Los pretendientes de Sarah
Rob J. consideró muy oportuno detenerse a visitar a Sarah varias veces durante la semana siguiente, al regresar de sus visitas domiciliarias, porque podía hacerlo apartándose tan sólo un poco de su recorrido y porque como médico debía asegurarse de que ella se recuperaba sin problemas. De hecho, su recuperación estaba siendo fantástica. Había poco que decir sobre su salud, salvo que el tono de su piel había pasado de la palidez mortal a una rosa melocotón que resultaba de lo más favorecedor, y que sus ojos brillaban con una expresión alerta e inteligente.
Una tarde le sirvió té y pan de maíz. La semana siguiente él se detuvo tres veces en la cabaña, y en dos ocasiones aceptó la invitación de ella a comer. Sarah era mejor cocinera que Luna, y él nunca se cansaba de su forma de cocinar, que según ella era típica de Virginia. Rob J. era consciente de que los recursos de la joven eran escasos, de modo que se acostumbró a llevarle algunas cosas, como algún saco de patatas, o un pequeño jamón. Un día, un colono que tenía poco dinero efectivo le entregó como pago parcial cuatro urogallos gordos que acababa de cazar, y él fue hasta la cabaña de Sarah con las aves colgadas de la montura.
Al llegar encontró a Sarah y a Alex sentados en el suelo, cerca del huerto, que estaba siendo nuevamente cavado por un sudoroso y corpulento individuo descamisado que tenía los músculos abultados y la piel bronceada de quien se gana la vida al aire libre. Sarah le presentó a Samuel Merriam, un granjero de Hooppole. Merriam había llegado de Hooppole con un carro cargado de estiércol de cerdo, la mitad del cual ya había sido incorporado al huerto.
—El mejor material del mundo para cultivar cosas —le dijo a Rob J. en tono alegre.
Junto al magnífico regalo que representaba un carro lleno de estiércol de cerdo, las pequeñas aves eran un obsequio pobre, pero no obstante se las entregó y ella se mostró muy agradecida. Rechazó cortésmente su invitación a que compartiera la mesa con ella y Samuel Merriam, y fue a visitar a Alma Schroeder, que se mostró entusiasmada con los logros que Rob J. había alcanzado en la salud de Sarah.
—Ya tiene un pretendiente rondando por allí, ¿no? —comentó Alma, radiante. Merriam había perdido a su esposa el otoño anterior a causa de la fiebre, y necesitaba sin demora otra mujer para que se ocupara de sus cinco hijos y lo ayudara con los cerdos—. Una buena oportunidad para Sarah —añadió la mujer con sensatez—. Aunque hay tan pocas mujeres en esta zona que tendrá montones de oportunidades.
En el camino de regreso a casa, Rob J. volvió a pasar por la cabaña de Sarah. Se acercó a ella y la observó sin bajar del caballo. Esta vez ella le sonrió desconcertada, y Rob vio que Merriam interrumpía su trabajo en el huerto y lo observaba con curiosidad. Hasta que abrió la boca, Rob no tenía idea de lo que quería decirle.
—Deberías hacer tú misma todo el trabajo que pudieras —le dijo por fin en tono serio—, porque para recuperarte del todo necesitas hacer ejercicio.
Luego saludó, llevándose la mano al sombrero, y regresó de mal humor. Tres días más tarde, cuando volvió a detenerse en la cabaña de Sarah, no había señales del pretendiente. Sarah intentaba infructuosamente cortar una enorme y vieja raíz de ruibarbo en varios trozos para volver a plantarla, y finalmente Rob J. le resolvió el problema troceándola con el hacha. Juntos cavaron los agujeros en el mantillo, plantaron las raíces y las cubrieron con tierra caliente, tarea que a él le encantó y con la que se ganó una parte del almuerzo de picadillo de carne que ella había preparado, regado con agua fresca de la fuente.
Después, mientras Alex dormía la siesta a la sombra de un árbol, se sentaron a la orilla del río y vigilaron el palangre de Sarah. Rob le habló de Escocia, y ella le comentó que le habría gustado que hubiera una iglesia cerca de allí para que su hijo pudiera aprender a tener fe.
—Ahora pienso a menudo en Dios —dijo—. Cuando creí que me estaba muriendo y que Alex se quedaría solo, recé, El te envió a ti.
No sin cierta turbación, él le confesó que no creía en la existencia de Dios.
—Pienso que los dioses son una invención de los hombres, y que siempre ha sido así —explicó.
