Nora separó la cortina de maleza y alzó la vista. La garganta secundaria serpenteaba ante sus ojos, el sol proyectaba estrías y sombras bajo la media luz rojiza, y las grietas de piedra hueca y pulidas se abrían como la garganta de una bestia descomunal. Se adentró en el agua y braceó a través de la primera charca, seguida de Smithback. Aragon, por su parte, cubría la retaguardia. El agua estaba fría tras el calor mortal y opresivo del valle, y la mujer trató de vaciar su mente, concentrándose tan sólo en la pura sensación física, negándose por el momento a pensar en el largo camino que les quedaba por delante.
Viajaron en silencio durante un rato, yendo de charca en charca, vadeando bajo las sombras, con los tranquilos sonidos de su paso reverberando en los reducidos espacios del cañón. Nora se cambió la mochila de hombro. A pesar de los pesares, lo cierto es que se sentía menos preocupada que en los tres días anteriores. Su mayor temor consistía en que Black y Sloane bajaran por aquella escala con un parte meteorológico que presagiase mal tiempo. Habría sido factible, dadas las recientes lluvias, y en ese caso habría tenido que decidir si estaban diciendo la verdad o, por el contrario, mentían para poder quedarse en Quivira. Sin embargo, la previsión de buen tiempo —aunque comunicada a regañadientes— demostraba que se habían resignado a abandonar la ciudad. Ahora sólo quedaba la penosa labor de transportar todos aquellos portes por aquel cañón hasta el lugar donde se encontraban los caballos.
No, eso no era todo. Durante todo el camino no había dejado de pensar en los restos mortales de Holroyd, que los aguardaban a medio kilómetro escaso del desfiladero. Aquellos restos iban acompañados del mensaje de que los lapapieles se encontraban cerca; puede que incluso estuvieran vigilándolos en ese preciso momento, esperando para realizar el próximo movimiento.
Se volvió y buscó a Aragon con la mirada, ya que le había dado a entender que quería hablar con ella acerca de algo. Aragon levantó la vista, miró a Nora a los ojos y se limitó a negar con la cabeza.
—Cuando lleguemos hasta el cuerpo —musitó.
Nora cruzó a nado una nueva charca, se encaramó a una roca y penetró de costado en una sección de la garganta aún más estrecha. Las paredes empinadas se ensancharon un poco alrededor de ella. En la distancia que se abría ante sí, divisó el gigantesco tronco de álamo, suspendido en el aire como un palo de embarcación de dimensiones descomunales, aprisionado entre las paredes del cañón. Justo encima, bajo la opacidad de las sombras, se hallaba el estrecho saliente que conducía al hueco donde habían dejado el cuerpo de Holroyd.
Su mirada fue del saliente a la amalgama de rocas del suelo, a la angosta charca que ocupaba los tres o cuatro metros del fondo del cañón. Reparó en una mancha amarilla que flotaba al otro lado de la charca. Era la bolsa que contenía el cadáver de Holroyd. Nora se acercó con sumo cuidado y vio un corte largo e irregular en un costado de la bolsa. Y entonces distinguió el cuerpo de Holroyd, tendido de espaldas y medio fuera del agua. Parecía inusitadamente gordo.
Nora se detuvo en seco.
—Oh, Dios —farfulló Smithback por detrás de su hombro, y luego preguntó—: ¿Nos exponemos a contraer alguna enfermedad vadeando en esta agua?
Aragon avanzó hasta ellos con gran esfuerzo.
—No, no lo creo —contestó, pero en su rostro se apreciaba una clara preocupación al pronunciar aquellas palabras.
Nora permaneció inmóvil y Smithback se quedó tras ella con gesto vacilante. Aragon se adelantó unos pasos y avanzó hacia el cuerpo. Nora vio cómo el médico lo arrastraba hasta un estrecho banco de piedra que había junto a la charca. Con cierta reticencia, la mujer se obligó a avanzar.
Luego se paró de nuevo, dando un súbito respingo.
El cuerpo en estado de descomposición de Holroyd estaba hinchado en el interior de sus ropas, en una grotesca parodia de la obesidad. La piel, que asomaba por las mangas de la camisa, era de un extraño color blanco lechoso. Los dedos, ahora simples muñones rosados, habían sido cortados a la altura de la tercera falange. Sus botas yacían abandonadas en las rocas, completamente destrozadas, y también le habían amputado los dedos de los pies, cuya palidez contrastaba con el marrón de la roca. Nora contemplaba la escena con una mezcla de repugnancia, horror e indignación. El estado de la parte posterior de la cabeza era aún peor: le habían arrancado un enorme remolino de pelo circular y perforado el disco de cráneo que había justo debajo. La masa cerebral sobresalía por el agujero.
