34

Al salir de la oscuridad de la garganta secundaria para entrar en el valle de álamos, Nora advirtió que ocurría algo anormal. En lugar de pacer dispersos y con indolencia por la escasa hierba, los caballos estaban agrupados junto al arroyo, resoplando y moviendo la cabeza con frenesí. Echando un vistazo, la mujer examinó el fondo del valle, las murallas de piedra y la silueta escarpada de la Espalda del Diablo. No había nadie.

Swire enfundó el revólver y los condujo hasta los caballos.

—Tú llévate a Compañero —le ordenó a Smithback mientras iba por una silla de montar—. Es demasiado tonto para asustarse.

Nora encontró su montura entre las demás, localizó a Arbuckles y le colocó la silla en el lomo. Luego sujetó a ambos caballos mientras Swire se arrodillaba para quitarles las herraduras. El vaquero trabajaba en silencio, utilizando un cincel para llegar a la punta remachada de cada clavo y enderezarla, con cuidado de no fracturar ni forzar el agujero. Una vez que hubo enderezado todos los clavos, separó la herradura del casco haciendo palanca con unas tenazas. Nora estaba impresionada por la habilidad del vaquero: herrar y desherrar un caballo en el campo sin la ayuda de un yunque era una práctica tan infrecuente como poco aconsejable.

Al terminar, se puso en pie en silencio y le entregó a Nora unos clavos nuevos y unas herraduras, así como un martillo y un cincel.

—¿Estás segura de que sabrás hacerlo? —le preguntó. Nora asintió y el vaquero le hizo señas a Smithback de que montase—. Anoche hacía mucho viento en el valle —añadió Swire, asegurando la silla de montar y tendiendo las riendas a Smithback—. Tal vez por eso no haya huellas aquí abajo en la arenilla. Quizá tengáis más suerte arriba o en el otro lado.

Nora aseguró las alforjas, comprobó que la silla estaba bien sujeta y luego montó.

—Smithback va a necesitar un arma —comentó.

Tras meditarlo unos segundos, el vaquero le entregó su pistola y un puñado de balas.

—Preferiría llevarme el rifle —sugirió el escritor.

Swire negó con la cabeza y repuso:

—Si aparece alguien por esa montaña, quiero tenerlo a tiro.

—Bueno, pero asegúrate de que no somos nosotros —sugirió Smithback, subiendo a lomos de Compañero.

Nora echó un último vistazo alrededor y luego miró a Swire.

—Gracias por los caballos. —Espoleó a Arbuckles para alejarlo del grupo.

—Un momento. —Nora se volvió hacia Swire, que dijo mirándola fijamente—. Buena suerte.

Se alejaron del arroyo y empezaron a cruzar el terreno irregular en dirección a la pesada mole de la cordillera que se erguía ante ellos, envuelta en sombras pese al deslumbrante sol de la mañana. Además del débil murmullo del arroyo y el canto de los carrizos del desfiladero, Nora percibía un leve y monótono zumbido, como el sonido de una magneto. Al llegar a lo alto de una pequeña cuesta dos bultos de escaso tamaño aparecieron ante sus ojos: los restos de Hoosegow y Cuervo, cubiertos por una nube negra de moscas.

—Dios mío… —murmuró Smithback.

Arbuckles empezó a brincar y a relinchar bajo el peso de Nora, que giró a la izquierda, esquivando así los cadáveres, contra el viento. Pese a ello, al pasar no pudo dejar de fijarse en una maraña de vísceras de color azul grisáceo achicharrándose bajo el sol, atrapadas en tracerías negras de moscas. Cuando dejaron atrás la escena de la matanza, Nora se detuvo.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Smithback.

—Voy a parar un momento para examinar los cadáveres más de cerca.

—¿Te importa si me quedo aquí? —inquirió.

Tras desmontar del caballo y dejar las riendas en manos del periodista, Nora volvió sobre sus pasos hacia el montículo. Las moscas, molestas por su intromisión, se alzaron en una masa ruidosa y furibunda. Las altas corrientes de aire habían barrido el suelo, pero descubrió viejas huellas de caballo y otras de coyote más recientes. Salvo por las pisadas de las botas de Swire, no había rastro de huellas humanas. Tal como les había explicado el vaquero, las entrañas formaban una espiral y unas plumas de guacamayo de colores vistosos —sorprendentemente fuera de lugar en el paisaje árido— asomaban por las cuencas de los ojos. En los cuerpos de los animales había clavadas varias ramas pintadas y emplumadas.

