La herencia
A la mañana siguiente, aunque el nivel del líquido pardo de la botella de Alden sólo había descendido unos cinco centímetros, a Chamán le latía la cabeza. Había dormido mal; el viejo colchón de cáñamo llevaba años sin que nadie lo estirara y volviera a anudar. Al afeitarse se hizo un corte en la barbilla. A media mañana, nada de todo esto le pareció importante. Su padre había sido enterrado enseguida porque había muerto de fiebre tifoidea, pero el servicio había quedado postergado hasta el regreso de Chamán. El pequeño edificio de la Primera Iglesia Baptista estaba atestado de tres generaciones de pacientes que habían sido atendidos por su padre, personas a las que había tratado de enfermedades, heridas de bala, puñaladas, erupciones en la ingle, huesos rotos y quién sabe cuántas cosas más. El reverendo Lucian Blackmer pronunció el panegírico en tono lo suficientemente cálido para evitar la animosidad de los presentes, pero no tan cálido como para que alguien pudiera tener la impresión de que estaba bien morir como el doctor Robert Judson Cole, sin haber tenido la sensatez de unirse a la verdadera iglesia. La madre de Chamán le había expresado varias veces su gratitud porque, por respeto a ella, el señor Blackmer había permitido que su esposo fuera enterrado en el cementerio de la iglesia.
La casa de los Cole estuvo toda la tarde llena de gente, y casi todos llevaban platos de asado, relleno de carne, budines y tartas, tanta comida que la ocasión adoptó casi un cariz festivo. Incluso Chamán se sorprendió mordisqueando lonchas frías de corazón asado, su carne preferida. Había sido Makwa-ikwa quien le enseñara a saborearlo; él lo había considerado una exquisitez india, como el perro hervido o la ardilla guisada con las tripas, y se había alegrado al descubrir que muchos de sus vecinos blancos también guisaban el corazón después de matar una vaca o sacrificar un venado. Se estaba sirviendo otra loncha cuando levantó la vista y vio a Lillian Geiger, que cruzaba la estancia con paso resuelto en dirección a su madre. Era mayor y estaba más ajada, pero seguía siendo atractiva; era de su madre de quien Rachel había heredado su belleza. Lillian llevaba puesto su mejor vestido de raso negro, un sobretodo de lino también negro y un chal blanco doblado; la pequeña estrella de David de plata, colgada de una cadena, se balanceaba sobre su hermoso pecho. Notó que ella elegía cuidadosamente a quién saludaba; algunas personas podían hacer de mala gana un saludo cortés a un judío, pero jamás a un norteño simpatizante de los confederados. Lillian era prima de Judah Benjamín, el secretario de estado confederado, y su esposo Jay había abandonado su Carolina del Sur natal al principio de la guerra y se había unido al ejército de la Confederación con dos de sus tres hermanos.
Mientras Lillian avanzaba hacia Chamán, su sonrisa se tensó.
—Tía Lillian —dijo él.
Ella no era su tía, pero los Geiger y los Cole habían sido como de la familia cuando él era pequeño, y siempre la había llamado así.
La mirada de ella se suavizó.
—Hola, Rob J. —dijo con su tono tierno de siempre.
Nadie más lo llamaba de este modo porque así llamaban a su padre, pero Lillian rara vez se dirigía a él como Chamán. Lo besó en la mejilla y no se molestó en decirle que lamentaba lo sucedido.
Dijo que por las noticias que tenía de Jason, que eran poco frecuentes porque sus cartas tenían que cruzar las líneas de batalla, su esposo se encontraba bien y al parecer no corría peligro. Era boticario, y al unirse al ejército había trabajado como administrador de un pequeño hospital militar de Georgia; ahora ocupaba el puesto de comandante de un hospital más grande a orillas del río James, en Virginia. En su última carta, dijo Lillian, comunicaba la noticia de que su hermano, Joseph Reuben Geiger farmacéutico como todos los hombres de la familia, aunque él se había convertido en soldado de caballería, había resultado muerto mientras luchaba a las órdenes de Stuart.
Chamán asintió gravemente, y tampoco él expresó el pesar que la gente daba por sentado.
—¿Cómo estaban sus hijos?
—Muy bien. Los varones han crecido tanto que Jay no los conocerá. Comen como fieras.
—¿Y Rachel?
—Perdió a su esposo, Joe Regensberg, en junio del año pasado. Murió de fiebre tifoidea, igual que tu padre.
—Oh —dijo en tono triste—. Oí decir que la fiebre tifoidea fue muy común en Chicago el verano pasado. ¿Ella se encuentra bien?