Actuando con presteza, Aragon se puso un par de guantes de plástico, extrajo un escalpelo del maletín, lo colocó justo debajo de la última costilla y, con un breve movimiento, abrió el cuerpo. Hurgando en el interior con unos fórceps largos y estrechos, giró la mano con brusquedad y luego la retiró. En la punta del escalpelo había un pequeño trozo de carne rosada que a Nora le pareció tejido pulmonar. Aragon lo depositó en el interior de un tubo de ensayo que contenía un líquido transparente. Agregando dos gotas de un frasco distinto, tapó el tubo y empezó a agitarlo. Nora vio cómo el color de la solución se transformaba en un azul claro.
Aragon asintió, colocó el tubo con cuidado en el interior de un maletín de espuma de poliestireno y volvió a guardar el instrumental. A continuación, todavía de rodillas, se volvió hacia Nora. Dejó una mano enguantada, casi con aire protector, encima del pecho del cadáver.
—¿Sabes qué fue lo que lo mató? —preguntó Nora.
—Sin instrumentos más precisos, no puedo estar totalmente seguro —contestó Aragon con voz pausada—, pero hay una respuesta que sí parece tener sentido. Todas las pruebas que he realizado la confirman.
Se produjo un breve silencio. Smithback se sentó en una roca, a una distancia prudente del cadáver. Aragon miró al periodista y luego se dirigió de nuevo a Nora.
—Pero antes de entrar en eso, tengo que contaros algunas cosas que he descubierto sobre las ruinas de la ciudad.
—¿Sobre las ruinas? —exclamó Smithback de inmediato—. ¿Qué tiene eso que ver con esta muerte?
—Todo. Veréis, creo que el abandono de Quivira, y puede que, de hecho, incluso la propia razón de su existencia, está íntimamente relacionado con la muerte de Holroyd. —Se limpió la cara con la manga de la camisa—. Sin duda os habréis fijado en las grietas de las torres y en los derrumbamientos de los bloques de piedra del tercer piso. —Nora asintió con la cabeza—. Y también os habréis fijado en el enorme desprendimiento de rocas que hay en el extremo opuesto del cañón. Mientras estabais fuera buscando a los asesinos de los caballos, hablé con Black sobre esto. Me dijo que los daños en la ciudad fueron provocados por un ligero terremoto que tuvo lugar hacia la misma época en que fue abandonada la ciudad. «Estadísticamente, las fechas son las mismas», aseguró. El desprendimiento, según Black, también se produjo en la misma época, causado sin duda por el terremoto.
—¿Así que crees que un terremoto mató a toda esa gente? —inquirió Nora.
—No, no. Sólo fue un temblor de tierra, pero ese desprendimiento y el derrumbamiento de algunos edificios bastó para que se levantase una enorme nube de polvo en el valle.
—Muy interesante —apuntó Smithback—, pero ¿qué tiene que ver una nube de polvo de hace siete siglos con la muerte de Holroyd?
Aragon esbozó una lánguida sonrisa y añadió:
—Pues resulta que mucho, porque da la casualidad de que el polvo de Quivira está plagado de Coccidioides immitis. Es una microscópica espora micótica que vive en la tierra. Normalmente suele relacionarse con zonas desérticas muy secas, muchas veces remotas, de modo que la gente no suele entrar en contacto con ella, lo cual está muy bien, porque es la responsable de una enfermedad mortal conocida como coccidiomicosis o también denominada fiebre del valle.
Nora frunció el entrecejo.
—¿Fiebre del valle…?
—Un momento… —la interrumpió Smithback—. ¿No es ésa la enfermedad que mató a un montón de gente en California?
Aragon asintió.
