Nora levantó la mano para acallar el clamoroso aluvión de murmullos que se sucedieron.
—Roscoe —dijo—, explícanos qué ha pasado exactamente.
Swire se sentó junto al fuego, jadeando todavía por el esfuerzo de su carrera por el cañón y haciendo caso omiso de un corte en el brazo que sangraba profusamente.
—Me levanté hacia las tres de la madrugada, como de costumbre, y llegué al lugar donde solían pacer los caballos a las cuatro. Supuse que la recua se había desplazado hacia el extremo norte del valle en busca de hierba, pero cuando los encontré descubrí que estaban empapados en sudor. —Hizo una pausa y añadió—. Pensé que quizá los había perseguido un puma, y me di cuenta de que faltaban dos caballos. Entonces los vi… bueno, lo que quedaba de ellos. Hoosegow y Cuervo, destripados como si fueran… —Su rostro se nubló—. Cuando agarre a los hijos de puta que han hecho esto…
—¿Qué te hace pensar que no ha sido obra de animales depredadores o algo así? —preguntó Aragon.
Swire meneó la cabeza.
—Lo han hecho con una precisión científica. Les rajaron el vientre, les sacaron las entrañas y… —Volvió a interrumpirse.
—¿Y?
—Las dejaron al aire libre como si fuera una exposición.
—¿Qué? —exclamó Nora bruscamente.
—Les sacaron las entrañas y las colocaron en el suelo formando una espiral. También les habían metido palos con plumas en los ojos, —agregó quedamente—. Y había más cosas.
—¿Algún rastro?
—No vi huellas de ninguna clase. Deben de haberlo hecho desde la grupa de un caballo.
Tras la mención de las espirales y las plumas en los ojos, Nora era incapaz de hablar.
—Oh, vamos —intervino Smithback—. Nadie puede haber hecho eso a lomos de un caballo.
—¡Pues no hay otra explicación! —le espetó Swire—. Ya te lo he dicho, no he visto ninguna huella, pero… —Hizo una nueva pausa—. Ayer por la tarde, cuando estaba a punto de dejar a los caballos para ir a dormir, me pareció ver a un jinete en lo alto de la cordillera. Un hombre sobre un caballo, inmóvil allí arriba, mirándome.
—¿Por qué no nos lo dijiste? —inquirió por fin Nora.
—Creía que era un producto de mi imaginación, un espejismo provocado por la puesta de sol. Desde luego, no esperaba ver otro caballo ahí, en esa jodida cordillera. ¿Quién diablos podía haber ahí arriba?
Eso mismo me pregunto yo, pensó Nora, mientras una intensa sensación de desesperación se apoderaba de ella. A lo largo de los días anteriores, poco a poco había ido convenciéndose de que había dejado atrás las extrañas apariciones del rancho. Sin embargo, aquella seguridad estaba disipándose súbitamente. Puede que, pese a todas sus precauciones, los hubiesen seguido, pero ¿quién podía tener la capacidad, o la determinación desesperada, de seguir su rastro a través de un paisaje tan árido y hostil?
—Es una región arenosa y seca —prosiguió Swire, cuya expresión sombría había dado paso a una nueva determinación en su rostro—. No pueden esconder un camino ahí para siempre. Sólo he venido para deciros que voy por ellos. —Se puso en pie de un salto y se metió en su tienda.
En el silencio inmediato, Nora oyó el ruido del metal y de las balas mientras Swire las colocaba en la recámara. Al cabo de un momento, el vaquero volvió a salir, con un rifle colgado a la espalda y un revólver enfundado a la cintura.
—Espera un momento, Roscoe —dijo Nora.
—No intentes detenerme —replicó Swire.
—No puedes marcharte así, sin más —repuso ella con severidad—. Vamos a hablar de esto.
—Hablar contigo sólo trae problemas.
Bonarotti se dirigió a su armario y empezó a llenar una pequeña bolsa con comida.
—Roscoe —intervino Sloane—, Nora tiene razón. No puedes largarte de esta forma…
—Tú cierra el pico. No voy a permitir que dos mujeres me digan qué tengo que hacer con mis propios caballos.
—Bueno, ¿y si te lo dice un solo hombre? —dijo Black—. Esto es una temeridad. Podrías resultar herido o algo peor.
—Ya estoy harto de esta discusión —contestó Swire. Aceptó la pequeña bolsa que le ofrecía Bonarotti, la ató a su impermeable y se la echó a la espalda.
Mientras Nora lo observaba, todo su miedo y su decepción ante los nuevos acontecimientos se transformó en rabia; rabia hacia cualquier cosa que se empeñase en arruinar una excavación que había empezado tan bien, rabia hacia Swire por comportarse de aquella manera.
—¡Swire, escúchame de una puta vez! —exclamó.
Se produjo un silencio sepulcral. Swire, momentáneamente confuso, se volvió para mirarla a la cara.
—Escucha —insistió Nora, consciente de que el corazón le latía con fuerza y de que hablaba con la voz alterada—, tienes que recapacitar. No puedes largarte así sin más, sin un plan, a matar a alguien.
—Tengo un plan —aseguró el vaquero—. Y no me hace ninguna falta recapacitar. Voy a encontrar al cabrón hijo de puta que…
—Muy bien —convino Nora, interrumpiéndole—, pero no eres tú la persona que va a ir por él.
—¿Ah, no? —La expresión de Swire se transformó en un gesto de desdeñosa incredulidad—. ¿Y quién sino va a hacerlo?
