Hija del Mide’wiwin
Cuando Makwa se permitió pensar en el asunto, recordó los tiempos en que sólo unos pocos llevaban ropas de blancos, cuando una camisa harapienta o un vestido roto eran una medicina poderosa porque todos usaban ante curtido y ablandado, o pieles de animales. Cuando ella era una niña —en aquel entonces la llamaban Nishwri Kekawi, Dos Cielos—, en Sauk-e-nuk al principio había muy pocos blancos mookamonik, que afectaran sus vidas.
En la isla había una guarnición del ejército, instalada después de que los oficiales de St. Louis encontraran a algunos mesquakie y sauk borrachos y los obligaran a firmar un documento cuyo contenido no pudieron leer cuando estuvieron sobrios. El padre de Dos Cielos era Ashtibugwa-gupichee, Búfalo Verde. Él le contó a Dos Cielos y a su hermana mayor, Meci-ikwawa, Mujer Alta, que cuando se construyó el puesto del ejército los Cuchillos Largos destruyeron los mejores arbustos de bayas del Pueblo. Búfalo Verde pertenecía al clan Oso, un linaje adecuado para el mando, pero él no sentía deseos de ser cacique ni hechicero. A pesar de su nombre sagrado (le pusieron ese nombre por el manitú) era un hombre sencillo, respetado porque obtenía buenas cosechas de sus campos. En su juventud había combatido a los iowa y había vencido. No era como algunos, que siempre alardeaban, pero cuando su tío Winnawa, Cuerno Corto, murió, Dos Cielos supo algunas cosas de su padre. Cuerno Corto fue el primer sauk que ella había conocido que murió bebiendo el veneno que los blancos llamaban whisky de Ohio, y que el Pueblo llamaba agua de pimienta. Los sauk enterraban a sus muertos, a diferencia de otras tribus que simplemente levantaban el cuerpo hasta la horquilla de un árbol. Cuando introdujeron a Cuerno Corto en la tierra, el padre de Dos Cielos golpeó el borde de la tumba con su pucca-maw blandiendo violentamente el garrote de batalla.
—He matado tres hombres en la guerra y entrego los tres espíritus a mi hermano, que yace aquí, para que le sirvan como esclavos en el otro mundo —dijo, y así fue como Dos Cielos se enteró de que su padre había sido guerrero en otros tiempos.
Su padre era bondadoso y trabajador. Al principio él y su madre, Ma tapya, Unión de Ríos, cultivaban dos campos de maíz, calabazas y calabacines, pero cuando el Consejo vio que él era un buen agricultor le dio dos campos más. El problema comenzó cuando Dos Cielos cumplió diez años, momento en que llegó un mookamon llamado Hawkins y construyó una cabaña en el campo contiguo a aquel en que su padre tenía el maíz. El campo en el que se instaló Hawkins había sido abandonado después de que muriera el que lo cultivaba, Wegu-wa, Bailarín Shawnee, y el Consejo no había llegado a ceder nuevamente la tierra.
Hawkins llevó caballos y vacas. Los campos cultivados sólo estaban separados por vallas de maleza y setos vivos, y los caballos entraban en el campo de Búfalo Verde y se comían el maíz. Búfalo Verde cogió los caballos y se los llevó a Hawkins, pero a la mañana siguiente los animales estaban otra vez en el campo de maíz. Se quejó, pero el Consejo no sabía qué hacer, porque habían llegado otras cinco familias y se habían instalado también en Rock Island, en unas tierras que habían sido cultivadas por los sauk durante más de cien años.
Búfalo Verde resolvió encerrar el ganado de Hawkins en su propia tierra en lugar de devolvérselo, y de inmediato fue visitado por el negociante de Rock Island, un blanco llamado George Davenport. Había sido el primer blanco que había ido a vivir entre los indios, y el Pueblo confiaba en él. Le dijo a Búfalo Verde que le devolviera los caballos a Hawkins, o los Cuchillos Largos lo encarcelarían, y Búfalo Verde hizo lo que le aconsejaba su amigo Davenport.
En el otoño de 1831, los sauk se trasladaron a su campamento de invierno en Missouri, como hacían todos los años. Al llegar la primavera, cuando regresaron a Sauk-e-nuk, descubrieron que las nuevas familias blancas habían ocupado los campos de los sauk, derribando vallas y quemando casas comunales. El Consejo tuvo que tomar medidas, y consultó con Davenport y Felix St. Vrain —el agente indio—, y con el comandante John Bliss, el jefe de los soldados del fuerte. Las reuniones se prolongaron, y entretanto el Consejo cedió otros campos a los miembros de la tribu cuyas tierras habían sido usurpadas.
Un holandés bajo y achaparrado de Pensilvania llamado Joshua Van druff se había apropiado del campo de un sauk llamado Makataime shekiakiak, Halcón Negro. Vandruff empezó a vender whisky a los indios del hedonso-te que Halcón Negro y sus hijos habían construido con sus propias manos. Halcón Negro no era un cacique, pero durante la mayor parte de sus sesenta y tres años había luchado contra los osage, los cheroqui, los chippewa y los kaskaskia. En 1812, cuando estalló la guerra entre los blancos, él había reunido una fuerza de sauk luchadores y había ofrecido sus servicios a los norteamericanos, pero fue rechazado. Ofendido, había hecho la misma oferta a los ingleses, que lo trataron con respeto y se ganaron sus servicios durante la guerra, dándole armas, municiones, medallas y la capa roja que distinguía a los soldados.
Ahora, a medida que se acercaba a la vejez, Halcón Negro veía cómo el whisky se vendía desde su propia casa. Peor aún, era testigo de la corrupción que el alcohol había originado en su tribu. Vandruff y su amigo, B. F. Pike, emborrachaban a los indios y les estafaban pieles, caballos, armas y trampas. Halcón Negro fue a ver a Vandruff y a Pike y les pidió que dejaran de vender whisky a los sauk. Como no le hicieron caso, regresó con media docena de guerreros que arrastraron todos los barriles fuera de la casa comunal, los desfondaron y derramaron el whisky en el suelo.
Vandruff llenó sus alforjas de provisiones para un largo viaje y cabalgó hasta Bellville, la tierra de John Reynolds, gobernador de Illinois. En una declaración al gobernador, juró que los indios sauk se habían desmandado hasta tal punto que se había producido una muerte a puñaladas y grandes daños en las granjas de los blancos. Le entregó al gobernador Reynolds una segunda demanda firmada por B. F. Pike que decía que «los indios pastorean sus caballos en nuestros campos de trigo, disparan a nuestras vacas y ganado, y amenazan con prender fuego a nuestras casas con nosotros dentro».
Reynolds había sido elegido recientemente y había prometido a sus votantes que Illinois era un sitio seguro para los colonos. Un gobernador que combatiera con éxito a los indios podía soñar con la presidencia.
—Por Dios, señor —le dijo a Vandruff en tono emocionado—, ha dado con el hombre adecuado para hacer justicia.
Llegaron setecientos soldados a caballo y acamparon más abajo de Sauk-e-nuk; su presencia causó nerviosismo y desasosiego. Al mismo tiempo, un barco de vapor que lanzaba humo resoplaba el río Rocky arriba. El barco encalló en algunas de las rocas que daban nombre al río, pero los mookamonik lo soltaron y pronto estuvo anclado, y su único cañón apuntado directamente a la población. El jefe guerrero de los blancos, el general Edmund P. Gaines, quiso reunirse con los sauk para hablar. Sentados detrás de una mesa se encontraban el general, el agente indio St. Vrain y el negociante Davenport, que hacía las veces de intérprete. Se presentaron unos veinte sauk destacados.
