67

Al cabo de unos minutos, Nora se levantó con paso vacilante. El valle de Quivira estaba bañado en una pálida luz plateada. Unas perlas oscuras titilaban y cabeceaban en la superficie moteada de la rápida corriente del río. Detrás de Nora, la majestuosidad de la antigua ciudad lo observaba todo con silencio sepulcral.

Tambaleándose, igual que una sonámbula, echó a andar hacia la escalera de cuerda. Inició el descenso en medio de terribles dolores, bajando un travesaño cada vez, mecánicamente, todavía bajo los efectos del horror. Al llegar al pie de la escala, se volvió para mirar el campamento. Ahí estaba la tienda de urgencias médicas, pero el atrayente brillo naranja de la luz se había extinguido por completo. Nora sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. El acercarse a esa tienda y asomarse a su interior era lo más doloroso del mundo para ella en aquellos momentos, pero pese a todo tenía que verlo con sus propios ojos.

Avanzó unos pasos y luego se detuvo. A escasos metros de la falda del precipicio yacía el cuerpo de Sloane, destrozado sobre la arena. Se acercó a ella. Los ojos ambarinos ahora eran negros e inertes, cubiertos por un apagado brillo de luz de luna. La arena que rodeaba su cadáver estaba empapada en sangre. Nora sintió un escalofrío y apartó la mirada, buscando instintivamente el cuerpo del lapapieles.

No estaba en ninguna parte.

Un brusco calambre de miedo le recorrió el cuerpo y le puso alerta una vez más. Miró alrededor más despacio. Allí, en la arena, a dos metros escasos del cadáver de Sloane, había un hueco distorsionado, una depresión en el terreno, manchada y salpicada de sangre. Junto a ella, también sobre la arena, vio una concha de plata, pero ni rastro del cuerpo del lapapieles. Guiada por el instinto, dio un paso hacia atrás y se llevó la mano a la boca, escudriñando el paisaje con la mirada. Sin embargo, no había nada en el amplio espacio abierto que se extendía al pie de los precipicios.

Se volvió y echó a correr hacia el campamento bajo la luz de la luna, dirigiéndose a la tienda de urgencias médicas, mientras su pantorrilla protestaba a cada paso. Era peor de lo que había imaginado: el interior de la tienda estaba destrozado, hecho jirones, el equipo y el instrumental médico yacían desperdigados por el suelo, y el saco de dormir estaba completamente despedazado. Había manchas de sangre por todas partes, pero ningún cuerpo.

Hipando con más fuerza todavía, Nora retrocedió unos pasos y se tambaleó bajo la resplandeciente luz de la luna.

—¡Maldito seas! —gritó, volviéndose en la oscuridad—. ¡Maldito seas, monstruo de mierda!

En ese momento notó cómo un brazo delgado pero increíblemente fuerte se deslizaba por sus hombros y su cuello hasta taparle la boca. Al principio luchó por zafarse de aquellas garras, pero luego perdió toda su energía, incapaz de seguir luchando.

—Chsss… —susurró una voz suave y tranquila a sus espaldas.

La presión del brazo cedió y Nora se volvió, abriendo los ojos desorbitadamente, atónita. Era John Beiyoodzin.

—¡Usted! —exclamó.

Bajo la luz nocturna, las trenzas del anciano parecían estar pintadas de azogue. El hombre se llevó un dedo a los labios.

—Tengo a su amigo escondido en el fondo del valle.

—¿Mi amigo? —preguntó Nora, sin entender sus palabras.

—Su amigo periodista. Smithback.

—¿Bill Smithback? ¿Está vivo?

Beiyoodzin asintió con la cabeza.

Una alegría y un alivio inesperados se apoderaron de su cuerpo y tomó las manos del anciano entre las suyas con renovada energía.

—Escuche, falta otra persona. Roscoe Swire, el vaquero…

Hubo algo en la expresión de Beiyoodzin que le impidió terminar la frase.

—El hombre que cuidaba de sus caballos —dijo—. Está muerto.

