Triquitraque
El Spirit of Des Moines había enviado sus señales a medida que se acercaba a la estación de Cincinnati en medio del fresco del amanecer. Primero Chamán las detectó como un delicado temblor que apenas se percibía en el andén de madera de la estación, después como un acusado estremecimiento que notó claramente, y por fin como una sacudida. De repente el monstruo apareció con su olor a metal caliente, grasa y vapor, corriendo hacia él entre la tenebrosa media luz grisácea, con sus accesorios de latón resplandecientes en su cuerpo negro de dragón, sus poderosos pistones como brazos en movimiento, arrojando una nube de humo pálido que se elevaba hacia el cielo como el chorro de una ballena, y que luego fue arrastrándose y avanzando lentamente en jirones deshilachados mientras la locomotora se deslizaba hasta detenerse.
En el interior del tercer vagón sólo había algunos asientos de madera desocupados, y Chamán se acomodó en uno de ellos mientras el tren vibraba y reanudaba la marcha. Los trenes aún eran una novedad, pero suponían viajar con demasiada gente. A él le gustaba montar a caballo, solo, concentrado en sus pensamientos. El largo vagón iba atestado de soldados, viajantes de comercio, granjeros y un repertorio de mujeres con niños y sin ellos. El llanto de los niños no le molestaba en absoluto, por supuesto; pero el vagón estaba impregnado de una mezcla de olor a calcetines sucios, pañales cagados, malas digestiones, cuerpos sudorosos, y el aire viciado por el humo de cigarros y pipas. La ventanilla parecía un desafío, pero él era grande y fuerte, y por fin logró levantarla, cosa que pronto resultó un error. Tres vagones más adelante, la alta chimenea de la locomotora despedía, además de humo, una mezcla de hollín, carbonilla, encendida y apagada, y cenizas, que empujada hacia atrás por la velocidad del tren, en parte logró entrar por la ventanilla abierta. Muy pronto una brasa empezó a quemar el abrigo nuevo de Chamán. Entre toses y murmullos de exasperación cerró la ventanilla de golpe y se sacudió el abrigo hasta que la chispa quedó apagada.
Al otro lado del pasillo, una mujer lo miró sonriente. Tenía unos diez años más que él e iba vestida con ropas elegantes pero adecuadas para viajar: un vestido de lana gris con falda desprovista de miriñaque, con adornos de lino azul que hacían resaltar su pelo rubio. Se miraron durante un instante antes de que la mujer volviera a fijar la vista en el encaje de hilo que tenía en el regazo. Chamán se alegró de apartar la mirada de ella; el luto no era una buena época para disfrutar de los juegos entre hombres y mujeres.
Se había llevado consigo un libro nuevo e importante para leer, pero cada vez que intentaba concentrarse en él, su padre se apoderaba de sus pensamientos.
El revisor logró bajar por el pasillo hasta quedar detrás de él, y Chamán sólo se enteró de su presencia cuando el hombre le tocó el hombro con la mano. Sorprendido, levantó la vista y vio una cara colorada. El revisor lucía un bigote acabado en dos puntas enceradas, y su barba rojiza empezaba a encanecer; a Chamán le gustó porque dejaba la boca claramente visible.
—¿Es sordo, señor? —dijo el hombre en tono jovial—. Le he pedido el billete tres veces.
Chamán le sonrió, tranquilo porque esta era una situación a la que se había enfrentado una y otra vez durante toda su vida.
—Sí. Soy sordo —dijo mientras le entregaba el billete.
Contempló la pradera que se extendía al otro lado de la ventanilla, pero no era algo que mantuviera su atención. Había cierta monotonía en el terreno, y además las cosas pasaban tan rápidamente junto al tren que apenas tenían tiempo de quedar registradas en su conciencia antes de desaparecer. La mejor manera de viajar era a pie o a caballo; si uno llegaba a un sitio y tenía hambre o necesitaba mear, simplemente podía entrar y satisfacer sus necesidades. Cuando uno llegaba en tren a ese tipo de lugar, este desaparecía en un abrir y cerrar de ojos.
