Los cazadores de zorras
La compra de las ovejas fue un acontecimiento importante, porque los balidos eran el último detalle que necesitaba para sentirse en casa. Al principio cuidó las merinas con Alden, pero pronto se dio cuenta de que el jornalero era tan eficaz con las ovejas como con los otros animales, y enseguida él solo empezó a cortar rabos, a castrar corderos machos y a estar al acecho de la roña, como si hubiera sido pastor durante años. Fue una suerte que Rob no tuviera que estar en la granja, porque cuando se corrió la voz de que había un buen médico, los pacientes lo obligaron a recorrer distancias cada vez más grandes. Supo que pronto tendría que limitar el área de su actividad profesional porque el sueño de Nick Holden se estaba materializando, y a Holden’s Crossing seguían llegando nuevas familias.
Una mañana Nick pasó para ver el rebaño, al que calificó de apestoso, y se quedó «para hablarte de algo prometedor. Un molino de grano».
Uno de los recién llegados era un alemán llamado Pfersick, un molinero de Nueva Jersey. Pfersick sabía dónde podía comprar el equipo para un molino, pero no tenía capital.
—Bastaría con novecientos dólares. Yo pondré seiscientos por el cincuenta por ciento del capital. Tú pondrás trescientos por el veinticinco por ciento, yo te adelantaré lo que necesites; y a Pfersick le daremos el veinticinco por ciento restante por hacer funcionar el negocio.
Rob había devuelto a Nick menos de la mitad del dinero que le debía, y detestaba tener deudas.
—Tú pones todo el dinero. ¿Por qué no te quedas con el setenta y cinco por ciento?
—Quiero que te hagas tan rico que no sientas la tentación de marcharte. Para una ciudad eres una mercancía tan valiosa como el agua.
Rob J. sabía que era verdad. Cuando fue con Alden a Rock Island a comprar el ganado, vio un prospecto que Nick había distribuido en el que se describían las diversas ventajas de instalarse en Holden’s Crossing, entre las que la presencia del doctor Cole ocupaba un papel destacado. Consideró que participar en el negocio del molino no comprometería su situación como médico, y al final aceptó.
—¡Socios! —exclamó Nick.
Se estrecharon la mano para sellar el trato. Rob rechazó el enorme cigarro de celebración: el uso de puros largos y baratos para administrar nicotina por vía anal había anulado su gusto por el tabaco. Cuando Nick lo encendió, Rob le dijo que parecía un perfecto banquero.
—Lo seré antes de lo que crees, y tú te enterarás antes que nadie. —Nick lanzó el humo hacia arriba con aire satisfecho—. Este fin de semana voy a Rock Island a cazar zorras. ¿Te gustaría acompañarme?
—¿A cazar zorras? ¿En Rock Island?
—No, no lo que tú te imaginas. Miembros de la secta femenina. ¿Qué dices, compañero?
—No voy a los burdeles.
—Estoy hablando de escoger mercancía privada.
—Bueno, te acompañaré —respondió Rob J.
Había intentado hablar en tono indiferente, pero sin duda hubo algo en su voz que dio a entender que no trataba esas cuestiones a la ligera, porque Nick Holden sonrió burlonamente.
La Casa Stephenson reflejaba la personalidad de una ciudad del río Mississippi en la que atracaban mil novecientos buques de vapor al año, y por la que a menudo pasaban flotando armadías de medio kilómetro de largo. Cuando los barqueros y los leñadores tenían dinero, el hotel estaba atestado y a menudo se producían escenas de violencia.
Nick Holden había reservado un sitio que era a un tiempo costoso y privado una suite de dos dormitorios separados por una sala de estar y comedor. Las mujeres eran primas, ambas se apellidaban Dawber, y estaban encantadas de que sus clientes fueran profesionales. La chica de Nick se llamaba Lettie; la de Rob, Virginia. Eran menudas y alegres como gorriones, pero compartían un estilo malicioso que a Rob le produjo dentera. Lettie era viuda. Virginia le dijo que nunca se había casado, pero esa noche, cuando él se familiarizó con el cuerpo de la mujer, se dio cuenta de que había tenido hijos.
