13

La época fría

Los muñones de los dedos amputados de Gus Schroeder cicatrizaron sin infección. Rob visitaba al granjero tal vez con demasiada frecuencia porque sentía curiosidad por la mujer que habitaba la cabaña de la casa de los Schroeder. Al principio Alma Schroeder se mostró discreta, pero en cuanto se dio cuenta de que Rob J. quería ayudar se mostró maternalmente locuaz con respecto a la joven mujer. Sarah tenía veintidós años y era viuda; hacía cinco años que había llegado a Illinois desde Virginia con su joven esposo, Alexander Bledsoe. Durante dos primaveras, Bledsoe había cortado las malas hierbas rebeldes y profundamente arraigadas, luchando con un arado y una yunta de bueyes para lograr que sus campos fueran lo más grandes posible antes de que, con la llegada del verano, la hierba de la pradera le cubriera la cabeza. Durante el segundo año de su estancia en el Oeste, en el mes de mayo, contrajo la sarna de Illinois, y a continuación la fiebre que lo mató.

—En la primavera siguiente ella intenta arar y sembrar, ella sola —añadió Alma—. Consigue una kleine cosecha, corta un poco más de hierba, pero no puede. Simplemente no puede cultivar la tierra. Ese verano nosotros vinimos de Ohio, Gus y yo. Hicimos… ¿cómo lo llaman…? ¿Un acuerdo? Ella entrega sus campos a Gustav, nosotros le suministramos harina de maíz, vegetales. Y leña para el fuego.

—¿Cuántos años tiene la criatura?

—Dos años —repuso Alma Schroeder serenamente—. Ella nunca lo ha dicho, pero nosotros pensamos que Will Mosby era el padre. Los hermanos Will y Frank Mosby vivían río abajo. Cuando vinimos a vivir aquí, Will Mosby pasaba muchísimo tiempo con ella. Estábamos contentos. Por aquí, una mujer necesita un hombre. —Alma suspiró con desdén—. Esos hermanos. No buenos, no buenos. Frank Mosby está huyendo de la ley. Will fue asesinado en una pelea en una taberna, exactamente antes de que llegara el bebé. Un par de meses más tarde, Sarah se puso enferma.

—No tiene mucha suerte.

—Ninguna suerte. Está muy enferma. Dice que se está muriendo de cáncer. Tiene dolores de estómago; le duele tanto que no puede… ya sabe… retener el agua.

—¿También ha perdido el control de los intestinos?

Alma Schroeder se ruborizó. Hablar de un bebé nacido fuera del matrimonio era una simple observación sobre las extravagancias de la vida, pero no estaba acostumbrada a hablar de las funciones fisiológicas con ningún hombre que no fuera Gus, ni siquiera con un médico.

—No. Sólo del agua… Quiere que me quede con el pequeño cuando ella se vaya. Nosotros ya tenemos cinco que alimentar… —Lo miró fijamente—. ¿Puede darle algún medicamento para el dolor?

Una persona enferma de cáncer podía escoger entre el whisky o el opio. No existía nada que ella pudiera tomar, y seguir cuidando de su hijo. Pero cuando se marchó de casa de los Schroeder se detuvo junto a la cabaña cerrada y aparentemente sin vida.

—Señora Bledsoe —llamó.

Golpeó la puerta.

No obtuvo respuesta.

—Señora Bledsoe. Soy Rob J. Cole. Soy médico.

Volvió a golpear.

—¡Váyase!

—Le he dicho que soy médico. Tal vez pueda hacer algo.

—Váyase. Váyase. Váyase.

A finales del invierno su cabaña empezó a tener aspecto de hogar. Cada vez que iba a algún sitio compraba cosas para la casa: una olla de hierro, dos tazas de hojalata, una botella de color, un cuenco de barro, cucharas de madera. Algunas cosas las compraba. Otras las aceptaba como pago, que era el caso del par de las viejas pero útiles mantas hechas con retazos de varios colores; colgó una en la pared norte, para reducir la corriente de aire, y usó la otra para abrigarse en la cama que le había hecho Alden Kimball. Este también le hizo un taburete de tres patas y un banco bajo para poner delante de la chimenea, y exactamente antes de que comenzaran las nevadas había arrastrado hasta la cabaña un trozo de sicómoro de un metro aproximadamente, y lo había colocado de pie. Clavó al tronco un trozo de madera, sobre el que Rob extendió una manta vieja de lana. Se sentaba ante esa mesa como si fuera un rey, en el mejor mueble de la casa: una silla con asiento de corteza trenzada de nogal; allí comía o leía sus libros y periódicos antes de irse a la cama, iluminado por la luz vacilante de un trapo que ardía en un plato con grasa. La chimenea, construida con piedras del río y arcilla, mantenía caliente la cabaña. Encima de ella se veían sus rifles, colocados en ganchos, y de las vigas había colgado manojos de hierbas, ristras de cebollas y ajos, hilos con rodajas secas de manzana, embutido y un jamón ahumado. En un rincón guardaba herramientas: una azada, un hacha, una roturadora, una horca de madera, todas hechas con diferentes grados de habilidad.