El general Gaines dijo que el tratado de 1803, según el cual se había levantado el fuerte en Rock Island, también había cedido al Gran Padre que estaba en Washington todas las tierras de los sauk que se extendían al este del Mississippi, es decir, cincuenta millones de acres. Les dijo a los estupefactos y perplejos indios que habían recibido rentas vitalicias, y que ahora el Gran Padre que estaba en Washington quería que sus hijos abandonaran Sauk-e-nuk y fueran a vivir al otro lado de Masesibowi, el río grande. El Padre que estaba en Washington les haría un regalo de maíz para ayudarlos a pasar el invierno.
El jefe de los sauk era Keokuk, que sabía que los norteamericanos eran muy numerosos. Cuando Davenport le transmitió las palabras del jefe guerrero blanco, un puño gigantesco apretó el corazón de Keokuk.
Aunque los otros lo miraron esperando que respondiera, él guardó silencio. Pero se puso de pie un hombre que había aprendido bastante bien el idioma mientras luchaba para los ingleses, y habló sin intérprete.
—Nosotros nunca vendimos nuestro país. Nunca recibimos ninguna renta vitalicia de nuestro Padre norteamericano. Conservaremos nuestra población.
El general Gaines vio un indio casi anciano, sin el tocado de cacique. Vestido con ropas de ante manchadas. De mejillas hundidas y frente alta y huesuda. Más gris que negro en la cabellera que dividía en dos su cráneo afeitado. Una nariz enorme semejante a un pico insultante que saltaba entre dos ojos muy separados. Una boca triste sobre una barbilla con hoyuelo que no correspondía a esa cara que parecía un hacha.
Gaines suspiró y miró a Davenport con expresión interrogativa.
—Se llama Halcón Negro.
—¿Qué es? —le preguntó el general a Davenport, pero quien respondió fue Halcón Negro.
—Soy un sauk. Mis padres eran sauk, grandes hombres. Deseo permanecer donde reposan sus huesos y ser enterrado junto a ellos. ¿Por qué habría de dejar sus campos?
Halcón Negro y el general se miraron fijamente, piedra y acero.
—No he venido aquí a rogar ni a pagarles a ustedes para que abandonen la población. Mi misión consiste en sacarlos de aquí —afirmó Gaines en tono suave—. Pacíficamente, si puedo. Por la fuerza, si es necesario. Les doy dos días para que se vayan. Si no atraviesan el Mississippi para entonces, los obligaré a marcharse.
Los miembros del Pueblo discutieron, sin dejar de mirar el cañón del barco que los apuntaba. Los soldados, que cabalgaban en pequeños grupos, protestando y gritando, estaban bien alimentados y bien armados, con gran cantidad de munición. Los sauk tenían rifles viejos con pocas balas, y carecían de reservas de comida.
Keokuk envió un mensajero a llamar a Wabokieshiek, Nube Blanca, un hechicero que vivía con los winnebago. Nube Blanca, hijo de un winnebago y una sauk, era alto y gordo, tenía el pelo largo y gris, y un ralo bigote negro, una rareza entre los indios. Era un gran chamán que se ocupaba de las necesidades espirituales y médicas de los winnebago, los sauk y los mesquakie. Las tres tribus lo conocían como el Profeta, pero Nube Blanca no tenía ninguna profecía alentadora que ofrecer a Keokuk. Dijo que la milicia era una fuerza superior y que Gaines no atendería a razones. Su amigo Davenport, el negociante, se reunió con el cacique y con el chamán y los apremió a que hicieran lo que se les ordenaba y a que abandonaran la tierra antes de que la disputa se convirtiera en un choque sangriento.
De modo que en la segunda noche de los dos días que se había concedido al Pueblo, abandonaron Sauk-e-nuk como animales trasladados de un lado a otro y atravesaron el Masesibowi, internándose en la tierra de sus enemigos, los iowa.
Ese invierno Dos Cielos perdió la confianza en que el mundo era un sitio seguro. El maíz entregado por el agente indio a la nueva población al oeste de Masesibowi era de mala calidad y en modo alguno suficiente para aplacar el hambre. El Pueblo no podía cazar ni conseguir carne suficiente con trampas porque muchos habían trocado sus armas y sus trampas por el whisky de Vandruff. Lamentaron la pérdida de las cosechas abandonadas en los campos. El maíz para hacer harina, los sustanciosos y alimenticios calabacines, las dulces y enormes calabazas. Una noche, cinco mujeres volvieron a atravesar el río y fueron hasta sus antiguos campos, donde cogieron algunas espigas heladas del maíz que habían plantado ellas mismas durante la primavera anterior. Fueron descubiertas por los granjeros blancos y severamente golpeadas.
Halcón Negro dijo que los blancos echarían a los sauk lo más lejos posible y que luego los destruirían. La única alternativa era luchar. A los hombres de piel roja no les cabía otra alternativa que olvidar las enemistades entre las tribus y unirse desde el Canadá hasta Mexico, con la ayuda del Padre Inglés, contra el enemigo más grande, el norteamericano.
Los sauk discutieron intensamente. Al llegar la primavera, la mayor parte del pueblo había decidido quedarse con Keokuk al oeste del ancho río. Sólo trescientos setenta y ocho hombres y sus familias unieron su destino a Halcón Negro. Entre ellos se encontraba Búfalo Verde.
Cargaron las canoas. Halcón negro, el Profeta y Neosho, un hechicero sauk, se instalaron en la canoa que iba delante, y los demás desatracaron y remaron briosamente contra la corriente poderosa del Maisesibowi. Halcón negro no quería que hubiera destrucción ni muerte a menos que sus fuerzas fueran atacadas. Mientras avanzaban corriente abajo, al acercarse a un poblado mookamon, ordenó a su gente que golpearan los tambores y cantaran. Contando las mujeres, los niños y los ancianos, tenía casi mil trescientas voces, y los colonos huían del ruido atronador. En algunos poblados recogieron comida, pero había demasiadas bocas que alimentar y no tenían tiempo para cazar ni pescar.
Halcón negro había enviado mensajeros a Canadá para pedir ayuda a los británicos y a una docena de tribus. Los mensajeros regresaron con malas noticias. No resultaba sorprendente que antiguos enemigos como los siux, los chippewa y los osage no quisieran unirse a los sauk en contra de los blancos, pero tampoco quiso hacerlo la nación hermana mesquakie, ni ninguna otra nación amiga. Peor aún, el Padre Británico sólo envió a los sauk palabras de aliento y deseos de buena suerte en la guerra.
Al recordar los cañones de los buques de guerra, Halcón Negro hizo que su gente se retirara del río y varara las canoas en la costa este de la que habían sido exiliados. Como cada pizca de comida era preciosa, cada uno de ellos se convirtió en porteador, incluso las indias que estaban embarazadas, como Unión de Ríos. Bordearon Rock Island y subieron por el río Rocky hasta encontrarse con los potawatomi, a quienes esperaban arrendar tierras en las que cultivar maíz. A través de los potawatomi, Halcón Negro se enteró de que el Padre que se encontraba en Washington había vendido el territorio sauk a los invasores blancos. La población de Sauk-e-nauk y casi todos sus campos habían sido vendidos a George Davenport, el negociante que, fingiéndose amigo de ellos, los había instado a abandonar las tierras.
Halcón Negro organizó una fiesta del perro, porque sabía que el Pueblo necesitaría la ayuda de los manitús. El Profeta supervisó el estrangulamiento de los perros, la limpieza y la purificación de la carne. Mientras esta se cocinaba, Halcón Negro colocó sus bolsas de medicinas delante de sus hombres.
—Guerreros. —Les dijo—, Sauk-e-nuk ya no existe. Nos han robado nuestras tierras. Los soldados blancos han incendiado nuestros hedonoso-tes. Han derribado las vallas de nuestros campos, han roturado el Lugar de los Muertos y plantado maíz entre nuestros huesos sagrados. Estas son las bolsas de medicina de nuestro padre, Muk-ataquet, que fue el principio de la nación sauk. Fueron entregadas al gran cacique guerrero, Na-namakee, que estuvo en guerra con todas las naciones de los lagos y con todas las naciones de las llanuras, y nunca cayó en desgracia. Espero que vosotros las protejáis.