—Oh, sí. Rachel está muy bien, lo mismo que sus hijos. Tiene un niño y una niña. —Lillian vaciló—. Sale con otro hombre, un primo de Joe. Anunciarán su compromiso cuando se haya cumplido un año del luto de Rachel.
Ah. Era sorprendente que todavía pudiera importarle tanto, retorcerse en su interior tan profundamente.
—¿Y cómo te sientes siendo abuela?
—Me encanta —respondió, y separándose de él se puso a conversar con la señora Pratt, cuyas tierras lindaban con la casa de los Geiger.
Al atardecer, Chamán sirvió comida en un plato y lo llevó hasta la pequeña cabaña de Alden Kimball, que estaba mal ventilada y siempre olía a humo de leña. El jornalero estaba sentado en la litera, vestido con ropa interior, bebiendo de una garrafa. Tenía los pies limpios porque se había bañado en honor del servicio fúnebre. El resto de su ropa de lana, más gris que blanca, estaba secándose en medio de la cabaña, colgada de una cuerda atada a un clavo de una viga y a un palo colocado en la saliente.
Chamán sacudió la cabeza cuando Alden le ofreció la garrafa. Se sentó en la única silla de madera y observó a Alden mientras comía.
—Si de mí dependiera, habría enterrado a papá en nuestras tierras, mirando al río.
Alden sacudió la cabeza.
—Ella no lo toleraría. Eso está demasiado cerca de la tumba de la mujer India. Antes de que fuera… asesinada —dijo con cautela—, la gente hablaba mucho de ellos dos. Tu madre estaba terriblemente celosa.
Chamán estaba impaciente por hacer preguntas sobre Makwa, su madre y su padre, pero no le pareció correcto chismorrear con Alden sobre sus padres. En lugar de eso, se despidió y se marchó. Empezaba a oscurecer cuando bajó hasta el río, a las ruinas del hedonoso-te de Makwa-ikwa. Un extremo de la casa comunal estaba intacto, pero el otro empezaba a derrumbarse, los troncos y las ramas se pudrían y eran un hogar seguro para serpientes y roedores.
—He vuelto —dijo.
Podía sentir la presencia de Makwa. Hacía mucho tiempo que ella había muerto; el pesar que ahora sentía por ella quedaba eclipsado ante la pena por su padre. Buscaba consuelo, pero lo único que sintió fue la terrible ira de ella, tan patente que se le erizó el pelo de la nuca. No muy lejos de allí estaba la tumba de ella, sin ninguna señal pero muy bien cuidada, el césped cortado y los bordes adornados con azucenas silvestres de color amarillo que habían sido cortadas de un parterre que se encontraba a orillas del río. Los brotes verdes ya empezaban a asomar en la tierra húmeda. Posiblemente había sido su padre quien se ocupaba de arreglar la tumba; se arrodilló y cogió un par de semillas que había entre las flores.
Casi había oscurecido. Imaginó que podía sentir que Makwa intentaba decirle algo. Ya le había ocurrido con anterioridad, y siempre creía en cierto modo que por eso sentía la ira de Makwa, porque ella no podía decirle quién la había asesinado. Quería preguntarle qué debía hacer ahora que su padre no estaba. El viento levantó ondas en el agua. Vio las primeras estrellas que brillaban con luz pálida y se estremeció. Mientras regresaba a la casa pensó que aún quedaba mucho frío invernal por delante.
Al día siguiente tenía que quedarse en la casa por si llegaba algún visitante rezagado, pero descubrió que no podía hacerlo. Se puso sus ropas de trabajo y pasó la mañana desinfectando a las ovejas con Alden. Había algunos corderos nuevos y castró a los machos, y Alden le pidió las criadillas para freírlas con huevos a la hora de la comida. Por la tarde, bañado y vestido otra vez con su traje negro, Chamán se sentó en la sala de estar con su madre.
—Será mejor que miremos las cosas de tu padre y decidamos quién se queda con qué —comentó ella.
Aunque su cabellera rubia estaba casi totalmente gris, su madre era una de las mujeres más interesantes que jamás había visto, tenía la nariz larga y hermosa, y la boca delicada. Cualquiera que fuese el obstáculo que se interponía siempre entre ambos aún seguía allí, pero ella notó la actitud reacia de su hijo.
—Tarde o temprano habrá que hacerlo, Robert —dijo.
Estaba preparándose para llevar las fuentes y los platos vacíos a la iglesia, donde serían recogidos por los visitantes que habían llevado comida al funeral, y él se ofreció a llevarlos para que no tuviera que hacerlo ella. Pero su madre quería visitar al reverendo Blackmer.
