El solitario
Para empezar a formar el rebaño, Rob J. pensó sobre todo ovejas merinas españolas, porque su lana fina resultaba valiosa, y cruzarlas con una raza inglesa de lana larga, como había hecho su familia en Escocia. Informó a Alden de que no compraría los animales hasta la primavera, para ahorrarse el gasto y el esfuerzo que suponía cuidarlos durante el invierno. Alden se ocupó entre tanto de amontonar postes para vallas, construir dos establos con techo de una vertiente, y levantar una cabaña para él en el bosque. Afortunadamente podía trabajar sin que nadie lo supervisara, porque Rob J. estaba ocupado. La gente de los alrededores se las había arreglado sin médico, y él pasó los primeros meses intentando corregir los efectos de la falta de atención y de los remedios caseros. Visitó pacientes con gota, cáncer, hidropesía y escrófula, muchos niños con lombrices y personas de todas las edades con tisis. Se cansó de arrancar muelas picadas. Cuando arrancaba una muela picada sentía lo mismo que cuando amputaba un miembro; detestaba quitar algo que nunca podría volver a poner.
—Espera a la primavera, que es cuando todo el mundo coge algún tipo de fiebre. Te vas a forrar —le dijo Nick Holden alegremente.
Sus visitas lo llevaban por senderos remotos, casi inexistentes. Nick se ofreció a prestarle un revólver hasta que él pudiera comprarse uno.
—Viajar es peligroso. Hay bandidos que son como piratas de tierra, y ahora esos malditos hostiles.
—¿Hostiles?
—Indios.
—¿Alguien los ha visto?
Nick frunció el entrecejo. Dijo que habían sido divisados en varias ocasiones, pero admitió de mala gana que no habían molestado a nadie.
—Hasta ahora —añadió en tono pesimista.
Rob J. no se compró ningún revólver ni usó el de Nick. Se sentía seguro con su nueva yegua. Era un animal de gran resistencia, y él disfrutaba al ver la seguridad con que podía trepar y bajar por orillas empinadas y vadear corrientes rápidas. Le enseñó a aceptar que la montaran por un costado o por otro, y la yegua aprendió a acudir cuando le silbaba. Los animales de su tipo se utilizaban para reunir el ganado, y Grueber ya le había enseñado a arrancar, detenerse y girar instantáneamente, respondiendo al más mínimo cambio del peso de Rob, o a un pequeño movimiento de las riendas.
Un día de octubre fue llamado a la granja de Gustav Schroeder, que se había aplastado dos dedos de la mano izquierda con unas pesadas rocas. Rob se perdió por el camino, y se detuvo a preguntar en una choza de aspecto lamentable que se encontraba junto a unos campos muy bien cuidados. La puerta se abrió apenas una rendija, pero fue asaltado por el peor de los olores, por el hedor de desechos humanos viejos, aire viciado y podredumbre. Apareció una cara, y Rob vio los ojos rojos e hinchados, el pelo húmedo y lleno de mugre, como el de una bruja.
—¡Lárguese! —le ordenó una áspera voz de mujer.
Algo del tamaño de un perro pequeño se movió al otro lado de la puerta. ¿No había un niño allí dentro? La puerta se cerró de golpe.
Los cuidados campos resultaron ser de Schroeder. Cuando Rob llegó a la granja tuvo que amputar al granjero el dedo meñique y la primera articulación del tercer dedo, lo cual representó un sufrimiento para el paciente. Al terminar le preguntó a la esposa de Schroeder por la mujer de la choza, y Alma Schroeder pareció un poco avergonzada.
—Es la pobre Sarah —respondió.