Instintivamente Nora se llevó la mano a la cintura en busca de su propia arma, cuando de repente la cabeza de la serpiente estalló en una lluvia de sangre y veneno. Su mirada fue de la serpiente a Smithback, que tenía el rostro lívido y, al igual que ella, también había desenfundado el arma.
El hombre se acercó a ellos con paso lento y parsimonioso.
—Menudo susto, ¿no? —dijo al tiempo que guardaba su arma—. Esas jodidas culebras… Ya sé que se comen a los ratones, y eso está muy bien, pero cuando salgo a mear por las noches, tengo mucho cuidado de no pisar la cola de esos bichos.
El aspecto de aquel hombre era insólito. Tenía el pelo largo y blanco, y lo llevaba recogido en un par de trenzas según el estilo tradicional de los indios norteamericanos. Llevaba un pañuelo atado alrededor de la cabeza, formando un moño a un lado. Los pantalones, extremadamente viejos pero muy limpios, le iban unos veinte centímetros cortos. Debajo, unas piernas delgadas y cubiertas de polvo calzaban, sin calcetines, unas zapatillas de deporte de caña alta fuertemente atadas y que parecían nuevas. Lucía una bonita camisa de gamuza curtida, decorada con tiras de abalorios, y un hermoso collar de turquesas le rodeaba el cuello. Sin embargo, era su cara lo que de veras fascinaba a Nora. Había gravedad y dignidad en aquel rostro, una gravedad que parecía contradecirse con la vivacidad fresca y divertida de sus ojos negros.
—Parecen estar muy lejos de su casa —dijo el hombre con voz débil y aflautada, y el peculiar tono entrecortado pero melodioso de muchos hablantes nativos del Sudoeste—. ¿Han encontrado lo que buscaban en mi campamento?
Nora miró a aquellos ojos vivos y respondió:
—No hemos tocado nada del campamento. Estamos buscando a la persona que mató a nuestros caballos.
El hombre le sostuvo la mirada, entrecerrando ligeramente los ojos. Su buen humor pareció esfumarse de golpe. Por un momento Nora se preguntó si iba a desenfundar el arma de nuevo y notó cómo su mano derecha se flexionaba involuntariamente.
Luego la tensión pareció ceder y el desconocido dio un paso hacia adelante.
—Eso es duro, me refiero a perder a tus caballos —comentó—. Tengo un poco de agua fresca ahí abajo en el campamento, además de una liebre asada y unos chiles. ¿Por qué no vienen conmigo? —les sugirió.
—Nos encantaría —respondió Nora, y lo siguieron por el laberinto de rocas hasta el campamento. El hombre les indicó que se sentaran sobre unas piedras y luego se agachó junto al fuego y le dio la vuelta a la liebre. Removió las ascuas con un palo, extrajo varios chiles envueltos en papel de aluminio y los puso unos encima de otros al lado del fuego, para que se mantuviesen calientes.
—Les oí venir, ¿saben? De modo que decidí subir ahí arriba y vigilarles. No vienen muchos turistas por aquí, así que hay que andarse con mucho ojo.
—¿Es que hemos armado mucho jaleo o algo así? —preguntó Smithback.
El hombre le lanzó, una fría mirada y desenterró una cantimplora de la arena a la sombra de una roca. Se la pasó a Nora, que la aceptó en silencio y se dio cuenta de lo sedienta que estaba. Atizó las ascuas del fuego, lo reavivó con unas cuantas ramas de enebro y luego volvió a mover la liebre.
—Así que son ustedes los del campamento del valle de Chilbah —dijo sentándose frente a ellos.
—¿Chilbah? —inquirió Smithback, sorprendido.
El hombre asintió.
—El valle que hay detrás de la cordillera de ahí. Les vi el otro día, desde arriba. —Se volvió hacia Nora y añadió—: Y supongo que ustedes me vieron a mí. Y ahora están aquí porque alguien ha matado a sus caballos y creen que podría ser yo.
