Un cambio
Dos semanas después de librar a Sarah de la piedra grande que tenía en la vejiga, Rob J. estaba preparado para quitarle el cálculo más pequeño; pero ella se mostró reacia. Unos días después de la extracción de la piedra, había eliminado otros cristales pequeños con la orina, a veces acompañados de dolor. Desde que los últimos fragmentos de la piedra rota habían salido de su vejiga, ella había dejado de tener síntomas. Por primera vez desde el comienzo de su enfermedad no experimentaba dolores paralizantes, y la ausencia de espasmos le había permitido recuperar el control de su cuerpo.
—Aún tienes una piedra en la vejiga —le recordó él.
—No quiero quitarla. No me hace daño. —Lo miró con expresión desafiante pero luego bajó la vista—. Tengo más miedo ahora que la primera vez.
Él notó que había adquirido mejor aspecto. Aún tenía el rostro arrugado por el padecimiento de una prolongada enfermedad, pero había engordado lo suficiente para perder la extremada delgadez.
—La piedra grande que quitamos comenzó siendo pequeña. Crece, Sarah —le advirtió en tono amable.
Así que ella aceptó. Una vez más, Makwa-ikwa se sentó a su lado mientras él le extraía de la vejiga el pequeño cálculo, de aproximadamente una cuarta parte del tamaño del anterior. Las molestias fueron mínimas, y Rob J. experimentó una sensación de triunfo al terminar la intervención.
Pero esta vez, cuando llegó la fiebre del posoperatorio, el cuerpo de Sarah quedó abrasado. Él reconoció enseguida el desastre inminente y se maldijo por haberle dado un consejo equivocado. Antes de que cayera la noche, los presentimientos de la joven quedaron justificados; lamentablemente, el procedimiento más fácil para extraer la piedra más pequeña había dado como resultado una infección generalizada.
Makwa-ikwa y Rob se turnaron para sentarse junto a su lecho durante cuatro noches y cinco días, mientras dentro de su cuerpo se libraba una batalla. Al coger las manos de la joven entre las suyas, Rob notó que disminuía su vitalidad. De vez en cuando Makwa-ikwa parecía mirar con fijeza algo que no estaba allí, y cantaba quedamente en su lengua.
Le dijo a Rob que le estaba pidiendo a Panguk, el dios de la muerte, que pasara de largo junto a esta mujer. Poco más podían hacer por Sarah, salvo ponerle paños húmedos y levantarla mientras acercaban una taza de líquido a su boca y la obligaban a beber, y untar sus labios agrietados con grasa. Durante un tiempo ella siguió decayendo, pero en la mañana del quinto día —¿fue Panguk, su propio espíritu, o tal vez la infusión de sauce?— empezó a sudar. Sus camisas de dormir quedaban empapadas casi con la misma rapidez con que se las cambiaban. A media mañana había entrado en un sueño profundo y relajado, y esa tarde, cuando Rob le tocó la frente, notó que estaba casi fría, que la temperatura era casi igual a la suya.
La expresión de Makwa-ikwa no cambió mucho, pero Rob J. empezaba a conocerla y creía que ella estaba encantada con la sugerencia, aunque al principio no la tomó en serio.
—Trabajar contigo. ¿Todo el tiempo?
Él asintió. Tenía sentido. Había visto que ella sabía cuidar a un paciente y que no dudaba en hacer lo que él le pedía. Le dijo que podía ser interesante para los dos.
—Puedes aprender algo de mi medicina. Y tú puedes enseñarme muchas cosas sobre las plantas y hierbas. Qué curan. Cómo utilizarlas.
Hablaron del asunto por primera vez en el carro, después de llevar a Sarah a casa. El no quiso apremiarla. Simplemente guardó silencio y la dejó reflexionar.
Unos días más tarde Rob pasó por el campamento sauk y volvieron a hablar del tema mientras compartían un bol de estofado de conejo. Lo que a ella menos le gustaba de la oferta era su insistencia de que tenía que vivir cerca de su cabaña para poder ir a buscarla rápidamente en casos de emergencia.
—Tengo que estar con mi gente.
Él ya había pensado en los sauk.
—Tarde o temprano algún blanco solicitará al gobierno cada trozo de la tierra que vosotros queréis para instalar un poblado o un campamento de invierno. No tendréis a dónde ir, salvo que regreséis a la reserva de la que os marchasteis. —Añadió que lo que debían hacer era aprender a vivir en el mundo tal como era—. En mi granja necesito ayuda, Alden Kimball no puede ocuparse de todo. Yo podría necesitar a una pareja como Luna y Viene Cantando. Podríais construir cabañas en mis tierras. Os pagaría a los tres con dinero de Estados Unidos, además de lo que proporcione la granja. Si funciona, tal vez otras granjas tengan trabajo para los sauk. Y si ganáis dinero y ahorráis, tarde o temprano tendréis lo suficiente para comprar vuestra propia tierra, de acuerdo con la ley y las costumbres del hombre blanco, y nadie podrá echaros de ella jamás.
Ella lo miró.
—Sé que os ofende tener que comprar una tierra que ya era vuestra. Los blancos os han mentido, os han embaucado. Y han matado a muchos de los vuestros. Pero los pieles rojas os habéis mentido mutuamente. Y os habéis robado mutuamente. Y las diferentes tribus siempre os habéis matado mutuamente, tú me lo has contado. El color de la piel no importa, hay hijos de puta de todas clases. Pero no todo el mundo es hijo de puta.
