65

Nora hizo un último esfuerzo para alcanzar la cima del precipicio, se puso de pie y se alejó corriendo. Después de saltar por encima del muro de contención, atravesó la plaza central y se adentró en la oscuridad que se extendía bajo las sombras de los bloques de adobe.

Se detuvo y se apoyó contra una pared, jadeando y respirando con dificultad. Oyó el clamor de la lluvia a lo lejos, pero no le prestó atención alguna. Una sola imagen ocupaba su mente: Sloane, de pie junto a la tienda de Smithback tras el estruendo de aquel horrible disparo. Había encontrado a Bill y lo había matado. Por un momento, el dolor y la desesperación eran tan abrumadores que Nora pensó en quedarse de pie en medio de la plaza y dejar que Sloane la matara.

Se oyó el estallido de un trueno, que retumbó una y otra vez bajo la inmensa bóveda. El solo hecho de estar en la ciudad la ponía enferma. Dirigió primero la mirada hacia el muro opuesto de la plaza y luego de nuevo hacia los bloques de adobe y los graneros. Allí, oscuras como la boca del lobo, se abrían las fauces del callejón. Se encaminó hacia la parte posterior de la plaza, con cuidado de no levantar nubes de polvo bajo sus pies. Tal vez pudiese atraer a Sloane hasta el callejón, tenderle una emboscada, arrebatarle el arma y…

Se detuvo en seco, sin dejar de jadear: Aquello era absurdo; el pánico estaba apoderándose de ella y no podía pensar de forma razonable. El callejón no sólo era una trampa potencialmente mortal, sino que además estaba lleno de polvo micótico.

Se produjo un nuevo destello de luz y se volvió; para ver a Sloane encaramarse por encima de la escalera de cuerda, con la pistola en la mano.

—¡Nora! —oyó a Sloane gritar a pleno pulmón—. ¡Nora! ¡Por el amor de Dios, espera!

Nora se volvió, alejándose de la plaza y regresando al muro posterior de la ciudad.

Un nuevo relámpago rasgó la línea del horizonte, iluminando por unos instantes la antigua ciudad en un claroscuro añil. Al cabo de unos segundos, se oyó el estruendo del trueno seguido de otro sonido, demasiado estridente en el reducido espacio: se trataba de un disparo.

Ocultándose entre las sombras y moviéndose lo más rápido posible, Nora se deslizó por la pared de piedra hacia el viejo vertedero. Tratando de no tropezar con las lonas de Black, bordeó la orilla de la ciudad, acercándose a la oscura figura de la primera torre.

El correr de unos pasos retumbó en la piedra Nora se agachó rápidamente tras la escalera de poste que había apoyada en la torre, tratando de pasar inadvertida. En la oscuridad era imposible saber de donde de procedían aquellos pasos. Necesitaba tiempo para pensar, para decidir un plan de acción. Ahora que Sloane estaba en la ciudad, tal vez hubiese una forma de llegar hasta la escalera, bajar al valle, recoger a Smithback y…

Se oyeron más pasos, esta vez más cerca, el ruido de una respiración entrecortada y entonces, asomando por la fachada principal de la torre, apareció Sloane.

Desesperada, Nora miró alrededor: el vertedero, el callejón trasero que conducía al osario, el sendero que conducía al estrecho circuito por encima del valle. Todos eran un callejón sin salida. No le quedaba ningún sitio adonde poder escapar. Se volvió lentamente hacia Sloane, preparándose para enfrentarse a lo inevitable: el estruendo del arma, el súbito impacto y el dolor.

Sin embargo, Sloane estaba agazapada al pie de la torre, de espaldas a Nora, examinando cautelosamente la parte frontal del edificio. Tenía la mano izquierda pegada al costado, como si le doliese después de la carrera, y con la derecha sostenía el arma, que no apuntaba a Nora sino a la oscuridad de la plaza.

—Nora, escucha —dijo Sloane entre jadeos—. Algo nos está persiguiendo.

—¿Algo? —repitió Nora.

—Algo horrible.

Nora miró a la mujer. ¿Qué clase de trampa es ésta?, se preguntó.

Sloane permaneció agachada, sin dejar de apuntar hacia la plaza con el arma. Se volvió un momento para mirar a Nora y, a pesar de la oscuridad, ésta vio en sus ojos almendrados el brillo del miedo, la incredulidad y un pánico incipiente.

—¡Por el amor de Dios, mira ahí detrás! —le imploró Sloane, señalando la plaza.