Cuando se disponía a volverse para alejarse, algo más llamó su atención. A ambos caballos les habían cortado una parte circular de piel de la frente. Acercándose un poco más, descubrió que también les habían arrancado trozos similares en cada costado del pecho, simétricamente, así como a ambos lados del bajo vientre. ¿Por qué? ¿Qué explicación tiene todo esto?, se preguntó.

Incapaz de encontrar respuesta a sus preguntas, Nora meneó la cabeza y abandonó el escenario de la carnicería.

—¿Quién puede haber hecho una cosa así? —le preguntó Smithback al volver.

Era la misma pregunta que había estado haciéndose durante la última hora. La respuesta más probable era demasiado espeluznante para considerarla siquiera.

Al cabo de veinte minutos llegaron al pie de la cadena montañosa y poco después, subiendo por la suave cuesta que conducía hacia arriba, coronaron la cima de la Espalda del Diablo. Nora detuvo a los caballos y desmontó de nuevo, recorriendo lentamente con la mirada el paisaje que se desplegaba ante ella. La enorme cordillera divisoria dominaba miles de kilómetros de cañones de roca resbaladiza. Al norte, vio la distante joroba azul de Barney Top; hacia el nordeste, el silencioso centinela de Kaiparowits. Justo al frente, divisó las estrechísimas y diabólicas revueltas que conducían al pie de la pared de la abrupta cordillera. Allá abajo, en alguna parte, yacían Fiddlehead, Huracán y Perezoso.

—Dime que no vamos a bajar por ahí otra vez, ¿a que no? —rogó Smithback.

Nora no le contestó. Se alejó unos pasos de los caballos y examinó las pequeñas porciones de terreno arenoso que había entre las rocas. No había huellas de caballos, pero cabía la posibilidad de que el viento de la cumbre las hubiese borrado.

Dirigió la mirada hacia abajo, hacia el camino por donde habían venido. A pesar de que había realizado la ascensión atenta a cualquier rastro anómalo que encontrase en el suelo, no había visto más que viejas huellas de herraduras. Sintió un escalofrío, pues sabía muy bien que aquél era el único camino de acceso al valle y, sin embargo, de algún modo los misteriosos asesinos de los caballos se habían marchado sin dejar ninguna huella tras de sí.

Contempló el vertiginoso sendero que descendía ante ellos y conducía al pie de la pared de la Espalda del Diablo. Al verlo de nuevo, le pareció que terminaba en el borde, sin más, para desaparecer en el mismísimo vacío. Sabía que siempre era más peligroso bajar que subir. El terrorífico recuerdo del modo en que había luchado desesperadamente por su vida en la pared del precipicio, pataleando en el aire y tratando de agarrarse al suelo con las uñas, volvió a su memoria con redoblada fuerza. Aunque ya no llevaba ningún vendaje, empezó a frotarse la punta de los dedos, que seguían doliéndole con el recuerdo.

—Voy a bajar un trecho a pie —murmuró Nora—. Tú espera aquí.

—Cualquier cosa con tal de no bajar por ahí —replicó Smithback—. No puede haber peor forma de bajar por un precipicio, salvo cayéndote, por supuesto. Y por lo menos, eso sería más rápido.

Nora inició el descenso por la pendiente vertical. La primera parte, de roca resbaladiza, lógicamente no mostraba rastro alguno del misterioso jinete, pero al llegar a la parte del sendero cubierta de rocas desperdigadas, se detuvo; allí, en una pequeña parcela de arena, descubrió una huella reciente. Era la huella de un caballo desherrado.

—¿Es que vamos a bajar por ahí? —la apremió Smithback con inquietud cuando Nora regresó a la cima de la cordillera.

—Sí —contestó ella—. Swire no tuvo ninguna visión. Alguien subió hasta aquí arriba a caballo.