—Ven tú también —propuso; pero él sacudió la cabeza porque sabía que eso supondría una prolongada sesión durante la cual tendría que escuchar los motivos por los que debía recibir al Espíritu Santo. Siempre le asombraba lo literalmente que su madre creía en el cielo y el infierno. Al recordar las discusiones que ella había mantenido con su padre, comprendió que ahora debía de estar sufriendo una angustia tremenda, porque siempre la había atormentado la idea de que, al haber rechazado el bautismo, su esposo no estaría esperándola en el paraíso.
Levantó la mano y señaló la ventana abierta.
—Se acerca alguien a caballo.
Escuchó durante un instante y luego le dedicó una amarga sonrisa.
—La mujer le ha preguntado a Alden si el médico está aquí. Dice que su esposo se encuentra en su casa, herido. Alden le ha dicho que el médico ha muerto. Ella le ha preguntado por el médico joven, y Alden le ha contestado que ese sí que está aquí.
A él también le pareció curioso. Ella ya se había acercado al maletín de Rob J., que esperaba en el lugar de costumbre junto a la puerta, y se lo entregó a su hijo.
—Coge el carro. Los caballos ya están enganchados. Yo iré a la iglesia más tarde.
La mujer era Liddy Geacher. Ella y su esposo, Henry, habían comprado la casa de los Buchanan mientras Chamán estaba fuera. Él conocía muy bien el camino, sólo había unos cuantos kilómetros. Geacher se había caído desde lo alto del almiar. Lo encontraron tendido en el lugar en que había caído, jadeando de dolor. Cuando intentaron desvestirlo se quejó, de modo que Chamán cortó sus ropas abriéndolas cuidadosamente por las costuras, para que la señora Geacher pudiera volver a coserlas. No había sangre, sólo unas magulladuras y el tobillo izquierdo hinchado. Chamán cogió el estetoscopio del maletín de su padre.
—Acérquese, por favor. Quiero que me diga lo que oye —le indicó a la mujer, y le colocó las boquillas del aparato en los oídos.
La señora Geacher abrió los ojos desorbitadamente cuando él colocó el otro extremo en el pecho de su esposo. La dejó escuchar durante un buen rato, sosteniendo el aparato con la mano izquierda mientras tomaba el pulso del hombre con las puntas de los dedos de la mano derecha.
—¡Pum-pum-pum-pum-pum! —exclamó ella.
Chamán sonrió. El pulso de Henry Geacher era rápido, lo cual resultaba normal.
—¿Qué más oye? No tenga prisa.
Ella escuchó con detenimiento.
—¿Un crujido no muy suave, como si alguien estuviera estrujando paja seca?
Ella sacudió la cabeza.
—Pum-pum-pum.
Bueno, no había costillas rotas que hubieran perforado el pulmón.
Le quitó el estetoscopio a la mujer y luego recorrió con las manos el cuerpo de Geacher, centímetro a centímetro. Como no oía, tenía que ser más cuidadoso y observador con sus otros sentidos que la mayoría de los médicos. Cuando cogió las manos del hombre, asintió satisfecho ante lo que el Don le indicaba. Geacher había tenido suerte al caer sobre un montón bastante grande de heno. Se había golpeado las costillas, pero Chamán no encontró ninguna señal de fractura peligrosa.
Pensó que tal vez se había roto de la quinta a la octava costilla, y probablemente la novena. Cuando lo vendó, Geacher respiró con mayor comodidad. Luego le vendó el tobillo y sacó del maletín un frasco del analgésico de su padre, a base de alcohol con un poco de morfina y algunas hierbas.
—Le dolerá. Dos cucharaditas cada hora.
Un dólar por la visita a domicilio, cincuenta centavos por los vendajes, y cincuenta centavos más por el medicamento. Pero sólo estaba hecha una parte del trabajo. Los vecinos más cercanos de los Geacher eran los Reisman, cuya casa se encontraba a diez minutos a caballo.
Chamán fue a verlos y habló con Tod Reisman y su hijo Dave, que estuvieron de acuerdo en ayudar y hacer funcionar la granja de los Geacher durante una semana aproximadamente, hasta que Henry se hubiera recuperado.
Guió a Boss lentamente de regreso a casa, saboreando la primavera.
La tierra negra aún estaba demasiado húmeda para ararla. Esa mañana había visto que en los pastos de los Cole empezaban a crecer las flores pequeñas: violetas, amapolas, nomeolvides, y en unas pocas semanas las llanuras estarían iluminadas con los colores más vivos. Aspiró encantado el peculiar aroma de los campos abonados.