Dos días más tarde, ella, Luna y Viene Cantando, junto con los dos hijos de Luna, cabalgaron hasta las tierras de Rob J. Construyeron un hedonoso-te con dos agujeros para el humo, una sola casa comunal que la chamán compartiría con la familia sauk, lo suficientemente grande para albergar también al tercer hijo que ya abultaba el vientre de Luna. Levantaron la tienda a la orilla del río, cuatrocientos metros más abajo de la cabaña de Rob J. Cerca de allí construyeron un sudadero y una tienda para que la utilizaran las mujeres durante la menstruación.
Alden Kimball se paseaba de un lado a otro con expresión resentida.
—Por ahí hay hombres blancos que buscan trabajo —le dijo a Rob J. en tono glacial—. Hombres blancos. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que tal vez yo no quiera trabajar con unos malditos indios?
—No —respondió Rob—, nunca se me ocurrió. Me parece que si hubieras encontrado un buen trabajador blanco me habrías dicho hace tiempo que lo contratara. Yo he llegado a conocer a esta gente. Realmente son buenas personas. Ahora bien, sé que puedes marcharte, Alden, porque nadie sería tan tonto de no contratarte si estuvieras disponible. Sentiría mucho que lo hicieras porque eres el mejor hombre que jamás encontraré para administrar esta granja. Así que espero que te quedes.
Alden lo miró con fijeza, confundido, contento por el elogio pero resentido por el claro mensaje. Finalmente se volvió y empezó a cargar en el carro postes para una valla.
Lo que inclinó la balanza fue la estatura y la fuerza prodigiosa de Viene Cantando, que junto con su agradable carácter, lo convertían en un jornalero fantástico. Luna había aprendido a cocinar para los blancos mientras estaba en la escuela cristiana. Para unos hombres solteros que vivían solos era un festín tener bollos calientes, pasteles y comida sabrosa. Al cabo de una semana estuvo claro que aunque Alden se mantenía apartado y jamás se rendiría, los sauk se habían convertido en parte de la granja.
Rob J. observó una reacción similar entre sus pacientes. Mientras compartían una copa de sidra, Nick Holden le advirtió:
—Algunos colonos han empezado a llamarte Injun Cole. Dicen que eres amigo de los indios. Dicen que por tus venas debe de correr sangre sauk.
Rob J. sonrió, fascinado por la idea.
—Te diré una cosa. Si alguien te presenta alguna queja sobre el médico, tú entrégale simplemente una de esas estrafalarias octavillas que tanto te gusta repartir. Una de esas que dicen lo afortunada que es la ciudad por contar con un médico con la preparación y la educación del doctor Cole. La próxima vez que estén enfermos, dudo que muchos de ellos pongan objeciones a mis supuestos antepasados. O al color de las manos de mi ayudante.
Cuando fue a la cabaña de Sarah para ver cómo se recuperaba la joven, notó que el sendero que conducía desde el camino hasta la puerta había sido arreglado, alisado y barrido. Nuevos macizos de plantas silvestres suavizaban los contornos de la pequeña casa. En el interior, todas las paredes habían sido blanqueadas y sólo se sentía un fuerte olor a jabón y el agradable perfume de lavanda, el poleo, la salvia y el perifollo, que colgaban de las vigas.
—Alma Schroeder me dio las hierbas —comentó Sarah—. Ahora es demasiado tarde para hacer un huerto, pero el año que viene tendré el mío.
Le enseñó el trozo de tierra para el huerto, que ya había limpiado parcialmente de maleza y zarzas. El cambio operado en la mujer era más sorprendente que la transformación de la casa. Dijo que había empezado a cocinar todos los días en lugar de depender de la comida caliente que de vez en cuando le llevaba la generosa Alma. Una dieta normal y más nutritiva había transformado su delgadez y su aspecto demacrado en una graciosa feminidad. Se inclinó para coger algunas cebollas verdes que habían crecido entre la maleza del huerto, y él observó su nuca rosada. Pronto quedaría oculta, porque su pelo estaba volviendo a crecer como una mata amarilla.
Su hijo corría tras ella como un animalillo rubio. También él estaba limpio, aunque Rob notó el disgusto que mostró Sarah mientras intentaba quitar las manchas de barro de las rodillas de su hijo.
—Es inevitable que los niños se ensucien —le dijo Rob en tono alegre.
El niño lo observó con expresión extraña y temerosa. Él siempre llevaba en su bolsa algunos caramelos para hacerse amigo de sus pequeños pacientes, y ahora cogió uno y lo desenvolvió. Le llevó casi media hora de charla serena acercarse lo suficiente al pequeño Alex para ofrecerle el caramelo. Cuando su manecita cogió por fin la golosina, Rob oyó el suspiro de alivio de Sarah y al levantar la vista vio que ella lo contemplaba. Tenía unos ojos hermosos, llenos de vida.
—Si quiere compartir nuestra mesa…, he preparado un pastel de venado.
Rob J. estaba a punto de rechazar la invitación, pero los dos rostros lo observaban, el pequeño saboreando dichoso el caramelo, la madre seria y expectante. Parecía que ambos le hacían preguntas que él no lograba captar.
—Me encanta el pastel de venado —dijo.