Nora dirigió la vista hacia el lugar que le indicaba Sloane. Tenía la boca seca.

—Escúchame, Nora, te lo ruego —susurró Sloane, tratando de controlar la respiración—. Swire y Bonarotti han desaparecido. Creo que sólo quedamos tú y yo. Y ahora viene por nosotras.

—¿Qué es lo que viene por nosotras? —preguntó Nora, pero incluso antes de terminar la frase, se dio cuenta de que conocía la respuesta.

—Si nos separamos, moriremos —aseguró Sloane—. La única oportunidad de salir con vida de aquí consiste en permanecer juntas.

Nora miró a la oscuridad, más allá del vertedero, hacia los graneros y la entrada oculta del callejón. Trató por todos los medios de impedir que el pánico se apoderara de ella y la paralizase. Sabía que la mujer que tenía a sus espaldas había traído consigo la tragedia a la expedición, había provocado la muerte de Aragon y había asesinado a Smithback a sangre fría. Pero no podía permitirse pensar en eso. Ahora sólo pensaba en la horrible aparición que, de un momento a otro, podía surgir de entre las sombras.

La ciudad estaba llena de recovecos donde esconderse, pero ocultarse en la oscuridad no era la solución. El lapapieles daría con ellas tarde o temprano. Necesitaban encontrar un lugar defensivo donde poder resistir por un tiempo. La luz del día podría darles nuevas opciones…

En ese instante llegó a la conclusión de que no había ningún lugar adonde ir.

Ningún lugar, salvo arriba.

—La torre —masculló al fin.

Sloane se volvió hacia ella. La pregunta que formulaban sus ojos desapareció en cuanto siguió la mirada de Nora hacia la estructura que se alzaba encima de ellas.

Agarrándose al poste que usaban de escalera, Nora se encaramó hasta el tejado de la segunda planta de bloques de adobe. Sloane la siguió y dio una patada al poste al llegar a lo alto. Se precipitaron sobre la ruinosa entrada, hacia la oscuridad envolvente de la gigantesca torre.

Nora se detuvo al llegar al interior, sacó la linterna e iluminó el rectángulo oscuro que se cernía sobre ellas. El espectáculo era aterrador: una serie de escaleras de poste desvencijadas, apoyadas contra los salientes de piedra, señalaban el ascenso hacia la tenebrosa oscuridad. Para escalar, tendría que apoyar un pie en las piedras que sobresalían a lo largo del muro interior, y el otro en las muescas del poste. Había tres series consecutivas de escaleras, separadas por las estrechas franjas de piedra que recorrían las paredes interiores del edificio. Habían sido diseñadas para dificultar todo lo posible la ascensión.

Por otra parte, si lograban alcanzar el reducto de lo alto, tal vez derrotarían al lapapieles. Los anasazi habían construido aquella torre con un solo propósito: defenderse. Sloane tenía un arma y quizá hubiera piedras apiladas que sirviesen para arrojarlas desde arriba.

—¡Vamos! —susurró Sloane con voz apremiante.

Nora comprobó su linterna. La luz era cada vez más débil, pero no tenía otra opción: no podían realizar aquella escalada a oscuras. Colocando la linterna encendida en el bolsillo de la camisa, avanzó hacia el primer poste y comprobó su resistencia. Inspirando hondo, puso un pie en la primera muesca. Colocó el otro pie en el primer saliente de roca que había justo enfrente de la muesca, en la pared de la torre. Se encaramó al poste, con las piernas abiertas sobre el espacio vacío. Trepó tan rápido como pudo, intentando no pensar en el balanceo de la escalera bajo su peso, que no dejaba de emitir crujidos secos entre el polvo que la madera formaba al desprenderse. Sloane la siguió, y el frenesí con que trepaba hizo que la escalera crujiese más aún.

Al alcanzar la primera plataforma Nora se detuvo para recuperar el aliento. Cuando se agachó, jadeando, oyó un débil traqueteo procedente del exterior de la torre, como si alguien estuviese apoyando la escalera de poste contra las paredes de adobe.

De inmediato, Nora se encaramó al segundo poste seguida de Sloane. Sin dejar de trepar, avanzó por el palo vacilante, oyendo los crujidos de la madera bajo sus pies. Aquella escalera parecía mucho menos segura que la primera. Cuando se acercaba a lo alto, notó que las muescas de apoyo empezaban a ceder. Dio un salto hasta el segundo saliente de piedra, jadeando y resoplando.