Nora respiró hondo un par de veces. Luego empezó a bajar con cuidado por la senda, sujetando las riendas de Arbuckles y tirando de él. El caballo se detuvo al borde del sendero, pero tras la firme insistencia de Nora, el animal dio un primer paso y luego otro. Smithback la siguió, guiando a Compañero. Nora oía los resoplidos del animal y el ruido de los cascos desnudos al pisar la superficie de piedra. Mantenía la vista fija en la senda que se abría ante sus pies, respirando de forma regular, tratando de no mirar hacia el abismo insondable que se extendía más allá del borde. Sin embargo, por un momento desvió la mirada instintivamente: abajo se extendía el valle seco, las extrañas formaciones rocosas como guijarros diminutos agolpados y los raquíticos enebros, que desde allí no eran más que simples puntitos negros en la distancia. A Arbuckles le temblaban las patas, pero mantenía la cabeza gacha como si mirara hacia el suelo, y seguía bajando despacio. Puesto que ya había ascendido por aquella senda anteriormente, Nora conocía los puntos más peligrosos y difíciles, de modo que guiaba a su caballo para que sortease dichos obstáculos cuando era necesario.

Justo antes del segundo recodo, Nora oyó resbalar a Arbuckles y, en un acceso de pánico, soltó la cuerda que guiaba al caballo. Tras unos angustiosos instantes, el caballo dejó de rascar la roca y se quedó quieto, temblando. Sin duda el hecho de no llevar herraduras hacía que los caballos tuviesen mayor capacidad de agarre sobre el suelo. Al inclinarse para recoger la cuerda dos cuervos que volaban pared arriba en la dirección del viento pasaron casi rozándoles. Se acercaron tanto que Nora distinguió con claridad sus ojos redondos y brillantes acechándoles, mientras volaban alrededor de ellos. Uno de los cuervos dejó escapar un fuerte graznido.

Veinte minutos más tarde, Nora llegó al final del sendero. Al volverse, vio a Smithback recorrer el último trecho de pendiente hacia ella. Se sentía tan aliviada que casi sintió deseos de abrazarle.

De pronto la dirección del viento cambió y trajo hasta ellos una vaharada hedionda: los tres caballos muertos, a unos cincuenta metros de distancia, yacían sobre un cúmulo de rocas fragmentadas.

Quienquiera que hubiese bajado por la senda igual que ellos sin duda se habría parado a examinar aquellos caballos.

Después de entregar a Smithback las riendas de Arbuckles, Nora echó a andar hacia los caballos muertos, luchando contra un sentimiento creciente de horror y culpa. Los animales yacían separados entre sí, con el vientre reventado y las tripas esparcidas entre las rocas. También allí encontró las huellas que estaba buscando: el rastro del caballo desherrado. Sin embargo, para su sorpresa, vio que el rastro no procedía del sur, como en el caso de su expedición, sino del norte, en la dirección del pequeño poblado indio de Nankoweap, a varios días de camino de allí.

—El rastro lleva hacia el norte —informó a Smithback, haciéndole señas de que desmontase.

—Estoy impresionado —repuso el reportero al poner el pie en el suelo—. ¿Y qué más puedes decirme del rastro? ¿Era un semental o una yegua? ¿Un caballo picazo o bayo?

Nora extrajo las herraduras de unas alforjas y se arrodilló junto a Arbuckles.

—Puedo decirte que seguramente era el caballo de un indio.

—¿Y cómo demonios lo sabes?

—Porque los indios suelen montar caballos desherrados. Los anglosajones, en cambio, suelen herrar sus caballos desde el momento en que empiezan a montarlos. —Colocó las herraduras en los cascos de Arbuckles, clavó los clavos y luego los remachó con cuidado. Los caballos de Swire, cuyas pezuñas eran suavísimas después de tantos años del uso de herraduras, no podían ir desherrados ni un minuto más de lo necesario.

Smithback sacó el arma que le había dado el vaquero, comprobó su estado y volvió a guardarla en su chaqueta.

—¿Y había alguien encima de ese caballo?

—No soy una rastreadora tan experta, pero estoy segura de que Roscoe no es de la clase de personas que suelen tener visiones.