Vio la impresión reflejada en los ojos de ella y tuvo miedo de haberla empujado a una vida de piedad en una pocilga.
Pero ella había abandonado el tema de la religión y hablaba de su juventud en Virginia, donde sus padres poseían una granja. Sus enormes ojos eran de un azul tan oscuro que casi parecían púrpura; su expresión no era sentimental, pero Rob percibió en ellos el amor que Sarah sentía por aquella época más fácil y agradable.
—¡Caballos! —exclamó ella sonriendo—. Crecí amando los caballos.
Eso le permitió a Rob invitarla a cabalgar con él al día siguiente para ir a visitar a un anciano que se estaba muriendo de tisis, y ella no disimuló la ilusión. A la mañana siguiente pasó a buscarla montado en Margaret Holland y llevando de las riendas a Mónica Grenville.
Dejaron a Alex con Alma Schroeder, que estaba totalmente radiante de alegría al ver que Sarah salía a «dar un paseo a caballo» con el médico.
Era un día fantástico para cabalgar, no demasiado caluroso, y dejaron que las cabalgaduras caminaran tranquilamente. Ella había guardado pan y queso en sus alforjas, y comieron a la sombra de un roble. Cuando llegaron a la casa del enfermo, ella se mantuvo en un segundo plano, escuchando la respiración agitada y observando cómo Rob J. sostenía las manos del paciente. Rob J. esperó hasta que el agua estuvo caliente en el fuego de la chimenea; luego lavó los delgados miembros del anciano y le administró algunas cucharaditas de una poción calmante, para que el sueño volviera más soportable la espera. Sarah oyó que les comunicaba al hijo y a la nuera imperturbables que el anciano moriría en unas horas. Cuando se marcharon, ella estaba impresionada y habló poco. Para intentar recuperar la distensión que habían compartido antes de la visita, Rob sugirió que se cambiaran las yeguas en el camino de regreso, porque ella era una excelente amazona y podía llevar a Margaret Holland sin problemas. Sarah disfrutó con la cabalgadura más ágil.
—¿Las dos yeguas llevan el nombre de mujeres a las que has conocido? —le preguntó, y él reconoció que así era.
Ella asintió, pensativa. A pesar de los esfuerzos de Rob J., en el camino de regreso a casa se mostraron más silenciosos.
Dos días más tarde, cuando fue a la cabaña de Sarah, encontró a otro hombre, un vendedor ambulante alto y cadavéricamente delgado llamado Timothy Mead, que observaba el mundo con sus tristes ojos pardos. El hombre habló en tono respetuoso cuando le presentaron al médico. Mead le dejó a Sarah un obsequio de hilos de cuatro colores.
Rob J. le quitó una espina del pie a Alex, que iba descalzo, y se dio cuenta de que el verano estaba llegando a su fin y que el niño no tenía zapatos adecuados. Hizo un calco de los pies y durante su siguiente visita a Rock Island fue a ver al zapatero y le encargó un par de botas de niño; disfrutó muchísimo con el encargo. A la semana siguiente, cuando le entregó las botas a Sarah, vio que ella se ponía nerviosa. La joven aún era un enigma para él; no supo si estaba agradecida o enfadada.
La mañana después de resultar elegido para la legislatura, Nick Holden cabalgó hasta el claro que había junto a la cabaña de Rob. En el plazo de dos días viajaría a Springfield para presentar leyes que contribuirían al crecimiento de Holden’s Crossing. Holden escupió e hizo girar la conversación hacia el tema conocido por todos: que el médico salía a cabalgar con la viuda Bledsoe.
—Hay cosas que deberías saber, viejo amigo.
Rob lo miró.
—Bueno, el niño, su hijo. ¿Estás enterado de que es fruto de un desliz? Nació casi dos años después de que muriera el esposo de ella.
Rob se puso de pie.
—Adiós, Nick. Que tengas un buen viaje a Springfield.
Su tono de voz resultó inconfundible, y Holden se puso lentamente de pie.
—Sólo estoy intentando decirte que un hombre no tiene por qué… —empezó a decir, pero lo que vio en el rostro de Rob J. le obligó a tragarse las palabras.
Un instante después, Holden saltó sobre su montura, dijo un desconcertado adiós y se alejó.
Rob J. pudo percibir una confusa mezcla de expresiones en el rostro de Sarah: placer al verlo y estar en su compañía, ternura cuando ella misma se lo permitía, pero a veces también una especie de terror. Una noche él la besó. Al principio la boca abierta de ella resultó blanda y agradable y se apretó contra él, pero luego el momento se estropeó. Sarah se apartó. Rob J. se dijo que a ella no le importaba nada de él, y eso era todo. Pero se obligó a preguntarle suavemente cuál era el problema.