Los guerreros comieron la carne sagrada, que les proporcionó coraje y fortaleza. Era necesario porque Halcón Negro sabía que los Cuchillos Largos estarían preparándose para enfrentarse a ellos, Tal vez fue el manitú quien permitió que Unión de Ríos tuviera su bebé en ese campamento, y no en medio del camino, e hizo tanto por el espíritu de los guerreros como la Fiesta del Perro, porque Búfalo Verde llamó a su hijo Wato-kimita, El-que-posee-Tierra.
Aguijoneado por la histeria pública ante el rumor de que Halcón Negro y los sauk estaban en pie de guerra, Reynolds, gobernador de Illinois, convocó a mil voluntarios montados. Respondió más del doble de hombres dispuestos a combatir a los indios, y se alistaron en el servicio militar mil novecientos treinta y cinco hombres no entrenados. Se reunieron en Beardstown, se fusionaron con trescientos cuarenta y dos milicianos regulares y enseguida pasaron a formar cuatro regimientos y dos batallones de exploradores. Samuel Whiteside, del Distrito de St. Clair, fue proclamado general de brigada y puesto al mando de las tropas.
Los informes de los colonos indicaban dónde se encontraba Halcón Negro, y Whiteside hizo salir a su brigada. Había sido una primavera inicialmente lluviosa, y tuvieron que atravesar a nado incluso los riachuelos más pequeños mientras los esteros normales se convertían en brazos pantanosos del río por los que avanzaban con dificultad. Para llegar a Oquawka, donde debían estar esperando las provisiones, hicieron cinco días de duro viaje por extensiones desprovistas de caminos.
Pero el ejército había cometido un error: no había provisiones, y hacía mucho tiempo que los hombres se habían comido lo que llevaban en las alforjas. Indisciplinados y pendencieros, protestaron ante los oficiales como civiles que eran en realidad, exigiendo comida. Whiteside envió un parte al general Henry Atkinson, del Fuerte Armstrong, y este mandó de inmediato el vapor Chieftain río abajo con un cargamento de víveres. Whiteside envió primero los dos batallones de la milicia regular, mientras el grueso de los voluntarios pasaban casi una semana llenándose el estómago y descansando.
En ningún momento dejaron de ser conscientes de que se encontraban en un medio desconocido y siniestro. Una templada mañana de mayo, unos mil seiscientos hombres de a caballo, la mayor parte de la fuerza, incendiaron Prophetstown, la población abandonada de Nube Blanca. Al concluir la acción se sintieron inexplicablemente nerviosos, y poco a poco se convencieron de que los indios vengadores esperaban detrás de cada colina. El nerviosismo se transformó pronto en miedo, y el terror provocó una desbandada. Huyeron desesperadamente, abandonando equipos, armas, provisiones y munición, atravesando prados, malezas y bosques, sin detenerse hasta que, individualmente y en pequeños grupos, hicieron una vergonzosa entrada en la población de Dixon, a dieciséis kilómetros del lugar en el que habían empezado a correr.
El primer contacto real tuvo lugar poco después. Halcón Negro y unos cuarenta guerreros indios avanzaban para encontrarse con algunos potawatomi a los que intentaban alquilar un campo de maíz. Habían acampado a orillas del río Rocky, cuando un mensajero les informó que un gran contingente de Cuchillos Largos avanzaba hacia ellos. Halcón Negro ató inmediatamente una bandera blanca a un palo y envió tres sauk desarmados a llevársela a los blancos y solicitar una reunión entre él y el comandante. Detrás de ellos envió a cinco sauk a caballo para que actuaran como observadores.
Las tropas no estaban preparadas para luchar contra los indios, y se aterrorizaron en cuanto vieron a los sauk. Enseguida cogieron a los tres hombres que llevaban la bandera pidiendo tregua y los hicieron prisioneros; luego fueron a buscar a los cinco observadores, dos de los cuales fueron sorprendidos y asesinados. Los otros tres lograron regresar al campamento, perseguidos por la milicia. Cuando llegaron los soldados blancos, fueron atacados por unos treinta y cinco guerreros indios dirigidos por un Halcón Negro totalmente furioso y dispuesto a morir para vengarse de la traición de los blancos. Los soldados que iban a la vanguardia de la caballería no tenían idea de que los indios no contaban con un numeroso ejército de guerreros a sus espaldas. Echaron un vistazo a los sauk que los apuntaban, hicieron girar sus caballos y huyeron.
Nada es tan contagioso como el pánico en medio de una batalla, y a los pocos minutos reinaba el caos entre los soldados. En la confusión, dos de los tres sauk que habían sido capturados con la bandera de tregua lograron escapar. El tercero fue matado de un disparo. Los doscientos setenta y cinco milicianos armados y montados fueron presa del terror y huyeron con tanta desesperación como el grueso del cuerpo de voluntarios, aunque esta vez el peligro no era imaginario.
Los pocos guerreros de Halcón Negro los hicieron huir en desbandada, acosaron a los rezagados y se retiraron con once cabelleras. Algunos de los doscientos sesenta y cuatro blancos que se batían en retirada no se detuvieron hasta que llegaron a su casa, pero la mayor parte de los soldados se dispersaron finalmente en la ciudad de Dixon.
Durante el resto de su vida, la niña que entonces se llamaba Dos Cielos recordaría el regocijo que siguió a la batalla. Era una niña y percibía la esperanza. La noticia de la victoria se extendió rápidamente entre los pieles rojas, y muy pronto se unieron a ellos noventa y dos winnebago.
Halcón Negro se paseaba de un lado a otro luciendo una camisa blanca con chorreras y un libro de leyes encuadernado en cuero bajo el brazo, ambos encontrados en las alforjas abandonadas por un oficial en su huida Su oratoria se intensificó. Dijo que habían demostrado que los mookanonik podían ser derrotados, y que ahora las otras tribus enviarían guerreros para formar la alianza que él había soñado.
Pero pasaban los días y los guerreros no llegaban. Los alimentos empezaban a escasear y la caza era mala. Finalmente, Halcón Negro envió a los winnebago en una dirección y condujo al Pueblo en otra. En contra de lo que había ordenado, los winnebago atacaron las granjas desprotegidas de los blancos y se llevaron varias cabelleras, incluida la de St. Vrain, el agente indio. Durante dos días seguidos el cielo adquirió un color negro verdoso, y el manitú Shagwa agitó el aire y la tierra Wabokieshiek le advirtió a Halcón Negro que en ningún momento viajara sin enviar exploradores por delante, y el padre de Dos Cielos dijo entre dientes que no era necesario ser profeta para saber que iban a ocurrir cosas terribles.
El gobernador Reynolds estaba furioso. La vergüenza por lo que había sucedido a su milicia era compartida por la gente de todos los Estados limítrofes. Los estragos causados por los winnebago fueron exagerados y achacados a Halcón Negro. Empezaron a llegar nuevos voluntarios, atraídos por el rumor, que aún circulaba, de una gratificación establecida por la legislatura de Illinois en 1814: se pagarían cincuenta dólares por cada indio al que se le diera muerte, o por cada india o niño piel roja capturado. Reynolds no tuvo problemas en tomar juramento a otros tres mil hombres. En los fuertes instalados a lo largo del Mississippi ya había acampados dos mil nerviosos soldados a las órdenes del general Henry Atkinson, seguido en la línea de mando por el coronel Zachary Taylor. Fueron enviadas dos compañías de infantería desde Baton Rouge, Louisiana, hasta Illinois, y un ejército de mil soldados regulares se trasladó desde los puestos del este al mando del general Winfield Scott. Estas tropas resultaron aquejadas de cólera mientras atravesaban los Grandes Lagos en los buques de vapor, pero incluso sin ellas era enorme el contingente que, sediento de venganza racial y ansioso por recuperar el honor, se había puesto en marcha.