—Sólo encontramos un rastro de huellas —dijo Nora con cautela—. Y conducen justo hasta aquí.
En lugar de responder, el hombre se levantó, pinchó la liebre con la punta de un cuchillo y volvió a sentarse sobre sus talones.
—Me llamo John Beiyoodzin.
Nora se detuvo un momento a considerar aquella respuesta.
—Lo siento, no nos hemos presentado —contestó—. Soy Nora Kelly, y éste es Bill Smithback. Soy arqueóloga y Bill es periodista. Estamos realizando una exploración arqueológica.
Beiyoodzin asintió.
—¿Creen que tengo aspecto de ser un asesino de caballos? —preguntó de pronto.
Nora vaciló unos instantes.
—Supongo que no sé qué aspecto debería tener un asesino de caballos.
El hombre trató de asimilar aquellas palabras. A continuación, su mirada se suavizó, una sonrisa afloró a sus labios y meneó la cabeza con resignación.
—La liebre está lista —anunció, levantándose y agarrando el asador con mano experta. Lo puso sobre una roca plana y cortó dos patas con gran habilidad. Colocó cada una de ellas en un trozo de arenisca plano y delgado y, como si fueran platos, los tendió a Nora y Smithback. Acto seguido, desenvolvió los chiles y guardó el papel de aluminio con cuidado. Retiró con rapidez la piel tostada de cada chile y se los ofreció.
—Ando un poco escaso de cubiertos —se disculpó, ensartando su porción de conejo con un cuchillo.
El chile picaba muchísimo, y los ojos de Nora se humedecieron al probar el primero, pero lo cierto es que estaba muerta de hambre. Junto a ella, Smithback daba buena cuenta de su comida con avidez. Beiyoodzin los observó un momento y asintió en señal de aprobación. Terminaron el pequeño festín sin decir una sola palabra.
Beiyoodzin les ofreció la cantimplora y después se produjo un silencio incómodo.
—Bonita vista —comentó Smithback—. ¿Cuánto cuestan los alquileres por aquí?
Beiyoodzin se echó a reír, ladeando la cabeza hacia atrás.
—Lo que cuesta no es el alquiler, sino llegar hasta aquí. Sesenta y cuatro kilómetros a caballo sin encontrar ni gota de agua desde mi pueblo. —Miró alrededor y el viento le alborotó el pelo—. Por las noches, puedes extender la vista a más de mil kilómetros cuadrados y no ver ni una sola luz.
El sol empezaba a ponerse y la extraña y complicada hondonada del paisaje estaba convirtiéndose en una superficie puntillista de dorado, púrpura y amarillo. Nora miró a Beiyoodzin. Pese a que éste no había llegado a negarlo explícitamente, estaba segura de que no era el hombre que andaban buscando.
—¿Puede ayudarnos a averiguar quién mató a nuestros caballos? —le preguntó.
Beiyoodzin la miró de hito en hito y dijo:
—No lo sé. ¿Qué clase de exploración están haciendo?
Nora vaciló un momento, preguntándose si su propósito era cambiar de tema o iniciar una revelación inminente. Aunque él no hubiese matado a los caballos, tal vez sabía quién lo había hecho. Respiró hondo, confusa y cansada.
—Es un asunto confidencial —respondió—. ¿Le importa que no se lo diga ahora mismo?
—¿Es en el valle de Chilbah?
—No exactamente.
—Mi pueblo —dijo el indio, señalando hacia el norte— está por allí. Nankoweap… En nuestro idioma significa «Flores junto a las balsas de agua». Vengo aquí todos los veranos para acampar durante un par de semanas. La hierba es buena, hay gran cantidad de leña y un estupendo manantial ahí abajo.
—¿No se siente solo? —inquirió Smithback.
—No —se limitó a responder.
—¿Por qué viene aquí?
Beiyoodzin parecía un poco desconcertado por aquella pregunta tan directa. Lanzó a Smithback una penetrante mirada y susurró quedamente:
—Vengo aquí para volver a ser de nuevo un ser humano.