Nora herró el caballo de Smithback y, guiando a Arbuckles con la cuerda, empezó a seguir aquel rastro, que mostraba dos clases de huellas: unas que se alejaban y otras que se acercaban. A pesar de que el viento había barrido numerosas partes, el rastro era perfectamente visible y serpenteaba hacia el norte, a través de los macizos dispersos de arbustos. Durante un largo trecho, recorrió la falda de la cordillera fragosa. Luego se apartó de ella bruscamente para adentrarse en una serie de desfiladeros paralelos, rodeados por los salientes bajos de una roca negra volcánica.

—Oye, ¿dónde aprendiste a rastrear? —le preguntó Smithback—. No sabía que el Llanero Solitario diese clases a los arqueólogos.

Contrariada, Nora le miró e inquirió con acritud:

—¿Es para tu libro?

Por la expresión de su rostro, Smithback parecía sorprendido.

—No. Bueno, sí… supongo. Todo me sirve para documentarme. Pero lo cierto es que siento curiosidad.

Nora suspiró y comentó:

—La gente del Este creéis que rastrear es una especie de don, o puede que una habilidad étnica instintiva, cuando la verdad es que a menos que estés rastreando sobre roca, una pradera o lava, no es tan difícil. Tú limítate a seguir las huellas de la arena.

Prosiguió hacia el norte, pero la voz de Smithback no le dejaba concentrarse.

—Me parece increíble que pueda haber un paisaje tan hostil, tan distinto a todo —estaba diciendo—. Cuando pisamos estos cañones por primera vez, no podía creer lo horrible y yermo que era todo, no se parecía en nada a Valle Verde, donde estudié. Sin embargo, cuando lo piensas, hay algo tranquilizador incluso en su soledad, algo limpio en todo este vacío. Es casi como un salón de té japonés, si me apuras. He estado muy ocupado investigando la ceremonia del té este año, desde que…

—Oye, ¿no podrías callarte un rato? —lo interrumpió Nora con exasperación—. Serías capaz de agotar al mismísimo Jesucristo y hacerle huir del Cielo.

Tras un largo rato de agradable silencio, Smithback habló de nuevo.

—Nora, ¿por qué no te caigo bien exactamente? —preguntó con voz queda.

Perpleja, Nora se detuvo al oír sus palabras y se volvió hacia él. El escritor tenía una expresión seria en el rostro, prácticamente insólita en él. Se quedó de pie en silencio a la sombra de Compañero. La vestimenta de vaquero, que le había parecido tan ridícula una semana antes, se había convertido en un verdadero uniforme de trabajo, arrugado y polvoriento, que se adaptaba perfectamente a su cuerpo espigado. La palidez de su rostro había desaparecido, dando paso a un bronceado intenso a tono con su pelo castaño. Nora se percató, con un leve estremecimiento, de que era la primera vez que le había oído llamarla por su nombre en lugar de aquel odioso «señora directora», y aunque no era capaz de analizar por qué —y tampoco tenía tiempo, a pesar de que hubiese querido hacerlo—, lo cierto es qué una parte de ella se alegraba al pensar que a Smithback le preocupaba qué sentía por él.

Nora abrió la boca para contestar. ¿Te refieres a por qué me caes mal, además de por ser un engreído fanfarrón con un ego del tamaño de Texas?, quiso decirle, pero se contuvo al darse cuenta de que no estaba siendo justa con Smithback. Pese a todas sus excentricidades, había empezado a sentir aprecio por el periodista. Ahora que lo conocía mejor, había descubierto que su egocentrismo se veía atenuado por ciertas dosis de autocrítica y capacidad para reírse de sí mismo, que resultaban un rasgo personal encantador.

—No era mi intención ofenderte ni nada por el estilo —dijo al fin—. Y no es que no me caigas bien. Pero por poco te cargas la expedición, eso es todo.

—¿Que hice qué?

Nora optó por no contestar. Hacía demasiado calor y estaba demasiado cansada para seguir aquella discusión.