—¿Muerto? No, no, no puede ser… Roscoe no… —Apartó la cabeza. La noticia era demasiado terrible.

—Encontré su cuerpo junto al río. Los lapapieles lo mataron. Ahora tenemos que largarnos.

Empezó a volverse y le hizo señas a Nora de que lo siguiera. Sin embargo, la mujer puso una mano sobre el hombro de él para detenerlo.

—Maté a uno de ellos arriba en la ciudad —le explicó, reprimiendo unas lágrimas amargas y diciéndose que debía ser fuerte—. Queda otro. Está herido, pero creo que aún sigue con vida en algún lugar del valle.

Beiyoodzin asintió.

—Ya lo sé —se limitó a decir—. Por eso debemos marcharnos cuanto antes.

—Pero ¿cómo?

—Conozco un camino secreto, el que utilizan los propios lapapieles para entrar y salir del valle. Es extremadamente difícil, pero debo sacarles a usted y a su amigo de aquí cuanto antes.

Beiyoodzin echó a andar deprisa y sin hacer ruido a través de las sombras veteadas, fuera del campamento y de nuevo hacia el saliente de la pared rocosa. Utilizando la oscuridad de la pared de roca como protección, se abrieron paso a través del desprendimiento hacia el otro extremo del cañón, donde el río crecido retozaba contra la garganta secundaria aún más estrecha, desapareciendo en una violenta cascada. El sonido del agua era aquí mucho más intenso, y la totalidad de la entrada del cañón estaba cubierta del habitual velo de niebla. Sin detenerse, Beiyoodzin atravesó la cortina de agua pulverizada y desapareció. Tras titubear unos instantes, Nora lo siguió.

Al llegar al otro lado encontró una pequeña plataforma de roca inclinada. La senda, cincelada sobre la roca, empezaba justo detrás de la cortina de agua y seguía hacia abajo, a escasos metros por encima del fragor de la catarata. Una vez en el estrecho cañón, el reflejo de la luz de luna era tenue, y Nora se deslizó por la superficie resbaladiza y cubierta de musgo de la roca con mucho cuidado. Sabía que un solo paso en falso podía hacer que se precipitase por el borde y cayese sobre las aguas turbulentas, en dirección al angosto laberinto de roca afilada y a una muerte segura.

Al cabo de unos minutos, la pendiente de la senda se suavizó hasta unirse a un nuevo saliente de roca. Unas nubes de bruma fría se alzaron desde el agua revuelta y la envolvieron como un manto. En aquel trecho del camino la presencia constante de humedad había creado un extraño microclima de musgos, flores colgantes y espesa vegetación. Moviéndose a un lado, Beiyoodzin apartó un velo de exuberantes helechos y, en la penumbra que apareció detrás, Nora logró vislumbrar la silueta de Smithback, sentado, con los brazos alrededor del cuerpo, esperando.

—¡Bill! —exclamó cuando el hombre se puso en pie atónito y su rostro esbozó un gesto de alegría indescriptible.

—¡Oh, Dios mío! —dijo—. Nora, te creía muerta. —Abrazándola sin fuerzas, la besó.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó la mujer al tiempo que acariciaba el horrible verdugón que mostraba una de sus sienes.

—Tengo que darle las gracias a Sloane. Ese sueñecito me ha sentado de maravilla. —Pero la debilidad en su voz y el acceso de tos que siguió a sus palabras delataban su verdadero estado—. ¿Dónde está? ¿Y dónde están los demás?

—Tenemos que ponernos en marcha —intervino Beiyoodzin con apremio.

Señaló hacia adelante y Nora siguió su dedo con la mirada. Vio entonces el estrecho y oscuro sendero que conducía hacia arriba por la pared del cañón, zigzagueando a través de las fisuras y los pináculos de roca y sorteando las grietas. Bajo la pálida luz de la luna tenía un aspecto terrorífico: un camino espectral e insustancial, hecho para los fantasmas y no para los seres humanos.

—Yo iré primero —le susurró Beiyoodzin a Nora—. Luego Bill y luego usted.