Cuando llegó, la casa estaba vacía y la cesta de los huevos no se hallaba en su gancho, lo cual significaba que su madre se encontraba en el gallinero. No fue a buscarla. Examinó el maletín antes de volver a colocarlo junto a la puerta, como si lo viera por primera vez. El cuero estaba gastado, pero era de buena calidad y duraría mucho tiempo. El instrumental, las vendas y los medicamentos estaban en el interior tal como su padre los había dispuesto con sus propias manos, cuidados, ordenados, preparados para cualquier eventualidad.
Chamán entró en el estudio y comenzó una metódica inspección de las pertenencias de su padre, revolvió en los cajones del escritorio, abrió el cofre de cuero y separó las cosas en tres grupos: para su madre, una selección de pequeños objetos que podían tener valor sentimental; para Bigger, la media docena de jerséis que Sarah Cole había tejido con su propia lana para que el médico estuviera abrigado cuando hacía visitas en las noches frías, el equipo de caza y de pesca de su padre y un tesoro tan nuevo que Chamán lo veía por primera vez: un Colt calibre 44 Texas Navy con empuñadura de nogal negro y cañón rayado de nueve pulgadas. El arma le produjo sorpresa y sobresalto. Aunque el pacifista de su padre había accedido finalmente a atender a las tropas de la Unión, lo hizo siempre con el convencimiento de que era un civil y no llevaba armas; entonces, ¿por qué había comprado esta arma, evidentemente cara?
Los libros de medicina, el microscopio, el maletín, el botiquín con las hierbas y los medicamentos serían para Chamán. En el cofre, debajo del estuche del microscopio, había un montón de libros, una serie de volúmenes de papel de cuentas cosido.
Cuando Chamán los hojeó, vio que eran el diario de su padre.
El volumen que escogió al azar había sido escrito en 1842. Mientras pasaba las páginas, Chamán encontró una abundante y casual serie de notas sobre medicina y farmacología, y pensamientos íntimos. El diario estaba salpicado de bosquejos: rostros, dibujos de anatomía, un desnudo femenino de cuerpo entero; se dio cuenta de que se trataba de su madre. Estudió el rostro joven y contempló fascinado el cuerpo prohibido, consciente de que debajo del vientre inequívocamente preñado había habido un feto que acabaría siendo él. Abrió otro volumen que había sido escrito con anterioridad, cuando Robert Judson Cole era un joven que vivía en Boston y acababa de bajar del barco que lo traía de Escocia. Este también contenía un desnudo femenino, aunque en este caso el rostro era desconocido para Chamán; los rasgos resultaban confusos pero la vulva había sido dibujada con detalles clínicos, y se encontró leyendo sobre una aventura sexual que su padre había tenido con una mujer en la pensión en la que vivía.
Mientras leía el informe completo, se sintió más joven. Los años desaparecieron, su cuerpo retrocedió, la tierra invirtió su rotación, y los frágiles misterios y tormentos de la juventud quedaron recuperados.
Volvía a ser un niño que leía libros prohibidos en esta biblioteca, buscando palabras y dibujos que pudieran revelar las cosas secretas, degradantes y tal vez absolutamente maravillosas que los hombres hacían con las mujeres. Se quedó de pie temblando, atento, por temor a que su padre apareciera en la puerta y lo encontrara allí.
Luego sintió la vibración de la puerta de atrás que se cerraba firmemente mientras su madre entraba con los huevos, y se obligó a cerrar el libro y a guardarlo en el cofre.
Durante la cena le dijo a su madre que había empezado a revisar las cosas de su padre y que bajaría una caja vacía del desván en la que guardaría las cosas que serían para su hermano.
Entre ambos quedó en suspenso la pregunta tácita de si Alex vivía para regresar y usar esas cosas, pero Sarah asintió:
—Bien —dijo, evidentemente aliviada de que él se hubiera puesto manos a la obra.
Esa noche, desvelado, consideró que leer los diarios lo convertiría en un voyeur, en un intruso en la vida de sus padres, tal vez incluso en su lecho, y que debía quemarlos. Pero la lógica le indicó que su padre los había escrito para registrar la esencia de su vida, y ahora Chamán yacía en la cama hundida y se preguntaba cuál había sido la verdad sobre cómo había vivido y muerto Makwa-ikwa, y le preocupaba que la verdad pudiera contener graves peligros.
Por fin se levantó, encendió la lámpara y bajó sigilosamente por el pasillo para no despertar a su madre.
Recortó la mecha humeante y subió la llama todo lo que pudo. Eso produjo una luz apenas suficiente para leer. El estudio estaba desagradablemente frío a esa hora de la noche. Pero Chamán cogió el primer libro y empezó a leer, y en realidad se olvidó de la iluminación y de la temperatura a medida que se iba enterando de más cosas de las que jamás había querido saber sobre su padre y sobre sí mismo.