En ese momento, oyó el sonido de unos pasos al pie de los postes. Una figura negra apareció momentáneamente en el tenue rectángulo de luz en la entrada de la torre. Junto a ella, Sloane masculló un exabrupto.

Por un instante, Nora permaneció inmóvil, envuelta en el mismo terror que había sentido en el rancho abandonado. El estruendo ensordecedor de un disparo la devolvió a la realidad del presente. Los ecos se estrellaron frenéticamente contra los confines de la torre. Con el corazón desbocado, Nora dirigió la linterna hacia abajo. La figura estaba subiendo por la primera escalera, con inusitada agilidad y rapidez. Sloane le apuntó de nuevo con su arma.

—¡Guárdate las balas para cuando lleguemos arriba! —exclamó Nora, y empujó a Sloane hacia la tercera y última escalera, cuya antigua geometría relució débilmente bajo el haz de luz.

—¿Qué coño estás haciendo? —le espetó Sloane.

Pero Nora se limitó a obligarla a subir por el poste sin decir una palabra. Había llegado el momento de tomar una arriesgada decisión.

Agarrándose con fuerza a la franja de piedra, levantó la pierna y dio una patada a la abrazadera del segundo poste con todas sus fuerzas. Sintió cómo se estremecía por el impacto. A continuación, le dio una segunda patada, y luego otra. Abajo, oyó cómo la figura trataba desesperadamente de agarrarse a la temblorosa estructura. Reuniendo todas sus fuerzas, Nora propinó una nueva patada al poste. Con el crujido de la madera al rendirse, esta vez el poste se desplazó unos quince centímetros y rebotó contra un saliente de piedra. Nora oyó un rugido ahogado procedente de la base. Asomándose un poco más, vio al lapapieles perder el equilibrio y empezar a caer. Entonces, con agilidad felina, arremetió contra el poste y logró agarrarse en algunos puntos de apoyo. Se quedó inmóvil unos segundos, apareciendo y desapareciendo del haz moribundo de la linterna de Nora. Finalmente, con mucho cuidado, reanudó la ascensión muy despacio. Nora dio una nueva patada al poste para tratar de derribarlo del todo, pero fue inútil.

Se encaramó al tercer poste y, pese a la protesta de sus brazos y piernas, trepó hacia el tercer saliente de piedra y al agujero que conducía al reducto de lo alto de la torre. Al cabo de unos segundos, ya se había encaramado al saliente. Desde el pequeño hueco que había junto a la plataforma, Sloane le tendió una mano para ayudarla a entrar.

Agachándose para no golpearse la cabeza con el bajo techo, Nora recorrió el espacio con su linterna. Era minúsculo, debía de medir poco más de un metro de altura por metro ochenta de anchura. Encima de su cabeza, un pequeño agujero regular conducía al tejado de la torre. Un esqueleto desarticulado yacía en una pila junto a una pared, pero su pulso se aceleró al comprobar que no había piedras ni ninguna otra clase de arma que pudiesen utilizar para defenderse, salvo unos cuantos huesos inútiles.

No obstante, todavía tenían el revólver.

Protegiendo la linterna con las manos, Nora alumbró la fría oscuridad del hueco de la torre. Dos ojos rojos se reflejaron en el haz de luz: la criatura avanzaba por la segunda escalera, acercándose cada vez más, inexorablemente.

Se agachó de nuevo en el reducto y miró a Sloane. Una cara pálida le devolvió la mirada, crispada por el miedo y la tensión. Debajo, el collar de cuentas micáceas emitía un leve brillo dorado. Nora tapó la luz con sus manos. Una parte de ella no acababa de entender qué estaba sucediendo: se hallaba atrapada allí, con la mujer que había provocado la muerte de sus amigos, mientras un ser que parecía recién salido de una de sus peores pesadillas trepaba por la escalera hacia ellas. Meneó la cabeza, en un intento desesperado de despejar su mente.

—¿Cuántas balas quedan? —susurró, enfocando con la linterna hacia Sloane.

Sin articular una palabra, Sloane levantó tres dedos.

—Escucha —prosiguió Nora, percibiendo claramente el temblor de su propia voz—, no tenemos tiempo. Apagaré la linterna y le esperaremos aquí en la entrada del hueco. Cuando esté cerca, encenderé la linterna y tú le dispararás, ¿de acuerdo?

Sloane contuvo un acceso de tos y luego asintió enérgicamente.

