Ricky Briggs escuchó el sonido distante con irritación. Aquel rítmico golpeteo sólo podía significar una cosa: un helicóptero que, por el ruido, volaba en aquella dirección. Meneó la cabeza. Se suponía que los helicópteros debían mantenerse fuera del espacio aéreo del puerto deportivo, aunque rara vez lo hacían. A menudo eran helicópteros que hacían vuelos de recreo por el lago o iban de camino al río Colorado o al Gran Cañón. Molestaban a las barcas, y cuando algo molestaba a los pasajeros de éstas, luego venían a quejarse a Ricky Briggs. Lanzó un suspiro y reanudó su trabajo con el papeleo.
Al cabo de un momento, alzó la vista otra vez. El ruido de aquel helicóptero era distinto del sonido habitual: un poco más bajo y gutural, extrañamente entrecortado, como si en realidad hubiera más de uno. Pese al zumbido, oyó el ruido de un motor diésel al aparcar junto al edificio, la comidilla de los curiosos. Con aire distraído, se inclinó para mirar por la ventana. Lo que vieron sus ojos le hizo dar un brinco en el asiento.
Dos helicópteros gigantescos se acercaban desde el oeste, volando a escasa altura. En sus cascos anfibios ostentaban sendos logotipos de Guardacostas a cada lado. Disminuyeron la velocidad hasta quedar suspendidos en el aire justo detrás de la zona de recreo del puerto deportivo, batiendo sus enormes hélices en el aire. Un pontón, de gran tamaño colgaba de uno de ellos. Debajo, el agua se arremolinaba en un torbellino de espuma blanca. Las casas flotantes oscilaban con fuerza y los bañistas con la piel tostada por el sol se agolpaban con curiosidad en la orilla de cemento.
Briggs cogió su teléfono móvil y salió corriendo hacia la pista de asfalto ardiente mientras marcaba el número de la torre de control de Page.
Fuera, en el calor asfixiante, le aguardaba una nueva sorpresa: un enorme remolque de caballos aparcado en la rampa, igual que la otra vez, con las palabras instituto arqueológico de santa fe grabadas a un lado. Mientras lo observaba, dos furgones de la Guardia Nacional aparcaron detrás de él. Un ejército de hombres uniformados bajó por la parte posterior, portando barreras para cortar la circulación. La multitud prorrumpió en murmullos cuando el helicóptero dejó caer el pontón al agua con un estruendoso chapoteo.
Su teléfono chirrió y oyó una voz al otro lado del diminuto auricular.
—Page —dijo la voz.
—¡Llamo desde Wahweap! —exclamó Briggs—. ¿Qué coño está pasando en nuestro puerto deportivo?
—Tranquilícese, señor Briggs —le aconsejó la voz serena del controlador del tráfico aéreo—. Se ha puesto en marcha una operación de rescate a gran escala. Acabamos de enterarnos hace escasos minutos.
Un grupo de guardias estaba colocando las barreras para el tráfico, mientras que otro había bajado a la plataforma para abrir el paso y ahuyentar a las barcas del puerto deportivo.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —replicó Briggs.
—La operación se centra en la zona desértica, al oeste de Kaiparowits.
—Dios santo. Vaya lugar para perderse… ¿De quién se trata?
—No lo sé. Nadie quiere decir nada.
Deben de ser esos arqueólogos zumbados, pensó Briggs. Sólo a unos locos se les ocurriría adentrarse en ese desierto. Un nuevo ruido de motor vino a añadirse al barullo y, al volverse, el hombre vio un semirremolque transportando marcha atrás una enorme lancha motora de líneas pulcras y elegantes en dirección al agua. Dos cajas de motores diésel idénticos sobresalían de la popa como si de unas torretas de ametralladoras se tratara.
—¿Para qué quieren los helicópteros? —inquirió Briggs al teléfono—. Los laberintos de cañones de ahí son tan estrechos y retorcidos que es imposible ver nada desde el aire. Además, tampoco podrían aterrizar en ninguna parte aunque viesen algo.
—Creo que sólo están transportando el equipo hasta el otro extremo del lago. Ya se lo he dicho, se trata de algo muy gordo.
Habían depositado la barca en el agua con gran rapidez, y emitiendo un rugido el semirremolque se alejó del lago y abandonó la plataforma inundada de agua. La lancha motora cobró vida, dio media vuelta y acarició el muelle, esperando lo suficiente para que subieran a bordo dos hombres: un joven que llevaba una camiseta con el logotipo de José Cuervo, y un hombre enjuto de pelo gris con unos pantalones caqui. Un perro marrón de aspecto monstruoso saltó a la barca tras ellos. De inmediato la lancha salió rugiendo a toda velocidad a través de la zona de recreo, dejando a cientos de motos acuáticas temblequeando como posesas a su paso. Los gigantescos helicópteros levantaron el hocico en el aire y se dispusieron a seguirla.
Briggs contemplaba la escena con incredulidad, mientras el remolque bajaba deslizándose por la rampa hacia el pontón que lo aguardaba en el agua.
—Esto no puede estar sucediendo —farfulló entre dientes.
—Ya lo creo, que está sucediendo —le aseguró su interlocutor—. Estoy seguro de que también lo llamarán a usted. Ahora tengo que colgar.
Briggs dio un furioso manotazo al teléfono, pero en ese instante empezó a sonar: un chirrido agudo e insistente que se oyó con claridad pese al escándalo de aquellos preparativos y las exclamaciones de los curiosos.