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Con la ayuda de Aragon y Smithback, Nora desató la envoltura desgarrada que cubría la funda del cadáver de Holroyd y la amarró al poste. Luego se incorporó y se limpió la ceja con el dorso de la mano. Aunque sabía que era necesario, se resistía a empezar la incómoda, ardua y deprimente tarea de transportar el cuerpo de Holroyd y las distintas bolsas impermeables cargadas con todo el equipo hasta el lugar donde estaban los caballos.

Levantó la vista y escrutó el cañón que se abría ante ellos. En el extremo opuesto de la charca, muy por encima de su cabeza, se hallaba el gigantesco tronco de álamo. Más allá había una empinada cuesta hasta la siguiente charca, y Nora supo que iba a ser un infierno atravesarla. El viento, cada vez más fuerte, le empujó un mechón de pelo a la cara, que retiró inconscientemente con los dedos para remetérselo detrás de la oreja. Respiró hondo, se arrodilló y agarró un extremo del poste.

Acto seguido, se quedó inmóvil. Notó una nueva ráfaga de aire en la mejilla, esta vez más fuerte, una ráfaga que vino acompañada del súbito y misteriosamente agradable aroma a vegetación arrasada.

El miedo hizo que la sangre se agolpara en sus oídos. El viento estaba acelerando como si de una máquina de precisión se tratase, de modo muy distinto a una brisa natural e intermitente. En el momento en que se quedó quieta, el viento se intensificó.

—Es una riada —anunció.

—¿Qué? —El cielo estaba despejado y azul, por lo que Smithback habló con curiosidad, no con preocupación—. ¿Cómo lo sabes?

Pero Nora ya no le escuchaba, sino que su cerebro estaba haciendo cálculos a una velocidad vertiginosa. Se encontraban al menos medio kilómetro dentro del cañón; no había forma humana de salir de allí a tiempo. Su única oportunidad consistía en escalar la cuesta y subir por encima del nivel de la riada.

De inmediato, señaló la cavidad de la roca donde había estado oculto el cadáver de Holroyd.

—¡Dejad el cuerpo! —insistió con apremio—. ¡Dejadlo todo! ¡Vámonos!

—Pero no podemos… —objetó Smithback.

—¡Muévete! —le ordenó Aragon, soltando el otro extremo del poste. El cuerpo de Holroyd se deslizó hasta la charca y se volvió con languidez. Desesperada, Nora avanzó a través del agua, hacia el lugar donde el saliente torcía hacia arriba en dirección al hueco.

—Pero ¿adónde vas? —vociferó Smithback sin entender nada—. ¿No deberíamos ir en la otra dirección?

—¡No hay tiempo! —respondió la mujer—. ¡Vamos! ¡Deprisa! ¡Más deprisa!

Además del ruido del viento, Nora percibió de pronto un nuevo sonido, más débil, una baja frecuencia, profunda y amenazadora. Las apacibles charcas de agua del arroyo iniciaron una danza siniestra y las bolsas impermeables que habían dejado abandonadas empezaron a saltar y rodar con una fuerza cada vez más salvaje.

Nora luchaba por mantenerse a flote y avanzar en el agua, respirando entre jadeos. La fuerza del viento siguió aumentando, y de pronto la mujer sintió un doloroso chasquido en el interior de los oídos: se había producido un cambio brusco en la presión del aire. Se volvió para mirar a Smithback y Aragon, empapados de pies a cabeza, y quiso gritarles que se dieran prisa. Sin embargo, su voz se vio sofocada por un rugido colosal y distorsionado que retumbó por todo el cañón e hizo que se le destaparan los oídos.

Acto seguido, se produjo un profundo silencio y el viento dejó de soplar.

Nora vaciló unos instantes, confusa, atenta al más mínimo ruido, por imperceptible que fuera. Procedentes de lo que parecía ser una enorme distancia, distinguió unos golpeteos y unos crujidos, claramente discernibles pese a la lejanía. Se volvió hacia el saliente de nuevo, consciente de que estaba oyendo el sonido de las rocas y los troncos al golpear contra la garganta de piedra, rebotando y chocando contra las paredes del cañón de camino hacia ellos. Mientras seguía corriendo, una nueva ráfaga de viento se intensificó hasta alcanzar el tono de un chillido agudo, inhumano, arrancando tiras de agua de la superficie del arroyo. Nora sabía que la riada convertiría primero el cañón en un túnel de viento.

Siguió avanzando incansablemente. El sonido del cañón se transformó en un aullido terrible y el huracán de viento, cada vez más potente, les arañaba la espalda. No lo conseguiremos, pensó abatida. Miró atrás de nuevo y vio que Aragon se había caído. Tendió los brazos hacia él, instándole a que se levantara, gritándole palabras que no articulaban sonido alguno bajo la mordaza del viento.