Siguieron avanzando despacio mientras el sol apuntaba a mediodía. A pesar de que el rastro era relativamente fácil de seguir, continuaba siendo una tarea agotadora. Las huellas los llevaron a través de un singular territorio de rocas fracturadas, bultos de piedra y montículos de arenisca. Las huellas parecían seguir un imperceptible sendero muy antiguo. Después de montar de nuevo, Nora avanzó con la máxima rapidez posible sin perder el rastro. El sol meridiano caía a plomo, implacable, abrasando la deslumbrante arena blanca, destiñendo y drenando el color del paisaje. No había señal de agua por ninguna parte cuando de pronto, inesperadamente, se internaron en un valle exuberante, lleno de arena cubierta de hierba y chumberas que florecían en todo su esplendor.

—¡Esto es como el jardín del Edén! —exclamó Smithback al atravesar el exiguo terreno verdeante—. ¿Qué está haciendo aquí en medio del desierto?

—Probablemente es el resultado de unas lluvias torrenciales —contestó Nora—. La lluvia aquí no es como en la costa Este. Está muy localizada. Puedes ver cómo cae un fuerte aguacero en un sitio y al cabo de kilómetro y medio ver una franja de terreno todavía reseco y agostado.

Abandonaron el lozano valle y se adentraron de nuevo en el desierto de piedra.

—¿Y el almuerzo? —preguntó Smithback.

—¿Qué le pasa al almuerzo?

—Bueno, es que son casi las dos. Me gusta comer tarde, pero mi estómago tiene sus limitaciones.

—¿De verdad es tan tarde? —Nora consultó el reloj, incrédula, y luego se desperezó en lo alto de la silla—. Debemos de haber recorrido casi veinticinco kilómetros desde la falda de la montaña. —Guardó silencio unos instantes con aire pensativo—. Muy pronto llegaremos a territorio indio. La reserva de Nankoweap empieza un poco más arriba.

—Bueno, ¿y qué quieres decir con eso? ¿Es que hay posibilidades de encontrar una máquina de coca‐cola?

—No, el poblado todavía está a dos días de camino de aquí y no tiene electricidad. Me refiero a que estaremos sometidos a sus leyes. No creo que los indios que nos encontremos se muestren muy amables con un par de forasteros paseando por su territorio para acusarlos de ser unos asesinos de caballos. Debemos tener mucho cuidado con el modo en que hacemos esto.

Smithback reflexionó unos instantes sobre aquellas palabras.

—Pensándolo bien, quizá no tengo tanta hambre.

El sutil sendero parecía no tener fin, zigzagueando entre una confusa maraña de arroyos, valles escondidos, barrancos oscuros y dunas. Nora tuvo la vaga idea de haber cruzado ya hacia territorio indio, pero no había vallas ni, por supuesto, ningún cartel. Se trataba de la clase de tierras que el hombre blanco había entregado a los indios por todo el territorio del Oeste, tan sumamente remotas e inhóspitas que resultaban inútiles para casi todo.

—Y dime, ¿qué he hecho exactamente para haber estado a punto de cargarme la expedición? —le preguntó Smithback de improviso.

Nora se volvió para mirarlo.

—¿Qué?

—Cuando estábamos al pie de la cordillera, dijiste que por poco me cargo la expedición. He estado dándole vueltas y no sé qué he hecho que no estuvieras haciendo tú ya.

Nora espoleó a Arbuckles para obligarlo a seguir adelante.

—Temo que cualquier cosa que diga vaya a aparecer publicada en tu libro.

—No lo haré, te lo prometo. —Nora siguió avanzando sin mirarle—. De verdad, Nora. Lo digo en serio. Sólo quiero saber qué te pasa.

Una vez más, Nora se sintió extrañamente complacida por su interés.

—¿Qué sabes acerca de cómo descubrí Quivira? —le preguntó, sin apartar la mirada del camino.

—Sé que Holroyd te ayudó a localizar con exactitud el emplazamiento. El doctor Goddard me contó que fue tu padre el descubridor original de la ciudad. Quería preguntarte más cosas sobre eso, pero… —La voz de Smithback se quebró.

Pero sabías que te habría cortado la cabeza sólo por preguntar, pensó Nora con cierto sentimiento de culpa.