La miró un momento, escrutando su rostro. A continuación se volvió y enfiló el sendero, apoyando el peso de su cuerpo contra la pared del cañón y avanzando por la cuesta con sorprendente agilidad para alguien de su edad. Smithback se agarró a un punto de apoyo en la roca y, temblando, echó a andar detrás del anciano. Nora lo siguió.

Subieron lenta y penosamente por la escarpada senda, con cuidado de sortear las algas y el musgo resbaladizo que crecían en los salientes bajo sus pies. El rugido de la cascada retumbaba desde abajo con una fuerte vibración que sacudía el aire. Nora advirtió que Smithback apenas era capaz de seguir, y que cada paso requería de él toda su energía.

Al cabo de unos angustiosos minutos, salieron del microclima. La garganta secundaria era cada vez más estrecha y la menguante luz de la luna, cada vez más escasa, hacía el penoso avance aún más difícil. A unos metros de distancia, justo en el límite de su alcance de visión, Nora vio que el sendero se retorcía y desaparecía al doblar una esquina. En la curva un pequeño parapeto de roca se extendía justo por encima de la catarata de abajo.

—¿Cómo estás? —le preguntó Nora a Smithback.

Al principio no contestó. Luego jadeó, tosió un poco y levantó el dedo pulgar de una mano.

De pronto, Beiyoodzin se detuvo y alzó una mano sobre su hombro a modo de advertencia.

—¿Qué pasa? —preguntó Nora deteniéndose, mientras el miedo volvía a apoderarse de ella.

En ese momento también ella percibió el aroma dulzón a campanillas en la brisa refrescante. Miró a Beiyoodzin en silencio.

—¿Qué pasa? —inquirió Smithback.

—Nos está siguiendo por el sendero —informó Beiyoodzin. Los años parecieron aflorar de repente a su rostro ajado y arrugado. Sin añadir nada más, reanudó el ascenso.

Lo siguieron tan deprisa como les permitían sus fuerzas por la abrupta pared de roca. Nora se mordía el labio para hacer más soportable el dolor de su pierna herida.

—Más rápido —los apremió Beiyoodzin.

—Bill no puede ir más… —dijo Nora, pero se interrumpió de repente.

No detrás, sino delante de ellos, en la brusca revuelta del camino, había aparecido una sombra, una mancha negra sobre el débil brillo de la pared rocosa. La pesada piel de lobo despedía un hedor nauseabundo, y la franja de la parte inferior estaba empapada en sangre. Dio un paso vacilante hacia ellos y luego se paró. Mareada de miedo y horror, Nora oyó el áspero resuello que fluía a través de la máscara ensangrentada. En la penumbra le pareció ver un par de puntos rojos, dos ojos rabiosos de furia, dolor y maldad.

Para su sorpresa, Beiyoodzin siguió. Al llegar al saliente de roca que había justo antes del recodo dio un salto para encaramarse a él con cuidado. El lapapieles lo observaba inmóvil. Hurgando entre sus ropas, Beiyoodzin extrajo su fardo de medicinas, lo abrió y rebuscó en el interior. Sin apartar los ojos del lapapieles, esparció una pequeña línea de polen y maíz molido, casi invisible, sobre el estrecho saliente que había entre ambos, entonando un cántico suave.

Mientras Nora lo observaba en pavoroso silencio, el lapapieles dio un paso al frente, hacia la raya de polen. Beiyoodzin pronunció una palabra:

Kishlinchi.

El lapapieles se detuvo, escuchando. Beiyoodzin meneó la cabeza con gesto apesadumbrado.

—Por favor, ya basta —musitó—. Haz que esto acabe aquí.

El lapapieles siguió esperando. A continuación, Beiyoodzin extrajo una pluma de águila que blandió ante él.

—Crees que el mal te ha fortalecido, pero sólo te ha debilitado. Te ha hecho débil y monstruoso. El mal es la ausencia total de fortaleza. Ahora te pido que seas fuerte y que pongas fin a todo esto. Es la única manera que tienes de salvar tu vida, porque el mal siempre acaba consumiéndose a sí mismo.