—¿Y el resto del año? —insistió Smithback.
—Lo siento —intervino Nora—. Es que es periodista, por eso siempre hace demasiadas preguntas. —La arqueóloga sabía que en la mayoría de las culturas amerindias se consideraba de mala educación mostrar curiosidad y realizar preguntas directas.
Sin embargo, Beiyoodzin se echó a reír otra vez.
—No pasa nada, pero me sorprende que no haya traído una grabadora o una cámara. La mayoría de los blancos siempre las llevan consigo. Bueno, respondiendo a su pregunta, soy pastor de ovejas, aunque también realizo ceremonias. Ceremonias de curación.
—¿Es usted hechicero? —preguntó Smithback de inmediato.
—Sólo un curandero tradicional.
—¿Qué clase de ceremonias?
—Realizo la ceremonia de las Cuatro Montañas.
—¿De veras? —siguió preguntando Smithback con sumo interés—. ¿Y para qué sirve?
—Es una ceremonia de tres noches. Cantos, sudoración y remedios a base de hierbas.
Cura la tristeza, la depresión y la desesperanza.
—¿Y funciona?
Beiyoodzin miró al periodista a los ojos.
—Pues claro que funciona. —El hombre parecía cada vez más esquivo ante el interés pertinaz de Smithback—. Por supuesto —agregó—, siempre hay enfermos incurables aun a pesar de las ceremonias. Por eso vengo aquí todos los años. Por los fracasos.
—¿Una especie de búsqueda de inspiración? —indagó Smithback.
Beiyoodzin hizo un ademán con la mano.
—Si para usted acampar aquí, rezar e incluso ayunar durante unos días es una «búsqueda de inspiración», entonces supongo que sí. Sin embargo, no lo hago por la inspiración, sino por la curación espiritual; para recordarme a mí mismo que no necesitamos mucho para ser felices. Eso es todo. —Se removió en el suelo, echando un vistazo alrededor—. Pero necesitan ustedes un lugar donde extender los sacos de dormir.
—Hay muchísimo sitio por aquí —señaló Nora.
—Bien —contestó Beiyoodzin. Se recostó hacia atrás y se llevó las manos arrugadas detrás de la nuca, apoyando la espalda contra la roca. Los tres contemplaron la puesta de sol en el horizonte y vieron a la oscuridad arrastrarse lentamente por el paisaje. El cielo brillaba con los vestigios de luz, un extraño púrpura intenso que se difuminaba en el color de la noche. Beiyoodzin se lio un cigarrillo, lo encendió y empezó a dar caladas frenéticamente, sujetándolo con torpeza entre el dedo índice y el pulgar, como si fuese la primera vez que fumaba.
—Siento sacar el tema de nuevo —dijo Nora—, pero si sabe algo sobre quién puede haber matado a los caballos, me gustaría oírlo. Es posible que nuestras actividades hayan ofendido a alguien.
—Sus actividades… —El hombre exhaló una nubecilla de humo en la quietud del crepúsculo—. Todavía no me han hablado de ellas.
Nora dudó unos instantes. Al parecer aquella información era el precio de su ayuda. Por supuesto, no había garantías de que pudiese ayudarles y, pese a todo, era vital que averiguasen quién estaba detrás de aquellas muertes.
—Lo que voy a decirle es confidencial —le advirtió—. ¿Puedo confiar en su discreción?
—¿Me está preguntando si se lo pienso decir a alguien? No, si usted me dice que no lo haga. —Arrojó la colilla del cigarrillo al fuego y empezó a liar otro—. Tengo muchas adicciones —añadió señalando el cigarrillo—. Ésa es otra de las razones por las que vengo aquí.
Nora lo miró.
—Estamos excavando un asentamiento anasazi.
