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Con la respiración entrecortada, Nora se acercó al agujero del tejado de la torre y bajó sigilosamente hasta el pequeño reducto que había debajo. Poniéndose a gatas, avanzó hacia el borde del hueco y se asomó al vacío. Sólo veía la oscuridad envolvente y presentía la presencia del vacío bajo sus pies. No oía nada salvo el arrullo del agua en el valle, el enloquecedor e incesante borboteo que ahogaba otros sonidos más sigilosos.

Los brazos empezaron a temblarle, amenazando con paralizarse por el pánico. La idea de bajar a ciegas por el complejo laberinto de madera vieja le producía escalofríos, pero aún era más aterradora la idea de quedarse allí, en el interior de la torre, esperando a que una criatura monstruosa viniese por ella. Ahora que no tenía ningún arma —ahora que no tenía forma humana de defenderse—, la torre se había convertido en una trampa mortal de la que debía escapar.

Trató de acompasar la respiración a un ritmo normal, para impedir que se le nublase la razón. Colocando un pie por el borde del saliente, tanteó el vacío con cuidado hasta dar con la primera muesca del poste superior. Adelantándose con prudencia, apoyó el peso de su cuerpo en la vieja estructura de madera sin soltar el saliente de piedra, hasta fijar el pie en el poste. Con mucho cuidado, empezó a descender, bajando las muescas de una en una. Notó cómo un viento frío trepaba por la escalera desde abajo y le acariciaba las piernas. El viento arreció, y la torre crujió y dio una sacudida como respuesta. Unos guijarros cayeron al vacío y pasaron rozándole la cabeza, recordándole la inmensidad del abismo que se abría bajo sus pies.

Por fin, su pie alcanzó la seguridad del segundo saledizo de piedra. Se detuvo unos instantes, tratando una vez más de controlar el frenesí de los latidos de su corazón. Sin embargo, no podía quedarse allí, suspendida entre el tejado y el suelo, donde aún era más vulnerable. Agazapada en la oscuridad, con los dedos extendidos, buscó a tientas el comienzo del segundo poste. Inició el descenso de nuevo, equilibrando el peso del cuerpo entre el poste resquebrajado de madera y las protuberancias de piedra.

Cuando estaba a punto de llegar al siguiente saledizo, volvió a detenerse, horrorizada. Creyó oír un ruido, el sonido hueco y suave de una pisada. Esperó, atenta a cualquier otro ruido en la oscuridad, pero no oyó nada más, por lo que siguió deslizándose hasta llegar a la seguridad que le ofrecía la siguiente plataforma de piedra.

Quedaba un último descenso. Tranquilizándose, se agarró al nuevo poste y comprobó su firmeza. Con el mismo cuidado de antes, bajó primero una muesca, luego otra y otra más.

De repente, notó cómo el poste cedía con un aterrador crujido. La estructura de madera parecía estremecerse. Sin pensarlo dos veces, se apartó del poste y bajó de un salto los últimos tres metros, aterrizando en el suelo de piedra con un fortísimo impacto. Unas punzadas de dolor le recorrieron las rodillas y los tobillos cuando se puso de pie y echó a andar, tambaleándose, hacia la entrada de escasa altura que daba a la techumbre adyacente. Miró alrededor, temblando de cansancio y miedo, pero no había nada; la ciudad parecía estar en silencio y desierta.

Debía llegar al valle. Al menos allí tendría una oportunidad. Quizá Sloane se había equivocado, y Swire y Bonarotti seguían con vida. Si pudiese esconderme hasta mañana, tendría más posibilidades de encontrarlos, pensó. Se sentiría más segura si lograba encontrarlos. Tal vez incluso encontrase el arma de Sloane, perdida en algún lugar del valle. Y siempre cabía la esperanza, por pequeña que fuese, de que el disparo que había recibido Smithback no hubiese sido mortal…

Nora se pasó la mano por la cara y gimió. No podía permitirse pensar en eso, no en esos momentos.

Con el máximo sigilo posible, se deslizó por el tejado y se asomó a la escalera que estaba apoyada contra el bloque de adobe. El camino parecía estar despejado. Escurriéndose por el borde, bajó tan rápido como pudo y luego se detuvo para echar un vistazo alrededor. Nada.

De pronto, el horror la asaltó de nuevo. La ciudad parecía estar dormida. La luna, apareciendo y desapareciendo como por arte de magia entre las nubes veloces, proyectaba franjas de luz sobre las estructuras de adobe. Pero a pesar de todo, su instinto le decía que pasaba algo malo.