Con un rugido de ira, el lapapieles desenvainó un cuchillo de obsidiana. Dio un paso al frente, traspasando la raya de polen, y enarboló el cuchillo a escasos centímetros del corazón de Beiyoodzin.

—Si no regresas conmigo, entonces te suplico que te quedes aquí, en este lugar —añadió Beiyoodzin con la voz quebrada—. Si eliges el mal, quédate con el mal. Toma la ciudad si es eso lo que debes hacer. —Señaló a Nora y añadió—: Llévate a esos intrusos, si es eso lo que satisface tu sed de sangre. Pero deja al pueblo, deja a nuestro pueblo en paz.

—Pero ¿qué dice? —exclamó Smithback, sorprendido. Sin embargo, ni el lapapieles ni Beiyoodzin prestaron oídos a sus palabras. El anciano buscó algo más entre su vestimenta y extrajo otra bolsa, mucho más vieja y desgastada, con ribetes de plata y turquesas. La mirada de Nora fue de Beiyoodzin a la bolsa de medicinas y luego de nuevo al rostro del anciano, mientras en su interior se mezclaban unos sentimientos de ira, temor y traición. Sigilosamente apoyó una mano en el hombro de Smithback con la intención de hacerle retroceder en la senda para alejarse de la confrontación.

—Ya sabes qué es esto —dijo Beiyoodzin—. Esta bolsa contiene la Piedra Milagrosa de los Padres, la posesión más valiosa del pueblo nankoweap. Hubo un tiempo en que tú también la venerabas. Te la ofrezco como garantía de mi promesa. Quédate aquí, no molestes más a nuestro pueblo.

Despacio, con aire solemne, abrió la bolsa y la sostuvo en el aire con manos temblorosas, aunque Nora no sabía si los temblores se debían al miedo o a la edad.

El lapapieles vaciló unos instantes.

—Tómala —le susurró Beiyoodzin. La monstruosa figura avanzó un poco y tendió los brazos para coger la bolsa, inclinando el cuerpo hacia adelante.

De repente, con la velocidad de un rayo, Beiyoodzin arrojó la bolsa a la cara del lapapieles.

Una espesa nube de polvo surgió de su interior, cubriendo la máscara de la figura y esparciéndose en largas líneas grises sobre la piel ensangrentada. El lapapieles lanzó un rugido de asombro e indignación, retorciéndose y tratando de arrancarse la máscara violentamente, perdiendo el equilibrio. Con agilidad felina, Beiyoodzin abandonó de un salto el saliente de roca para regresar al sendero. El lapapieles empezó a dar patadas frenéticamente mientras luchaba por escapar de la nube de polvo, tambaleándose al borde del precipicio para caer finalmente al vacío con un aullido de furia. Nora contempló la caída en las sombras de color violeta y moteadas por la luna: la piel de lobo dando rabiosas sacudidas, los miembros agitándose en el aire con desesperación, la máscara desprendiéndose del rostro mientras el alarido espeluznante se confundía con el rugido del río unos metros más abajo. Y entonces, de repente, desapareció.

Por un momento permanecieron inmóviles. Beiyoodzin miró a Nora y a Smithback y asintió con tristeza.

Con una mueca de dolor, Nora ayudó a Smithback a enfilar la cuesta en dirección a Beiyoodzin, que estaba de pie junto al recodo, con la mirada fija en el abismo.

—Siento haberles asustado de ese modo —dijo con voz pausada—, pero a veces la única defensa que tenemos consiste en interpretar el papel del coyote, el embaucador.

Sin dejar de mirar hacia abajo, tendió el brazo y tomó la mano de Nora entre las suyas. La mano del anciano era fría, ligera y seca como una hoja.

—Y tantas muertes… —murmuró el viejo—. Tantas muertes… Pero al menos el mal se ha consumido a sí mismo.

Luego levantó la mirada y Nora vio bondad y compasión, así como una tristeza infinita, en sus ojos.

Por unos instantes ambos se miraron en silencio, hasta que Beiyoodzin dijo:

—Cuando esté lista, la llevaré hasta su padre.