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La crianza

Enseguida corrió la voz de que había llegado un médico. Tres días después de que Rob J. llegara a Holden’s Crossing fue llamado por su primer paciente, que vivía a veinticinco kilómetros de distancia, y a partir de entonces no dejó de trabajar en ningún momento. A diferencia de los colonos del sur y el centro de Illinois, la mayoría de los cuales provenían de los Estados del Sur, los granjeros que se establecían en el norte de Illinois llegaban desde Nueva York y Nueva Inglaterra, cada mes en mayor número, a pie, a caballo o en carromato, a veces con una vaca, algunos cerdos y algunas ovejas. El ejercicio de su profesión abarcaría un territorio amplio: la pradera que se extendía entre los grandes ríos, atravesada por pequeños arroyos, dividida por bosquecillos y estropeada por ciénagas profundas y llenas de barro. Si los pacientes iban a verlo, cobraba setenta y cinco centavos la consulta. Si él tenía que ir a visitar al paciente, cobraba un dólar, y uno y medio si era de noche. Pasaba la mayor parte del día montado en su caballo, porque en este extraño país las granjas se hallaban muy apartadas unas de otras. A veces, al caer la noche, estaba tan cansado de viajar que lo único que podía hacer era echarse en el suelo y dormir profundamente.

Le comunicó a Holden que a finales de ese mes estaría en condiciones de devolverle una parte de su deuda, pero Nick sonrió y sacudió la cabeza.

—No te apresures. En realidad creo que sería mejor que te prestara un poco más. Aquí el invierno es muy duro y vas a necesitar un animal más fuerte que el que tienes. Y con tantos pacientes no tienes tiempo de hacerte una cabaña antes de que empiecen las nevadas.

Creo que será mejor que busque a alguien que pueda construirte una, a jornal.

Nick encontró a un constructor de cabañas llamado Alden Kimball, un hombre infatigable, delgado como un palo, que tenía los dientes amarillos porque siempre estaba fumando en una apestosa pipa hecha con una mazorca. Había crecido en una granja en Hubbardton, Vermont, y últimamente era un réprobo mormón de Nauvoo, Illinois donde los adeptos eran conocidos como los santos del último día, y se rumoreaba que los hombres tenían tantas esposas como querían. Kimball contó a Rob J. que había tenido una discusión con los ancianos de la iglesia y que se había marchado, simplemente. Rob J. no estaba interesado en hacerle demasiadas preguntas. Para él era suficiente que Kimball usara el hacha y la azuela como si formaran parte de su cuerpo. Cortaba y desbastaba los troncos y los dejaba planos de los dos lados correspondientes. Un día Rob le alquiló un buey a un granjero llamado Grueber. En cierto modo Rob sabía que Grueber no le habría confiado su valioso buey si Kimball no hubiera estado con él. El santo caído insistía pacientemente en someter al buey a su voluntad, y en un solo día los dos hombres y la bestia arrastraron los troncos preparados hasta el emplazamiento que Rob había elegido a la orilla del río. Mientras Kimball unía los troncos de los cimientos con clavijas para la madera, Rob vio que el único tronco grande que sustentaría la pared norte tenía una curva de un tercio de su longitud, aproximadamente, y se lo hizo notar a Alden.

—Está bien —respondió Kimball, y Rob se marchó y lo dejó trabajar.

Al visitar el lugar un par de días más tarde, Rob vio que ya estaban levantadas las paredes de la cabaña. Alden había taponado los troncos con arcilla extraída de un lugar a la orilla del río, y estaba blanqueando las tiras de arcilla. En el lado que daba al norte, todos los troncos tenían una sinuosidad que combinaba casi exactamente con el tronco de la base, dando una ligera inclinación a toda la pared. A Alden debía de haberle llevado mucho tiempo encontrar troncos con el mismo defecto, y de hecho dos de ellos habían tenido que ser tallados con la azuela para lograr que combinaran.

Fue Alden quien le habló de un caballo ágil que Grueber tenía para vender.

Cuando Rob J. confesó que no sabía demasiado de caballos, Kimball se encogió de hombros.

—Es una yegua de cuatro años; aún está creciendo y desarrollando los huesos. Es un animal sano, no tiene nada malo.

Así que Rob la compró. Era lo que Grueber llamaba un animal bayo, más rojo que pardo, con patas, crin y cola negras, y manchas negras como pecas en la frente; tenía quince palmos de altura, un cuerpo fuerte y expresión inteligente en los ojos. Como las pecas le recordaban a la chica que había conocido en Boston, la llamó Margaret Holland.

Meg, para abreviar.

Se dio cuenta de que Alden tenía buen ojo para los animales, y una mañana le preguntó si le gustaría seguir como jornalero cuando la cabaña estuviera terminada, y trabajar en la granja.

—Bueno…, ¿qué clase de granja?

—De ovejas.

Alden puso mala cara.

—No entiendo nada de ovejas. Siempre he trabajado con vacas lecheras.

—Yo he crecido entre ovejas —comentó Rob—. No es muy difícil cuidarlas. Tienen tendencia a moverse en rebaño, así que un hombre y un perro pueden dominarlas fácilmente en una pradera. En cuanto a las otras tareas, castrarlas, esquilarlas y todo lo demás, yo podría enseñártelas.

Alden pareció reflexionar, pero sólo se trataba de un gesto de cortesía.

—Para ser sincero, no me interesan mucho las ovejas. No —dijo finalmente—. Gracias por su amabilidad, pero supongo que no. —Tal vez para cambiar de tema le preguntó a Rob qué pensaba hacer con la otra yegua. Mónica Grenville lo había llevado al Oeste, pero era un animal cansado—. No crea que conseguirá mucho si la vende sin ponerla antes en condiciones. En la pradera hay mucha hierba, pero tendrá que comprar heno para el invierno.

Ese problema quedó resuelto pocos días después, cuando un granjero que andaba escaso de dinero le pagó un parto con una carretada de heno. Después de consultarlo, Alden aceptó extender el techo de la cabaña junto a la pared que daba al sur, sosteniendo los extremos con estacas, para montar un establo abierto para las dos yeguas. Pocos días después de que estuviera terminado, Nick pasó para echar un vistazo.

Sonrió al ver el cobertizo añadido para los animales y evitó la mirada de Alden Kimball.

—Tienes que reconocer que le da un aspecto extraño —dijo mientras levantaba las cejas señalando la pared norte de la cabaña—. La maldita pared está curvada.

Rob J. pasó las yemas de los dedos por encima de la curva de los troncos, en un gesto de admiración.

—No, fue construida de este modo a propósito; así es como nos gusta. Eso la hace diferente de las otras cabañas que probablemente has visto.

Después de que Nick se marchara, Alden estuvo trabajando en silencio aproximadamente durante una hora; luego dejó de colocar clavijas y se acercó a Rob, que estaba almohazando a Meg. Golpeó la pipa contra el tacón de la bota para quitar el tabaco.

—Supongo que puedo aprender a cuidar ovejas —dijo.