Con suma cautela, sin separarse de la pared de la torre, se encaminó hacia la parte delantera de la ciudad y se asomó al otro lado al llegar a la esquina. De uno en uno, todos los objetos aparecieron ante su vista, iluminados por el brillo intermitente de la luna: el muro de contención, la plaza central, el contorno fantasmagórico de los edificios de adobe…

Una vez más, la sensación de peligro se apoderó de ella y el instinto hizo sonar la voz de alarma. En ese instante supo de qué se trataba, pues el viento de la medianoche trajo consigo un inconfundible aroma a campanillas.

Casi sin ser consciente de lo que estaba haciendo, retrocedió, alejándose de la torre y adentrándose en la oscuridad que cubría los límites de la ciudad. Como movida por un resorte instintivo, echó a correr desesperadamente, haciendo caso omiso de los obstáculos. No tenía ningún plan, lo único que sentía era un pánico animal que la obligaba a seguir corriendo, a huir en busca del lugar más lejano y oculto que pudiese encontrar. El mero hecho de detenerse o rezagarse era una invitación directa al ataque.

Callejones oscuros, pilas bajas de escombros y estructuras angulares de adobe quedaban iluminadas por la débil luz de la luna mientras corría. De repente, se paró en seco. A su derecha vio las estructuras bajas y hundidas de los graneros, y justo ante ella, con sus fauces amenazadoras, se hallaba la entrada del callejón que conducía al osario. Nora sabía que en su interior la oscuridad sería absoluta. Tal vez allí encontrase un escondite, en el interior de las casas de adobe de la mismísima ciudad secreta.

Avanzó unos pasos y luego volvió a detenerse. La persiguieran o no, nunca volvería a entrar en aquel callejón y dejar que el polvo micótico acabara con ella. Nunca más.

Por el contrarío, se volvió y se adentró en el callejón trasero que recorría los graneros. A mitad de camino de la suave curva del callejón, se detuvo junto a una nueva escalera de poste que estaba apoyada en el conjunto posterior de estructuras de adobe. Agarrándose a la madera seca, trepó hasta el segundo piso. Tras subir al tejado, levantó la escalera de poste y la trajo consigo hasta la techumbre. Al menos sería una forma de entretener al lapapieles y de ganar un poco más de tiempo.

Meneó la cabeza, tratando de olvidarse del pánico que sentía y de pensar con claridad. Las nubes ocultaron de nuevo a la luna entre sus garras. Sólo el río pronunciaba su murmurante discurso. Quivira estaba en silencio, expectante, bajo un velo de oscuridad.

Avanzó hasta la serie de tejados de la parte posterior y dejó atrás una larga hilera de diminutas entradas. Los murciélagos asomaban batiendo sus alas por los recovecos de la ciudad, atravesando la oscuridad en su camino hacia el valle. Salvo por unas cuantas estructuras de adobe del centro, que empezaban en la parte delantera y acababan en la parte posterior de la ciudad, la mayoría de los edificios eran callejones sin salida. Pensó en esconderse en el interior de uno de los edificios, pero descartó la idea de inmediato, pues en ese caso sólo sería cuestión de tiempo antes de qué la encontrara. Sería mejor seguir corriendo, esperar una oportunidad para bajar hasta el valle.

Se deslizó por la hilera de entradas abiertas y luego se detuvo en la esquina del bloque de adobe, escuchando.

De pronto el susurro de una pisada invadió la oscuridad. Nora miró alrededor con frenesí; con el sonido del río retumbando en la bóveda, era casi imposible saber de dónde provenía el ruido. ¿La había seguido el lapapieles hasta los graneros y ahora estaba justo detrás de ella? ¿O estaba escondido en algún lugar de la plaza, aguardando el momento oportuno hasta que ella se acercase a la escalera de cuerda?

Se oyó un nuevo ruido, no tan débil como el anterior. Le pareció que venía de abajo. Tumbándose, Nora avanzó a gatas hasta el lateral del tejado y se asomó al borde con cuidado para observar el pozo de oscuridad. Nada.

Se puso de pie y notó que el olor a flores era ahora más intenso, empalagosamente dulzón. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Se apartó del parapeto y en ese momento oyó que alguien colocaba el poste contra el costado del edificio. Rápidamente se agachó para pasar al siguiente conjunto de casas de adobe.

Se apoyó contra la pared, tratando de recobrar el aliento. Hiciese cuanto hiciese, dondequiera que fuese, siempre estaría en desventaja. El lapapieles era más rápido que ella, y mucho más fuerte. En la oscuridad se sentía como pez en el agua. El corazón le dio un vuelco al pensar que nunca la dejaría salir con vida de aquel valle.

Sólo tenía una posibilidad, aunque era muy remota. De algún modo, tenía que equilibrar el campo de batalla, tenía que minimizar la amenaza, y eso implicaba hacerse con un arma.