—La fiebre del valle, o fiebre de San Joaquín, llamada así por el nombre de una ciudad de California. Hubo un terremoto en el desierto cerca de San Joaquín hace muchos años. El temblor provocó un pequeño desprendimiento que levantó una polvareda, y ésta se extendió por toda la ciudad. Cientos de personas contrajeron la enfermedad y veinte de ellas murieron, infectadas de coccidiomicosis. Los científicos dieron en llamar a esta clase de nube tóxica «nube tectónica micótica». —Frunció el entrecejo y puntualizó—: Sólo que el hongo de aquí, de Quivira, es una cepa mucho más virulenta. En concentraciones pequeñas, puede matar en cuestión de horas o días, pero no tarda semanas. Veréis, para enfermar hay que inhalar las esporas, ya sea a través del polvo o… por otros medios. No basta con haber estado expuesto al contacto con una persona infectada. —Se limpió la cara de nuevo—. Al principio, los síntomas de Holroyd me resultaban desconcertantes. No parecían deberse a ningún agente infeccioso que yo conociese y, desde luego, murió demasiado de prisa para que la causa pudiera estar relacionada con las sospechas más probables. Luego me acordé de aquel polvo herrumbroso del enterramiento real. —Miró a Nora—. Os hablé de mis conclusiones con respecto a los huesos, pero ¿recuerdas aquellos dos cuencos llenos de polvo rojizo? Tú creías que podía tratarse de algún tipo de ocre rojo, pero lo que no te dije es que ese polvo se componía de carne y huesos humanos secos y molidos.
—¿Por qué no nos lo dijiste? —le recriminó Nora.
—Digamos que en aquel momento estabais ocupados en otros asuntos. Además, quería entenderlo yo antes de presentaros un nuevo misterio. Bueno, el caso es que mientras especulaba con las causas de la muerte de Holroyd, me acordé de aquel polvo rojizo. Y entonces caí en la cuenta de lo que era exactamente. Se trataba de un polvillo conocido entre ciertas tribus amerindias del sudoeste con el nombre de «sustancia de cadáver».
Nora miró a Smithback y vio su propio horror reflejado en los ojos del periodista.
—Lo utilizan los hechiceros para matar a sus víctimas —prosiguió Aragon—. Hoy todavía se conoce la sustancia de cadáver entre algunas tribus indias.
—Lo sé —murmuró Nora, recordando el rostro ajado de Beiyoodzin bajo la luz de las estrellas, hablándoles de los lapapieles.
—Cuando examiné el polvo bajo el microscopio, lo encontré repleto de Coccidioides immitis. Aunque parezca una macabra redundancia, se trata de una sustancia de cadáver que mata de verdad.
—¿Y crees que Holroyd fue asesinado con ella?
—Teniendo en cuenta la elevada dosis que debió de recibir para morir tan rápidamente, yo diría que sí; aunque seguramente su enfermedad empeoró debido a la constante exposición al polvo. Estuvo excavando durante mucho tiempo en la parte posterior de la ciudad en los días previos a su muerte. Bueno, lo cierto es que todos nosotros hemos estado expuestos.
—Desde luego, yo cavé lo mío —señaló Smithback con voz temblorosa—. ¿Cuánto tardaremos en caer enfermos los demás?
—No lo sé. Depende del sistema inmunológico de cada uno y del grado de exposición. Estoy convencido de que las concentraciones más altas del hongo se hallan en la parte trasera de la ciudad, pero independientemente de eso, es vital que salgamos de aquí y nos pongan en tratamiento lo antes posible.
—Entonces, ¿existe una cura? —preguntó Smithback.
—Sí. El Ketoconazole, o en casos más avanzados en que el hongo ha invadido el sistema nervioso central, la anfotericina B inyectada directamente en el fluido cerebroespinal. Lo más irónico del caso es que la anfotericina B es un antibiótico común; por cierto, incluso estuve a punto de traer un poco.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Nora.