Para la pequeña Dos Cielos, el mundo había quedado reducido.
Siempre le había parecido enorme cuando realizaban la pausada travesía entre el campamento de invierno de Missouri y la población de verano a orillas del río Rocky. Pero ahora, miraran donde mirasen, había exploradores blancos, y disparos y gritos antes de que tuvieran tiempo de escapar. Se hicieron con algunas cabelleras y perdieron algunos guerreros indios. Tuvieron la suerte de no cruzarse con el cuerpo principal de las tropas de los blancos. Halcón Negro fingió una maniobra y volvió sobre sus pasos, dejando falsas huellas en un intento por evitar a los soldados, pero la mayor parte de sus seguidores eran mujeres y niños, y resultaba difícil ocultar los movimientos de tanta gente.
Empezaron a quedar cada vez menos. Los ancianos murieron, y también algunos niños. El hermano pequeño de Dos Cielos crecía con el rostro pequeño y los ojos grandes. Los pechos de su madre no se secaron pero empezó a disminuir la leche y a volverse menos densa, de modo que nunca era suficiente para satisfacer al niño. La mayor parte del tiempo era Dos Cielos la que llevaba a su hermano.
Muy pronto Halcón Negro dejó de hablar acerca de rechazar a los blancos. Ahora hablaba de huir al lejano norte del que habían llegado los sauk cientos de años antes. Pero a medida que pasaban las lunas, a muchos de sus seguidores les faltaba la fe necesaria para quedarse con él. El grupo de sauk perdía una tienda tras otra a medida que sus ocupantes se marchaban por su cuenta. Los grupos pequeños probablemente no lograrían sobrevivir, pero la mayoría de ellos habían decidido que el manitú no estaba con Halcón Negro.
Búfalo Verde se mantuvo fiel a pesar de que cuatro lunas después de haber dejado a los sauk de Keokuk, el grupo de Halcón Negro se había reducido a unos pocos cientos que intentaban sobrevivir comiendo raíces y cortezas de árbol. Regresaron al Masesibowi, buscando como siempre alivio en el gran río. El buque de vapor Warrior descubrió a la mayor parte de los sauk en los bajos de la desembocadura del río Wisconsin, intentando pescar. Mientras el barco se acercaba a ellos, Halcón Negro vio el cañón que había en la proa y supo que no podían seguir luchando. Sus hombres agitaron una bandera blanca, pero el barco se acercó aún más, y un winnebago mercenario que se encontraba en la cubierta les gritó en su lengua:
—¡Huid y ocultaos! ¡Los blancos van a disparar!
Habían empezado a chapotear en dirección a la orilla, gritando, cuando el cañón disparó toda su metralla a quemarropa, al que siguió una fuerte descarga de fusilería. Resultaron muertos veintitrés sauk.
Los otros lograron internarse en el bosque, algunos arrastrando o llevando a cuestas a los heridos.
Esa noche se reunieron para deliberar. Halcón Negro y el Profeta decidieron trasladarse hasta la tierra de los chippewa para ver si podían vivir allí. Los ocupantes de tres tiendas dijeron que los seguirían, pero los demás —incluido Búfalo Verde— no confiaban en que los chippewa dieran a los sauk campos de maíz si las otras tribus no lo hacían, y decidieron unirse de nuevo a los sauk de Keokuk. Por la mañana se despidieron de los pocos que iban a reunirse con los chippewa y partieron rumbo al sur, en dirección a la tierra natal.
El buque de vapor Warrior localizaba a los indios siguiendo río abajo las bandadas de cornejas y buitres. Ahora, fueran donde fuesen, los sauk abandonaban a sus muertos. Algunos eran ancianos y niños, y otros, los heridos en el ataque anterior. Cuando el barco se detenía a examinar los cadáveres, siempre se llevaban las orejas y las cabelleras.
No importaba si la mata de pelo oscuro pertenecía a un niño, o la oreja rojiza era de una mujer; serían orgullosamente trasladadas a las poblaciones pequeñas como prueba de que sus poseedores habían luchado contra los indios.
Los sauk que seguían con vida abandonaron el Masesibowi y avanzaron hacia el interior, pero tropezaron con los winnebago mercenarios del ejército. Detrás de los winnebago, las líneas de soldados calaban las bayonetas, razón por la cual los indios los llamaron Cuchillos Largos. Mientras los blancos atacaban, de sus filas surgió un ronco grito animal, más profundo que uno de guerra pero igualmente salvaje.
Eran muchos y estaban dispuestos a matar para recuperar algo que creían perdido. Los sauk no pudieron hacer nada más que retroceder al tiempo que disparaban. Cuando llegaron al Masesibowi intentaron luchar, pero fueron rápidamente empujados hacia el río. Cuando Dos Cielos estaba de pie junto a su madre, con el agua hasta la cintura, una bala de plomo le arrancó la mandíbula inferior a Unión de Ríos.
Esta cayó al agua boca abajo. Dos Cielos tuvo que colocar a su madre de espaldas mientras sostenía al pequeño El-que-posee-Tierra. Logró hacerlo con un enorme esfuerzo, pero comprendió que Unión de Ríos estaba muerta. No vio a su padre ni a su hermana. Lo único que se oía eran disparos y gritos, y cuando los sauk llegaron por el agua hasta una pequeña isla de sauces, ella los siguió.
Intentaron hacer un alto en la isla, acurrucándose detrás de las rocas y los troncos caídos. Pero desde el río, avanzando entre la niebla como un enorme fantasma, el buque de vapor puso la pequeña isla bajo el fuego cruzado de su cañón. Algunas mujeres se metieron corriendo en el río e intentaron avanzar a nado. Dos Cielos no sabía que el ejército había contratado siux que esperaban en la orilla opuesta y asesinaban a cualquiera que lograra cruzar, y finalmente se metió en el agua hundiendo los dientes en la piel suave y floja de la nuca del bebé para tener las manos libres para nadar. Sus dientes mordieron la carne del pequeño y ella llegó a sentir el sabor de la sangre de su hermano, y los músculos de su propio cuello y sus hombros quedaron doloridos por el esfuerzo de mantener la pequeña cabeza fuera del agua. Se cansó enseguida y se dio cuenta de que si continuaba, ella y el bebé se ahogarían. La corriente los arrastró río abajo, lejos de los disparos, y ella volvió a nadar en dirección a tierra, como una zorra o una ardilla que traslada a su cría. Cuando llegó a la orilla se tendió junto al bebé que no dejaba de llorar, e intentó no mirar el cuello lastimado de su hermano.
Enseguida cogió a El-que-posee-Tierra y lo alejó del ruido de los disparos. Había una mujer sentada a la orilla del río y, mientras se acercaban, Dos Cielos vio que se trataba de su hermana. Mujer Alta estaba cubierta de sangre, pero le dijo a Dos Cielos que no era suya, que mientras un soldado la estaba violando, una bala lo alcanzó en un costado.
Ella había logrado salir de debajo del cuerpo ensangrentado de él; el soldado había levantado una mano y le había pedido ayuda en su idioma, y ella había cogido una roca y lo había matado.
Mujer Alta había logrado contar su historia, pero no comprendió cuando Dos Cielos le dijo que su madre había muerto. El sonido de los gritos y los disparos parecían estar cada vez más cerca. Dos Cielos levantó en brazos a su hermano y condujo a su hermana a la maleza de la orilla, donde se escondieron. Mujer Alta no dijo una palabra, pero El que-posee-Tierra no interrumpió sus agudos berridos, y Dos Cielos tuvo miedo de que los soldados lo oyeran y se acercaran. Se abrió el vestido y acercó la boca del pequeño hasta su pecho aún no desarrollado. El pequeño pezón se agrandó con los tirones secos de los labios del niño, y ella lo estrechó con fuerza.