—¿Cómo puedes sentirte atraído por mi? ¿Es que no me has visto en un estado lamentable y asqueroso? Has sentido… el olor de mi suciedad —dijo ella con el rostro encendido.
—Sarah —dijo él, mirándola a los ojos—, cuando estuviste enferma, yo fui tu médico. Desde entonces he venido a verte como mujer de gran encanto e inteligencia, con la que me gusta intercambiar ideas y compartir mis sueños. He llegado a desearte en todos los sentidos. Sólo pienso en ti. Te amo.
El único contacto físico en ese momento eran las manos de ella entre las de él. Sarah lo apretó con más fuerza pero no dijo nada.
—Tal vez podrías aprender a amarme.
—¿Aprender? ¿Cómo podría no amarte? —repuso ella impetuosamente—. A ti, que me devolviste la vida, como si fueras Dios.
—¡No, Sarah, sólo soy un hombre corriente! Y eso es lo que necesito ser…
Se besaron. Los besos se prolongaron en un arrebato insaciable. Fue Sarah quien previó lo que podría haber ocurrido a continuación y lo apartó bruscamente. Dio media vuelta y se arregló la ropa.
—Cásate conmigo, Sarah.
Como ella no respondió, Rob J. añadió:
—No naciste para pasarte el día en una granja con los cerdos, ni para ir de un lado a otro del país con el paquete de un vendedor ambulante a la espalda.
—¿Para qué nací, entonces? —preguntó ella en tono débil y triste.
—Pues para ser la esposa de un médico. Es muy sencillo —respondió él con expresión grave.
Ella no tuvo que hacer ningún esfuerzo para estar seria.
—Algunos se apresurarán a hablarte de Alex, de su origen, así que yo misma voy a contártelo.
—Quiero ser el padre de Alex. Estoy interesado por él hoy, y lo estaré mañana. No necesito saber nada sobre ayer. Yo también tengo un pasado terrible. Cásate conmigo, Sarah.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas, pero aún tenía algo nuevo por revelar. Miró a Rob serenamente.
—Dicen que esa mujer india vive contigo. Debes despedirla.
—«Dicen» y «algunos te hablarán». Muy bien, voy a decirte una cosa, Sarah Bledsoe. Si te casas conmigo, debes aprender a decir a esa gente que se vaya al infierno. —Respiró profundamente—. Makwa-ikwa es una mujer buena y muy trabajadora. Vive en la casa que ella misma se construyó en mis tierras. Despedirla sería una injusticia con ella y conmigo y no voy a hacerlo. Sería la peor forma de empezar nuestra vida juntos. Puedes tener la total seguridad de que no hay motivo para los celos —añadió. Sostuvo las manos de ella con firmeza y no quiso soltarla—. ¿Alguna otra cosa?
—Si —repuso ella con vehemencia—. Debes cambiar el nombre de tus yeguas. Les has puesto el nombre de dos mujeres con las que te has acostado, ¿no es verdad?
Rob J. empezó a sonreír, pero en los ojos de Sarah había verdadera furia.
—El de una de ellas. La otra era una bella anciana a la que conocí de niño, una amiga de mi madre. Yo la amaba, pero ella me consideraba una criatura.
Sarah no le preguntó a qué mujer correspondía el nombre de cada yegua.
—Es una broma cruel y desagradable, típica de los hombres. Tú no eres un hombre cruel y desagradable, así que debes cambiar el nombre a esas yeguas.
—Tú misma les pondrás un nombre nuevo —propuso Rob enseguida.
—Y debes prometerme, ocurra lo que ocurra en el futuro, que jamás le pondrás mi nombre a una yegua.
—Te lo prometo. Por supuesto —comentó con ironía—, tengo la intención de encargarle un cerdo a Samuel Merriam, y…
Afortunadamente todavía la tenía cogida de las manos y no se las soltó hasta que ella le devolvió el beso satisfactoriamente. Cuando dejaron de besarse, vio que Sarah estaba llorando.
—¿Qué ocurre? —le preguntó, agobiado por el inquietante temor de que no le iba a resultar fácil estar casado con aquella mujer.
Ella lo miró con los ojos húmedos y brillantes.
—Despachar las cartas en la diligencia será un gasto tremendo —comentó—. Pero por fin podré enviar buenas noticias a mi hermano y a mi hermana, que están en Virginia.