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Skip se detuvo ante la puerta metálica del taller de reparaciones de Elmo y esperó un momento para entrar, recomponiendo su justificada indignación. El taller, un cobertizo prefabricado de metal sobre cuyo tejado caía el sol a plomo, se encontraba al final de la larga y desértica carretera de Cerrillos, una horrenda sucesión de restaurantes de comida rápida, concesionarios de automóviles de segunda mano y centros comerciales al sur de la ciudad. Más allá del taller de Elmo no había más que una llanura levantada por las excavadoras, decorada con vallas publicitarias y carteles que rezaban: solar en venta y próxima construcción de viviendas. El límite en expansión del crecimiento descontrolado de Santa Fe.

Skip puso cara de pocos amigos y empujó la puerta, tirando de la correa de piel gruesa y corta con que sujetaba a Teddy Bear. En la plataforma del fondo, subido en lo alto del elevador hidráulico, estaba su Fury con aire desolador. El polvo que lo recubría era aún más abundante que el día anterior.

Debajo del vehículo vio al dueño del taller, el propio Elmo en persona, un hombre alto y desgarbado que vestía un mono desteñido y una camiseta rota. La camiseta estaba llena de manchas de grasa por todas partes, y llevaba estampado el dibujo de una lengua gigantesca de los Rolling Stones, que sobresalía con actitud descarada y sugerente de un par de labios exageradamente abultados. La camiseta era una reflexión muy acertada sobre los propios labios colgantes de Elmo y su lúgubre expresión.

—¿Por qué has tenido que traer a ese chucho? —le recriminó Elmo, señalando al perro—. Soy alérgico al pelo de perro.

Skip abrió la boca para soltarle su discurso, pero Elmo levantó su portafolios como protesta.

—El eje de los balancines roto —empezó a enumerar mientras se humedecía un dedo largo y grasiento y pasaba las hojas de su portafolios hacia atrás—; el freno de mano destrozado; un cubo de la rueda partido. Todo asciende a la bonita cifra de… veamos quinientos o seiscientos dólares por lo menos. Además de la grúa desde el campo de golf.

—¡Estás loco si crees que voy a pagarte eso! —Skip tiró de Teddy Bear hacia adelante y, con paso inquieto, echó a andar arriba y abajo a la sombra de su coche, olvidando su cuidadosamente elaborado discurso—. Te lo traje hace sólo tres semanas para un cambio de aceite y una puesta a punto. ¿Por qué cojones no me dijiste que los frenos estaban hechos una mierda?

Elmo se volvió hacia Skip. Sus ojos tristones siempre parecían a punto de soltar una lágrima de un momento a otro.

—He comprobado la factura. Los frenos estaban perfectos.

—¡Y una mierda! —Skip miró al mecánico con incredulidad. Casi nunca se tomaba la molestia de llevar su coche a una revisión, de modo que ahora, después de haber soltado cincuenta y siete dólares hacía apenas unos días, su indignación no tenía límites—. ¡Te digo que ese coche no tenía frenos! ¿Me oyes? Frenar poniendo el pie en el asfalto con el coche en marcha habría surtido el mismo efecto. Podría haberme matado. ¿Y ahora pretendes que te pague por ese privilegio? ¡Anda ya…!

—No había ni gota de líquido en el sistema de frenos —dijo Elmo con obstinación, mirando al suelo.

—¿Lo ves? —le reprendió Skip—. Eso lo demuestra. Deberías haber detectado ese escape antes, cuando te traje el coche. No pienso pagar por…

—Pero es que no hay ningún escape.

Skip se quedó atónito.

‐¿Qué?

Elmo se encogió de hombros y puso los ojos en blanco.

—He hecho la prueba de presión con el sistema de frenos. No hay ningún escape, ningún agujero, nada.

Skip miró a Elmo de hito en hito y farfulló:

—Eso es imposible.

Elmo volvió a encogerse de hombros. Luego añadió:

—Además, habría habido indicios de un escape. Mira eso. —Cogió una linterna y alumbró el Fury.

—Es la parte de debajo de un coche. Está grasienta y sucia. ¿Y qué?

—Ninguna de esas manchas es del líquido de frenos. No hay churretones ni señales de ninguna clase. Nada que indique que pierde líquido. ¿Dónde sueles aparcarlo?

—En la entrada de mi casa, por supuesto…

—¿Y has visto alguna mancha grande en el suelo últimamente?

—No, no he visto ninguna.

Elmo volvió a bajar la cabeza, asintiendo como si esperara aquella respuesta.

Skip iba a decir algo más, pero entonces se detuvo, con la boca abierta.

—¿Qué estás insinuando? —masculló al fin.

—No insinúo nada, pero tu sistema de frenos no tenía ni gota de líquido. —Los labios gruesos de Elmo se retorcieron para esbozar lo que podía haber sido una sonrisa y luego se los humedeció con su lengua roja—. ¿Tienes algún enemigo?