A medida que pasaban las horas, los disparos se hacían menos frecuentes y la agitación se apagaba. Las sombras del atardecer se habían alargado cuando ella oyó los pasos de una patrulla que se acercaba, y el bebé empezó a llorar de nuevo. Se le ocurrió que podía ahogar a El-que posee-Tierra para que ella y Mujer Alta pudieran sobrevivir. Pero en lugar de eso se limitó a esperar, y unos minutos después un muchacho blanco y delgado metió el mosquete entre las malezas y las hizo salir.
Mientras caminaban hacia el buque de vapor vieron por todas partes muertos a los que les faltaban las orejas o la cabellera. En la cubierta, los Cuchillos Largos habían reunido treinta y nueve mujeres y niños.
Todos los demás habían sido asesinados. El bebé seguía llorando, y un winnebago miró su rostro demacrado y su cuello herido.
—Pequeño canalla —dijo en tono desdeñoso.
Pero un soldado pelirrojo que llevaba dos galones amarillos en la manga azul de su uniforme mezcló azúcar y agua en una botella de whisky a la que ató un trapo. Arrancó el bebé de brazos de Dos Cielos y le dio a chupar la mezcla; luego se alejó con el pequeño, y con expresión satisfecha en el rostro. Dos Cielos intentó seguirlos, pero el winnebago se le acercó y le golpeó la cabeza con la mano haciéndole zumbar los oídos. El buque se alejó de la desembocadura del río avanzando entre los cadáveres flotantes de los sauk. Tuvieron que recorrer sesenta y cinco kilómetros río abajo para llegar a Prairie du Chien. En Prairie du Chien, ella, Mujer Alta y otras tres jóvenes sauk —Mujer de Humo, Luna y Pájaro Amarillo— fueron trasladadas fuera del barco hasta un carro. Luna era más joven que Dos Cielos. Las otras dos eran mayores, pero no tanto como Mujer Alta. No supo qué fue de los demás prisioneros sauk, y nunca volvió a ver a El-que-posee-Tierra.
El carro llegó a un puesto del ejército que luego aprendieron a llamar Fuerte Crawford, pero no entró; llevó a las jóvenes mujeres sauk cinco kilómetros más allá del fuerte, a una granja rodeada de dependencias y vallas. Dos Cielos vio campos arados y sembrados, y varias clases de animales que pastaban, y aves de corral. Dentro de la casa apenas pudo respirar porque el aire estaba viciado por el jabón áspero y la cera, un olor de santidad mookanonik que odió durante el resto de su vida. En la Escuela Evangélica para Niñas Indias tuvo que soportarlo durante cuatro años.
La escuela estaba dirigida por el reverendo Eduard Bronsun y por su hermana, la señorita Eva, ambos de mediana edad. Nueve años antes, bajo el patrocinio de la Sociedad Misionera de la ciudad de Nueva York, habían decidido internarse en el desierto y acercar a los indios paganos a Jesús. Habían iniciado la actividad de la escuela con dos niñas winnebago, una de las cuales era deficiente mental. Las mujeres indias habían resistido obstinadamente las repetidas invitaciones a trabajar los campos de los Bronsun, a cuidar su ganado, a encalar y pintar sus edificios, y a hacer las faenas domésticas. La inscripción de niñas sólo creció mediante la cooperación de las autoridades jurídicas y militares, y a la llegada de los sauk tenían veintiuna alumnas ceñudas pero obedientes que cuidaban una de las granjas mejor conservadas de la zona.
El señor Eduard, un hombre alto y delgado, con la calva llena de pecas, enseñaba a las niñas agricultura y religión, mientras la señorita Eva, una mujer corpulenta y de mirada glacial, les enseñaba cómo los blancos querían ver fregados los suelos, y lustrados los muebles y los objetos de madera. Los estudios de las alumnas se centraban en las faenas domésticas y en el incesante y duro trabajo agrícola, en aprender a hablar inglés, en olvidar su lengua y su cultura nativas y en rezar a dioses desconocidos. La señorita Eva, siempre sonriendo fríamente, castigaba infracciones tales como la pereza o la insolencia, o el empleo de una palabra india, utilizando varillas flexibles que cortaba del ciruelo de la granja.
Las otras alumnas eran winnebago, chippewa, Illinois, kickapoo, iroquesas y potawatomi. Todas miraron a las recién llegadas con hostilidad, pero las sauk no les temían; al llegar juntas formaban una mayoría tribal, aunque el sistema del lugar intentaba anular esta ventaja. Lo primero que perdía cada niña nueva era su nombre indio. Los Bronsun consideraban que sólo había seis nombres bíblicos dignos de inspirar piedad a una conversa: Rachel, Ruth, Mary, Martha, Sarah y Anna.
Para evitar confusiones, dado que una elección tan limitada significaba que varias chicas compartían el mismo nombre, también le daban a cada alumna un número que sólo tenía validez cuando su poseedora abandonaba la escuela. Así, Luna se convirtió en Ruth Tres; Mujer Alta en Mary Cuatro; Pájaro Amarillo en Rachel Dos; y Mujer de Humo en Martha Tres. Dos Cielos era Sarah Dos.
No resultó difícil acostumbrarse. Las primeras palabras inglesas que aprendieron fueron «por favor» y «gracias». Durante las comidas, todos los alimentos y bebidas eran denominados una vez, en inglés. A partir de entonces, las que no los pedían en inglés pasaban hambre. Las niñas sauk aprendían inglés rápidamente. Las dos comidas diarias principales eran maíz molido, pan de maíz y picadillo de raíces vegetales. La carne, que se servía en contadas ocasiones, estaba llena de grasa o era caza menor. Las chicas que habían pasado hambre siempre comían con ansia. A pesar de que el trabajo era duro, engordaban. Desapareció la mirada sombría de los ojos de Mujer Alta, pero de las cinco sauk ella era la que más probabilidades tenía de olvidarse y hablar la lengua del Pueblo, y por eso era castigada con frecuencia. A los dos meses de estar en la escuela, la señorita Eva oyó a Mujer Alta susurrar algo en la lengua de los sauk y la azotó cruelmente mientras el señor Eduard observaba.
Esa noche el señor Eduard fue hasta el oscuro dormitorio del desván y susurró a Mary Cuatro que tenía un bálsamo para untarle la espalda y quitarle el dolor. Hizo salir a Mujer Alta del dormitorio.
Al día siguiente, el señor Eduard le dio a Mujer Alta una bolsa de pan de maíz que ella compartió con las otras sauk. Después de eso, él solía acercarse al dormitorio por la noche para buscar a Mujer Alta, y las chicas sauk se acostumbraron a tener comida extra.
Al cabo de cuatro meses, Mujer Alta empezó a marearse por la mañana, y ella y Dos Cielos supieron, incluso antes de que se le notara en el vientre, que estaba embarazada.
Unas semanas más tarde, el señor Eduard enganchó el caballo a la calesa. La señorita Eva hizo subir con ella a Mujer Alta y se marcharon. La señorita Eva regresó sola y le dijo a Dos Cielos que su hermana había tenido mucha suerte. Le explicó que a partir de ese momento Mary Cuatro trabajaría en una elegante granja cristiana, al otro lado del Fuerte Crawford. Dos Cielos nunca volvió a ver a Mujer Alta.
Cuando Dos Cielos estaba segura de que se encontraban a solas, hablaba a las otras sauk en su lengua. Mientras quitaban los bichos de las patatas, les contaba las historias que Unión de Ríos le había contado a ella. Cuando desherbaban la remolacha, cantaba las canciones de los sauk, y mientras cortaban madera, les hablaba de Sauk-e-nuk y del campamento de invierno, y les recordaba las danzas y las fiestas, y los parientes vivos y muertos. Si ellas no respondían en su lengua, las amenazaba con golpearlas más fuerte que la señorita Eva. Aunque dos de las niñas eran más grandes y mayores que ella, no la desafiaron, y conservaron su antigua lengua.
