Smithback se arrodilló junto a la tienda y levantó la portezuela de lona con sumo cuidado, asomando la cabeza en el interior con una mezcla de repulsión y pena. Aragon había envuelto el cadáver de Holroyd en dos capas de plástico y luego lo había cerrado en el interior de la bolsa impermeable de mayor tamaño de la expedición, una bolsa amarilla con rayas negras. A pesar de las precauciones del médico, la tienda apestaba a yodo, alcohol y otros hedores. Smithback se echó hacia atrás y empezó a respirar por la boca.
—No sé si voy a ser capaz de hacerlo —musitó.
—Acabemos de una vez por todas —replicó Swire, cogiendo un poste y asomándose al interior de la tienda.
No hay avance editorial que merezca esto, pensó Smithback. Hurgando en el bolsillo en busca de su pañuelo rojo, se lo ató en la boca con cuidado. A continuación, se enfundó un par de guantes encima de los guantes de lona que le había dado Aragon, cogió un trozo de cuerda y siguió a Swire al interior de la tienda de campaña.
En silencio, Swire colocó el poste junto al cadáver. Luego lo ataron al poste lo más rápidamente posible, enrollando la cuerda sin cesar, una y otra vez, hasta que quedó bien sujeto. Swire hizo dos nudos en los extremos y, agarrando cada extremo, sacaron el cadáver de la tienda.
El cuerpo de Holroyd era algo enclenque, de modo que Smithback se cargó uno de los extremos del poste al hombro con relativa facilidad. Apuesto a que pesa setenta kilos, setenta y dos como mucho, pensó. Eso significa que cada uno de los dos lleva treinta y seis kilos… Es curioso el modo en que, en situaciones de máxima tensión, el cerebro se obstina en concentrarse en los detalles más triviales, y más cotidianos. Smithback sintió una punzada de compasión por aquel hombre joven, simpático y sin pretensiones. Tan sólo tres noches antes, bajo su pertinaz interrogatorio periodístico junto al fuego, Holroyd por fin se había decidido a abrir su concha, hablando durante un rato asombrosamente largo sobre su profunda devoción por las motocicletas. A medida que había ido lanzándose, la timidez lo había abandonado y todo su cuerpo parecía arrebatado por el entusiasmo. Ahora aquel cuerpo estaba rígido. Demasiado rígido, de hecho. A Smithback no le gustaba el modo implacable en que los rígidos pies de Holroyd, envueltos en la bolsa, chocaban contra su hombro conforme avanzaban hacia el cañón.
Recordó la discusión acerca de lo que había que hacer con el cuerpo. Tenían que llevarlo a un lugar seguro, lejos del campamento, los elementos y los animales depredadores, hasta que pudieran recuperarlo más adelante. Nora había dicho que no podían enterrarlo en el suelo, pues los coyotes lo desenterrarían. Se mencionó la posibilidad de colgarlo en la copa de un árbol, pero después de años de riadas llevándose por delante las ramas inferiores, la mayoría de los árboles eran inaccesibles. En cualquier caso, Aragon había dicho que era importante llevarse el cuerpo lo más lejos posible del campamento. Entonces Nora recordó el pequeño refugio de roca situado cerca del camino del cañón, por encima de la marca que señalaba la máxima crecida y accesible mediante un saliente escalonado. Era un lugar perfecto para esconder el cadáver. Además, era imposible pasar de largo: el refugio se hallaba a seis metros del fondo del cañón, justo encima del tronco de un álamo gigantesco que una riada anterior había dejado atragantado entre las paredes de piedra. La amenaza de lluvia había pasado —Black había comprobado la previsión meteorológica en lo alto del precipicio— y la garganta secundaria podía considerarse un lugar seguro, al menos por el momento…
La mente de Smithback regresó al presente. Había una razón que explicaba sus divagaciones. Se conocía lo bastante para comprender qué estaba sucediendo: trataba de pensar en otra cosa —en cualquier otra cosa—, para apartar de su cabeza la tarea que tenía entre manos. Muy en el fondo, por algún motivo que no alcanzaba a comprender del todo, Smithback se percató de que estaba profundamente asustado. No era la primera vez que había vivido situaciones de máximo peligro, como cuando tuvo que vérselas con un asesino en un enorme museo y, más adelante, cuando se jugó la vida en un laberinto de túneles subterráneos bajo la ciudad de Nueva York. Sin embargo, allí, en la agradable luz de la tarde, se sentía más amenazado que en cualquier otro momento de su vida. Había algo en la difusa y vaga naturaleza del mal que imperaba en aquel valle que lo inquietaba hasta lo indecible.