Skip se echó a reír.

—No digas tonterías. Yo no… —Se interrumpió y al cabo de unos instantes preguntó—: ¿Quieres decir que alguien puede haberlo saboteado? ¿Deliberadamente?

Elmo asintió de nuevo, se metió un dedo en la oreja y empezó a rascarse con fuerza.

—El único problema es que el tapón del líquido de frenos estaba oxidado y no podía abrirse, así que no sé cómo lograron drenarlo.

—No —dijo Skip con aire pensativo—. Los frenos funcionaban perfectamente al principio, pero al cabo de un momento dejaron de funcionar. —Consultó su reloj y sintió cómo su irritación iba en aumento de nuevo—. Llego tarde al trabajo. Tengo una jefa que le arranca las pelotas a la gente que llega tarde. Y encima, por si fuera poco, vas y me das esta cosa… —Señaló al coche que le había prestado Elmo, un Volkswagen Escarabajo de los antiguos con el guardabarros trasero abollado y las portezuelas de distintos colores—. Preferiría conducir el mío, aunque fuese sin frenos.

Elmo repitió su gesto ya característico, se encogió de hombros.

—Lo tendrás listo el viernes hacia las cinco de la tarde.

—Y a ver si me ajustas esa factura mientras acabas de ajustarme el coche —repuso Skip—. No pienso pagar seiscientos dólares por la negligencia de otra persona. —No sin esfuerzo logró meter a Teddy Bear en el Escarabajo, luego se agachó con cuidado para sentarse en el asiento del conductor y arrancó el motor.

Metió primera y se sumergió en el tráfico con gran aparatosidad, dirigiéndose hacia la carretera que le conduciría de vuelta a la ciudad, al instituto y a la impaciente Sonya Rowling. De pronto sintió que estaba empezando a dolerle la cabeza. La jaqueca no era demasiado intensa por el momento, pero iba en aumento y parecía rodearle las sienes como una cinta para el pelo. A pesar de su bravuconería, se sentía muy inquieto, y el corazón le latía con fuerza al cambiar de marcha. Por un momento pensó en regresar a casa de Teresa y comprobar el suelo donde había aparcado el coche para ver si había una mancha líquida, pero descartó la idea de inmediato porque sabía que no quería volver a ver ese lugar en su vida.

De repente, siguiendo un fuerte impulso, llevó el coche hasta el arcén de la carretera y puso punto muerto. Algo no iba bien y él lo sabía; no se trataba tan sólo de las extrañas circunstancias. En cuanto Elmo había mencionado la palabra «enemigo», un súbito escalofrío le había recorrido el cuerpo.

Se quedó parado en el arcén, pensando. Le vino a la mente el vago recuerdo de su padre sentado a la mesa después de la cena, tomando café y contándole una historia. No sabía muy bien por qué, pero Skip no lograba acordarse de la historia. Sin embargo, sí recordaba a su madre frunciendo el entrecejo y diciéndole a su padre que hablase de otra cosa.

Otra cosa… Sí, había algo más que había sucedido recientemente, algo que encajaba en todo aquello de un modo pavoroso e inquietante.

De pronto, Skip puso el Volkswagen en marcha y, echando un vistazo por encima del hombro, lo condujo de nuevo a la calzada. Sin embargo, en lugar de dirigirse al instituto, dobló la siguiente esquina y se internó en un laberinto de sórdidas callejuelas, pisando el acelerador a fondo, maldiciendo aquel viejo trasto y tamborileando sobre el volante con impaciencia.

Tras detenerse frente a su apartamento, subió los escalones de dos en dos, arrastrando a Teddy Bear tras él, buscó a tientas las llaves y abrió las dos cerraduras a toda prisa.

El interior del piso olía a calcetines sucios y montones de platos de comida que había dejado a medias. Tiró de la cadenilla que accionaba la lámpara del techo y se dirigió directamente a la estantería de cemento y contrachapado que estaba apoyada con aire amenazador contra una de las paredes del fondo. Arrodillándose frente al estante inferior, recorrió con el dedo el lomo de los libros que habían pertenecido a su padre, cuyos títulos borrosos destacaban débilmente bajo las capas de polvo.

Reparó en un maltrecho y delgado libro de color gris. Lapapieles, brujos y curanderos: brujería y prácticas de hechicería en el sudoeste norteamericano, leyó Skip.

El repentino arrebato que le había impulsado a volver al apartamento dio paso a una sensación de duda e incertidumbre. Recordó que aquel libro contenía testimonios terribles y espantosos. Más que cualquier otra cosa, deseaba que esos testimonios no confirmasen el temor que estaba creciendo en su interior.

Permaneció arrodillado junto a los viejos libros durante lo que se le antojó una eternidad. Finalmente, cogió el volumen con ambas manos, lo llevó hasta el sofá naranja, lo abrió con cuidado y empezó a leer.