—Sólo tendremos tiempo para un disparo, puede que dos. Aprovéchalos.

Apagó la luz y se dirigieron hacia la abertura del reducto. Mientras Nora se desplazaba con cuidado, sus sentidos captaron todo cuanto ocurría alrededor: la fría brisa que subía desde la oscuridad de la torre, el duro metal de la linterna que llevaba en la mano, el olor a polvo y descomposición del reducto… Y el sonido de las garras trepando por la madera, cada vez más cerca.

—Prepárate —susurró.

Esperó unos minutos, oyendo el martilleo de su corazón, la sangre que fluía por sus venas. Luego encendió la linterna.

Allí estaba, justo debajo de ella, espantosamente cerca. Gritando de forma inconsciente, asimiló aquella imagen atroz: una piel de lobo con olor a almizcle, un par de ojos salvajes y una máscara espeluznante.

—¡Ahora! —exclamó, y el estruendo del arma ahogó su voz.

Bajo el débil resplandor, vio al lapapieles caer hacia un lado, mientras sus pieles daban unas violentas sacudidas alrededor.

—¡Otra vez! —gritó, tratando por todos los medios de seguir enfocando a la monstruosa figura con la linterna. Se oyó un nuevo estruendo acompañado de un aullido ahogado procedente de abajo. Cuando la luz se extinguía por completo, Nora tuvo tiempo de ver al lapapieles retorcerse sobre sí mismo y caer al vacío, engullido por el pozo de la oscuridad.

Arrojó la linterna inútil y permaneció unos minutos en silencio, escuchando. No se oía nada, ni un gruñido, ni el aliento de su respiración. El pequeño rectángulo luminoso de la entrada al pie de la torre no reveló ningún movimiento, ninguna sombra retorcida.

—¡Vamos! —dijo Sloane, y la empujó de nuevo hacia el interior del reducto para que subiera por el agujero del techo. Agarrándose a la estructura de adobe, Nora se encaramó al tejado. Se apartó de la abertura cuando Sloane asomó la cabeza por el orificio, jadeando y tosiendo.

Arriba, en lo alto de las ruinas de Quivira, el aire era frío, soplaba una débil brisa. El techo de la bóveda que alojaba el hueco quedaba a unos centímetros de distancia y era una superficie áspera y fracturada. Nora se quedó inmóvil, emocional y físicamente exhausta. No había ningún parapeto en lo alto de la torre, sino que el tejado terminaba en un espacio abierto. Más allá, la ciudad se extendía bajo sus pies. La luna luchaba por abrirse paso entre un cúmulo de nubes veloces y espantosas, y se oía el murmullo de la lluvia. La escasa iluminación, cada vez más débil, confería a los bloques de adobe, las plazas y las torres un brillo espectral. El aire húmedo le acariciaba la mejilla y le revolvía el pelo. Oyó un débil batir de alas, un viento leve en el valle. En alguna parte de ese valle se hallaba el cadáver de Smithback.

Se volvió rápidamente hacia Sloane. La mujer estaba arrodillada junto a la abertura del tejado, con el arma en la mano, mirando hacia abajo con ansiedad. Nora se acercó y juntas esperaron en un tenso silencio. Sin embargo, no se oyó ningún ruido ni ningún movimiento en la oscuridad subyacente.

Por fin, Sloane se puso en pie y se apartó del hueco.

—Se acabó —dijo.

Nora asintió con aire ausente, sin dejar de mirar hacia la negra cavidad, con la cabeza nublada por la preocupación.

Permanecieron inmóviles durante unos minutos que parecieron eternos, abrumadas por la furiosa emoción de la persecución. Finalmente, Sloane enfundó el arma.

—¿Y ahora qué, Nora? —preguntó con voz ronca.

Nora levantó la vista y la miró, sin comprender sus palabras.

—Acabo de salvarte la vida —añadió Sloane quedamente—. ¿Es que eso no cambia nada?

Nora no acertaba a responder.

—Es cierto —dijo Sloane—. Vi esa tormenta. Y también la vio Black. Pero no te mentí acerca del parte meteorológico. No me dejaste otra opción. —Un súbito brillo de ira le iluminó los ojos—. Estabas decidida a abandonar la ciudad, a llevarte tú sola todo el reconocimiento… —Un repentino acceso de tos le obligó a interrrumpirse. Nora vio que Sloane estaba luchando por no perder los nervios—. No estoy orgullosa de lo que hice —prosiguió—, pero no había otra opción. La gente muere todos los días por causas mucho menos importantes que ésta. El verdadero error fue tuyo: marcharte así como así, dispuesta a privar al mundo de la más gloriosa cerámica que el hombre haya fabricado en la historia de la humanidad.