De vez en cuando tocaba la viola de gamba. La mayor parte del tiempo estaba demasiado cansado para tocar él solo. El 2 de marzo llegó a la oficina de la diligencia, en Rock Island, una carta y una provisión de azufre remitidas por Jay Geiger. En la carta decía que la descripción que Rob J. había hecho de las tierras de Holden’s Crossing era más de lo que él y su esposa habían esperado. Le había enviado a Nick Holden un giro para cubrir el depósito sobre la propiedad, y se haría cargo de los futuros pagos a la oficina del catastro. Por desgracia, los Geiger no pensaban trasladarse a Illinois hasta que hubiera pasado un tiempo; Lillian estaba embarazada otra vez, «un acontecimiento inesperado que, aunque nos llena de dicha, retrasará nuestra partida de este lugar». Esperarían hasta que su segundo hijo tuviera edad suficiente para sobrevivir al traqueteo del viaje por la pradera.

Rob J. leyó la carta con una mezcla de sentimientos. Estaba encantado de que Jay confiara en su recomendación con respecto a la tierra y de que algún día se convirtiera en su vecino. Pero le desesperaba que ese día aún no estuviera a la vista. Habría dado cualquier cosa por poder sentarse con Jason y Lillian y tocar una música que lo consolara y transportara su alma. La pradera era una cárcel enorme y silenciosa, y la mayor parte del tiempo estaba solo en ella.

Se dijo que buscaría un perro apropiado.

A mediados del invierno los sauk estaban otra vez delgados y hambrientos. Gus Schroeder se preguntó en voz alta por qué Rob J. quería comprar otros dos sacos de maíz, pero cuando este no le dio ninguna explicación, no insistió en el asunto. Los indios aceptaron el regalo suplementario de maíz en silencio y sin mostrar ninguna emoción, como en la ocasión anterior. Rob le llevó a Makwa-ikwa una libra de café y se acostumbró a pasar el rato con ella, junto al fuego. Ella hizo durar el café añadiendo tal cantidad de una raíz silvestre tostada, que resultó distinto de cualquier café que él hubiera tomado. Lo bebieron puro; no era bueno pero estaba caliente y tenía cierto sabor indio. Poco a poco aprendieron a conocerse. Ella había asistido a la escuela durante cuatro años, en una misión para niños indios, cerca de Fort Crawford. Sabía leer un poco y había oído hablar de Escocia, pero cuando él supuso que era cristiana, ella le corrigió. Su pueblo adoraba a Se-wanna —su dios principal— y a otros manitús, y ella les decía cómo hacerlo a la antigua usanza. Rob comprendió que también era sacerdotisa, y eso le ayudaba a ser una sanadora eficaz. Sabía todo lo necesario sobre las plantas medicinales del lugar, y de los mástiles de su tienda colgaban manojos de hierbas secas. En varias ocasiones él la vio curar a los sauk. Empezaba poniéndose en cuclillas a un lado del indio enfermo y tocaba suavemente un tambor hecho con una vasija de cerámica, en la que había dos tercios de agua, y un trozo de piel delgada y curtida extendida sobre la boca. Luego frotaba el parche del tambor con un palo curvo. El resultado era un trueno grave que finalmente producía un efecto soporífero. Un rato después colocaba ambas manos en la parte del cuerpo que necesitaba ser curada y le hablaba al enfermo en su lengua. La vio aliviar de esa forma la espalda torcida de un joven y los huesos doloridos de una anciana.

—¿Cómo haces para que el dolor desaparezca sólo con tus manos?

Ella sacudió la cabeza.

—No puedo explicarlo.

Rob J. cogió las manos de la anciana entre las suyas. A pesar de que la anciana ya no sentía dolor, él percibió que las fuerzas de la enferma disminuían, y le comunicó a Makwa-ikwa que sólo le quedaban unos días de vida. Cuando regresó al campamento sauk, cinco días más tarde, la anciana había muerto.

—¿Cómo lo sabías? —le preguntó Makwa-ikwa.

—La muerte que se acerca… Algunas personas de mi familia pueden percibirla. Es una especie de don. No puedo explicarlo.

