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Cuando John Beiyoodzin espoleó a su caballo para que bajase por la senda hacia el valle de Chilbah, el corazón le dio un vuelco. Desde la primera revuelta, divisó los caballos de la expedición, pues la recua estaba abrevando en el arroyo. El minúsculo riachuelo se escurría por el centro de un enorme cauces eco, lleno de surcos y baches, y jalonado por rocas lisas por la erosión y troncos de árbol. Levantó la mirada con ansiedad, pero la tormenta se hallaba fuera de la vista, oculta tras las paredes de piedra.

Sabía muy bien que aquel valle servía de cuello de botella para la vasta cuenca de Kaiparowits. La riada, recorriendo los kilómetros que lo separaban de la meseta de Kaiparowits, aumentaría su caudal a medida que los cañones fuesen confluyendo en las cuencas altas del valle de Chilbah. La zona estaba deshabitada, desde Kaiparowits hasta el río Colorado, salvo por los arqueólogos que habían acampado en el valle, un poco más allá, justo en medio de la zona de paso del agua.

Miró a la derecha, donde el valle se dividía en una serie de desfiladeros y barrancos. El agua procedente de la meseta de Kaiparowits penetraría en el valle de Chilbah a través de aquellos cañones largos y tortuosos. Luego recorrería el valle inferior en una masa imparable. Sería colosal, cubriría el valle entero y puede que incluso arremetiese contra las gradas de roca. Si no se llevaban a los caballos de la llanura y los trasladaban a las franjas de tierras altas a cada lado del valle, el agua los barrería a su paso. Muchos de los caballos de su gente habían muerto en riadas. Era algo terrible, y si había personas en los dominios del valle posterior, o aún peor, en el cañón secundario que comunicaba los dos valles…

Espoleó a su caballo por el sendero lleno de escombros. Con un poco de suerte, le daría tiempo a llegar hasta los caballos y asustarlos para que subiesen a cotas más altas.

Al cabo de cinco minutos, llegó al final del sendero. El caballo estaba agotado y sudoroso, y dejó que abrevase en el arroyo mientras escuchaba atentamente, a la espera de oír un sonido que conocía demasiado bien: la peculiar vibración que señalaba la proximidad de una riada.

Sin ver los nubarrones de la tormenta, el caballo estaba más sereno y bebía con fruición. Cuando hubo saciado su sed, Beiyoodzin condujo al animal al otro lado del cauce seco del valle y luego lo fustigó para que subiera por las empinadas cuestas. Una vez en la franja rocosa, lejos del arroyo, apretó el paso del caballo. Si permanecían en las cotas altas, estarían a salvo.

Mientras corría al galope, sorteando los enormes pedruscos y los afloramientos de roca, Beiyoodzin pensó de nuevo en las personas que se hallaban en el segundo valle, un poco más pequeño, y se preguntó si oirían la inminencia de la riada. Sabía que había una franja de tierra elevada a cada lado del arroyo y supuso que aquella gente habría sido lo bastante sensata para instalar el campamento allí arriba. Le había parecido que la mujer, Nora, tenía nociones de la vida en el desierto. Sobrevivirían si eran listos… y si tenían en cuenta las advertencias.

De pronto, detuvo el caballo con brusquedad. Cuando la polvareda provocada por los cascos cedió, Beiyoodzin se quedó quieto, aguzando el oído.

Estaba a punto de llegar. Hasta entonces, sólo había sido una vibración en el suelo, un inquietante hormigueo en sus huesos. Pero ahora era inconfundible.

Chascó la lengua y arreó al caballo. Al galope, el alazán recorrió como una flecha el terreno arenoso, saltando por encima de las rocas y los arbustos, sorteando álamos y corriendo hacia los caballos que pastaban en calma. En ese momento el anciano oyó el terrible sonido reverberar en todo el valle, ahogando incluso el ruido de su propio caballo galopante. Era un sonido sin dirección, pues venía de todas partes y de ninguna al mismo tiempo, incrementando velozmente el tono hasta convertirse en una especie de alarido. Venía acompañado de un viento que comenzaba como una brisa amable y se intensificaba con rapidez, haciendo temblar las hojas de los álamos.