Fue como si de repente los músculos de Beiyoodzin se paralizasen, pues su mano se detuvo en el acto de enrollar la punta del cigarrillo. Luego siguió moviendo los dedos. La pausa fue breve pero elocuente. Terminó de liar el pitillo y se recostó de nuevo, en silencio.
—Se trata de una ciudad muy importante —prosiguió Nora—. Contiene piezas valiosísimas, únicas. Sería una gran tragedia que alguien las saquease. Nos tememos que estas personas quieran alejarnos de ella para poder expoliar el yacimiento.
—Expoliar el yacimiento —repitió—. ¿Y se llevarán ustedes esas piezas? ¿Las meterán en algún museo?
—No —contestó Nora—. Por ahora, vamos a dejarlo todo tal como está.
Beiyoodzin siguió fumando, pero sus movimientos ahora eran estudiados y lentos, y tenía los ojos opacos.
—Nunca vamos al valle de Chilbah —les explicó parsimoniosamente.
—¿Por qué no?
Beiyoodzin sostuvo el cigarrillo ante su rostro mientras el humo se le escapaba entre los dedos. Miró a Nora con ojos turbios e inquirió:
—¿Cómo mataron a los caballos?
—Les rajaron el vientre —contestó la arqueóloga—. Los destriparon y colocaron las entrañas formando una espiral. Les metieron unos palos con plumas en los ojos. También les arrancaron trozos de piel.
El efecto que aquellas palabras tuvieron en Beiyoodzin se hizo aún más evidente. Se puso muy nervioso y arrojó el cigarrillo al fuego, pasándose una mano por la frente.
—¿Les arrancaron la piel? ¿De dónde?
—De dos partes del pecho y el bajo vientre. También de la frente.
El viejo no dijo nada, pero Nora advirtió que la mano empezaba a temblarle, y aquello la asustó.
—No deberían estar ahí —susurró con tono apremiante—. Tienen que salir de ahí inmediatamente.
—¿Por qué? —preguntó Nora.
—Es muy peligroso. —Vaciló unos instantes y añadió—: Circulan muchas historias entre los nankoweap sobre ese valle y… sobre el que hay más allá. Pueden burlarse de mí, porque la mayoría de los blancos no creen en esas cosas, pero lo que les sucedió a esos caballos es brujería. Es un mal terrible. Lo que están haciendo, excavar esa ciudad, va a matarles como no se marchen ahora mismo. Sobre todo ahora que ellos… los han encontrado.
—¿«Ellos»? —repitió Smithback—. ¿Quiénes son ellos?
Beiyoodzin bajó el tono de voz.
—Los brujos con manchas de arcilla. Los lapapieles, los corredores de piel de lobo.
En la penumbra Nora sintió un escalofrío. Junto a ella, Smithback se removió, inquieto.
—Perdón, ¿qué ha dicho? —inquirió el periodista—. ¿Ha dicho brujos?
Hubo un leve matiz en sus palabras que no pasó inadvertido para el indio. Éste miró a Smithback con gesto indescifrable en la creciente oscuridad.
—¿Cree usted en el mal?
—Por supuesto.
—Ningún nankoweap normal mataría a un caballo; para nosotros, los caballos son sagrados. No sé cómo llaman ustedes a las personas malas, a los seres malignos de su mundo, pero nosotros llamamos a los nuestros «lapapieles», «corredores de piel de lobo». Tienen muchos nombres y adoptan muchas formas. Están totalmente fuera de nuestra sociedad, pero toman las cosas buenas de nuestra religión y les dan la vuelta. Pueden pensar lo que quieran, pero los lapapieles nankoweap existen. Y en Chilbah hay una fuerza que los atrae. Porque la ciudad era un lugar de hechicería, crueldad, brujería, enfermedad y muerte.
Nora no estaba escuchando sus palabras. Los lapapieles… Su mente regresó al rancho desierto, a la figura oscura y escalofriante que se había abalanzado sobre ella, al ser peludo que había echado a correr tras su camioneta por el camino de tierra, persiguiéndola.