De modo que se creyeron. Él la encontraba tremendamente interesante, muy distinta de las personas que había conocido. Incluso entonces, la conciencia física era una presencia existente entre ambos. La mayor parte de las veces se sentaban junto al pequeño fuego de ella en el tipi y bebían café o conversaban. En una ocasión él intentó contarle cómo era Escocia y fue incapaz de descifrar cuánto había comprendido, pero ella estuvo atenta y luego le preguntó por los animales salvajes y las cosechas. Makwa-ikwa le explicó la estructura tribal de los sauk, y entonces le tocó a ella tener paciencia, porque a él le resultó complicado. La nación sauk estaba dividida en doce grupos similares a los clanes escoceses, con la diferencia de que en lugar de McDonald, Bruce y Stewart, ellos tenían otros nombres: Namawuck, Esturión; Muckissou, Águila Calva; Pucca-hunrnowuk, Perca Anillada; Macco Pennyack, Patata Oso; Kiche Cunne, Gran Lago; Payshake-isseuuck, Venado; Pesshe peshewuck, Pantera; Waymeco-uck, Trueno; Muck-wuck, Oso; Me-seco, Perca Hurón; cha-tvuck, Cisne; y Muhwha-wuck, Lobo. Los clanes vivían sin competir, pero cada hombre sauk pertenecía a una de las dos Mitades altamente competitivas: la Keeso-qui, Pelos Largos, o la Oshcush, Hombres Valientes. En el momento de su nacimiento, el primer hijo varón era declarado miembro de la Mitad a la que pertenecía su padre; el segundo hijo varón se convertía en miembro de la otra Mitad, y así sucesivamente, alternando de manera tal que las dos Mitades estuvieran representadas de forma más o menos equivalente dentro de cada familia y de cada clan. Competían en los juegos, en la caza, en hacer niños, en dar golpes y en otros actos de valentía en todos los aspectos de su vida. La competición salvaje mantenía a los sauk fuertes y valerosos, pero no había peleas sangrientas entre las Mitades. A Rob J. le pareció un sistema más sensato que el que él conocía, más civilizado, porque miles de escoceses habían muerto a manos de miembros de los clanes rivales durante siglos de salvajes luchas de exterminio mutuo.

Debido a la escasez de víveres y a la aprensión que sentía por la forma en que los indios preparaban los alimentos, al principio evitó compartir las comidas de Makwa-ikwa. Luego, en varias ocasiones en las que los cazadores tuvieron éxito, comió lo que ella había cocinado y lo encontró sabroso. Observó que comían más estofados que asados, y que cuando podían elegir preferían las carnes rojas o las aves al pescado. Ella le habló de los banquetes de perro, comidas religiosas porque los manitús apreciaban la carne canina. Le explicó que cuanto más valioso era el perro como animal doméstico, mejor era el sacrificio de la fiesta, y más poderosa la medicina. Rob J. no pudo ocultar su repugnancia.

—¿No te parece raro comer un perro, que es un animal doméstico?

—No tan raro como comer el cuerpo y la sangre de Cristo.

Él era un joven normal y a veces, aunque estaban protegidos del frío con muchas capas de ropa y pieles, se sentía tremendamente excitado.

Si los dedos de ambos se rozaban cuando ella le daba una taza de café, él sentía una conmoción glandular. En una ocasión cogió las manos frías y cuadradas de ella entre las suyas y quedó impresionado por la vitalidad que percibió. Examinó sus dedos cortos, la piel rojiza y áspera, los callos rosados de las palmas. Le preguntó si alguna vez iría a visitarlo a su cabaña. Ella lo miró en silencio y retiró las manos. No dijo que no visitaría su cabaña, pero nunca lo hizo.

Durante la época del barro, Rob J. cabalgó hacia el poblado indio, evitando los lodazales que aparecían por todas partes porque la esponjosa pradera no podía absorber la gran cantidad de nieve derretida. Encontró a los sauk levantando el campamento de invierno y los siguió a lo largo de casi diez kilómetros, hasta un lugar abierto en el que reemplazaron los abrigados tipis del invierno por hedonoso-tes, casas comunales de ramas entrelazadas a través de las cuales soplarían las suaves brisas del verano. Existía una buena razón para trasladar el campamento: los sauk no sabían nada sobre la higiene, y el campamento de invierno apestaba a mierda. Sobrevivir al crudo invierno y trasladarse al campamento de verano evidentemente había animado a los indios, porque Rob J. veía por todas partes hombres jóvenes luchando, corriendo o jugando a palo y pelota, un juego que jamás había visto. Utilizaban palos de madera con bolsas de cuero en forma de red en un extremo, y una pelota de madera cubierta de ante. Mientras corría a toda velocidad, un jugador lanzaba la pelota fuera de la red sujetada por el palo, y otro jugador la cogía hábilmente en la suya. Pasándosela de uno a otro, hacían que la pelota recorriera grandes distancias. Era un juego rápido y muy rudo. Cuando un jugador estaba en poder de la pelota, los otros jugadores tenían libertad para intentar sacarla de la red golpeando a diestro y siniestro con su palo, a menudo asestando golpes terribles en el cuerpo o en las piernas o brazos de su rival, mientras se ponían zancadillas y se empujaban mutuamente. Al advertir la fascinación con que Rob seguía el desarrollo del juego, uno de los cuatro jugadores indios le hizo señas para que se acercara y le ofreció su palo.