Una vez más, tuvo la visión de un mundo en desequilibrio. Dieciséis años atrás, parecía algo del todo inofensivo, una auténtica nimiedad. No hagáis caso, había dicho todo el mundo. Si éstas eran las consecuencias de aquella acción, eran verdaderamente terribles.

Llegó a la orilla de la franja de tierra. Abajo, en el cauce seco, vio los caballos de la expedición. Habían dejado de pastar y permanecían con los oídos alerta y las orejas tiesas, mirando corriente arriba. Sin embargo, ya era demasiado tarde para salvarlos. Bajar en ese momento a la orilla del valle sería un suicidio. Gritó y agitó su sombrero en el agua, pero sus gritos no eran lo bastante potentes para competir con el bramido creciente, y la atención de la manada estaba en otra parte.

El suelo tembló. A medida que el ruido seguía intensificándose, Beiyoodzin se veía cada vez más incapaz de distinguir los relinchos aterrorizados de su propio caballo de los aullidos del agua. Miró corriente arriba, hacia las fauces de un viento aún más fuerte que destrozaba los matorrales de orzaga y aplastaba los sauces casi horizontalmente contra el suelo.

Luego la vio asomar por el recodo: una pared vertical de seis metros de altura que avanzaba a gran velocidad e iba precedida de un viento huracanado.

Pero no era una pared de agua, sino que Beiyoodzin distinguió una furibunda muralla de troncos, raíces, rocas y escombros de toda clase; una enorme masa revuelta, impulsada por la riada a ciento veinte kilómetros por hora. El anciano luchó por no perder el control de su caballo.

Los animales de abajo empezaron a agitarse con desesperación y salieron huyendo. Mientras Beiyoodzin contemplaba la escena con una mezcla de asombro, horror y temor reverencial, la monstruosa pared se abatió sobre ellos sin piedad. En rápida sucesión, los caballos fueron absorbidos con violencia y despedazados por la masa hambrienta. Los estremecedores estallidos de color escarlata, los trozos de carne y las patas hechas pedazos desaparecieron en el torbellino de troncos y rocas.

Tras la feroz y asesina pared de escombros, venía el gran motor de toda su fuerza, un maremoto de agua de doscientos metros de anchura, bullendo de extremo a extremo del valle en una corriente que, por el momento, era mayor que el mismísimo río Colorado. Se abría paso a trompicones por el valle, levantando almiares de agua y provocando olas de tres metros de altura. La riada arrasaba las orillas de la llanura como una motosierra, arrancando parcelas de tierra de cien toneladas y succionando los álamos que encontraba a su paso. Al mismo tiempo, Beiyoodzin sintió una ola de intensa humedad pasar por encima de él. De pronto, el aire se preñó del rico aroma a tierra húmeda y vegetación lacerada. A pesar de la distancia a la que se encontraba, hizo retroceder instintivamente a su caballo mientras las paredes de la franja de tierra empezaban a sucumbir ante él.

Desde su posición bajó la vista y observó la parte trasera, encorvada y retorcida, del maremoto mientras relampagueaba valle abajo en dirección a la oscura garganta secundaria de la pared de roca del otro extremo. Cuando la riada golpeó la abertura del cañón, el anciano percibió el impacto brutal en el temblor del suelo bajo sus pies. Se produjo una enorme onda expansiva que empezó a dar sacudidas hacia atrás a través del torrente, deteniendo momentáneamente el avance imparable de la riada, atomizando el agua. Una extensa cortina de espuma marrón hizo erupción por toda la pared rocosa, levantándose por encima de los cien metros de precipicios con una velocidad aterradora antes de volver a caer poco a poco.

El torrente entró en una nueva fase. Las aguas de la riada seguían apilándose contra la garganta secundaria, tratando de penetrar en ella por todos los medios y creando un lago improvisado: una vasta y furiosa vorágine de agua bullendo a la entrada del cañón. Cada vez que la violenta presión despedazaba los árboles que engullía en su propio torbellino, expulsaba del agua gigantescas astillas de madera.

Otra enorme franja de tierra se vino abajo ante sus ojos. Temblando, Beiyoodzin apartó a su caballo de aquella escena atroz y se encaminó hacia la vieja senda de los Sacerdotes: la puerta trasera al valle de Quivira. Había llegado demasiado tarde para salvar a los caballos, y ahora se preguntaba si alguien —incluyéndose a él mismo— lograría salir con vida del valle de Chilbah.