—Todo lo seguro que puedo estar sin contar con un equipo más completo. Necesitaría un microscopio mejor que éste para estar absolutamente seguro, porque en tejido las esférulas sólo miden alrededor de cincuenta micrones de diámetro. Sin embargo, no hay otra causa que explique los síntomas: la cianosis, la disnea, el esputo mucopurulento… la muerte súbita. Y la sencilla prueba que acabo de realizar en el tejido pulmonar de Peter confirmó la presencia de anticuerpos de coccidioidina. —Lanzó un suspiro y añadió—: No logré encajar todas las piezas hasta ayer mismo. Anoche, ya muy tarde, di un paseo por las ruinas y encontré otras muestras de sustancia de cadáver en vasijas, así como varios tipos de útiles extraños. Con todo esto y los huesos destrozados del osario, comprendí que los habitantes de Quivira estaban fabricando de hecho la sustancia de cadáver. Como consecuencia, la ciudad entera está contaminada con ella. Todo el subsuelo de las ruinas está lleno de esporas, y su densidad aumenta hacia la parte de atrás, lo que nos lleva a la conclusión de que la mayor concentración se encuentra en el callejón que conduce al osario y especialmente en la cueva de la Kiva del Sol que descubrió Black. —Hizo una pausa. Respiró hondo y luego prosiguió—: Ya os he contado mi teoría de que en realidad esta ciudad no era anasazi, sino de origen azteca. Esa gente trajo el sacrificio humano y la brujería a los anasazi. Tengo la certeza de que ellos fueron los criminales, los conquistadores, los causantes de la desaparición de la civilización anasazi y del abandono de la meseta del Colorado. Son ellos los misteriosos enemigos de los anasazi que los arqueólogos llevan buscando todo este tiempo. Estos enemigos no mataron ni impusieron su dominio mediante una guerra abierta, razón por la cual nunca hemos encontrado pruebas de violencia alguna. Sus métodos de control y conquista eran más sutiles: la brujería y el uso de la sustancia de cadáver, que apenas deja rastros. —Bajó el tono de voz—. Cuando analicé por primera vez la cripta funeraria que descubrió Sloane, creí que era un resultado del canibalismo que practicaban aquellas gentes, pues las marcas de los huesos parecían apuntar en ese sentido. De hecho, las protestas de Black aduciendo lo contrario demostraban que era la deducción obvia que cabía hacer: el canibalismo anasazi es hoy día una teoría muy extendida, aunque sea polémica. Sin embargo, ahora ya no creo que sea el canibalismo lo que se esconde detrás de todo esto, sino que estoy convencido de que esas marcas en los huesos delatan una historia de crímenes aún más terrible. —Miró a Nora con ojos angustiados—. Creo que los sacerdotes de la ciudad infectaban a los prisioneros o a los esclavos con la enfermedad, esperaban a que muriesen y luego utilizaban sus cuerpos para fabricar sustancia de cadáver. Los restos de tan cruenta operación reposan en la parte posterior de la cueva. Con la sustancia, estos conquistadores mantenían el control sobre la población a través de los rituales y sembrando el terror. Sin embargo, al final probaron un poco de su propia medicina y el hongo se volvió contra ellos. El leve terremoto que abrió grietas en las torres y provocó el desprendimiento debió de levantar una nube tectónica micótica en el valle, igual que en San Joaquín. Sólo que aquí, en el reducido espacio del cañón, la nube de polvo no tenía sitio adonde ir. Invadió el hueco de Quivira por completo y envolvió la ciudad en su manto mortal. Todos esos esqueletos, arrojados en lo alto de los huesos rotos en la parte trasera de la cueva, fueron sus víctimas, los sacerdotes aztecas.
Aragon dejó de hablar y apartó la mirada de Nora. Ésta pensó que nunca había visto el rostro de aquel hombre tan demacrado, tan sumamente exhausto.
—Ahora me toca a mí contarte algo —dijo Nora con voz queda—. Puede que sean unos hechiceros modernos quienes tratan de echarnos del valle. —Le resumió con breves palabras la agresión en el rancho y la reciente conversación con Beiyoodzin—. Nos siguieron hasta aquí —concluyó—, y ahora que han encontrado el yacimiento, están tratando de echarnos para saquearlo.
Aragon guardó silencio unos instantes y luego hizo un gesto de negación con la cabeza.
—No —repuso—, no creo que estén aquí para saquear la ciudad.
—Pero ¿qué dices? —inquirió Smithback—. ¿Y por qué si no iban a tratar de echarnos?
—No, no pongo en duda que traten de echarnos, pero no para saquear la ciudad. —Miró a Nora una vez más—. Habéis dado por sentado todo este tiempo que los lapapieles querían encontrar la ciudad. ¿Y si lo que querían era protegerla?
—No lo entiendo… —susurró Smithback.
—Espera un momento —lo interrumpió Nora, tratando de ordenar sus ideas.
—¿Cómo si no iban a habernos localizado tan rápidamente? —preguntó Aragon—. Y si de veras mataron a Holroyd con sustancia de cadáver, ¿de dónde podrían haberla sacado si no es de Quivira?
—Así que no buscaban la carta para saber dónde estaba Quivira —murmuró Nora—. Lo que querían era destruir la carta para que no llegásemos hasta aquí.
—Es la única explicación que tiene algún sentido —expuso Aragon—. Antes pensaba que Quivira fue una ciudad de sacerdotes, pero ahora creo que era una ciudad de hechiceros.
Permanecieron sentados unos minutos más, las tres figuras alrededor de la forma inmóvil de Holroyd. Luego una súbita brisa, fría y húmeda, meció el flequillo de Nora.
—Será mejor que nos pongamos en marcha —anunció levantándose—. Hay que sacar el cuerpo de Peter del cañón.
En silencio, empezaron a envolver el cuerpo en la bolsa desgarrada.