—No pongo en duda la veracidad de sus palabras —señaló Smithback—. En los últimos dos años he visto cosas bastante extrañas con mis propios ojos, pero ¿de dónde vienen esos «lapapieles»?
Beiyoodzin se quedó en silencio, con los brazos apoyados en las rodillas y las manos oscuras entrelazadas. Lio otro cigarrillo, dirigió la mirada hacia el suelo y permaneció inmóvil. El silencio se incrementó a medida que pasaban los minutos. Nora tan sólo percibía el ruido que emitía el caballo al pastar sobre la hierba. Entonces, con la mirada todavía fija en el suelo y el cigarrillo sujeto entre los dos dedos, el viejo habló de nuevo.
—Para ser un brujo, tienes que matar a alguien a quien ames. Alguien cercano, un hermano o una hermana, a tu padre o tu madre. Los matas para obtener poder. Después, cuando entierran a esa persona, hay que desenterrar su cuerpo en secreto. —Prendió el cigarrillo—. Y luego conviertes la fuerza vital de esa persona en mal.
—¿Cómo? —susurró Smithback.
—Cuando se crea la vida, el Viento, liehei, la fuerza vital, penetra en el cuerpo. En el lugar donde el Viento entra en el cuerpo provoca un pequeño remolino, como una onda en el agua. Deja esas marcas en la yema de los dedos de los pies y las manos, y también en la parte posterior de la cabeza. Los brujos cortan estas partes del cadáver. Luego las secan, las muelen y fabrican una especie de polvillo. Perforan el cráneo por detrás y hacen un disco para lanzar maleficios. Si la muerta es una hermana, el brujo practica el coito con el cadáver y utiliza los fluidos para fabricar otra sustancia pulverulenta. Se llama Alchi’bin lehh tsal: «la sustancia de cadáver incestuoso».
—Dios mío… —farfulló Smithback.
—Se van a un lugar apartado por la noche. Se quitan la ropa, se recubren el cuerpo con manchas de arcilla blanca y se ponen las joyas enterradas con los muertos, la plata y las turquesas. Colocan pieles de lobo o de coyote en el suelo, a cada lado. A continuación recitan ciertas frases del Canto del Viento Nocturno pero al revés. Una de esas pieles se levanta del suelo y se les pega al cuerpo. Y entonces adquieren el poder.
—¿En qué consiste ese poder? —inquirió Nora.
Beiyoodzin encendió el cigarrillo. El ululato repetido de un búho resonaba con aire lúgubre por los cañones infinitos.
—Nuestra gente cree que tienen el poder de moverse de noche, raudos como el viento, pero sin hacer ruido. Pueden hacerse invisibles. Aprenden conjuros muy poderosos, maleficios para embrujar a la gente a distancia. Y con la sustancia del cadáver, son capaces de matar. Sí, ya lo creo que pueden matar…
—¿Matar? —preguntó Smithback—. ¿Embrujar a la gente? ¿Cómo, exactamente?
—Si un lapapieles consigue algo del cuerpo de la víctima, ya sea saliva, pelo o una prenda de ropa sudada, lo colocan en la boca de un muerto, para embrujar a esa persona. O a su caballo, sus ovejas, su casa, sus pertenencias… Pueden romperle sus herramientas, hacer que sus máquinas se nieguen a funcionar. Pueden hacer que su esposa caiga enferma, que sus perros o sus hijos mueran…
Hizo una pausa y el búho volvió a ulular, ahora más cerca.
—Embrujar a la gente a distancia —repitió Smithback—. Moverse por la noche sin hacer ruido. —Lanzó un gruñido y meneó la cabeza.
Beiyoodzin miró al escritor un instante, con ojos luminosos en la creciente oscuridad, y luego apartó de nuevo la mirada.