A la mañana siguiente, cuando los cuatro se encontraron para desayunar, las dos mujeres hablaron en susurros y rieron tontamente. Virginia debió de comentarle a Lettie lo del preservativo al que Rob llamaba Viejo Cornudo, y Lettie debió de contárselo a Nick porque cuando cabalgaban de regreso a casa, Nick lo mencionó y lanzó una carcajada.
—¿Para qué molestarse en usar esas malditas cosas?
—Bueno, por las enfermedades —dijo Rob en tono suave—. Y para evitar la paternidad.
—Pero estropea el placer.
¿Había sido tan placentero? Rob sabía que su cuerpo y su espíritu habían quedado aliviados, y cuando Nick le dijo que había disfrutado con la compañía, él dijo que también, y estuvo de acuerdo en que tenían que salir otra vez a cazar zorras.
Cuando volvió a pasar por la casa de los Schroeder vio a Gus en un prado, trabajando con la guadaña a pesar de que le faltaban dos dedos, y se saludaron. Sintió la tentación de pasar de largo por la cabaña de los Bledsoe porque la mujer había dejado claro que lo consideraba un intruso, y sólo de pensar en ella se ponía de mal humor. Pero en el último momento guió a su caballo hasta el claro y desmontó.
Al llegar a la cabaña detuvo su mano antes de que sus nudillos golpearan la puerta, porque oyó claramente los gemidos del niño y unos roncos gritos de adulto. Sonidos espantosos. Cuando intentó abrir la puerta, descubrió que no estaba echada la llave. El olor del interior resultó impresionante, y a pesar de la luz mortecina vio que Sarah Bledsoe se hallaba tendida en el suelo. Junto a ella estaba sentado el niño, con el rostro húmedo y torcido por un terror tan desmesurado ante este último golpe —la visión de ese gigantesco desconocido— que de su boca abierta no salió ningún sonido. Rob J. quiso coger al niño y consolarlo, pero la mujer volvió a gritar y se dio cuenta de que debía concentrarse en ella.
Se arrodilló y le tocó la mejilla. Sudor frío.
—¿Qué le ocurre, señora?
—El cáncer. Ah.
—¿Dónde le duele, señora Bledsoe?
Sus largos dedos se estiraron como arañas blancas hasta la parte inferior del abdomen, a ambos lados de la pelvis.
—¿Es un dolor agudo o sordo? —siguió preguntando Rob J.
—¡Punzante! ¡Penetrante! Señor. ¡Es… terrible!
Rob J. temió que la mujer no retuviera la orina a causa de una fístula provocada por el parto; en ese caso, no podría hacer nada por ella.
La mujer cerró los ojos porque la prueba constante de su incontinencia la tenía él en la nariz y en los pulmones cada vez que respiraba.
—Debo examinarla.
Sin duda ella se habría negado, pero cuando abrió la boca fue para lanzar un grito de dolor. Cuando él la colocó casi boca abajo, sobre el costado izquierdo y el pecho, con la rodilla y el muslo derechos levantados, notó que ella estaba rígida a causa de la tensión, aunque se mostró dócil. Entonces pudo comprobar que no existía ninguna fístula.
Rob J. tenía en su bolsa un pequeño recipiente con manteca de cerdo que utilizó como lubricante.
—No tiene por qué angustiarse. Soy médico —le dijo, pero ella se puso a llorar, más por humillación que por angustia, mientras el dedo medio de la mano izquierda de Rob J. se introducía en su vagina y la mano derecha palpaba su abdomen. Intentó que la punta de su dedo fuera tan eficaz como un ojo; al principio no notó nada mientras se movía y exploraba, pero a medida que se acercaba al hueso púbico encontró algo.
Y una vez más.
Retiró el dedo suavemente, le dio a la mujer un trapo para que se limpiara y fue hasta el arroyo para lavarse las manos.