Cuando ya llevaban allí casi tres años, llegó una alumna nueva, una muchacha siux. Se llamaba Ala Batiente, y era mayor que Mujer Alta.
Pertenecía al grupo de Wabashaw, y por la noche atormentaba a las sauk con historias de cómo su padre y sus hermanos habían esperado en la orilla opuesta del Masesibowi y habían matado y arrancado la cabellera a todos los sauk enemigos que habían logrado cruzar el río durante la matanza en la desembocadura del Bad Ax. A Ala Batiente le pusieron el nombre de Mujer Alta, Mary Cinco. Desde el principio el señor Eduard se encaprichó con ella. Dos Cielos soñaba con matarla, pero la presencia de Ala Batiente resultó afortunada porque al cabo de unos meses ella también estaba embarazada; tal vez Mary era un nombre adecuado para procrear.
Dos Cielos veía crecer el vientre de Ala Batiente, y hacia planes y se preparaba. Un cálido y apacible día de verano, la señorita Eva se llevó a Ala Batiente en la calesa. El señor Eduard estaba solo y no podía vigilarlas a todas. En cuanto la mujer se fue, Dos Cielos dejó caer la azada que había estado utilizando en el campo de remolachas y se arrastró fuera de la vista, detrás del establo. Apiló gruesas astillas de pino contra los leños secos y las encendió con las cerillas de azufre que había robado y guardado para la ocasión. Cuando el incendio resultó visible, el establo ya estaba envuelto en llamas. El señor Eduard llegó corriendo desde el campo de patatas, gritando como un loco y con los ojos desorbitados, y ordenó a las chicas que cogieran cubos y formaran un grupo.
En medio del nerviosismo general, Dos Cielos conservó la frialdad.
Reunió a Luna, a Pájaro Amarillo y a Mujer de Humo. Como si se le hubiera ocurrido en ese mismo momento, cogió una de las varillas de ciruelo de la señorita Eva y la utilizó para sacar el enorme cebón que había en la granja del oscuro lodazal de la pocilga. Lo hizo entrar en la limpia y lustrada casa que olía a beata y cerró la puerta. Luego guió a sus compañeras hasta el bosque, lejos de ese lugar mookamon.
Evitaron los caminos y se quedaron en el bosque hasta que llegaron al río. En la orilla había un tronco de roble atascado, y entre las cuatro jóvenes lo soltaron. Las cálidas aguas contenían los huesos y los espíritus de sus seres queridos, y abrazaron a las niñas mientras ellas se aferraban al tronco y dejaban que Masesibowi las condujera hacia el sur.
Cuando empezó a oscurecer, abandonaron el río. Esa noche durmieron en el bosque y pasaron hambre. Por la mañana, mientras cogían bayas a la orilla del río, encontraron una canoa siux escondida y la robaron, con la esperanza de que perteneciera a algún pariente de Ala Batiente. Ya era media tarde cuando giraron en un recodo y descubrieron que estaban en Prophetstown. En la orilla, un piel roja limpiaba pescado. Cuando se dieron cuenta de que era un mesquakie, rieron aliviadas y empujaron la canoa hacia él como si fuera una flecha.
En cuanto le fue posible, después de la guerra, Nube Blanca regresó a Prophetstown. Los soldados blancos habían incendiado su casa comunal junto con las demás, pero él construyó otro hedonoso-te. Cuando se extendió el rumor de que el chamán había regresado, las familias de varias tribus se acercaron y levantaron sus tiendas en las cercanías para poder pasar su vida junto a él. De vez en cuando llegaban otros discípulos, pero él miró con especial interés a las cuatro niñas que habían huido de los blancos y se habían abierto camino hasta él.
Durante varios días las observó mientras ellas descansaban y comían en su tienda, y notó que tres de ellas recurrían a la cuarta buscando su consejo para todo. Las interrogó por separado y detenidamente, y las tres le hablaron de Dos Cielos.
Siempre, Dos Cielos. Él empezó a observarla con creciente esperanza.
Finalmente cogió dos ponis y le dijo a Dos Cielos que lo acompañara. Ella cabalgó detrás de él durante la mayor parte del día, hasta que el terreno empezó a elevarse. Todas las montañas son sagradas, pero en un paisaje de llanura incluso una colina es un sitio sagrado; en la cima boscosa, él la condujo hasta un claro en el que se sentía el olor almizcleño de los osos y se veían huesos de animales desparramados y cenizas de fuegos apagados.
Cuando desmontaron, Wabokieshiek cogió la manta que llevaba en los hombros y le dijo a Dos Cielos que se desnudara y se tendiera sobre ella. La muchacha no se atrevió a negarse, aunque estaba segura de que el viejo chamán tenía la intención de utilizarla sexualmente. Pero cuando Wabokieshiek la tocó, no lo hizo como un amante. La examinó hasta asegurarse de que estaba intacta.
Mientras se ponía el sol recorrieron el bosque de los alrededores y él colocó tres trampas. Luego encendió una hoguera en el claro y se puso a cantar mientras ella estaba tendida en el suelo, durmiendo.
Cuando Dos Cielos se despertó, él había recogido un conejo de una de las trampas y le estaba abriendo la panza. La muchacha estaba hambrienta, pero él no se movió para cocinar el conejo; en lugar de eso, tocó las vísceras y las estudió con más atención de la que había dedicado a examinar el cuerpo de ella. Cuando concluyó, lanzó un gruñido de satisfacción y la miró con expresión cautelosa y maravillada.
Cuando él y Halcón Negro se enteraron de la matanza de los suyos en el río Bad Ax se sintieron desalentados. Decidieron que no habría más sauk muertos mientras ellos estuvieran al mando, de modo que se entregaron al agente indio en Prairie du Chien. En Fuerte Crawford fueron puestos en manos de un joven teniente del ejército llamado Jefferson Davis, que había llevado a sus prisioneros Masesibowi abajo, hasta St. Louis. Pasaron todo el invierno encerrados en el Cuartel de Jefferson, sufriendo la humillación de estar encadenados. En la primavera, para mostrar a los blancos que el ejército había derrotado completamente al Pueblo, el Gran Padre de Washington ordenó que los dos prisioneros fueran trasladados a ciudades norteamericanas. Vieron el ferrocarril por primera vez y viajaron en él a Washington, Nueva York, Albany, Detroit. En todas partes, multitudes como manadas de búfalos se reunían para contemplar las rarezas, los «jefes indios» derrotados.
Nube Blanca vio poblaciones inmensas, edificios magníficos, máquinas espantosas. Infinidad de norteamericanos. Cuando se le permitió regresar a Prophetstown, comprendió la amarga verdad: los mookanonik nunca podrían ser apartados de las tierras de los sauk. Los pieles rojas siempre serían alejados de las mejores tierras y de la mejor caza. Y sus hijos, los sauk, los mesquakie y los winnebago, necesitaban acostumbrarse a un mundo cruel dominado por los hombres blancos. El problema ya no consistía en alejar a los blancos. Ahora el chamán pensó cómo podría cambiar su gente para sobrevivir y al mismo tiempo conservar el manitú y sus ritos mágicos. Él era viejo y moriría pronto, y empezó a buscar a alguien a quien pudiera transmitirle lo que él era, un recipiente en el que pudiera verter el alma de las tribus algonquinas, pero no encontró a nadie. Hasta que apareció esta mujer.
Le explicó todo esto a Dos Cielos mientras estaba sentado en el sitio sagrado de la colina, buscando augurios favorables en el conejo abierto, que empezaba a oler mal. Al acabar le preguntó si le permitiría enseñarle a ser hechicera.
Dos Cielos era una niña, pero sabía lo suficiente para estar asustada.