—Cerámica —repitió Nora.

—Sí. La Kiva del Sol estaba llena, bueno… aún lo está, de cerámica micácea negro sobre amarillo. Aquí se halla el verdadero filón de esa cerámica, Nora. Tú no lo sabías, ni siquiera lo sospechabas. Pero yo sí.

—Sabía que no había oro en esa kiva.

—Pues claro que no había oro. En el fondo, ninguno de nosotros llegó a creerlo, pero todas esas crónicas no eran meras invenciones. Fue un error de traducción. —Sloane se inclinó hacia adelante—. Conoces el valor de la micácea negro sobre amarillo. Nunca se han encontrado muestras intactas, y eso se debe a que todas, sin excepción, están aquí, Nora. Eran el verdadero tesoro de los anasazi, y son algo más que simples vasijas. Los dibujos son únicos porque relatan, de forma pictográfica, la historia completa de los anasazi. Por eso los hicieron y los custodiaron aquí y no en otra parte: la información es poder. Contienen las respuestas a los grandes misterios de la arqueología del sudoeste.

Por un momento, Nora se quedó atónita al oír aquellas palabras. Olvidó el horror y el peligro al pensar en la magnitud de semejante descubrimiento. Si es cierto, pensó, nuestros demás descubrimientos no son más que…

Sloane sufrió un nuevo acceso de tos y se tapó la boca con el dorso de la mano. La escalada de la torre parecía haber absorbido todas sus energías y estaba muy pálida, con la respiración agitada. Nora volvió al presente de inmediato. La enfermedad está atacándola, pensó.

—Sloane, la parte posterior de la ciudad, y en especial la Kiva del Sol, está repleta de un polvo micótico —le explicó.

Sloane frunció el entrecejo, como dudando de haber entendido sus palabras.

—¿Polvo?

—Sí. Es lo que mató a Holroyd. Los lapapieles lo emplean para matar a la gente, lo llaman sustancia de cadáver.

Sloane meneó la cabeza con impaciencia.

—¿Qué pretendes? ¿Distraerme con esas estupideces? No cambies de tema. Te estoy hablando del mayor descubrimiento del siglo. —Sloane se interrumpió un momento y luego siguió hablando—: Verás, lo del parte meteorológico podría quedar entre nosotras. Podríamos olvidar lo que le ocurrió a Aragon, la tormenta… Esto es mucho más importante que todo eso. —Desvió la mirada—. No tienes idea de lo que significa para mí, de lo que habría significado para mí aparecer como la única descubridora; pasar a la historia como Cárter y Wetherill. De no ser por mí, habríamos abandonado este lugar dejando toda esa cerámica en manos de saqueadores sin escrúpulos que…

—Sloane —la interrumpió Nora—, los lapapieles no iban en busca de la cerámica. Querían alejarnos de ella…

Sloane levantó la mano para impedir que siguiera hablando.

—Escúchame, Nora. Juntas, podríamos entregar este inmenso descubrimiento al mundo. —Tosió una vez más—. Si yo estoy dispuesta a compartirlo contigo, seguro que tú puedes olvidar lo que ha ocurrido hoy aquí.

Nora miró a Sloane, cuyo rostro rojizo aparecía veteado por la luz de la luna.

—Sloane… —empezó a decir, antes de hacer una pausa—. No lo entiendes, ¿verdad? No puedo hacer eso. Ya no tiene nada que ver con la arqueología.

En silencio Sloane le devolvió la mirada. Luego se llevó la mano a la culata del revólver.

—Ya te lo he dicho, Nora. No me dejas otra opción.

—Siempre hay otra opción.

Sloane desenfundó el arma rápidamente y apuntó a Nora.

—Sí, claro —repuso—. Alcanzar una fama gloriosa o pasar el resto de mi vida entre rejas. Eso no me parece una opción.

Se produjo un breve silencio mientras ambas mujeres permanecían inmóviles, mirándose mutuamente. Sloane expulsó una tos seca e irregular.

—Yo no quería que esto terminara así —aseguró con más calma—, pero has dejado claro que se trata de ti o de mí. Y soy yo quien tiene el revólver.

Nora no contestó.

—Así que vuélvete, Nora, y camina hacia el borde del tejado.