—Hace dos semanas —empezó a explicarle—, un par de hombres me agredieron en el viejo rancho de mi familia. Bueno, al menos creo que fueron dos hombres disfrazados de animales. Me exigieron que les diese una carta. Al final, mi vecina los asustó con su rifle. En aquel momento no tenía idea de qué iba todo aquello, pero luego encontré una carta que mi padre le había escrito a mi madre hace muchísimos años. Alguien la envió por correo hace poco, no sé quién ni por qué, y es algo que no logro quitarme de la cabeza. En fin, el caso es que en la carta mi padre decía haber descubierto Quivira y daba instrucciones sobre cómo llegar… Eran muy imprecisas, pero con la ayuda de Peter, bastaron para conducirnos hasta allí. Creo que aquellos tipos también querían saber el lugar donde se hallaba Quivira, supongo que para poder saquearla y llevarse todos sus tesoros. —Hizo una pausa y se humedeció los labios, dolorosamente resecos bajo el sol de justicia—. Así que intenté mantener lo de la expedición en secreto. Todo estaba saliendo bien hasta que apareciste en el puerto deportivo, con tu libreta en una mano y un megáfono en la otra.

—Vaya. —Aun sin volverse, Nora percibió la nota de vergüenza en la voz del escritor—. Lo siento. Sabía que el propósito de la expedición era un secreto, pero ignoraba que la expedición en sí también lo era… —Se interrumpió un momento—. Pero no dije nada, lo sabes, ¿verdad?

Nora suspiró y comentó:

—Puede que no, pero lo cierto es que armaste cierto revuelo. En fin, olvidémoslo, ¿de acuerdo? Mi reacción fue un tanto exagerada. Estaba un poco tensa… por razones obvias. —Siguieron cabalgando en silencio durante un rato—. Bueno, ¿y qué piensas de mi historia? —le preguntó Nora al fin.

—Que me arrepiento de haberte dicho que no la publicaría. ¿Crees de veras que esos tipos todavía andan tras de ti?

—¿Por qué crees que insistí tanto en realizar yo misma esta pequeña excursión? Estoy casi segura de que las personas que mataron a los caballos y las que me atacaron son las mismas. Si es así, eso significa que han descubierto el paradero de Quivira.

Bruscamente la senda abandonaba la exótica maraña de piedras y coronaba una estrecha meseta alargada. Se hallaban rodeados por unas vistas espectaculares, con decenas de cañones superpuestos en capas que desaparecían en los abismos de color violeta. Los picos nevados de las montañas Henry aparecieron ante sus ojos al este, azules e indescriptiblemente solitarios en la inmensa lejanía. En el extremo opuesto de la meseta una serie de rocas ocultaban a la vista el paisaje que se extendía más allá.

—No me había dado cuenta de que estábamos ganando tanta altitud —comentó Smithback, deteniendo el caballo para contemplar el entorno.

En ese momento Nora percibió un leve aroma a humo de madera de cedro e hizo señas a Smithback de que desmontase sin hacer ruido.

—¿Hueles eso? —le susurró—. Estamos cerca de una fogata. Dejemos los caballos aquí y sigamos a pie.

Tras atar las caballerías a unas artemisas, echaron a andar por la arena.

—No estaría nada mal encontrarnos con una bañera llena de hielo y cervezas al otro lado, ¿no crees? —murmuró Smithback mientras se acercaban al cúmulo de rocas. Nora se arrodilló para mirar a través de un hueco que había entre las piedras. Smithback la imitó, agachándose junto a ella.

En la punta desnuda de la meseta, bajo un enebro muerto de formas retorcidas, había una pequeña fogata que humeaba débilmente. Junto a ella, colocada entre dos palos ahorquillados, vieron lo que parecía una liebre despellejada y ensartada en un pincho, lista para ser asada. Un viejo saco de dormir del ejército aparecía desenrollado al abrigo de las rocas, junto a varios fardos de gamuza. A la izquierda del minicampamento, la meseta se deslizaba hacia abajo en pendiente, y Nora vio un caballo pastando, atado a una cuerda de unos quince metros.