Había muchas cosas que no podía comprender, pero entendió lo que era importante.
—Lo intentaré —le susurró al Profeta.
Nube Blanca envió a Luna, a Pájaro Amarillo y a Mujer de Humo a vivir con los sauk de Keokuk, pero Dos Cielos se quedó en Prophetstown, viviendo en la tienda de Wabokieshiek como una hija predilecta.
Él le mostraba hojas, raíces y cortezas, y le explicaba cuáles podían elevar el espíritu fuera del cuerpo para permitirle conversar con el manitú, con cuáles se podía teñir la gamuza y con cuáles preparar pinturas de guerra, cuáles debían ser secadas y cuáles preparadas en infusión, cuáles debían cocerse al vapor y cuáles utilizarse como cataplasma, cuáles debían limpiarse con movimientos ascendentes y cuáles con movimientos descendentes, cuáles podían abrir los intestinos y cuáles podían cerrarlos, cuáles podían eliminar la fiebre y cuáles aliviar el dolor, cuáles podían curar y cuáles matar.
Dos Cielos lo escuchaba. Al cabo de cuatro estaciones, cuando el Profeta la sometió a una prueba, quedó satisfecho. Dijo que la había guiado a través de la primera Tienda de la Sabiduría.
Antes de ser conducida por la segunda Tienda de la Sabiduría, su condición de mujer se manifestó por primera vez. Una de las sobrinas de Nube Blanca le enseñó a cuidarse, y todos los meses, mientras sangraba, iba a alojarse en la tienda de las mujeres. El Profeta le explicó que no debía dirigir ninguna ceremonia ni tratar enfermedades ni heridas antes de asistir al sudadero para purificarse después del flujo mensual.
Durante los cuatro años siguientes aprendió a convocar al manitú con canciones y tambores, a sacrificar perros según diversos métodos ceremoniales y a cocinarlos para la Fiesta del Perro, a enseñar a cantantes y canturreadores a participar en las danzas sagradas. Aprendió a leer el futuro en los órganos de un animal muerto. Aprendió el poder de la ilusión: a chupar la enfermedad del cuerpo y escupirla de su boca en forma de pequeña piedra, para que la víctima pudiera tocarla y ver que había sido desterrada. Aprendió a cantar al espíritu del moribundo para acompañarlo al otro mundo cuando era imposible convencer al manitú de que le permitiera seguir con vida.
Había siete Tiendas de la Sabiduría. En la quinta, el Profeta le enseñó a dominar su propio cuerpo para llegar a comprender cómo dominar el cuerpo de los demás. Aprendió a vencer la sed y a pasar largos períodos sin comer. A menudo la hacia recorrer grandes distancias a caballo y después regresaba él solo a Prophetstown con los dos caballos, dejando que hiciera el camino de regreso a pie. Poco a poco le enseñó a dominar el dolor enviando su mente a un lugar pequeño y lejano, tan profundamente oculto dentro de ella que el dolor no podía alcanzarla.
Ese mismo verano volvió a llevarla al claro sagrado de la cima de la colina. Encendieron una fogata y convocaron al manitú con canciones, y volvieron a colocar trampas. Esta vez cogieron un conejo flaco, de color pardo, y cuando le abrieron la panza y estudiaron los órganos, Dos Cielos reconoció que las señales eran favorables.
Mientras caía el crepúsculo, Nube Blanca le dijo que se quitara el vestido y los zapatos. Cuando estuvo desnuda, él le hizo dos cortes en cada hombro con su cuchillo inglés y luego, cuidadosamente, le cortó tiras de piel con la forma de las charreteras que usaban los oficiales del ejército.
Pasó una cuerda a través de estos cortes ensangrentados e hizo un nudo, lanzó la cuerda por encima de la rama de un árbol y levantó a la muchacha hasta que quedó colgada sobre el suelo, suspendida por su propia piel sangrante.
Con unas finas varillas de roble cuyos extremos habían sido calentados al rojo blanco en la fogata, marcó en la cara interior de los pechos de la joven los fantasmas del Pueblo y los símbolos del manitú.
Cuando la oscuridad cayó sobre ella, aún intentaba liberarse. Durante la mitad de la noche estuvo revolviéndose hasta que por fin la tira de piel de su hombro izquierdo se desgarró. Pronto la carne de su hombro derecho se rompió y ella cayó al suelo. Con la mente en el lugar pequeño y distante en el que escapaba al dolor, tal vez se durmió.
Se despertó con la débil luz de la mañana y oyó la ruidosa respiración de un oso que se acercaba por el otro extremo del claro. El animal no la olió porque se movía en la misma dirección que la brisa matinal, arrastrando las patas tan lentamente que ella vio su hocico blanco y se dio cuenta de que era una hembra. Apareció un segundo oso, completamente negro, un macho joven ansioso por acoplarse a pesar del gruñido de advertencia de la hembra. Dos Cielos pudo ver la enorme y rígida oska del animal, rodeada por unos pelos grises y tiesos, mientras montaba a la hembra por detrás. Esta se puso a gruñir y se volvió haciendo varios intentos de morderlo, y el macho se apartó. Durante un instante la hembra lo siguió, luego tropezó con el conejo muerto, lo cogió con los dientes y se alejó.
Por fin, terriblemente dolorida, Dos Cielos se puso de pie. El Profeta se había llevado sus ropas. No vio huellas de oso en la tierra compacta del claro, pero en la fina ceniza de la fogata apagada había una sola huella de un zorro. Era posible que por la noche se hubiera acercado un zorro y se hubiera llevado el conejo; tal vez había soñado con los Osos, o estos habían sido el manitú.
Viajó durante todo el día. En una ocasión oyó unos caballos y se ocultó entre la maleza mientras pasaban dos jóvenes siux. Aún era de día cuando entró en Prophetstown acompañada por los fantasmas, con el cuerpo desnudo cubierto de sangre y suciedad.
Mientras se acercaba, tres hombres guardaron silencio y una mujer dejó de moler maíz. Por primera vez vio el temor reflejado en los rostros de los que la miraban.
El Profeta en persona la lavó. Mientras se ocupaba de sus hombros lastimados y de las quemaduras, le preguntó si había soñado. Cuando ella le contó lo de los osos, él sonrió.
—¡La señal más poderosa! —murmuró.
Y le dijo que significaba que mientras no se acostara con un hombre, el manitú permanecería junto a ella.
Mientras la joven reflexionaba sobre esto, Nube Blanca le dijo que ella jamás volvería a ser Dos Cielos, como nunca más volvería a ser Sarah Dos. Esa noche, en Prophetstown, se convirtió en Makwa-ikwa, la Mujer Oso.
Una vez más, el Gran Padre que estaba en Washington había mentido a los sauk. El ejército había prometido a los sauk de Keokuk que podrían vivir para siempre en la tierra de los iowa, al otro lado de la orilla oeste del Masesibowi, pero los colonos blancos habían empezado a instalarse rápidamente en esas tierras. Al otro lado del río, desde Rock Island, se había instalado una ciudad blanca. La llamaban Davenport, en honor del negociante que había aconsejado a los sauk que abandonaran los huesos de sus antepasados y se marcharan de Sauk-e-nuk, y que luego había comprado sus tierras al gobierno para su propio beneficio.
Ahora el ejército les dijo a los sauk de Keokuk que tenían una cuantiosa deuda en dinero norteamericano, y que debían vender sus nuevas tierras del territorio de Iowa y mudarse a una reserva que Estados Unidos había creado para ellos a una gran distancia hacia el sudoeste, en el territorio de Kansas.
El Profeta le dijo a Mujer Oso que jamás en su vida debía aceptar como verdadera la palabra de un blanco.