La condujo hasta la cruda luz del sol que brillaba fuera, y la sentó sobre un tocón, con el niño entre los brazos.
—Usted no tiene cáncer. —Deseó poder detenerse en ese punto—. Tiene cálculos en la vejiga.
—¿No voy a morir?
Él se limitó a decir la verdad.
—Con un cáncer tendría muy pocas posibilidades. Con cálculos en la vejiga, las posibilidades son razonables.
Le explicó que en la vejiga se formaban unas piedras minerales, causadas tal vez por una dieta invariable y una diarrea prolongada.
—Sí. Tuve diarrea durante mucho tiempo después de que naciera mi hijo. ¿Existe algún medicamento?
—No, no existe ningún medicamento que disuelva las piedras. Las piedras pequeñas a veces se eliminan con la orina, y a menudo tienen bordes afilados que pueden desgarrar el tejido. Creo que por eso su orina estaba mezclada con sangre. Pero usted tiene dos piedras grandes, demasiado grandes para eliminarlas.
—¿Entonces tendrá que abrirme? Por favor… —dijo con voz temblorosa.
—No. —Rob J. vaciló, pensando cuánto debía saber la mujer. Parte del juramento hipocrático que él había hecho decía: «No abriré a una persona que sufra de cálculos». Algunos carniceros pasaban por alto el juramento y abrían igualmente, practicando un corte profundo en el perineo, entre el ano y la vulva o el escroto, para abrir la vejiga y acceder a las piedras. Algunas víctimas se recuperaban con el tiempo, muchas morían a causa de una peritonitis, y otras quedaban mutiladas de por vida porque quedaba seccionado un músculo del intestino o de la vejiga—. Introduciré en la vejiga un instrumento quirúrgico a través de la uretra, el estrecho canal por el que pasa la orina. El instrumento se llama litotrito. Tiene dos pequeñas tenazas de acero, como mandíbulas, con las cuales se quitan o se deshacen las piedras.
—¿Es doloroso?
—Sí, sobre todo cuando se inserta el litotrito y cuando se retira. Pero el dolor sería menos intenso que el que sufre ahora. Si el procedimiento tuviera éxito, usted quedaría totalmente curada. —Resultaba difícil admitir que el mayor peligro consistía en que su técnica podía resultar inadecuada—. Si al intentar coger la piedra con las mandíbulas del litotrito pellizcara la vejiga y la rompiera, o si desgarrara el peritoneo, sería muy probable que usted muriera a causa de la infección. —Al estudiar su rostro arrugado vio algunos destellos que le revelaron a una mujer más joven y bonita—. Usted tiene que decidir si debo intentarlo.
A causa de la agitación apretó al niño con demasiada fuerza, haciendo que se echara a llorar nuevamente.
Por eso a Rob J. le llevó unos segundos comprender lo que ella había susurrado.
«Por favor».
Sabía que necesitaría ayuda para llevar a cabo la litotomía. Recordó la rigidez de la señora Bledsoe durante el reconocimiento y supo instintivamente que su ayudante debería ser una mujer; dejó a su paciente, cabalgó hasta la granja más cercana y habló con Alma Schroeder.
—¡Oh, no puedo! ¡Jamás! —La pobre Alma se puso pálida. Su consternación se vio agravada por su auténtico cariño por Sarah—. Oh, doctor Cole, por favor, no puedo.
Cuando se dio cuenta de que Alma era sincera, le aseguró que su actitud no la rebajaba. Algunas personas no soportaban ver una operación, simplemente.
—Está bien, Alma. Encontraré a otra persona.
Mientras se alejaba en su caballo intentó pensar en alguna mujer del distrito que pudiera ayudarlo, pero rechazó las pocas posibilidades que se le ocurrieron.
Ya estaba harto de llantos; lo que necesitaba era una mujer inteligente, con brazos fuertes, una mujer con un espíritu que le permitiera mantenerse impertérrita ante el sufrimiento.
A mitad de camino de su casa hizo girar su caballo y cabalgó en dirección al poblado indio.