Una vez más, el pie rígido de Holroyd tocó el hombro de Smithback. Un poco más adelante, Swire se había detenido y estaba mirando hacia arriba, observando la entrada de la garganta secundaria. Smithback siguió su mirada hasta la abertura estrecha y recortada en picos. «Cielos despejados», había dicho Black; Smithback esperaba que el maldito parte meteorológico hubiese acertado.
Una vez en el cañón, lograron poner a flote el cuerpo —con ayuda de la bolsa, que actuaba como boya— en los tramos de aguas mansas. Sin embargo, al llegar al final de cada trecho, tenían que arrastrar y empujar el cadáver de Holroyd hasta el próximo charco. Al cabo de veinte minutos de empujar, vadear, nadar y arrastrar el cuerpo, los dos hombres se pararon para recuperar el aliento. Un poco más arriba del tortuoso pasadizo, Smithback atisbo el gigantesco tronco de álamo que señalaba la ubicación del refugio rocoso. Se apartó unos cuantos metros de la bolsa que contenía el cadáver, se quitó el pañuelo de la boca, lo sacudió en el aire y lo metió en el bolsillo de la camisa.
—Así que no crees que el indio que visteis tuviese nada que ver con el asesinato de mis caballos —dijo Swire. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que habían dejado la tienda de Holroyd.
—Nada en absoluto —respondió Smithback—. Sobre todo teniendo en cuenta que quienes mataron a los caballos deben de ser los mismos que destrozaron el equipo de comunicaciones. Y estábamos con el pastor cuando eso ocurrió.
Swire asintió.
—Eso mismo he pensado yo.
Smithback reparó en que Swire todavía estaba observándolo. Hacía ya mucho tiempo que aquellos ojos marrones habían perdido la chispa alegre que Smithback recordaba de los primeros días de la expedición. En las mejillas hundidas del vaquero, en su cara huesuda y su mandíbula firme, Smithback vio un gesto de gran dolor y pena.
—Holroyd era un buen muchacho —musitó.
Smithback asintió con la cabeza.
—Una cosa es meterte en líos cuando estás allí —añadió Swire, ladeando la cabeza en la hipotética dirección del mundo civilizado—, pero otra muy distinta es meterte en problemas estando aquí.
La mirada de Smithback se desplazó de Swire al cuerpo de Holroyd y luego de nuevo a Swire.
—Por eso Nora está haciendo lo correcto —contestó—, sacarnos de aquí lo antes posible.
Swire escupió un salivazo de tabaco en una roca cercana.
—Es una mujer valiente, eso hay que reconocerlo —dijo—. Ofrecerse como voluntaria para seguir el rastro de esos asesinos de caballos ella sola… para eso hace falta tener agallas. Pero no basta con tener agallas. He visto que hasta el menor problema acaba por matar a la gente en un sitio como éste. Y, ¿sabes una cosa? Nuestros problemas no son precisamente pequeños.
Smithback no respondió, pues seguía pensando en Nora y en su afilada lengua, su mirada escrutadora… su coraje y determinación. Entonces descubrió, con gran desconcierto, que no estaba tan asustado por él mismo como lo estaba por ella.
Swire lo miró de arriba abajo con los ojos brillantes. A continuación, se puso en pie y agarró el extremo delantero del poste. Smithback se levantó, volvió a colocarse el pañuelo alrededor de la boca y se acercó al cadáver. Subieron el resto del camino al refugio de roca en completo silencio.