—Voy a contarles una historia. —El viejo reanudó su discurso tras unos instantes de vacilación—. Se trata de algo que me sucedió hace muchísimos años, cuando era un muchacho. Hace mucho, mucho tiempo que no se la cuento a nadie. —Un ascua roja y ardiente se encendió en la oscuridad y el rostro de Beiyoodzin se tiñó brevemente de un tono carmesí, mientras daba una calada al cigarrillo antes de proseguir—: Era verano. Estaba ayudando a mi abuelo a llevar un rebaño hasta Escalante. Era un viaje de dos días, de modo que nos llevamos el caballo y el carro. Paramos a hacer noche en un lugar llamado Roca de Sombra. Construimos una especie de corral con la maleza para las ovejas, llevamos a pastar al caballo y luego nos fuimos a dormir. Hacia la medianoche, me desperté de golpe. La oscuridad era absoluta, pues no había luna ni estrellas. Tampoco se oía ningún ruido. Supe que pasaba algo malo. Llamé a mi abuelo, pero no obtuve respuesta, así que me incorporé y eché unas cuantas ramas al fuego. Cuando se reavivó, entonces lo vi. —Beiyoodzin dio una larga y pausada calada al cigarrillo—. Mi abuelo estaba tendido boca arriba, sin ojos. Le faltaba la yema de los dedos. Le habían cosido la boca y le habían hecho algo detrás de la cabeza… —El ascua roja del cigarrillo tembló en la oscuridad—. Me levanté y arrojé el resto de la maleza al fuego, que iluminó la noche, entonces logré distinguir el cuerpo de nuestro caballo a unos seis metros de distancia. Estaba tendido en el suelo con las tripas apelotonadas junto a él. Las ovejas del rebaño estaban muertas. Y todo esto, absolutamente todo, sin que se oyera ni un solo ruido. —El puntito rojo se desvaneció cuando Beiyoodzin apagó la colilla—. Cuando el fuego estaba extinguiéndose vi algo más —prosiguió—, un par de ojos rojos detrás de las llamas. Unos ojos en la oscuridad, eso fue todo. Ni siquiera parpadearon, no se movieron, pero sin saber muy bien cómo, intuía que estaban acercándose. Luego oí un débil ruido, como un soplido. Una nube de polvo me impactó en la cara y los ojos empezaron a picarme. Caí hacia atrás, demasiado asustado para gritar siquiera. No recuerdo cómo logré regresar a casa. Me metieron en la cama con fiebre alta. Al final, me subieron a un carro y me llevaron al hospital de Cedar City. Los médicos dijeron que eran fiebres tifoideas, pero mi familia sabía la verdad. Uno a uno, mis familiares fueron desapareciendo de mi lado; todos, excepto mi abuela. No vi a ninguno de mis parientes durante un par de días, pero para cuando regresaron al hospital, lo peor de la enfermedad ya había pasado, para sorpresa de los médicos. —Se produjo un breve silencio—. Luego supe dónde habían estado mis parientes. Habían regresado a Roca de Sombra y habían acampado allí. Se llevaron al mejor rastreador del poblado con ellos. Una serie de gigantescas huellas de lobo se alejaban del lugar del incidente y siguieron el rastro hasta un campamento apartado al este de Nankoweap. En su interior había… bueno, supongo que habría que llamarlo un hombre. Era mediodía y estaba durmiendo. Mis parientes decidieron no correr riesgos. Le dispararon mientras dormía. —Se interrumpió unos segundos y añadió—: Hizo falta una buena cantidad de balas.
—¿Cómo supieron que había sido él? —preguntó Smithback.
—Junto al hombre había un fardo de medicinas de hechicero. Contenía ciertas raíces, plantas e insectos‐objetos tabú, utensilios prohibidos que sólo utilizan los lapapieles. Encontraron sustancia de cadáver. Y encima de la chimenea hallaron varios… trozos de carne, secándose.
—Pero no lo entiendo, ¿cómo…? —La pregunta de Smithback se perdió en la quietud de la noche.
—¿Quién era? —preguntó Nora.
Beiyoodzin no contestó de inmediato, pero al cabo de un momento se volvió. A pesar de la oscuridad, Nora sentía la intensidad de su mirada.
