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Black se sentó en el muro de contención con la respiración entrecortada. Los cuatro miembros de la expedición que quedaban en el campamento habían hecho varios viajes a Quivira cargados con el equipo que no necesitaban para el viaje de vuelta, dejándolo en la cámara vacía que habían escogido en un rincón apartado de la ciudad. Con un poco de suerte, el equipo permanecería allí escondido, seco y fuera del alcance de los animales hasta que regresasen a Quivira.

Hasta que regresasen a Quivira… Black empezó a sudar abundantemente. Se humedeció los labios y contempló el cielo azul que se extendía por encima del borde superior del desfiladero. Tal vez no ocurriese nada. Quizá todo sucedería en otro lugar, lejos de allí.

De uno en uno, Sloane, Swire y Bonarotti fueron saliendo de la oscuridad de la ciudad y se acercaron a Black, junto al muro de contención. Bonarotti extrajo una cantimplora y se la pasó a los demás sin pronunciar palabra. De inmediato Black bebió un trago, que no le supo a nada. Recorrió con la mirada lo que quedaba del campamento: las tiendas, ya desmontadas y listas para el transporte; la fila de bolsas impermeables junto a ellos; el resto del equipo que todavía había que transportar hasta el almacén…

De pronto sus oídos captaron algo, o puede que simplemente se estremeciera, no estaba del todo seguro: un extraño movimiento del aire, casi una vibración. Se le aceleró el pulso y dirigió la vista a Sloane, que tenía la mirada perdida en el valle. Consciente de que estaba observándola, se volvió hacia él y luego se puso en pie.

—¿Habéis oído algo? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular. Devolviendo la cantimplora a Bonarotti, se acercó al borde del precipicio. Swire la siguió y, al cabo de unos segundos, Black se unió a ellos.

A sus pies el valle todavía parecía un paisaje pastoril, soñoliento por el calor y bañado en la última luz de mediodía. Pero la vibración, como un motor que hubiese cobrado vida, parecía inundar el aire. Las hojas de los álamos empezaron a temblar.

Bonarotti se acercó junto a ellos e inquirió, mirando alrededor con curiosidad:

—¿Qué pasa?

Black no respondió. En su interior bullían dos emociones distintas: el terror y un entusiasmo insoportable, casi nauseabundo. Se había levantado un viento cada vez más fuerte procedente de la boca del cañón. Distinguió el sonido de los matorrales agitándose sin cesar como posesos. Luego el cañón emitió un estruendoso alarido, largo y distorsionado, que fue oyéndose cada vez más cerca. Ahora debe de estar en el cañón, pensó Black. Se oyó una especie de zumbido, pero ignoraba si procedía del valle o sólo lo oía en el interior de su cabeza.

Observó a sus compañeros, que tenían la mirada fija en la entrada de la garganta secundaria. En el rostro de Swire la expresión de perplejidad dio paso a un gesto de súbita comprensión de lo que estaba pasando y luego al más puro horror.

—Una riada —farfulló el vaquero—. Dios mío, están en ese cañón… —Se precipitó hacia la escalera.

Black contuvo la respiración. Creía saber lo que ibaa ocurrir, creía estar preparado para todo, y sin embargo, comprobó que no era así al observar el espectáculo que tuvo lugar ante sus ojos.

Con un rugido sonoro y grave, el cañón escupió una masa de rocas y troncos de árboles despedazados, que salían en estallidos de la estrecha grieta y caían al suelo dando vueltas. Acto seguido, con el poderoso bramido de una bestia abriendo sus fauces, el cañón vomitó una masa líquida; toneladas de agua marrón mezclada con estrías de rojo viscoso. Confluyó en una pared apoteósica que se abatió con un estruendo atronador sobre la ladera de piedra, lanzando nuevos chorros de agua y columnas de humo. Arrambló el cauce seco del valle, destrozando las gradas de tierra a su paso, desgarrando partes de la ladera e incluso arrancando pedazos de la pared del cañón con su extrema virulencia. Por un momento, horrorizado, Black creyó que llegaría a superar las franjas de tierra verticales de cada lado de la llanura y se precipitaría sobre el campamento. Sin embargo, la temible ola destructiva se limitó a atrapar en sus fauces las orillas de piedra de la franja para luego masticarlas y devorarlas, aunque su furia, no por contenida hacía el espectáculo menos terrible y asolador. Distinguió a Swire cerca de la alameda, protegiéndose la cara con los brazos y retrocediendo hacia el campamento, impulsado por la furia de la ráfaga infernal.

Black permaneció inmóvil en el borde del precipicio, zarandeado por el viento y paralizado por el estupor y el horror. Junto a él, Bonarotti estaba gritando algo, pero Black, ensimismado contemplando el agua, no podía oírle. Nunca habría imaginado que el agua fuese capaz de desatar una furia como aquélla. La observó mientras barría el centro del valle, destruyendo ambas orillas, engullendo árboles enteros y transformando en un instante el apacible paisaje inundado por el sol en una visión acuosa del infierno. Miles de arco iris se erguían entre la espuma, reluciendo bajo la atroz luz solar.

En ese momento vio un destello de amarillo entre el marrón turbio de las aguas: la bolsa donde se hallaba el cadáver de Holroyd. Y al cabo de unos segundos, distinguió algo más, atrapado en una ola vertical: un torso humano, con un brazo todavía pegado a él, cubierto con los jirones que quedaban de una camisa marrón. Mientras Black contemplaba la escena con una mezcla de repugnancia y estupor, el truculento despojo humano se irguió en la cresta de la ola y giró sobre sí mismo, de tal modo que el brazo empezó a agitarse en el aire en una macabra súplica de ayuda. Luego se confundió con una bruma de marrones y grises, hasta sumergirse de nuevo en la riada.

Casi de manera inconsciente, retrocedió un paso, y luego otro más, hasta que sus talones chocaron contra la roca del muro de contención. Más que sentarse, se desplomó sobre él y le dio la espalda al valle, sin querer presenciar nada más.

Se preguntó qué había hecho. ¿Era acaso un asesino? No, por supuesto que no. Nadie había mentido. El parte meteorológico había sido claro e inequívoco. La tormenta se encontraba a treinta kilómetros de distancia, el agua podía haber ido a cualquier parte…

El bramido de la riada prosiguió a sus espaldas, pero Black se esforzó por no prestarle oídos. En su lugar, levantó la vista hacia las frías entrañas de la ciudad que se extendía ante él; oscura aun en la brillante luz de la mañana, serena, del todo indiferente a la catástrofe que estaba ocurriendo en el valle, un poco más allá. Contemplando la ciudad, empezó a sentirse mejor. Respiró lentamente, dejando que el nudo que le comprimía el pecho aflojase su presión. Empezó a pensar de nuevo en la Kiva del Sol y en el tesoro que contenía… y especialmente en la inmortalidad que representaba. Schliemann, Carter, Black.

Sintió cierto desasosiego, cierto sentimiento de culpa, y luego miró a Sloane. Ésta seguía inmóvil al borde del precipicio, contemplando el valle. Tenía la mirada turbia, pero en su rostro Black leyó una mezcla de emociones que no podía ocultar del todo: asombro, horror y, en el brillo de sus ojos y la ligera curva en la comisura de los labios… una inequívoca expresión de triunfo.