El libro que había llevado consigo se titulaba Bosquejos de hospital. Estaba escrito por una mujer de Massachusetts llamada Alcott, que había estado atendiendo a los heridos desde el principio de la guerra, y su descripción del sufrimiento y las terribles condiciones de los hospitales del ejército estaba armando revuelo en los círculos médicos. Leerlo empeoraba las cosas, porque le hacía imaginar el sufrimiento que debía de estar soportando su hermano Bigger, que había desaparecido en combate como explorador de los confederados. Aunque en realidad, reflexionó, Bigger no estaba entre los muertos anónimos. Esa clase de pensamiento lo condujo directamente hasta su padre por un camino de asfixiante congoja, y empezó a mirar a su alrededor con desesperación.
Cerca de la parte delantera del vagón, un niño flaco empezó a vomitar; su madre, pálida, iba sentada entre montones de bultos junto a otros tres niños, y se levantó de un salto para sostenerle la frente y evitar que el chico manchara sus pertenencias. Cuando Chamán se acercó, ella ya había empezado la desagradable tarea de limpiar el vómito.
—Tal vez pueda ayudar al niño. Soy médico.
—No tengo dinero para pagarte.
Él no hizo caso de las palabras de la mujer. El chico sudaba debido al ataque de náusea, pero estaba frío al tacto. No tenía las glándulas inflamadas y sus ojos parecían bastante brillantes.
En respuesta a sus preguntas, ella dijo que era la esposa de Jonathan Sperber. De Lima, Ohio. Iba a reunirse con su esposo, que trabajaba en una granja con otros cuáqueros de Springdale, a ochenta kilómetros al oeste de Davenport. El paciente era Lester, de ocho años, y ya empezaba a recuperar el color. Aunque débil, no parecía gravemente enfermo.
—¿Qué ha comido?
De una grasienta bolsa de harina sacó de mala gana una salchicha casera. Estaba verde, y la nariz de Chamán confirmó lo que le mostraban sus ojos. Jesús.
—Mmmm… ¿Le dio de comer lo mismo a los otros niños?
Ella asintió, y Chamán observó a los otros niños con respeto por su digestión.
—Bueno, no puede seguir dándoles esto. Está muy pasada.
La boca de la mujer se convirtió en una línea recta.
—No tanto. Está bien salada, y las hemos comido peores. Si estuviera tan mala, los otros niños estarían enfermos, y yo también.
Él conocía demasiado bien a los granjeros de cualquier creencia religiosa y supo captar lo que ella estaba diciendo realmente: esa salchicha era todo lo que había; o comían salchicha pasada o no comían nada. Asintió y regresó a su asiento. Llevaba su comida en una cornucopia hecha con hojas del Cincinnati Commercial: tres bocadillos enormes de carne magra de vaca con pan negro, una tarta de mermelada de fresa y dos manzanas con las que hizo juegos malabares para hacer reír a los niños. Cuando le dio la comida a la señora Sperber, ella abrió la boca como si fuera a protestar, pero enseguida la cerró. La esposa de un granjero debe poseer una considerable dosis de realismo.
—Te lo agradecemos, amigo —dijo.
Al otro lado del pasillo, la mujer rubia los observaba; Chamán intentó concentrarse otra vez en el libro cuando regresó el revisor.
—Oye, ahora caigo en la cuenta de que te conozco. Eres el hijo del doctor Cole, del otro lado de Holden’s Crossing. ¿Correcto?
—Correcto.
Chamán comprendió que lo había identificado gracias a la sordera.
—Tú no me recuerdas. Soy Frank Fletcher. Solía cultivar maíz en el camino de Hooppole. Tu padre atendió a los siete miembros de mi familia durante más de seis años hasta que lo vendí todo y me uní al ferrocarril, y nos mudamos a East Moline. Recuerdo que no eras más que una criatura, y a veces ibas con él, montado en la grupa del caballo, agarrado a tu padre desesperadamente.
Las visitas a domicilio habían sido la única forma que su padre tenía de estar con sus hijos, y a ellos les encantaba acompañarlo.
—Ahora lo recuerdo —le dijo a Fletcher—. Y recuerdo su casa. Una casa blanca, de madera, un establo rojo con tejado de estaño. La casa original de paja la utilizaban de almacén.
—Exacto, así es. A veces lo acompañabas tú, a veces tu hermano…
—¿Cómo se llama?
Bigger.
—Alex. Mi hermano Alex.
—Sí. ¿Dónde está ahora?
—En el ejército.
No aclaró en cuál.
—Por supuesto. ¿Tú estudias para ser sacerdote? —preguntó el revisor al tiempo que miraba el traje negro que veinticuatro horas antes colgaba de una percha de Seligman’s Store en Cincinnati.