—Ha dicho que a sus caballos les faltaban cinco porciones de piel, una de la frente y dos de cada lado del pecho y el vientre —comentó—. ¿Saben qué tienen en común esas cinco partes?
—No —contestó Smithback.
—Sí —susurró Nora, con la boca seca por el pavor repentino—. Son las cinco partes donde la piel de un caballo forma una espiral.
La luz había desaparecido por completo del cielo y una inmensa bóveda de estrellas se abría sobre sus cabezas. A lo lejos, en algún lugar de la llanura, un coyote empezó a aullar y obtuvo la respuesta de otro coyote.
—No debería haberles contado nada de esto —dijo Beiyoodzin—. No me hará ningún bien, pero al menos ahora ya saben por qué deben abandonar ese lugar de inmediato.
Nora respiró hondo y añadió:
—Señor Beiyoodzin, muchas gracias por su ayuda. Le mentiría si le dijese que no me asustan sus palabras. Me producen un terrible espanto, pero estoy al frente de la excavación de unas ruinas a cuya búsqueda mi padre dedicó su vida entera. Le debo a él acabar lo que he empezado.
—¿Su padre murió aquí? —inquirió Beiyoodzin, un tanto sorprendido.
—Sí, pero nunca encontramos su cuerpo. —Algo en el modo en que había hablado el viejo la puso en guardia—. ¿Es que sabe algo al respecto?
—No sé nada —repuso, y se puso en pie bruscamente. Su inquietud parecía ir en aumento—. Pero lamento oírlo. Por favor, recapaciten sobre lo que les he dicho.
—Dudo que podamos olvidarlo —señaló Nora.
—Bien. Ahora creo que me retiraré. Tengo que levantarme temprano, de modo que me despediré de ustedes ahora mismo. Pueden llevar a pastar a los caballos al valle de abajo. Hay hierba en abundancia junto al arroyo. Mañana, sírvanse el desayuno si quieren. Yo no estaré por aquí.
—No será necesario… —empezó a decir Nora, pero el viejo ya estaba estrechándoles la mano. Luego se volvió y se afanó en preparar su saco de dormir.
—Creo que acaban de echarnos —susurró Smithback. Regresaron junto a los caballos, los desensillaron y prepararon su propio campamento en el extremo opuesto de la pila de rocas.
—Menudo personaje —murmuró Smithback mientras desenrollaba su saco. Ya habían abrevado a los caballos, que ahora descansaban satisfechos cerca de allí—. Primero nos asusta con toda esa cháchara sobre los lapapieles y luego nos anuncia que es hora de ir a la cama.
—Sí —contestó Nora—. Justo cuando la conversación había derivado hacia mi padre. —Extendió su saco de dormir.
—No nos ha dicho a qué tribu pertenece.
—Creo que a los nankoweap. Por eso se llama así el pueblo.
—Algunas de las cosas que ha dicho sobre esos hechizos eran bastante asquerosas. ¿Tú te lo has creído?
—Yo creo en el poder del mal —respondió Nora acabo de un momento—, pero la idea de unas criaturas ataviadas con pieles de lobo que van por ahí embrujando a la gente con polvos de muerto resulta un poco inverosímil. Los objetos que hay en Quivira valen millones de dólares. Creo más bien que nos enfrentamos a un par de mercenarios que juegan a ser brujos para asustarnos.
—Es posible, pero parece un plan bastante elaborado. Disfrazarse de lobos, cortar trozos de caballo…
Ambos se quedaron en silencio, y el aire fresco de la noche los envolvió en su manto. Nora se frotó los brazos por el frío repentino. No tenía ninguna explicación para lo que le había ocurrido en el rancho, con la figura peluda persiguiendo su camioneta, como tampoco para la misteriosa silueta negra que había salido huyendo de la puerta de su cocina. Ni para la desaparición de Thurber.