La vista desde aquel punto de la meseta era espectacular. El terreno se derramaba en un vasto panorama de erosión para convertirse en un paisaje crispado y violento, seco, inerte, plagado de barrancos de piedra alcalina, disolviéndose en tierras desérticas jalonadas de grandes megalitos de roca que proyectaban sus largas sombras. Un poco más lejos se extendía la meseta de Acuario, densamente arbolada, una línea negra e irregular en el horizonte. Un saltamontes entonaba su canto triste en el calor de la tarde.

Nora dejó escapar una lenta exhalación. Era una tierra yerma, y sabía que debía de sentirse un poco ridícula, subiendo la cordillera, contemplando dramáticamente el paisaje a escondidas. Entonces recordó las gigantescas figuras peludas del rancho desierto, y las entrañas de los caballos muertos, llenas de moscas y abrasándose bajo el sol.

Los rastros del caballo desherrado que habían estado siguiendo rodeaban las rocas y se dirigían directamente al campamento.

—Parece que no hay nadie en casa —susurró Nora. Su voz resonó con claridad en sus propios oídos y sintió cómo la piel se le erizaba por el miedo.

—Sí, pero no pueden andar lejos. Mira ese conejo. ¿Qué hacemos ahora?

—Creo que deberíamos montar y acercarnos, como si tal cosa. Y luego esperar a que vuelvan.

—Sí, claro, y dejar que nos vuelen la tapa de los sesos.

Nora se volvió hacia él e inquirió:

—¿Es que tienes una idea mejor?

—Sí. ¿Por qué no volvemos y vemos qué nos ha preparado Bonarotti para cenar?

Nora meneó la cabeza y dijo:

—Entonces iré yo sola, a pie. No creo que disparen a una mujer sola.

—No te lo aconsejo —añadió Smithback—. Si son los mismos tipos que te atacaron, recuerda que el hecho de que fueras una mujer no les detuvo la primera vez.

—Y entonces, ¿qué hacemos?

Smithback lo pensó antes de responder:

—Tal vez deberíamos escondernos y esperar por aquí hasta que vuelvan. Podríamos sorprenderles.

Nora miró al escritor y preguntó:

—¿Dónde?

—Ahí detrás, en esas rocas. Desde allí veremos el final de la meseta y podremos sorprenderlos cuando regresen.

Volvieron junto a los caballos, los apartaron de la senda y borraron sus huellas. Luego subieron por detrás del campamento y esperaron en un pequeño rincón situado entre dos rocas grandes. Cuando estaban escondiéndose, Nora oyó un intenso e inquietante zumbido. A unos cincuenta metros, en la sombra de una roca, una serpiente de cascabel se había erguido ante ellos, balanceando ligeramente la cabeza.

—Ahora tienes la ocasión de demostrar tu buena puntería —dijo Smithback.

—¡No! —replicó Nora al instante.

—¿Por qué no?

—Ese arma va a hacer mucho ruido. ¿De verdad quieres alertar a quienquiera que ande merodeando por aquí?

Smithback dio un respingo y repuso:

—Creo que ya es demasiado tarde para eso.

En uno de los cerros laterales que había tras ellos Nora vio la silueta de un hombre solo recortada contra el cielo, con la cara en penumbra. Llevaba un arma colgando de la cadera derecha. Ignoraban cuánto tiempo llevaba allí, observándolos.

Un perro apareció detrás del hombre y, al verlos, empezó a ladrar. El desconocido le espetó una orden y el animal se agachó detrás de sus piernas.

—Oh, Dios mío… —murmuró Smithback—. Aquí estamos, escondidos en las rocas. Creo que no va a gustarle.

Nora esperó sin hacer nada, indecisa. Notaba el peso de su propia arma en las caderas. Si era uno de los tipos que la habían atacado, que habían matado a los caballos…

El hombre permaneció inmóvil mientras avanzaba la media tarde.

—Tú nos metiste en esto —dijo Smithback—. ¿Qué hacemos ahora?

—No lo sé. ¿Saludar?

—Eso sí que es una idea brillante. —Smithback levantó la mano tímidamente y, al cabo de unos segundos, el hombre hizo un ademán similar.

A continuación bajó del cerro y echó a andar hacia ellos con paso extraño, mientras el perro trotaba detrás de él.

De pronto, en un instante terroríficamente veloz, Nora lo vio detenerse en seco, desenfundar su arma y disparar.