—No, yo también soy médico.
—¡Santo cielo! Pareces demasiado joven.
Sintió que sus labios se tensaban, porque la cuestión de la edad era más difícil de resolver que la de la sordera.
—Tengo edad suficiente. He estado trabajando en un hospital de Ohio. Señor Fletcher…, mi padre murió el jueves.
La sonrisa del hombre se desvaneció tan lenta y completamente que no quedó duda de la intensidad de su tristeza.
—Vaya. Estamos perdiendo a los mejores, ¿no? ¿Por la guerra?
—Estaba en casa. El telegrama decía que fue la fiebre tifoidea.
El revisor sacudió la cabeza.
—¿Querrás decirle a tu madre que la recordaremos en nuestras oraciones?
Chamán le dio las gracias y dijo que su madre lo agradecería.
—¿En alguna de las estaciones subirá algún vendedor ambulante?
—No. Todo el mundo se trae su comida. —El hombre lo miró con expresión preocupada—. No tendrás la posibilidad de comprar absolutamente nada hasta que hagas el transbordo en Kankakee. Dios mío, ¿no te lo dijeron cuando compraste el billete?
—Oh, sí, no hay problema. Sólo era curiosidad.
El revisor se tocó el borde de la gorra y se marchó. En ese momento, la mujer que estaba en el otro extremo del pasillo se estiró hasta el portaequipaje para coger un cesto de tamaño considerable de varillas de roble, y dejó a la vista una atractiva figura desde el pecho hasta los muslos. Chamán atravesó el pasillo y le bajó el cesto.
La mujer le sonrió.
—Debe compartir mi comida —dijo en tono firme—. Como ve, tengo para alimentar un ejército.
Él mostró su desacuerdo, pero admitió que tal vez la comida alcanzara para un pelotón. Pocos minutos después estaba comiendo pollo asado, tarta de calabaza y pastel de patata. El señor Fletcher, que había vuelto con un aplastado bocadillo de jamón que había pedido en algún sitio para Chamán, mostró una amplia sonrisa y afirmó que el doctor Cole era más eficaz para conseguir alimento que el ejército del Potomac, y volvió a marcharse con la declarada intención de comerse el bocadillo.
Chamán comió más de lo que habló, avergonzado y sorprendido por su apetito a pesar de la aflicción. La mujer habló más de lo que comió. Se llamaba Martha McDonald. Su esposo, Lyman, era agente de ventas en Rock Island de la firma American Farm Implements Co. La mujer expresó sus condolencias por la pérdida sufrida por Chamán. Cuando ella le sirvió la comida, las rodillas de ambos se rozaron, y la sensación fue agradable. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que muchas mujeres reaccionaban ante su sordera con rechazo o con excitación. Tal vez las del último grupo se sentían estimuladas por el prolongado contacto visual; él no apartaba los ojos de ellas mientras hablaban, para poder leer el movimiento de sus labios.
Chamán no se hacía ilusiones con respecto a su apariencia. No era apuesto pero sí alto y nada torpe, rezumaba la energía de la joven masculinidad y una excelente salud, y sus facciones regulares y los penetrantes ojos azules que había heredado de su padre al menos lo hacían atractivo. En todo caso, nada de esto importaba con respecto a la señora McDonald. Tenía por norma —tan inquebrantable como la necesidad de lavarse bien las manos antes y después de una consulta— no enredarse jamás con una mujer casada. En cuanto logró hacerlo sin añadir agravio al rechazo, le dio las gracias por la fantástica comida y regresó al otro extremo del pasillo.
Pasó la mayor parte de la tarde concentrado en su libro. Louisa Alcott escribía sobre operaciones realizadas sin agentes que evitaran el dolor de la incisión, de hombres que morían a causa de heridas infectadas en hospitales rebosantes de mugre y putrefacción. La muerte y el sufrimiento nunca dejaban de entristecerlo, pero el dolor inútil y la muerte innecesaria lo enloquecían.
A última hora de la tarde, el señor Fletcher se acercó y anunció que el tren avanzaba a setenta kilómetros por hora, más rápido que un caballo de carreras… ¡y sin cansarse! Un telegrama le había comunicado la muerte de su padre la mañana después de que ocurriera. Chamán pensó sorprendido que el mundo se precipitaba hacia una era de transporte veloz y comunicación más veloz aún, de nuevos hospitales y métodos de tratamiento, de cirugía sin dolor. Cansado de pensamientos serios, se dedicó a desnudar secretamente a Martha McDonald con la mirada y pasó una agradable y cobarde media hora imaginando un reconocimiento médico que se convertía en seducción, la más segura e inofensiva violación de su juramento hipocrático.