—¿En qué dirección sopla el viento? —le preguntó Smithback de improviso. La mujer lo miró con aire interrogador—. Lo digo para saber dónde dejar mis botas —le aclaró. En la oscuridad Nora creyó ver una sonrisa burlona en la cara del periodista.
—Déjalas a los pies de tu saco y mirando hacia el este —contestó—. Quizá así asustes a las serpientes de cascabel.
Lanzando un suspiro, también ella se quitó las botas, se tumbó y envolvió con el saco sus ropas polvorientas. En el cielo había empezado a dibujarse una media luna, tapada por los jirones de unas nubes. A escasos metros de distancia oyó a Smithback refunfuñar mientras ultimaba todos los preparativos para ir a dormir. En la callada oscuridad la idea de los brujos y los asesinos de caballos se desvaneció bajo el peso de su propio cansancio.
—Es extraño —dijo Smithback—, pero algo huele a podrido en el reino de Dinamarca.
—¿El qué? ¿Tus botas?
—Muy graciosa. Me refiero a nuestro anfitrión. Está ocultando algo, pero no creo que tenga nada que ver con los caballos.
Desde lo alto, muy lejos, se oyó el ruido de un avión. Con aire distraído, Nora localizó la luz parpadeante recorriendo la aterciopelada oscuridad. Como si le hubiese leído el pensamiento, Smithback se dirigió a ella de nuevo:
—Sentado en ese avión va un tipo que está tomándose un martini, comiendo almendras tostadas y haciendo el crucigrama del New York Times.
Nora soltó una risa silenciosa. Luego preguntó:
—Hablando del Times… ¿cuánto hace que trabajas para ellos?
—Ahora hará unos dos años, desde que publiqué mi último libro. He pedido una excedencia para venir a este viaje.
Nora se volvió y se apoyó en un hombro.
—¿Por qué has venido?
—¿Qué? —La pregunta pareció sorprender al escritor.
—Es una pregunta bastante sencilla. Éste es un viaje peligroso, agotador e incómodo. ¿Por qué dejaste tu querida y confortable Manhattan?
—¿Y perderme el mayor descubrimiento desde la tumba de Tutankamón? —Smithback se volvió en su saco—. Bueno, supongo que hay más razones. A fin de cuentas, la verdad es que sabía que no había ninguna garantía de que encontrásemos algo. Cuando lo analizas, el trabajo en un periódico puede resultar aburrido. Aunque sea el New York Times y todo el mundo se arrodille ante ti cada vez que entras en una habitación, pero… ¿sabes qué? De esto es de lo que se trata en realidad: de descubrir ciudades perdidas, escuchar historias sobre asesinatos, estar tumbado bajo las estrellas con una encantadora… —Carraspeó con nerviosismo—. Bueno, ya sabes a qué me refiero.
—No, no lo sé —repuso Nora, sorprendida por el súbito estremecimiento que le recorría la piel.
—Me refiero a estar tumbado bajo las estrellas con alguien como tú —terminó la frase—. Suena un poco cursi, ¿no?
—Si es una forma de tirar los tejos, sí, la verdad. Pero gracias de todos modos.
Miró la silueta larguirucha de Smithback, que apenas se vislumbraba bajo la luz de las estrellas, y vio cómo le brillaban los ojos al contemplar el cielo.
—¿Y bien? —preguntó Nora al cabo de un momento.
—Y bien, ¿qué?
—Durante una semana te has destrozado la columna vertebral montado en unas sillas durísimas, has pasado sed, te ha mordido un caballo, por poco te partes la crisma escalando los precipicios y has tenido que enfrentarte a serpientes de cascabel, arenas movedizas y lapapieles, así que… ¿todavía te alegras de haber venido?
El hombre volvió la mirada hacia ella, con los ojos resplandecientes bajo la luz de las estrellas.
—Sí —contestó sin más.
Mirándole fijamente a los ojos, Nora tendió el brazo en la oscuridad. Después de encontrar su mano, la apretó con suavidad y musitó:
—Yo también me alegro.