En el interior la habitación estaba fría y en silencio. Nora echó un vistazo alrededor. En un rincón había un montón de máscaras de los dioses de la guerra, bocas torcidas de color carmesí que exhibían unas muecas burlonas bajo la pálida luz nocturna. El aire olía a ratas de bosque y a moho. Se deslizó por la siguiente entrada hasta otra habitación, más oscura que la primera, tanteando las paredes, dejando que su recuerdo del lugar guiase sus pasos.

Con cuidado, se abrió paso hasta la tercera estancia. Una rendija de luz se filtraba por una grieta en el tejado, y entonces las vio: una pila de lanzas de madera templadas con fuego y acabadas en unas puntas de obsidiana muy afiladas. Cogió unas cuantas, eligió las dos más ligeras y salió de la habitación por un estrecho pasadizo.

Siguió avanzando a tientas, desplazándose con cuidado hasta la siguiente estancia dentro de la misma estructura de adobe. Su recuerdo de la ubicación de las lanzas había sido correcto, y también recordaba que aquel sistema de estancias tenía una entrada en la parte delantera y otra en la posterior. Sin embargo, había cientos de estancias en Quivira, de modo que no podía estar segura del todo.

Localizando el marco de la puerta, se agachó para pasar a la siguiente habitación, donde una luz gris se filtraba desde la entrada opuesta. Con una leve sensación de alivio, Nora dedujo que debía de hallarse cerca de la parte delantera de la estructura. Echó a correr hacia el rincón más oscuro y esperó, escuchando.

Para aquel entonces, el lapapieles ya debía de haberla seguido hasta el laberinto de estancias de la estructura de adobe. Nora apoyó la lanza en su hombro y le pareció muy frágil e insustancial en su puño sudoroso. Tal vez era el colmo de la locura creer que tenía alguna posibilidad de salvar su vida, pero la otra alternativa era no hacer nada, esperar aterrada el inevitable final. Además, sabía que por muy rápidas y fuertes que fuesen los lapapieles, también eran mortales.

Su cuerpo se puso en tensión al percibir el débil ruido de una pisada en la habitación contigua. El sonido del río llegaba amortiguado dentro de las estancias de adobe, y se esforzó por escuchar atentamente. Oyó un nuevo ruido, también muy débil. El olor a flores se hizo insoportable. Luchando por mantener en guardia sus cinco sentidos, Nora enarboló la lanza. Una sombra irregular, completamente negra, invadió la entrada de la estancia. Con un alarido involuntario, arrojó la lanza con todas sus fuerzas. Luego echó a correr por la puerta del fondo hacia la última estancia de la estructura. No oyó ningún aullido, ningún grito, pero sí creyó percibir el sonido hondo y contundente de la lanza al atravesar la piel.

Salió a trompicones de la estancia a través de la abertura en el adobe, dirigiéndose a la techumbre plana que recorría la parte delantera de la estructura. Sin atreverse a hacer un alto para respirar, trató desesperadamente de encontrar un camino para bajar.

Se produjo un brusco ruido a sus espaldas y a continuación un fuerte peso se desplomó sobre ella, tirándola al suelo con violencia. Gritando de miedo, trató de zafarse de aquella bestia. Una pesada piel de animal, húmeda por el sudor y el repugnante olor a flores en estado de descomposición, le golpeó el rostro. Levantó la vista y vio la cabeza enmascarada encima de ella, con la lanza clavada en el hombro y agitándose frenéticamente. La bestia levantó el brazo y un cuchillo de obsidiana brilló en la penumbra.

Con gran esfuerzo, Nora consiguió apartarse a un lado. Sintió un dolor punzante en la pantorrilla cuando el cuchillo asestó su golpe triunfal. Sin tiempo para detenerse, se arrojó de cabeza por el tejado de la estructura de adobe. Aterrizando en un montón de arena, se puso en pie y echó a correr como pudo hacia el refugio que le proporcionaba la sombra de los bloques del primer piso. Era consciente de que no dejaba de gimotear mientras corría. Sentía un dolor lacerante en la pierna y de pronto notó cómo un húmedo reguero de sangre le resbalaba por el tobillo.

Atrás se oyó un golpe sordo, como de un cuerpo pesado saltando al suelo. Nora se agachó al llegar a la entrada de la estancia más cercana y, cojeando, se internó por una serie de galerías que la condujeron a una cámara pequeña y oscura. Las nubes habían vuelto a tapar la luna momentáneamente, pero ella sabía que detrás de aquella cámara se hallaba la plaza central. Se arrodilló en la agobiante penumbra, mientas su cerebro trabajaba a toda velocidad. Un rancio olor a sangre invadió su olfato; el corte debía de ser mucho más profundo de lo que había supuesto.

