmeza la mano de Rob mientras el señor Johnson les hacia pronunciar sus solemnes promesas con la soltura que proporciona una práctica prolongada. Rob J. repitió las palabras con una voz tan ronca que se sorprendió. Sarah lo hizo con voz temblorosa, y su expresión era ligeramente incrédula, como si no pudiera creer que aquello estuviera ocurriendo realmente. Concluida la ceremonia, y cuando aún se estaban besando, el señor Johnson trató de convencerlos para que regresaran a la asamblea, porque la mayor parte de las almas acudían a la reunión de la tarde para ser salvadas.

Pero ellos le dieron las gracias y se despidieron, haciendo girar a Vicky en dirección a casa. El niño pronto se puso inquieto y lloroso, pero Sarah le cantó canciones alegres y le contó cuentos, y varias veces, cuando Rob J. detuvo la yegua, Sarah hizo bajar a Alex del carro y se puso a correr, saltar y jugar con él.

Cenaron temprano el pastel de carne y riñones y la tarta con azúcar glaseado que les había preparado Alma, regados con agua del arroyo, y luego mantuvieron una serena conversación sobre el alojamiento que buscarían para esa noche. Había una posada a unas pocas horas de distancia, y la perspectiva evidentemente entusiasmó a Sarah, que nunca había tenido dinero para hospedarse fuera de casa. Pero cuando Rob J. mencionó las chinches y la suciedad general de esos establecimientos, ella aceptó rápidamente la sugerencia de que se detuvieran en el mismo granero en el que habían dormido la noche anterior.

Llegaron al anochecer, y tras recibir el consentimiento del granjero, subieron a la cálida oscuridad del pajar con la agradable sensación de estar otra vez en casa.

Cansado por el esfuerzo y la falta de siesta, Alex se quedó profundamente dormido al instante, y después de taparlo extendieron una manta cerca de él y se abrazaron antes de quedar completamente desnudos. A Rob J. le gustó que ella no fingiera inocencia, y que la avidez que cada uno sentía por el otro fuera honesta e inteligente. Hicieron el amor ruidosa y agitadamente y esperaron a oír alguna señal de que habían despertado a Alex, pero el pequeño seguía durmiendo.

Él terminó de desvestirla y quiso ver su cuerpo. El granero había quedado a oscuras, pero juntos se deslizaron hasta la pequeña puerta a través de la cual se introducía el heno en el pajar. Cuando Rob J. abrió la puerta, la luna creciente proyectó un rectángulo de luz en la que ambos se miraron detenidamente. Él contempló los brazos y los hombros brillantes de ella, sus pechos bruñidos, el montículo de la entrepierna como el nido plateado de un pequeño pájaro, las nalgas pálidas y espectrales. Habría hecho el amor a la luz de la luna, pero el aire era el típico de la estación y ella temía que el granjero los viera, de modo que cerraron la puerta. Esta vez fueron lentos y muy tiernos, y precisamente en el momento en que los diques se desbordaban, él le gritó con regocijo:

—¡Ahora estamos haciendo nuestro retoño! ¡Ahora!

El pequeño fue despertado por los sonoros gemidos de su madre y se echó a llorar.

Se quedaron tendidos con Alex acurrucado entre ambos, mientras Rob la acariciaba a ella suavemente, quitándole trozos de paja, memorizando su cuerpo.

—No debes morir —susurró ella.

—Ninguno de los dos debe hacerlo, al menos durante mucho tiempo.

—¿Un retoño es un niño?

—Sí.

—¿Crees que ya hemos hecho un hijo?

—Tal vez.

En ese momento él la oyó tragar saliva.

—Quizás deberíamos seguir probando, para asegurarnos, ¿no te parece?

Como esposo y como médico, Rob J. consideró que era una idea sensata. Se arrastró a cuatro patas en la oscuridad, sobre el heno fragante, siguiendo el brillo de los pálidos costados del cuerpo de su esposa que se apartaba del niño dormido.