Los otros sonrieron y enseguida le hicieron participar en el juego, que más le pareció una mutilación criminal que un deporte. Él era más grande que la mayoría de los jugadores, más musculoso. A la primera oportunidad, el hombre que tenía la pelota hizo girar la muñeca y lanzó violentamente la dura esfera en dirección a Rob. Este hizo un infructuoso intento de cogerla y tuvo que correr para alcanzarla, pero sólo consiguió meterse en una refriega salvaje, una lluvia de palos que parecían caer siempre sobre él. El largo adelantamiento lo desconcertó.

Luego de una triste valoración de las habilidades que no poseía, devolvió el palo a su propietario.

Mientras comía conejo guisado en la casa de Makwa-ikwa, esta le comunicó serenamente que los sauk deseaban que él les hiciera un favor.

En el transcurso del crudo invierno, habían conseguido varias pieles con sus trampas. Ahora tenían dos fardos de excelentes pieles de visón, de zorro, de castor y ratón almizclero. Querían canjear las pieles por semillas para sembrar su primer cultivo del verano.

Rob J. quedó sorprendido porque nunca había pensado en los indios como agricultores.

—Si nosotros lleváramos las pieles a un comerciante blanco, nos estafaría —comentó Makwa-ikwa.

Lo dijo sin rencor, como hubiera podido contarle cualquier otra cosa.

De modo que una mañana él y Alden Kimball partieron rumbo a Rock Island con dos caballos de carga en los que llevaban las pieles, y otro caballo sin ningún tipo de carga. Rob J. negoció con el tendero del lugar y a cambio de las pieles consiguió cinco sacos de maíz de siembra —un saco de maíz temprano y pequeño, dos de un maíz más grande y de grano duro para moler, y dos de un maíz de espiga granada y grano blando, para hacer harina—, y tres sacos más: uno de semillas de judía, uno de semillas de calabaza, y otro de semillas de calabacín. Recibió además tres monedas de oro de veinte dólares de Estados Unidos para proporcionar a los sauk una pequeña reserva de emergencia, por si necesitaban comprar otras cosas a los blancos.

Alden estaba asombrado por la perspicacia de su patrón, convencido de que este había planeado el complicado trato comercial en beneficio propio.

Esa noche se quedaron en Rock Island. En una taberna, Rob pidió dos vasos de cerveza ligera y escuchó los recuerdos jactanciosos de quienes en otros tiempos habían luchado contra los indios.

—Todo esto pertenecía a los sauk y a los fox —afirmó el tabernero de ojos legañosos—. Los sauk se llamaban a sí mismos osaukie, y los fox, mesquakie. Eran dueños de todo lo que hay entre el Mississippi al oeste, el lago Michigan al este, el Wisconsin al norte y el río Illinois al sur: ¡cincuenta millones de acres de la mejor tierra de cultivo! La población más grande era Sauk-e-nuk, una ciudad corriente, con calles y una plaza. Allí vivían once mil sauk, cultivando dos mil quinientos acres entre el río Rock y el Mississippi. Bueno, no nos llevó mucho tiempo espantar a esos bastardos rojos y hacer producir esa maravillosa tierra.

Las historias que contaban eran anécdotas de peleas sangrientas contra Halcón Negro y sus guerreros, en las que los indios siempre eran malvados y los blancos siempre valientes y nobles. Eran historias contadas por veteranos de las Grandes Cruzadas, casi siempre mentiras evidentes, sueños de lo que podría haber sido si aquellos que las contaban hubiesen sido mejores hombres. Rob J. admitía que la mayoría de los hombres blancos no lograba ver lo que él veía cuando miraba a los indios. Los otros hablaban como si los sauk fueran animales salvajes que habían sido justamente acorralados hasta que huyeron, haciendo que el país resultara más seguro para los seres humanos.

Rob había estado buscando durante toda su vida la libertad espiritual que veía en los sauk. Era eso lo que perseguía cuando escribió aquella octavilla en Escocia, lo que había pensado que moría cuando colgaron a Andrew Gerould. Ahora lo había descubierto en un puñado de gentuza extranjera de piel roja. No se estaba dejando llevar por el romanticismo: reconocía la mugre del campamento sauk, el atraso de su cultura en un mundo que los había dejado de lado. Pero mientras bebía su cerveza, intentando fingir interés en las historias alcohólicas de destripamientos, cabelleras arrancadas, pillaje y rapiña, supo que Makwa-ikwa y sus sauk eran lo mejor que le había ocurrido en esas tierras.