El murmullo de unos pasos a la carrera la puso en pie de nuevo. La luna reaparecería de detrás de las nubes en cualquier momento, y aquel monstruo sólo tardaría treinta segundos en seguir el rastro de sangre directamente hasta ella. En ese momento, el espeso olor a sangre se vería reemplazado por el intenso y terrible olor a flores.

Como si le hubiese leído el pensamiento, un aura fantasmal recubrió las paredes de la habitación cuando la luz de la luna se derramó de nuevo sobre la ciudad. Nora se preparó para lo que quizá sería la carrera final a través de la plaza en dirección al muro de contención. En el fondo de su corazón, sabía con certeza que no lo conseguiría, pero no podía soportar la idea de quedarse en aquella habitación, acorralada como un animal, a la espera de una muerte segura y brutal.

Respiró hondo un par de veces y luego se volvió para encarar la abertura que conducía al exterior de la estancia.

Y entonces, horrorizada, se quedó inmóvil.

En el rincón del fondo, iluminado por la luz sepulcral, estaba Luigi Bonarotti. Tenía los ojos vidriosos abiertos con una mirada inerte. Bajo la tenue luz, parecía estar bañado en una sombra de sangre aún más oscura. Nora observó los detalles más atroces y escalofriantes: le habían cortado los dedos y los pies, arrancándole parte de la cabellera de la cabeza. Nora cayó de rodillas y se tapó la boca, sintiendo náuseas.

Como si estuviera aún muy lejos, oyó al lapapieles avanzar por el pasadizo que había tras los bloques de adobe.

Nora se incorporó de golpe, sin apartar la vista de Bonarotti. En su cintura, intacta todavía, seguía la monstruosa arma.

Sin dudarlo un momento, se abalanzó sobre el arma, manoseó el seguro con nerviosismo y la sacó de su funda. Era una Magnum Super Blackhawk del calibre cuarenta y cuatro, rápida y mortal. Se limpió la mano ensangrentada en los vaqueros y a continuación correteó hasta la pared mientras se oía otro paso, esta vez más cerca.

De pronto, con una velocidad inaudita, el lapapieles apareció en la puerta con sus pesadas pieles agitándose por la carrera. Las manchas blancas de su barriga eran de color azul bajo la luz de la luna, y unos ojos rojos furiosos la miraban desde detrás de las ranuras en la máscara de gamuza.

Por un instante, miró a Nora de hito en hito y en silencio. Luego, lanzando un gruñido grave, saltó hacia adelante.

En los confines de la pequeña estancia de adobe el estruendo del arma fue ensordecedor. Nora cerró los ojos ante el cegador fogonazo, dejando que los codos y las muñecas frenasen el poderoso retroceso. Se oyó un aullido frenético y Nora disparó otra vez en la misma dirección, sin abrir los ojos. Con un agudo pitido en los oídos, salió como pudo hacia la puerta para luego tropezar y caer de espaldas en la plaza central. Rodó por el suelo y de inmediato apuntó con el arma hacia la puerta. Inexplicablemente el lapapieles se hallaba debajo de la entrada, agachado y con los brazos alrededor de su estómago. Nora oyó el goteo en el suelo de un líquido espeso, mientras las terribles heridas del pecho y la barriga del monstruo teñían la piel gruesa de sangre. De pronto, la figura se irguió, vio a Nora y saltó dando un gruñido de ira y odio. La mujer disparó por tercera vez directamente a la máscara y el poderoso impacto del proyectil detuvo en el aire a la bestia, que sacudió la cabeza hacia atrás y retorció el cuerpo hacia un lado. Apoyando el peso de su cuerpo sobre una rodilla, Nora disparó de nuevo, y luego otra vez, mientras la máscara se deshacía en húmedos fragmentos. El olor a sangre y cordita inundó el aire. El lapapieles se revolcó pesadamente en el polvo, retorciéndose y sacudiendo el cuerpo en una danza frenética, mientras los huesos y las vísceras brillaban bajo la luz de la luna, los chorros de sangre arterial fluían con una cadencia errática y un grito grave y furioso gorgoteaba en su garganta. Pero pese a todo, Nora siguió apretando el gatillo, una y otra vez, mientras el percutor golpeaba las cámaras vacías con un clic que no podía oír por sus propios gritos.

Y entonces, tras un largo rato, llegó el silencio. Poco a poco, dolorosamente, Nora se puso de pie. Dio dos pasos en dirección al muro de contención, se tambaleó, y siguió andando. Luego se desplomó en el suelo, dejando el arma a un lado. Ya se había terminado.

Allí sentada, en la entrada de piedra de la ciudad en ruinas, Nora se echó a llorar en silencio.