—Yo misma. —Swire abrió la boca para hablar—. Piénsalo un momento —añadió Nora presurosamente—. Él, o ellos, o quienquiera que fuese, mataron dos caballos. No lo hicieron porque estuvieran hambrientos ni por diversión, sino para enviar un mensaje. ¿No te dice eso algo? ¿Qué pasa con los demás caballos? ¿Qué crees que va a sucederles mientras tú estás fuera en tu partida de linchamiento particular? Ésos son tus animales y tú eres la única persona que los conoce lo suficiente para garantizar su seguridad hasta que todo esto se resuelva.
Swire apretó los labios y se pasó un dedo por el bigote.
—Otra persona puede vigilar los caballos mientras yo estoy fuera.
—¿Como quién?
Swire no respondió enseguida.
—Tú no tienes idea de cómo se hace un rastreo —adujo.
—Pues da la casualidad de que te equivocas, porque sí la tengo. Cualquiera que se haya criado en un rancho sabe algo sobre cómo rastrear. He buscado un montón de vacas perdidas en mis tiempos. Puede que no lo haga tan bien como tú, pero tú mismo lo dijiste hace un momento: en esta región arenosa no puede ser muy difícil seguir un rastro. —Se inclinó hacia él—. El hecho es que si alguien tiene que ir, ésa soy yo. Tanto la labor de Aaron como la de Sloane y Enrique son esenciales aquí, y tú eres vital para los caballos. Luigi es nuestro único cocinero y Peter no tiene suficiente experiencia como jinete. Además, lo necesitamos para las comunicaciones.
Swire la miró fijamente, pero guardó silencio.
—Esto es una locura —intervino Black—. ¿Tú sola? No puedes marcharte, eres la directora de la expedición.
—Por eso no puedo pedirle a nadie más que lo haga. —Nora miró alrededor—. Sólo estaré fuera un día, una noche más como mucho. Mientras tanto, tú, Sloane y Aragon podréis tomar las decisiones por mayoría. Yo averiguaré quién ha hecho esto y por qué.
—Creo que tendríamos que llamar a la policía —sugirió Black—. Tenemos una radio.
En una actitud impropia de él, Aragon se echó a reír.
—¿Llamar a la policía? ¿A qué policía?
—¿Por qué no? Todavía seguimos en América, ¿no?
—¿Tú crees? —repuso Aragon entre dientes.
Tras una breve pausa, Smithback empezó a hablar con un tono sorprendentemente tranquilo y firme.
—Bien, es evidente que no puede marcharse sola. Soy la única persona que no es imprescindible en la excavación, de modo que yo iré con ella.
—No —repuso Nora sin pensarlo dos veces.
—¿Por qué no? El vertedero sabrá arreglárselas sin mí por un día. El amigo Aaron no ha estado haciendo bastante ejercicio últimamente. Además, no soy un mal jinete y, si fuera necesario, tampoco tengo mala puntería.
—Hay que tener en cuenta otra cosa —intervino Aragon—. Has dicho que el objetivo de esas muerte sera enviar un mensaje. ¿Has pensado en la otra posibilidad?
Nora lo miró con curiosidad e inquirió:
—¿Qué otra posibilidad?
—Que realizaran los descuartizamientos para alejarnos del campamento, y así poder encargarse de cada uno individualmente. Tal vez el jinete de la cordillera dejó que Swire lo viera a propósito.
Nora se humedeció los labios.
—Razón de más para ir contigo —insistió Smithback.
—Esperad un momento —intervino Swire con frialdad—. ¿No nos estamos olvidando de la Espalda del Diablo? Tres de mis caballos ya están muertos gracias a esa montaña de mierda.
Nora se volvió hacia él.
—Ya lo he pensado —contestó—. Has dicho que viste a un jinete en lo alto de esa cordillera el otro día, y evidentemente anoche alguien entró en el valle exterior a caballo. No hay ningún otro modo de hacerlo que no sea subiendo la cordillera. Apuesto a que utilizaron caballos desherrados.
—¿Desherrados? —preguntó Smithback.
Nora asintió.
—Un caballo sin herraduras tendría más capacidad de agarre al suelo en una senda estrecha como la de la Espalda del Diablo. El hierro sobre la piedra es como un patinador sobre hielo, mientras que la queratina de los cascos de un caballo se agarraría a la piedra sin problemas.
Swire seguía mirándola fijamente.
—No pienso dejar que mis caballos se destrocen las pezuñas por ese sendero.
—Herraremos a los caballos de nuevo en cuanto hayamos bajado la cordillera. Llevas útiles de herrero contigo, ¿no? —Swire asintió despacio—. Lo único que voy a hacer —prosiguió Nora— es tratar de averiguar quién hizo esto y por qué. Podemos dejar que la ley se encargue de los culpables cuando regresemos a la civilización.
—Eso es lo que me da miedo —farfulló Swire.
—¿Es que quieres pasar el resto de tu vida en la cárcel por asesinato? —le preguntó Nora—. Porque eso es exactamente lo que sucederá si te vas y le pegas un tiro a alguien.
Swire no respondió. En silencio se volvió y entró en la tienda de campaña. Al cabo de un momento salió de ella con su arma, una caja de munición y una pistolera de piel, que le entregó a Nora. Abrochándose la pistolera alrededor de la cintura, Nora abrió la pesada arma, dio unas vueltas al tambor y la cerró de nuevo. Después de destapar la caja de munición, se echó el contenido en la palma de la mano y guardó las balas en el cinto. A continuación arrojó la caja vacía al fuego y se volvió hacia Swire.
—Nosotros nos encargaremos de ellos —dijo con tono impasible.