De pronto, una roca enorme apareció tras ellos, rebotando contra las paredes de piedra con golpes atronadores, rugiendo por encima de sus cabezas a una velocidad arrolladora. La seguía otra aún más grande, que avanzaba por delante del agua con un empuje salvaje. Golpeó el tronco de álamo atravesado entre las dos paredes con una fuerza descomunal y prosiguió su camino por el cañón, dejando tras de sí la estela del olor del humo y las piedras aplastadas.

Jadeando y tosiendo, Nora logró alcanzar el borde del saliente y se aferró a él con las manos, tomando impulso para salir del agua. Se encaramó a la roca y trató de no soltarse del borde resbaladizo. El aire se había llenado de agua pulverizada que no dejaba de fustigarlos sin piedad. Abrazó la pared rocosa para impedir que el viento la arrancase en volandas de allí.

Una avanzadilla de agua arremetió por el cañón justo por debajo de ellos y la luz se apagó de repente. Todo estaba sucediendo tan deprisa —el día se había vuelto tan sumamente violento y trágico con tanta rapidez— que, por un momento, Nora creyó estar atrapada en una terrible pesadilla. Apenas podía distinguir a Aragon tras ella, trepando por el saliente.

Una segunda lengua de agua pasó como una exhalación por debajo de ellos, y estuvo a punto de succionar a Aragon de la pared rocosa. Haciendo un alto en la escalada, Smithback retrocedió unos pasos y agarró a Aragon por la camisa para ayudarlo a subir. Mientras Nora observaba la escena desde arriba, sintiéndose impotente por no poder ayudar a los dos hombres, una nueva oleada atrapó la pierna de Aragon entre sus fauces. Pese al ruido infernal de la riada, Nora creyó oír el grito desgarrador del hombre, un sonido extraño, ahogado y desesperado.

Smithback trató de agarrar a Aragon con más fuerza mientras éste se veía arrastrado por la fuerza del agua hasta el borde del saliente, quedando suspendido en el aire. Una nueva roca le golpeó y Aragon salió despedido, girando sobre sí mismo una y otra vez; se oyó el ruido sordo de una tela al rasgarse y Smithback cayó hacia atrás contra el precipicio, con un jirón del cuello de la camisa de Aragon en las manos. Una furiosa ráfaga de aire arrastró a Aragon por encima de las rocas danzantes, impulsándolo corriente abajo. Finalmente una nueva ola de agua lanzó su cuerpo contra la pared del cañón como un proyectil y lo fustigó una y otra vez, hasta que unas manchas rojas tiñeron la roca oscura y desaparecieron, como el propio Aragon, entre la furiosa espuma.

Conteniendo unas lágrimas de desesperación, Nora se volvió y se agarró al siguiente punto de apoyo, tomó impulso para subir y se agarró al próximo. Más arriba, pensó, más arriba. Tras ella, Smithback trepaba toda prisa. La mujer avanzó, dio un traspié, recuperó el agarre y luego cayó de nuevo, empujada por el viento. Cuando se deslizaba hacia abajo, Smithback la rodeó con el brazo y sintió cómo su fuerza la subía por el estrecho saliente, cada vez más cerca del hueco en la roca.

Y entonces, al fin, llegó el grueso de la riada: una sombra gigantesca se alzó ante ellos, imponente, una brecha de oscuridad inundaba y borraba el último resquicio de luz; un espasmo espumoso de aire, agua, barro, roca y maderos destrozados, empujando ante sí un viento que, con la intensidad de un tornado, precedía y anunciaba el macabro espectáculo. Por un momento, Nora creyó que Smithback estaba a punto de soltarse de la roca, pero recobró el apoyo. Mientras empujaba el cuerpo de la mujer en el interior del hueco y trataba de meterse él también, se oyó una súbita descarga cuando cientos de rocas pequeñas ametrallaron las paredes del cañón. Nora notó cómo Smithback se ponía rígido y luego oyó los tabaleos sordos y húmedos de las rocas al rebotar contra la espalda del escritor.

A continuación la bestia descendió y los envolvió en el interior de un interminable rugido sofocante y sombrío. El ruido era incesante, y el bramido y la vibración eran tan altos que Nora creía que iba a enloquecer. Hecha un ovillo, se abrazó a sí misma con fuerza y rezó por que cesase el temblor. Los chorros de agua se abrían paso en el hueco y le golpeaban los hombros, tirándole de los brazos y las piernas como si intentasen arrancarla de su refugio.

En un pequeño rincón de su cerebro le pareció extraño que tardara tanto tiempo en morir. Intentó respirar, pero el oxígeno parecía haber sido succionado del aire. Sintió la tenaza de hierro de los brazos de Smithback relajarse con una aterradora sacudida. Intentó respirar de nuevo, le dio hipo, se atragantó e intentó gritar… y entonces el mundo se replegó sobre sí mismo y Nora perdió el conocimiento.