Sloane hablaba en voz baja y serena. Nora la miró fijamente. Bajo la pálida luz, los ojos ambarinos eran fríos y secos.

Con la mirada todavía fija en Sloane, Nora dio un paso atrás.

—Sólo queda una bala en la recámara, pero la utilizaré si no me queda otro remedio, así que date la vuelta, Nora. Por favor.

Muy despacio, Nora se volvió para enfrentarse a la noche.

El espacio abierto se extendía ante sí, un vasto río de oscuridad. Al otro lado del estrecho valle, Nora divisó el violeta oscuro de las paredes de los precipicios. Sabía que debía sentir miedo y desesperación, y sin embargo, la única sensación que experimentaba era una fría rabia, rabia hacia Sloane y su ambición patética y desmedida. Una sola bala… De pronto se preguntó si conseguiría esquivar esa bala apartándose a un lado. Puso su cuerpo en tensión, preparada para un brusco movimiento.

Sloane la siguió.

—Cuando llegues al final, salta —le ordenó.

Sin embargo, Nora permaneció inmóvil, con los ojos y los oídos atentos en la noche. La tormenta había pasado. Desde abajo llegaba el croar de las ranas, el zumbido de los insectos enfrascados en sus actividades nocturnas. En la intensa quietud, oía incluso el fluir de la sangre por sus venas.

—Preferiría no dispararte —oyó decir a Sloane—, pero si tengo que hacerlo, lo haré.

—Maldita seas —susurró Nora—. Maldita seas por haber destrozado la expedición, y por haber matado a Bill Smithback.

—¿Smithback? —Sloane parecía tan sorprendida que Nora se volvió casi inconscientemente. Al hacerlo, vio surgir una figura del agujero del tejado, una figura oscura y cubierta por una piel de lobo que envolvía una piel desnuda y pintada. La tenue luz iluminó una mancha de color carmesí que le teñía el estómago.

Sloane se volvió rápidamente cuando la figura se abalanzó sobre ella, emitiendo un fiero rugido de venganza. La luz de la luna se reflejó sobre el revólver y el filo de un cuchillo, y ambas figuras cayeron al suelo y rodaron frenéticamente sobre la polvorienta superficie del tejado de la torre. Nora cayó de rodillas y se apartó gateando del borde, con la mirada fija en la lucha. Bajo la luz implacable, vio cómo la figura hundía una y otra vez el horrible cuchillo negro en el pecho y el estómago de Sloane. La mujer no dejaba de chillar, retorciéndose y arrastrando su cuerpo por el suelo, con un agonizante lamento. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Sloane intentó zafarse de aquellas garras. Se incorporó, blandiendo el arma desesperadamente, pero la figura la empujó hasta el suelo de nuevo. Se oyó el ruido de unos golpes y un nuevo y angustioso alarido de Sloane. Volvió a clavarle el cuchillo en el pecho hasta que la mujer logró disparar, rompiendo el puñal en mil pedazos de obsidiana que brillaron en la oscuridad. Dando un aullido, la figura se desplomó sobre ella. Se oyó un nuevo golpe al tiempo que se levantaba una polvareda, y entonces ambas figuras desaparecieron.

Nora se precipitó hacia el borde del tejado y, horrorizada, miró hacia abajo mientras ambos cuerpos, fundidos en un abrazo mortal, chocaban contra el muro de contención y rodaban por la orilla de la ciudad hasta perderse en el valle. Antes de que la luna volviese a ocultarse tras las nubes, iluminó brevemente el revólver de Sloane mientras se perdía entre la noche inconmensurable.

Temblando, Nora se echó hacia atrás y se tumbó en el suelo, respirando con fuerza.

Así pues, no habían matado al lapapieles. Con un sigilo inaudito, éste se había escondido en algún lugar de la oscura torre, esperando el momento adecuado para atacar. A continuación, se había abalanzado sobre Sloane con una determinación tan furibunda que escapaba por completo a la comprensión de Nora. Por fin, el lapapieles estaba muerto, pero también Sloane.

Sin embargo, no era la persecución en la torre, ni siquiera el súbito y terrible encuentro en el tejado lo que le provocaba el inmenso terror que sentía en esos momentos. En el transcurso de la desesperada lucha entre la bestia y Sloane su cabeza había recordado un hecho crucial: aquella noche en Santa Fe, hacía apenas tres semanas, había sido atacada por dos figuras. Y eso sólo podía significar una cosa.

Había otro lapapieles oculto en alguna parte del valle de Quivira.