Ese año Pájaro Amarillo fue picada por una serpiente. La mitad del cuerpo se le llenó de agua y se murió. Luna había encontrado esposo, un sauk llamado Viene Cantando, y ya había tenido hijos. Mujer de Humo no se casó. Se acostaba con tantos hombres y era tan feliz que la gente sonreía al pronunciar su nombre. En ocasiones Makwa-ikwa se sentía excitada por el deseo sexual, pero aprendió a dominarlo como cualquier dolor. La falta de niños era una pena. Recordaba cómo se había escondido con El-que-posee-Tierra durante la matanza en el Bad Ax, cómo los labios ávidos de su pequeño hermano habían tironeado de su pezón. Pero se había resignado; ya había vivido demasiado unida al manitú como para discutir su decisión de que no fuera madre. Se conformaba con ser hechicera.
Las dos últimas Tiendas de la Sabiduría se ocupaban de la magia de las influencias malignas, de cómo enfermar a una persona sana mediante hechizos, de cómo convocar y dirigir la mala fortuna. Makwa-ikwa se familiarizó con los diablillos perversos llamados watawinonas, como fantasmas y brujas, y con Panguk, el Espíritu de la Muerte.
Estos espíritus no eran abordados hasta las Tiendas finales, porque una hechicera debía conseguir el dominio de sí misma antes de convocarlos, para no unirse a los watawinonas en su maldad. La magia negra era la mayor responsabilidad. Los watawinonas le robaron a Makwa-ikwa la capacidad de sonreír. Se volvió macilenta. Su carne se fundió hasta que sus huesos parecieron enormes, y algunos meses no sangraba. Notó que los watawinonas también se estaban bebiendo la vida del cuerpo de Wabokieshiek porque cada vez estaba más frágil y pequeño, pero él le prometió que aún no moriría.
Al cabo de otros dos años el Profeta la condujo por la última Tienda.
Si esto hubiera ocurrido en los viejos tiempos, habría exigido la convocatoria de bandas, carreras y juegos sauk remotos, fumar la pipa de la paz, y una reunión secreta de los Mideéwiwin, la sociedad de medicina de las tribus algonquinas. Pero los viejos tiempos habían pasado. En todas partes los pieles rojas eran dispersados y acosados. Lo mejor que el Profeta podía hacer era proporcionar tres ancianos como jueces: Cuchillo Perdido, de los mesquakie; Caballo Estéril, de los ojibwa, y Pequeña Gran Serpiente, de los menomini. Las mujeres de Prophetstown le hicieron a Makwa-ikwa un vestido y zapatos de ante blanco, y ella se puso sus trapos Izze, y ajorcas y brazaletes que sonaban cuando se movía. Utilizó el palo de estrangulamiento para sacrificar dos perros, y supervisó la limpieza y cocción de la carne. Después de la fiesta, ella y los ancianos pasaron la noche sentados junto al fuego.
Cuando la interrogaron, ella respondió con respeto pero con franqueza, como si fuera una igual. Arrancó los sonidos de súplica al tambor de agua mientras cantaba, convocando al manitú y a los fantasmas pacificadores. Los ancianos le revelaron los secretos especiales del Mideéwiwin al tiempo que cada uno mantenía su propio secreto del mismo modo que, a partir de entonces, ella mantendría el suyo. Por la mañana se había transformado en chamán.
En otros tiempos, eso la habría convertido en una persona de gran poder. Pero ahora Wabokieshiek la ayudó a reunir las hierbas que no podría encontrar en el sitio al que se dirigía. Sus tambores, su manojo de medicinas y las hierbas fueron cargados en una mula manchada que ella condujo. Le dijo adiós al Profeta por última vez y montó en el otro regalo que él le había hecho, un poni gris, rumbo al territorio de Kansas donde ahora vivían los sauk.
La reserva se encontraba en una tierra aún más plana que la llanura de Illinois. Y seca.
Había agua suficiente para beber, pero tenían que recogerla lejos.
Esa vez los blancos habían dado a los sauk una tierra suficientemente fértil para cultivar cualquier cosa. Las semillas que plantaron brotaron con fuerza en la primavera, pero antes de que el verano tuviera algo más que unos pocos días de vida, todo se marchitó y murió. El viento arrastró un polvo a través del cual el sol quemaba como un redondo ojo rojo.
Así que comieron los alimentos de los blancos que les llevaron los soldados: carne vacuna en mal estado, grasa maloliente de cerdo, verduras viejas. Migajas de un banquete de los blancos.
No había hedonoso-te. El Pueblo vivía en chozas construidas con madera verde que se ahuecaba y se contraía dejando grietas lo suficientemente grandes para que en invierno se filtrara la nieve. Dos veces al año, un nervioso y menudo agente indio pasaba con los soldados y dejaba una serie de mercancías en la pradera: espejos baratos, cuentas de cristal, jarros agrietados y rotos adornados con campanas, ropa vieja, carne agusanada. Al principio todos los sauk recogían la pila de cosas, hasta que alguien le preguntó al agente indio por qué las llevaba, y él respondió que eran un pago por la tierra que el gobierno había confiscado a los sauk. A partir de entonces, sólo los más débiles y despreciables cogían alguna vez algo. La pila se hacia más grande cada seis meses y terminaba pudriéndose a la intemperie.
Ellos habían oído hablar de Makwa-ikwa. A su llegada la recibieron con respeto, pero ya no eran una tribu tan grande para necesitar un chamán. Los más vigorosos se habían marchado con Halcón Negro y habían sido asesinados por los blancos, o habían muerto de hambre, o ahogados en el Masesibowi, o asesinados por los siux, pero en la reserva quedaban algunos que poseían el corazón fuerte de los sauk de antaño.
Su coraje era constantemente puesto a prueba en las luchas con las tribus nativas de la región, porque la caza empezaba a mermar y los comanches, los kiowa, los cheyenes y los osage estaban resentidos por la competencia que suponían para la caza las tribus del este trasladadas allí por los norteamericanos.
Los blancos hacían que a los sauk les resultara difícil defenderse, porque se ocupaban de que hubiera grandes cantidades de whisky malo, y a cambio se llevaban la mayor parte de las pieles que ellos conseguían. Cada vez eran más numerosos los sauk que pasaban los días mareados por el alcohol.
Makwa-ikwa vivió en la reserva poco más de un año. Esa primavera, una pequeña manada de búfalos recorrió la pradera. El esposo de Luna, Viene Cantando, salió a caballo con otros cazadores en busca de carne. Makwa-ikwa anunció una Danza del Búfalo y avisó a canturreadores y cantantes. El Pueblo danzó a la antigua usanza, y ella vio en los ojos de algunos un brillo que hacía tiempo no veía, una luz que la llenó de gozo.
Otros sintieron lo mismo. Después de la Danza del Búfalo, Viene Cantando llevó a Makwa-ikwa a un aparte y le dijo que algunos miembros del Pueblo querían abandonar la reserva y vivir como lo habían hecho sus padres. Y querían saber si su chamán los acompañaría.
Ella le preguntó a Viene Cantando adónde irían.
—A casa —respondió él.
De modo que los más jóvenes y fuertes se marcharon de la reserva, y Makwa-ikwa con ellos. En otoño se encontraban en unas tierras que les alegró el espíritu y al mismo tiempo les apenó el corazón. Resultaba difícil evitar al hombre blanco mientras viajaban, y daban grandes rodeos para no atravesar los poblados. La caza era mala. El invierno los sorprendió mal preparados. Ese verano había muerto Wabokieshiek, y Prophetstown estaba desierta. Ella no podía recurrir a los blancos para pedir ayuda porque recordaba lo que el Profeta le había enseñado de no confiar jamás en un blanco.
Pero cuando ella rezó, el manitú les envió ayuda bajo la forma del médico blanco llamado Cole, y a pesar del fantasma del Profeta, ella había llegado a sentir que podía confiar en él.
Así que cuando él llegó al campamento sauk y le dijo a ella que ahora necesitaba su ayuda para aplicar su medicina, ella aceptó acompañarlo sin la más mínima vacilación.