El entretenimiento no duró mucho. ¡Papá! Cuando más cerca estaba de su casa, más difícil le resultaba enfrentarse a la realidad. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Un médico de veintiún años no debía llorar en público. Papá… La noche cayó varias horas antes de hacer el transbordo en Kankakee. Finalmente, apenas once horas después de haber salido de Cincinnati, el señor Fletcher anunció la llegada a la estación:
—¡Ro-o-ock I-I-Isla-and!
La estación era un oasis de luz. En cuanto bajó del tren, Chamán vio a Alden, que lo esperaba bajo una de las lámparas de gas. El jornalero le palmeó el brazo y le ofreció una triste sonrisa y un saludo conocido.
—Otra vez en casa, otra vez en casa, triquitraque.
—Hola, Alden. —Se quedaron un momento bajo la luz para conversar—. ¿Cómo se encuentra ella? —preguntó Chamán.
—Bueno, ya sabes. Mierda. Aún no se ha dado cuenta. No ha tenido demasiado tiempo para estar sola, con la gente de la iglesia y el reverendo Blackmer, que se han pasado todo el día en la casa con ella.
Chamán asintió. La inquebrantable piedad de su madre era un tormento para todos ellos, pero si la Primera Iglesia Baptista podía ayudarlos a superar esto, él estaba agradecido.
Alden había supuesto acertadamente que Chamán sólo llevaría una maleta, permitiéndole así utilizar el cabriolé, que tenía buenas ballestas, en lugar del carretón, que no tenía ninguna. El caballo, Boss, era un tordo castrado que a su padre le había gustado mucho; Chamán le acarició el hocico antes de subir a su asiento. Cuando emprendieron el camino, la conversación se volvió imposible porque en la oscuridad no podía ver el rostro de Alden. Alden olía como siempre, a heno, tabaco, lana cruda y whisky. Cruzaron el río Rocky sobre el puente de madera y luego siguieron al trote el camino del noroeste. Chamán no lograba ver el terreno de los lados, pero conocía cada árbol y cada piedra. Algunos tramos eran intransitables porque la nieve casi había desaparecido, y al derretirse se llenaba todo de barro. Después de una hora de viaje, Alden se detuvo en el lugar de siempre para que el caballo descansara, y él y Chamán bajaron y mearon en los pastos húmedos de Hans Buckman y luego caminaron unos minutos para desentumecerse. Pronto estaban cruzando el estrecho puente sobre el río, y el momento más espantoso para Chamán fue cuando aparecieron ante sus ojos la casa y el establo. Hasta ahora no le había resultado extraño que Alden lo recogiera en Rock Island y lo llevara a casa, pero cuando llegaran, papá no estaría allí. Nunca más.
Chamán no fue directamente a la casa. Ayudó a Alden a desenganchar el caballo y lo siguió hasta el granero, donde encendió la lámpara de aceite para poder hablar con él. Alden metió la mano entre el heno y sacó una botella que aún tenía una tercera parte del contenido, pero Chamán sacudió la cabeza.
—¿Te has vuelto abstemio en Ohio?
—No. —Resultaba complicado. Él bebía poco, como todos los Cole pero lo más importante era que mucho tiempo atrás su padre le había explicado que el alcohol mermaba el Don—. Simplemente, no bebo demasiado.
—Sí, eres como él. Pero esta noche deberías hacerlo.
—No quiero que ella lo huela. Ya hemos tenido suficientes problemas sin necesidad de discutir sobre esto. Pero déjala aquí, ¿quieres? Cuando ella se vaya a la cama, vendré y la cogeré mientras voy al retrete.
Alden asintió.
—Ten paciencia con ella —sugirió en tono vacilante—. Sé que puede ser dura, pero…
Se quedó helado de asombro cuando Chamán se acercó y lo rodeó con sus brazos. Ese gesto no formaba parte de la relación entre ambos; los hombres no abrazaban a los hombres. El jornalero palmeó el hombro de Chamán tímidamente. Un momento después, el joven se compadeció de él y apagó la lámpara; luego cruzó el patio oscuro en dirección a la cocina donde, ahora que todos se habían marchado, su madre lo esperaba.